jueves, 23 de noviembre de 2017

La oración fúnebre.




                        Herta Müller -  Rumanía


En la  estación,  los parientes  avanzaban junto al  tren humeante. A cada paso agitaban el brazo levantado y hacían señas.
Un joven estaba de pie tras la ventanilla  del  tren. El  cristal  le llegaba  hasta debajo de los  brazos. Sostenía  un ramillete  ajado de flores blancas a la altura del pecho. Tenía la cara rígida.
Una mujer joven  salía de la estación  con un niño de aspecto inexpresivo. La mujer tenía una joroba.
El tren iba a la guerra. Apagué el televisor.
Papá  yacía  en  su  ataúd  en  medio  de  la  habitación.  De  las paredes colgaban tantas fotos que ya ni se veía la pared.
En una de ellas  papá era la  mitad  de grande que la  silla a  la cual se aferraba.
Llevaba  un  vestido  y   sus piernas  torcidas  estaban llenas  de pliegues adiposos. Su cabeza, sin pelo, tenía forma de pera.
En otra foto aparecía  en traje de novio.  Sólo se le  veía  la  mitad del pecho. La otra mitad era un ramillete ajado de flores blancas que mamá tenía  en la  mano. Sus cabezas estaban tan cerca una de la otra que los lóbulos de sus orejas se tocaban.
En otra foto se veía  a papá ante una valla,  recto como un huso. Bajo sus zapatos altos había nieve. La nieve era tan blanca que papá quedaba en el  vacío. Estaba  saludando con la  mano levantada  sobre la cabeza. En el cuello de su chaqueta había unas runas.
En la  foto de al  lado  papá llevaba  una azada al  hombro. Detrás de él,  una planta  de maíz  se erguía  hacia  el  cielo.  Papá tenía  un sombrero puesto. El sombrero daba una sombra ancha y  ocultaba  la cara de papá.
En la  siguiente  foto, papá iba  sentado al  volante  de un camión. El camión estaba  cargado de reses.  Cada semana papá transportaba reses  al  matadero  de  la  ciudad. Papá  tenía una  cara  afilada, de rasgos duros.
En todas las  fotos quedaba congelado  en medio  de un gesto. En todas las  fotos parecía  no saber nada más. Pero papá siempre  sabía más. Por eso todas las  fotos eran falsas. Y todas esas  fotos falsas, con todas  esas  caras  falsas,  habían  enfriado  la  habitación. Quise levantarme  de la  silla,  pero el  vestido  se me había  congelado  en la madera. Mi  vestido era  transparente  y   negro. Crujía cuando me movía. Me levanté y  le toqué la cara a papá. Estaba más fría que los demás objetos de la habitación. Fuera era  verano. Las  moscas, al volar, dejaban caer sus larvas. El  pueblo  se extendía  bordeando el ancho camino de arena, un camino  caliente,  ocre, que le  calcinaba  a uno los ojos con su brillo.
El  cementerio era de rocalla. Sobre las  tumbas había enormes piedras.
Cuando miré el suelo, noté que las suelas de mis zapatos se habían vuelto hacia arriba. Me había  estado pisando todo el tiempo los cordones, que, largos y gruesos, se enroscaban en los extremos, detrás de mí.
Dos hombrecillos tambaleantes sacaron el ataúd del coche fúnebre y lo bajaron a la tumba con dos cuerdas raídas. El ataúd se columpiaba. Los brazos y las cuerdas se alargaban cada vez más. Pese a la sequedad, la fosa estaba llena de agua.
Tu padre tiene muchos muertos en la conciencia, dijo uno de los hombrecillos borrachos.
Yo le dije: estuvo en la guerra. Por cada veinticinco muertos le daban una condecoración. Trajo a casa varias medallas.
Violó a una  mujer en  un campo  de nabos, dijo el hombrecillo. Junto con cuatro soldados más.  Tu padre  le puso un nabo entre las piernas. Cuando nos fuimos, la mujer sangraba. Era una rusa. Después de aquello, y durante semanas, nos dio por llamar nabo a cualquier arma.
Fue a finales de otoño, dijo el hombrecillo. Las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada. El hombrecillo colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. El otro hombrecillo borracho siguió hablando:
Ese Año Nuevo fuimos a la ópera en una pequeña ciudad alemana. Los agudos de la cantante eran tan estridentes como los gritos de la rusa. Abandonamos la sala uno tras otro. Tu padre se quedó hasta el final. Después, y durante semanas, llamó nabos a todas las canciones y a todas las mujeres.
El hombrecillo bebía aguardiente. Las tripas le sonaban. Tengo tanto aguardiente en la barriga como agua subterránea hay en las fosas, dijo.
Luego colocó una piedra gruesa sobre el ataúd.
El predicador estaba junto a una cruz de mármol blanco. Se dirigió hacia mí. Tenía ambas manos sepultadas en los bolsillos de su hábito.
El predicador se había puesto en el ojal una rosa del tamaño de una mano. Era aterciopelada. Cuando llegó a mi lado, sacó una mano del bolsillo. Era un puño. Quiso estirar los dedos y no pudo. Los ojos se le hincharon del dolor. Rompió a llorar en silencio.
En tiempos de guerra uno no se entiende con sus paisanos, dijo. No aceptan órdenes.
Y el predicador colocó luego una piedra gruesa sobre el ataúd. De pronto se instaló a mi lado un hombre gordo. Su cabeza parecía un tubo y no tenía cara.
Tu padre se acostó durante años con mi mujer, dijo. Me chantajeaba estando yo borracho y me robaba el dinero.
Se sentó sobre una piedra.
Luego se me acercó una mujer flaca y arrugada, escupió a la tierra y me dijo ¡qué asco!
La comitiva fúnebre estaba en el extremo opuesto de la fosa. Bajé la mirada y me asusté, porque se me veían  los  senos. Sentí mucho frío.
Todos tenían los ojos puestos en mí. Unos ojos vacíos. Sus pupilas punzaban bajo los párpados. Los hombres llevaban fusiles en bandolera, y las mujeres desgranaban sus rosarios.
El predicador se puso a juguetear con su rosa. Le arrancó un pétalo color sangre y se lo comió.
Me hizo una señal con la mano. Me di cuenta de que tenía que decir unas palabras. Todos me miraban.
No se me ocurría nada. Los ojos se me subieron por la garganta a la cabeza. Me llevé  la  mano a la boca y me mordí los dedos. En el dorso de mi mano si veían las huellas de mis dientes.  Unos dientes cálidos. Por las comisuras de los labios empezó a gotear sangre sobre mis hombros.
El viento me había arrancado una de las mangas del vestido, que ondeaba ligera y negra en el  aire.
Un hombre apoyó su bastón de caminante contra una gruesa piedra. Apuntó con un fusil y  disparó a la manga. Cuando cayó al suelo ante mi cara, estaba llena de sangre. La comitiva  fúnebre aplaudió.
Mi brazo estaba desnudo. Sentí cómo se petrificaba al contacto con el aire.
El predicador hizo una señal. Los aplausos enmudecieron. Estamos orgullosos de nuestra comunidad. Nuestra habilidad nos preserva del naufragio. No nos dejamos insultar, dijo. No nos
dejamos calumniar. En nombre de nuestra comunidad alemana serás condenada a muerte.
Todos me apuntaron con sus fusiles. En mi cabeza retumbó una detonación  ensordecedora.
Me desplomé y no llegué al suelo. Permanecí en el aire, flotando en diagonal sobre sus cabezas. Fui abriendo suavemente las puertas, una a una.
Mi madre había vaciado todas las habitaciones.
En el cuarto donde habían velado el cadáver se veía ahora una gran mesa. Era una mesa de matarife. Encima había un plato blanco vacío y un florero con un ramillete ajado de flores blancas.
Mamá llevaba puesto un vestido negro y transparente. En la mano tenía un cuchillo enorme. Se acercó al espejo y se cortó la gruesa trenza gris con el cuchillo enorme. Luego la llevó a la mesa con ambas manos y puso uno de sus extremos en el plato.
Vestiré de negro toda mi vida, dijo.
Encendió uno de los extremos de la trenza, que iba de un lado a otro de la mesa. La trenza ardió como una mecha. El fuego lamía y devoraba.
En Rusia me cortaron el pelo al rape. Era el castigo más leve, dijo. Apenas podía caminar de hambre. De noche me metía a rastras en un campo de nabos. El guardián tenía un fusil. Si me  hubiera visto, me habría matado. Era un campo silencioso. El otoño tocaba a su fin, y las hojas de los nabos estaban negras y pegadas por la helada.
No volví a ver a mi madre. La trenza seguía ardiendo. La habitación estaba llena de humo.
Te han matado, dijo mi madre.
No volvimos a vernos por la cantidad de humo que había en la habitación. Oí sus pasos muy cerca de mí. Estiré los brazos tratando de aferrarla.
De pronto enganchó su mano huesuda en mi pelo. Me sacudió la cabeza. Yo grité.
Abrí bruscamente los ojos. La habitación daba vueltas. Yo yacía en una esfera de flores blancas ajadas y estaba encerrada.
Luego tuve la sensación de que todo el bloque de viviendas se volcaba y se vaciaba en el suelo.
Sonó el  despertador. Era un sábado por la mañana, a las  seis  y media.

Herta Müller, (Rumania, 17 de agosto de 1953) novelista, poetisa y ensayista alemana,  nacida en Rumanía, ha sido reconocida con el premio Nobel de Literatura 2009. El jurado de la Academia Sueca ha argumentado su decisión asegurando que su obra es una "concentración de la poesía y la franqueza" y que "describe el paisaje de los desposeídos". La obra de Herta Müller encarna en buena parte el destino de las minorías alemanas en los países del centro de Europa que, tras el fin de la II Guerra Mundial, en muchas ocasiones tuvieron que pagar por partida doble las culpas del nacionalsocialismo.


jueves, 9 de noviembre de 2017

Narración escrita por el autor sin utilizar la letra "e".

 

Enrique Jardiel Poncela -  España



Un otoño -muchos años atrás-, cuando más olían las rosas y mayor sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz, a Ramón Camomila: la furia matrimonial.

-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los camaradas más íntimos.

-¿Un matrimonio?

-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.

-¿Tuyo?

-Mío.

-¿Con una muchacha?

-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?

-¿Y cuándo ocurrirá la cosa?

-Lo ignoro.

-¿Cómo?

-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla...

Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.

A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz a La moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).

Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!... Una boda como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras, música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch, sandwichs duros como un fiscal...

Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó raudo, y unos gritos brotaron:

-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!

Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo- y otra copita. Y allí acabó la cosa.


Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí...

Al contrario: allí daba principio.

Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.

-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto cuando ya soy ciudadano casado...

Y corroboró rabioso:

-¡Soy un idiota!

Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los ojos subía dos mil grados la rabia masculina.

-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña insulsa como unas natillas!... No hay ya salvación para mí..., ¡no la hay!

Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a Silvia.

-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó. (Silvia miró al parabrisas con infantil docilidad).

Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:

-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más disparatada...

Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.


Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón hizo la burrada inicial. Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a Silvia.

-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.

-Sí -dijo Ramón. Y añadió-: Con una variación.

-¿Cuál?

-La sustitución más original vista hasta ahora... Novio por fotógrafo. Hoy hago yo la foto... ¡Viva la originalidad!

Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:

-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión. La cara más alta... ¡Cuidado! ¡Así!... ¡Ya!

Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.

-¡Al auto! -mandó. (Silvia ahora iba llorando)-. ¡La cosa marcha! -susurró Ramón.


Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras una boda.)

Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.

-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora... ¡Hasta la vista!

Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.

***

Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos y marchó a la fonda a buscar a Silvia.

Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia y cogido a su brazo mórbido y distinguido. Nutrido público los miraba al pasar, asombrado.

Silvia sufría cada día más.

-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón-. Pronto rogará Silvia un divorcio total. Sigamos con las burradas. Sigamos con la droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.

***

Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.

Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.

***

Por fin lo trasladaron al manicomio.

Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia...

 

 Enrique Jardiel Poncela, (1901-1952), narrador y dramaturgo español, cuya obra fue muy criticada en su época por sus temas absurdos. El cuento seleccionado se caracteriza por haberse escrito sin el uso de la letra "E"