lunes, 24 de octubre de 2016

El mismo río


Ana María Shua -  Argentina



Mientras manejaba por la zona oscura de la ciudad pensó que a pesar de todos los cambios había cosas que perduraban, valores inmutables, se dijo. El canto de los pájaros en el obelisco. Al llegar a una zona iluminada el avance se hizo más lento. Dudó un momento antes de añadir a la lista la tele y el bugui. Maldijo el exceso de parque automotor hasta que en la esquina de Mitre y Mitre descubrió las causas del entorpecimiento del tránsito: una larga fila de vehículos esperaba su turno para cargar combustible en una estación. Los que se agregaban ahora, al final de la cola, tendrían que esperar toda la noche. Decidió no usar su transportador por unos días: descansar. Se preguntó si Clari habría alcanzado a cargar antes de que anunciaran ¿la huelga?, ¿el aumento de precio? No tenía ganas de encender las noticias.

Ya estaba muy cerca de su casa cuando tuvo que dejar el vehículo y seguir a pie. Había varias calles cortadas a causa de las obras: reconstruían el Obelisco. Allí volvería a erguirse, pensó, el Inmutable. En su nuevo emplazamiento, como en cualquiera de los anteriores, seguiría siendo como un símbolo de la ciudad. Los taxistas, como siempre, iban a quejarse: tampoco eso cambiaba.

Llegó cansado. Los chicos estaban en el bugui-bugui: Lobito y Adelaida. Patricio debía estar en su pieza. Echó una mirada a las caras extasiadas, a los cuerpos estremecidos y lo que vio en las pantallas le pareció bien. Se sacó los zapatos, que le apretaban un poco, y llevó la bolsa de las compras a la cocina. Clarita todavía no había llegado. Leyendo las instrucciones empezó a pelar los frutos kiwi y a cortarlos en rodajas. Segunda vez que comían frutos kiwi con pollo: una alegría para Patricio.

—¿Otra vez lo mismo? —protestó Clarita, entrando de pronto en la cocina.

—Sí, ¿viste qué raro? Pero Patricio se va a poner contento, sabés como le gusta repetir.

—Muy exigente tu hijo, che, si fuera por él habría que hacer el mismo menú una vez por semana.

—No exageres, Clarita. Vení, ayudame, que hoy vienen a comer los abuelos.

—Pero si hoy es martes.

—Bueno, en esta familia los abuelos vienen los martes, ¿no?

—Me había olvidado —dijo Clari con un suspiro. Se puso el delantal, colocó el pollo en una fuente de horno y empezó a condimentarlo.

A Félix no le pareció bien que condimentara el pollo en la misma fuente en que lo iban a cocinar. Prolijo y ordenado: así era él. Sacó la tabla y se la ofreció. Siempre estaba proponiendo sistemas de ordenamiento científico en la cocina, métodos de trabajo racionales. La tabla: una cosa más para meter y sacar del lavaplatos. Cuando Clarita trabajaba sola la comida estaba lista más rápido y la cocina quedaba convertida en un campo de batalla.

Clarita aceptó la tabla sin discutir. Estaba pensando en Patricio. Le costaba entenderlo: ella nunca se cansaba de probar cosas nuevas. Patricio, en cambio, se aferraba a sus zapatillas de la semana pasada, se negaba a empezar cada día con un nuevo cepillo de dientes, insistía en lavar él mismo sus propias prendas con tal de que no lo obligaran a usar ropa descartable. Pero, la adolescencia era una edad difícil: los cambios físicos, la adaptación al nuevo esquema corporal, al mundo de los grandes. Y vaya a saber por qué, había gente que encajaba, pensó, gente que encajaba fácil en el mundo, y a otros les costaba más. Patricio era un tímido absoluto, uno de esos muchachos que enfrentan con una sonrisa sardónica, despectiva, la caudalosa alegría de un mundo a cuya corriente no logran integrarse. Una especie de inválido que se mantenía al margen de la vida con su sonrisita de costado, como juzgando crímenes en los que le hubiese gustado participar. Su propio pasaje a la adultez, el de Clarita, había sido casi indoloro, recordó: le gustaba el mundo en el que le había tocado existir, y había aceptado sus reglas sin objeciones. La vida le calzaba como un guante. Pero aunque no pudiera ponerse en su lugar, compartir sus emociones, podía, desde un punto de vista intelectual, aceptar lo que le pasaba a su hijo mayor. Era un caso bastante común; volvían a comentarlo periódicamente en los programas para padres. Y, además, no era una sorpresa: sus dificultades figuraban, naturalmente, en el informe.

—¿Cuánto te salieron los frutos kiwi? —le preguntó a Félix.

—Siete, en el mercado.

—¿Siete? ¿La última vez no estaban a...? ¿Cuánto era? ¿Treinta y dos, no?

—Puede ser, ¿treinta y dos qué?

Pero Clarita no se acordaba. Después, mientras terminaban de preparar la comida, hablaron de sus respectivos trabajos. Clarita sintió una agradable sensación de intimidad en su casa, en su cocina, conversando juntos marido y mujer. Pensó que después recordaría este momento como uno de los más felices de su vida, miró fijamente la cáscara verde de los frutos kiwi para unirlos a su recuerdo por si volvía a verlos alguna vez. Félix regresaba a casa muy cansado desde que trabajaba en esa dirección de obra, un edificio que debía estar terminado en pocos meses para poder comenzar con la demolición.

—¿Ya se sabe qué van a hacer con el terreno? —le preguntó. Y se arrepintió cuando vio la expresión de desaliento de Félix. No se sabía, por supuesto: era una obra como todas. Se haría lo que conviniera en el momento.

—Por ahí, resulta que ni siquiera deciden tirarla abajo y, mientras tanto, a mí me apuran como si mañana tuviera que entrar con las piquetas.

Félix estaba de mal humor. A Clari le extrañó (uno de esos hombres enamorado de su trabajo, ese era él) oírlo quejarse. Habló con envidia (sorprendente) de los arquitectos que trabajaban en la empresa encargada de trasladar el Obelisco. Ese tema los llevó naturalmente al de su proyectada mudanza. Las obras del Obelisco, con el ruido y las calles cortadas, eran una molestia para todo el barrio y añadían un motivo racional a sus deseos.

Félix quería una casa con jardín. Clari estaba de acuerdo, pero por ahora no les alcanzaba el cadmio, dijo. Habían comprado un par de toneladas de lana que, por suerte, no tuvieron que cambiar de depósito. La lana subió y, gracias a Clarita, que por su trabajo estaba al tanto de todo, cambiaron la lana por cadmio antes de que empezara a bajar. Pero por el momento la relación cadmio-metrocuadrado era mala, él también lo sabía, y les convenía esperar unos quince días antes de mudarse.

—¡Quince días! —dijo ella—. Una eternidad: quién sabe si duramos quince días.

—Yo creo que sí, mirá vos —sonrió él, mirándola con afecto—. Yo creo que quince días más duramos.

Ella le respondió con un golpecito cariñoso en el mentón. Pronto llegarían los abuelos y había que sacar a los chicos del bugui-bugui.

—¿Cuánto hace que están metidos ahí? —preguntó Félix.

—No sé, vos viniste antes que yo. Unas tres horas, supongo, desde que vinieron del colegio.

—¿No es mucho, Clari, tres horas en el bugui?

—¿Cuánto estabas vos a esa edad? ¡Ya te olvidaste!

—Yo creo que más de dos horas no me dejaban nunca. —Pero mientras expresaba su enfática observación, atenuada apenas por el yo creo, Félix no pudo dejar de pensar en las trampas de la memoria. ¿Cuánto estaba él en el bugui, a esa edad? Ahora se cansaba mucho más rápido.

—Hay que ver cómo quedan sedados, después —dijo Clari, sabiendo que estaba usando un argumento egoísta—. Se duermen a las nueve como dos benditos.

Con todo, decidió Félix, tres horas en orgasmo eran más que suficientes para cualquiera.

—A los chicos hay que ponerles límites —dijo—. Por ellos mismos: para que se sientan más seguros.

Antes de desenchufar el aparato volvió a controlar las fantasías sexuales de los chicos que, proyectadas en las pantallas, acompañaban el infinitamente lento y maravilloso orgasmo del bugui. En la de Lobito había una mujer joven que le pareció muy bonita. La acción se desarrollaba en una de las aulas del colegio. Dedujo que la muchacha debía ser la nueva profesora de matemáticas, de la que Lobito hablaba a veces con entusiasmo. Se alegró de no ver a otros compañeros varones tomando parte de la acción, como sucedía a veces.

La imagen en la pantalla de Adelaida parecía tomada de una película de piratas. Ocurría en la cubierta de un barco a vela. ¿Una fragata? ¿Un galeón? Pero los conocimientos náuticos de Adelinda (como le gustaba llamarla) no debían ser mayores que los suyos, porque el ambiente estaba apenas esbozado, un esquema difuso en el que se movían las figuras. En todo caso, la escena era muy cruel, había marineros, y era Adelinda la que manejaba el látigo con una fuerza que sólo en su fantasía podía llegar a tener una chiquita de diez años.

Qué imaginación tienen los chicos, pensó Félix, envidiándolos un poco. Qué libertad. Cuántas veces era el bugui mismo, él mismo en el bugui, lo que aparecía en su propia pantalla. Todo estaba bien con Lobito y con Ade: las escenas fantaseadas concordaban con lo que se podía esperar de chicos de esa edad. Sabía que las fantasías homosexuales o las sadomasoquistas no debían preocuparlo. Se aconsejaba, en cambio, pedir ayuda, si se reiteraban en los chicos las fantasías incestuosas sin objeto sustituto. Por suerte Félix nunca había tenido ese problema con ninguno de sus hijos.

Lobito y Adelaida salieron del orgasmatrón un poco fastidiados por la interrupción, pero se los veía satisfechos y cansados. Se pusieron contentos de ver a sus padres en casa. Adelaida dijo que tenía mucho hambre.

—Van a tener que esperar un poquito —les pidió Clarita—. En seguida llegan los abuelos y cenaremos todos juntos.

En el colegio Adelaida había aprendido un poema sobre Sarmiento con muchas palabras difíciles. No lo entendía bien y le pidió a su mamá que le explicara si, de acuerdo al poema, Sarmiento era de los buenos o de los malos.

A Clarita le molestó el exceso de simplificación que introducían los modernos métodos de enseñanza, empezó a explicar y, de pronto, sin quererlo, se encontró criticando esa forma de vida con la que hacía apenas un rato, pensando en Patricio, se había sentido tan plenamente satisfecha: la caudalosa alegría del mundo. La historia, trató de contarle a su hija, no es como las series de televisión: no están por un lado los buenos y por otro los villanos. Hay gente con distintas ideas de lo que debe ser un país, de lo que debe ser el mundo, y a veces, esas personas o grupos... Pero mientras hablaba supo que estaba mintiendo, ella misma tenía sus propias ideas acerca de los buenos y los malos en la historia, y más todavía, en el presente. Por suerte, la rapidez con que los distintos grupos se alternaban en el gobierno (y en las cárceles del gobierno) no daban tiempo a quejas (y Clari volvía a reconciliarse con su mundo, con su tierra), aunque ciertos excesos pretendieron compensar la brevedad del paso por el poder. Los nombres de las calles, por ejemplo, todas esas calles con el nombre de Mitre que confundían, en ese momento, a los habitantes de la ciudad.

Pero Adelaida no estaba escuchando su explicación. Impaciente, sosteniendo a pura fuerza de voluntad las lágrimas que le colgaban de las pestañas, golpeaba con su piecito en el suelo. ¿Por qué mamá no podía simplemente contestar a sus preguntas? Ella necesitaba saber algo muy concreto, necesitaba saberlo para mañana y lo demás no le interesaba: palabras y palabras sin sentido que no le servirían para la lección. Se tranquilizó cuando Clari le ofreció buscar las palabras difíciles en el diccionario. En el poema, decididamente, Sarmiento era de los buenos, y Adelaida contestó: con esa cara, dijo, queda mucho mejor cuando le toca ser de los malos.

En ese momento se escuchó una detonación que venía del piso de arriba.

—Metí la pata con el juego de química que le regalé a Patricio —dijo Félix—. Un día nos va a hacer volar a todos.

—Hace tiempo que no lo veo en el bugui, a Patricio —dijo Clari—. Te quería comentar.

El ruido había sido muy violento. Subieron por la escalera alarmados. Clari entró antes que los demás a la pieza de Patricio y salió pálida. Le pidió a Félix que llevara a los chicos abajo y subiera a ayudarla. Cuando Félix entró a la habitación con un trapo de piso en la mano se dio cuenta de que no sabía por dónde empezar.

Clari ya estaba guardando en el placard la ropa de Patricio. Había una valija abierta dada vuelta en el piso y prendas de tela, no descartables, tiradas por todas partes, como si hubiera empezado a empacar y se hubiera arrepentido de golpe. Patricio estaba sentado contra un ángulo de la pared en una posición que parecía incómoda y, sobre todo, precaria. En efecto, un momento después empezó a resbalar lentamente, de costado, con la cabeza colgando de un modo muy feo. La sangre le ensuciaba el pelo y hacía un charco en el piso. Félix decidió no tocar el revólver y, sin saber muy bien lo que hacía, metió el trapo en el charco de sangre.

—¡No hagas eso! —gritó Clari—. ¿Para qué vas a ensuciar también el trapo? Esperá que pare la sangre y después limpiamos todo con Asprex. Andá trayendo el toallón grande que lo vamos a poner sobre la cama.

—¿Habrá que dar parte? —preguntó Félix, dejando que ella se hiciera cargo de la situación.

—Sí, claro —dijo Clarita. Y después lo pensó mejor—. Pero después de la cena. Cuando se vayan los abuelos damos parte y llamamos a la asistencia.

—A los abuelos les decimos después de la cena también —razonó Felix—. Si no, se les va a cortar el apetito.

Cuando se dio vuelta para ir a buscar el toallón lo vio a Lobito. Estaba parado en la puerta del dormitorio. Lloraba.

—¡Zoncito! —le dijo el padre, con cariño—. Lobito zoncito. No llorés. Un hombre de doce años, qué vergüenza. Vení, no mires. Dale che, que mañana vamos juntos a la cancha. Y el juego de química de Patricio ahora te va a quedar a vos...

—¿No te dije que lleves a los chicos abajo? —Clari estaba muy alterada, su tono de voz era histérico—. ¡Pero qué animal que sos, se mata el hermano y vos lo querés consolar con un partido de fútbol. —Y abrazó a Lobito que, sin embargo, desde la mención del juego de química, había amainado considerablemente sus sollozos.

Había mucho que hacer. Félix se lo llevó a Lobito abajo. Le dijeron a Adelaida, que se impresionó mucho y, después de un rato, pidió permiso en voz baja para entrar un poquito más al Orgasmatrón.

—Vos, con cualquier excusa, ¿eh? —sonrió el padre—. No, el bugui no. Por hoy ya tuvieron bastante y si empezamos con las excepciones sonamos. Vamos todos a mirar la tele.

Clari limpió la pieza de Patricio y se las arregló sin ayuda para poner el cuerpo (tan flaco y tan pesado) sobre la cama. En mitad de la tarea se interrumpió para dar parte: era mejor no dejar nada pendiente. Pidió que por favor no mandaran gente de la asistencia antes de las once. Vendría también un inspector del Servicio. Calculó que a esa hora ya habrían terminado de cenar.

Por qué a ella una cosa así, se preguntaba, por qué justo en la familia. La culpa, la maldita culpa siempre mezclándose en la vida de la gente. Se sentía muy mal, incómoda, irritada. Ser humano es ser culpable, pensó, mientras limpiaba la sangre con el Asprex: la frase le gustó y decidió recordarla para decírsela a Félix después de que se durmieran los chicos. El pecado original, abundó. El águila de Prometeo comiéndole el hígado, orgullosa de sus conocimientos generales. Y un martes, además. La cena iba a resultar un fracaso. Sabía que ni en el bugui iba a poder sacarse de la cabeza la cara blanca y ensangrentada de su hijo mayor. Quién sabe si alguna vez tendría otro como él. ¿Sentiría Félix lo mismo que ella? ¿También él Prometeo y águila? Por primera vez sintió la necesidad de conocerlo mejor. Compartían, ahora, mucho más de lo que estaba previsto.

Estaban poniendo la mesa cuando sonó el timbre. Lobito fue a abrir la puerta. Eran los abuelos.

—Hola, vieja chota —dijo Lobito—. ¿Por qué no te vas un poco a la mierda?

—Hola, lindo —dijo la abuela. El abuelo venía unos pasos más atrás con una torta para el café.

Besaron a los chicos y le dieron la torta a Félix, que la puso en la heladera. Se sentaron a comer enseguida: a pesar del mal pronóstico de Clari todos tenían hambre. Mientas comían, Félix recordó con fastidio que los abuelos ni siquiera habían notado la ausencia de Patricio en la mesa familiar. La abuela, que estaba muy gorda, comía en forma desagradable, tragando enormes trozos, casi sin masticar, y empujándolos con pan. Como reaccionando ante la sensación de mal humor de su padre (y más de una vez Félix se preguntaba si no habría entre ellos alguna forma de comunicación telepática) Lobito volvió a atacar a la abuela.

—Cómo comés, chancha asquerosa —le dijo—. ¿Por qué no te metés un poco de pollito por el culo, también?

—¿Qué le pasa a Lobito? —preguntó la abuela, a nadie en particular—. Lo noto bastante agresivo, hoy.

—Está nervioso —dijo Clari.

—¡Vamos! —dijo la abuela— Si los chicos no tienen nervios.

—¡No soy un chico! —saltó Lobito

—Tiene motivo —contestó Félix, olvidándose, por defender a su hijo, del pacto de silencio—. Hoy se suicidó el hermano.

—¡Delfín! ¡No me digas que se mató Delfín! —gritó el abuelo.

La abuela cambió de color y dejo los cubiertos sobre la mesa, un gesto inusual que denotaba hasta qué punto la había afectado la noticia.

—Mi Delfincito —dijo— Mi Delfincito chiquito...

—¡Aquí no vive ningún Delfín! —explotó Félix, furioso—. El que se mató fue Patricio.

—¡Entonces tampoco vive aquí ningún Patricio! —terminó, triunfalmente el abuelo, que nunca perdía su sentido del humor.

Y ya que había surgido el tema, intentaron descubrir entre todos los motivos que podría haber tenido Patricio para matarse. A Félix lo intrigaba, además, cómo se las había arreglado para conseguir el arma. Adelaida, que lo conocía mejor que los demás, dijo que Patricio se aburría. Clari se enojó. La vida era, declaró, muy linda y muy variada, estaba el sol y el bugui-bugui, y era imposible que nadie jamás se sintiese aburrido en un país como las Provincias.

—¿Qué provincias? —preguntó el abuelo, al que le estaba empezando a fallar la memoria y se le mezclaban los nombres y los recuerdos— ¿Otra vez las Provincias Unidas? ¿No Argentia?

Las Provincias del Plata, le recordaron. ¿Acaso no miraba él la tele? ¿No leía los diarios? ¿Es que se pasaba todo el día en el bugui para no saber siquiera el nombre del país en que vivía? El abuelo se sintió avergonzado.

Clari recordó que en la mesa de luz de Patricio había encontrado un libro. Era una antología de autores rioplatenses y estaba abierto en la primera página de un cuento que se llamaba La lotería en Babilonia. La palabra lotería le dio a Félix una pista: deudas de juego. Se preguntó en voz alta si Patricio podría haber tenido deudas de juego. A los otros esa posibilidad les pareció ridícula.



—Sos bueno pero muy boludo, papi —dijo Lobito.

—En mis tiempos —comentó la abuela— no se le hablaba así a un padre.

—¿Cuántos padres tuviste vos, abuelita? —desafió Lobito.

—Tres. Tres padres y tres madres. De chica, por lo menos.

—¡Tres padres nada más! ¡Qué disparate! —se burló Lobito.

—Debe ser raro pero lindo, ¿no? Estar en una misma familia todo el tiempo —dijo tímidamente Adelaida. (Su Adelinda, volvió a pensar el padre).

—No crean —dijo el abuelo—. Nosotros no somos de esos que piensan que todo tiempo pasado fue mejor.

—¡Esas familias tan complicadas! ¿Te acordás? —dijo la abuela—. Con tíos y primos y sobrinos. Las personas grandes también tenían hermanos —les explicó a los chicos, que estaban asombrados.

—Sí que me acuerdo. ¡Y los problemas que había! De otra clase pero problemas al fin —recordó el abuelo.

—Ustedes tendrían que haber conocido a los abuelos que les tocaron a mis hijos del año pasado. ¡A mis hijos y a mí! ¡Uf! Se me ponen los pelos de punta de pensar en padres así para más de un año.

La observación inocente de Clari creó un clima de tensión en la mesa. Por un momento todos se quedaron callados, recordando inevitablemente a los familiares difíciles con los que habían tenido que tratar en sus muchos o pocos años. Pero, además, Clari había puesto sin querer sobre el mantel, junto a los restos de pollo y la ensaladera vacía, una cuestión más grave: la de los montos de afecto o antipatía que habían depositado unos en otros los miembros de esa misma familia, y que harían más difícil la despedida o más duro de soportar el tiempo que debían pasar juntos hasta el próximo Reparto. De una u otra forma, Clarita supo que todos estaban pensando en Patricio. Otra vez fue Lobito quien rompió el silencio con un exabrupto que alivió la situación.

—¡La puta genetronic que te remil parió! —le gritó a Adelaida, que había dejado caer un pedazo de torta con crema sobre su ropa. Todos se rieron a carcajadas de esa divertida versión de un viejo insulto.

Era muy tarde ya cuando vinieron a llevarse el cadáver. Los chicos estaban dormidos y los abuelos se habían ido. Félix y Clarita pasaron un mal rato con los empleados del Servicio y de la Asistencia. Tuvieron que responder a muchas preguntas y el inspector de la Zona les recordó su responsabilidad en el caso. Era posible que no volvieran a tener hijos adolescentes por un tiempo y, sin duda, la inclusión del suicidio de Patricio en sus informes no iba a mejorar su situación en el próximo reparto.

Era tardísimo cuando por fin pudieron acostarse y cada uno se metió en su cama sin hablar.

—¿No te prendés el bugui esta noche? —preguntó Clari.

—No —dijo Félix—. Esta noche no, estoy muy cansado y no me siento bien.

—Yo sí, aunque sea un ratito, a ver si me puedo desconectar del todo. Si no, esta noche no me duermo.

Félix la vio encender el aparato incorporado a la cama, percibió el débil resplandor de su pantalla en la oscuridad y por primera vez sintió una intensa curiosidad de ver las imágenes en el bugui de su mujer. No lo haría, por supuesto. Era de pésimo gusto espiar la pantalla de un adulto y lo que viera le resultaría, sin duda, incomprensible y chocante. Así pasaba siempre con las fantasías de los otros. Pero, además, Clari iba a molestarse mucho si se diera cuenta, y para qué darle otro disgusto en un día así.

Siguió acumulando argumentos contra su deseo mientras trataba de dormirse. La almohada de plumas verdaderas que había comprado con tanto orgullo se aplastaba demasiado con el peso de su cabeza y tuvo que darla vuelta para buscar otra vez la altura deseada. Le dolía el cuello. Sabía que a veces las mujeres fantaseaban con embarazos en el bugui, y aunque nunca había visto mujeres embarazadas en la vida real, la idea le resultaba nauseabunda.

Su cuerpo busco un lugar más fresco en la cama, tenía ganas de levantarse para tomar algo, mirar la tele, pero se lo prohibió. Aunque no lograra dormirse, estar acostado iba a descansarlo más que andar dando vueltas por la casa, tenía que levantarse temprano. No le faltaba sueño, pero una tensión sorda le mantenía los ojos abiertos por debajo de los párpados que su voluntad cerraba. Las muelas de arriba se apretaban y se frotaban contra los de abajo. Intentó relajarse. El suicidio de Patricio los había alterado a todos. Miró con afecto hacia la cama de Clarita.

El bugui lo tentaba. Sin saber por qué, quiso resistirlo, seguir pensando. Los que no tenían bugui. Difícil de imaginar. Gente miserable, gente que ni siquiera intervenía en el Reparto. Se decía que hasta en las Provincias del Plata, fuera de las ciudades (pero Félix no lo creía), se usaban métodos de reproducción naturales, como los animales. ¿Como los animales?

Una noche (ella era su primera esposa) se había deslizado en la cama de al lado y había abrazado por detrás a la mujer ¿dormida? Ella nunca le dijo nada. Una extraña sensación que había alimentado durante mucho tiempo sus fantasías de bugui. Se revolvió en la cama. No encontraba posición para sus brazos, sus piernas. Como si no pertenecieran a su cuerpo, se interponían, incómodos, en el camino del sueño. El codo en las costillas, como una piedrita en el zapato. La puta genetronic que te remil parió, pensó, riéndose en silencio. Al final supo que también él tendría que prenderse el bugui si quería dormir esa noche.


Ana María Shua,Exitosa escritora argentina, comenzó a escribir a los 16 años, lleva publicados 48 libros, entre novelas cuentos y minicuentos. Nació en Buenos Aires el 22 de abril de 1951.

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