miércoles, 24 de junio de 2015

El enamorado portugués






Autor: Miguel de Cervantes Saavedra - España
Yo, señores, soy portugués de nación, noble en sangre, rico en los bienes de fortuna y no pobre en los de naturaleza. Mi nombre es Manuel de Sosa Coitiño; mi patria, Lisboa, y mi ejercicio el de soldado. Junto a las casas de mis padres, casi pared en medio, estaba la de otro caballero del antiguo linaje de los Pereiras, el cual tenía sola una hija, única heredera de sus bienes, que eran muchos, báculo y esperanza de la prosperidad de sus padres; la cual, por el linaje, por la riqueza y por la hermosura, era deseada de todos los mejores del reino de Portugal. Y yo, que, como más vecino de su casa, tenía más comodidad de verla, la miré, la conocí y la adoré con una esperanza más dudosa que cierta, de que podría ser viniese a ser mi esposa; y, por ahorrar de tiempo, y por entender que con ella habían de valer poco requiebros, promesas ni dádivas, determiné de que un pariente mío se la pidiese a sus padres para esposa mía, pues ni en el linaje, ni en la hacienda, ni aun en la edad, diferenciábamos en nada. La respuesta que trujo fue que su hija Leonora aún no estaba en edad de casarse; que dejase pasar dos años, que le daba la palabra de no disponer de su hija en todo aquel tiempo sin hacerme sabidor dello. Llevé este primer golpe en los hombros de mi paciencia y en el escudo de la esperanza, pero no dejé por esto de servirla públicamente a sombra de mi honesta pretensión, que luego se supo por toda la ciudad; pero ella, retirada en la fortaleza de su prudencia y en los retretes de su recato, con honestidad y licencia de sus padres, admitía mis servicios, y daba a entender que, si no los agradecía con otros, por lo menos no los desestimaba.
Sucedió que, en este tiempo, mi rey me envió por capitán general a una de las fuerzas que tiene en Berbería, oficio de calidad y de confianza. Llegose el día de mi partida, y, pues en él no llegó el de mi muerte, no hay ausencia que mate ni dolor que consuma. Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porque era discreto, y consintió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonor, la cual, en compañía de su madre, salió a verme a una sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía y el silencio. Pasmeme cuando vi tan cerca de mí tanta hermosura; quise hablar, y anudóseme la voz a la garganta y pegóseme al paladar la lengua, y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación, la cual vista por el padre, que era tan cortés como discreto, se abrazó conmigo, y dijo: "Nunca, señor Manuel de Sosa, los días de partida dan licencia a la lengua que se desmande, y puede ser que este silencio hable en su favor de vuesa merced más que alguna otra retórica. Vuesa merced vaya a ejercer su cargo, y vuelva en buen punto, que yo no faltaré ninguno en lo que tocare a servirle. Leonora, mi hija, es obediente, y mi mujer desea darme gusto, y yo tengo el deseo que he dicho; que con estas tres cosas, me parece que puede esperar vuesa merced buen suceso en lo que desea". Estas palabras todas me quedaron en la memoria y en el alma impresas de tal manera que no se me han olvidado, ni se me olvidarán en tanto que la vida me durare. Ni la hermosa Leonora ni su madre me dijeron palabra, ni yo pude, como he dicho, decir alguna.
Partime a Berbería; ejercité mi cargo, con satisfación de mi rey, dos años; volví a Lisboa, hallé que la fama y hermosura de Leonora había salido ya de los límites de la ciudad y del reino, y estendídose por Castilla y otras partes, de las cuales venían embajadas de príncipes y señores que la pretendían por esposa; pero, como ella tenía la voluntad tan sujeta a la de sus padres, no miraba si era o no solicitada. En fin, viendo yo pasado el término de los dos años, volví a suplicar a su padre me la diese por esposa.
¡Ay de mí, que no es posible que me detenga en estas circunstancias, porque a las puertas de mi vida está llamando la muerte, y temo que no me ha de dar espacio para contar mis desventuras; que, si así fuese, no las tendría yo por tales!
Finalmente, un día me avisaron que, para un domingo venidero, me entregarían a mi deseada Leonora, cuya nueva faltó poco para no quitarme la vida de contento. Convidé a mis parientes, llamé a mis amigos, hice galas, envié presentes, con todos los requisitos que pudiesen mostrar ser yo el que me casaba y Leonora la que había de ser mi esposa. Llegose este día, y yo fui acompañado de todo lo mejor de la ciudad a un monasterio de monjas que se llama de la Madre de Dios, adonde me dijeron que mi esposa, desde el día antes, me esperaba; que había sido su gusto que en aquel monasterio se celebrase su desposorio, con licencia del arzobispo de la ciudad.
Detúvose algún tanto el lastimado caballero, como para tomar aliento de proseguir su plática, y luego dijo:
Llegué al monasterio, que real y pomposamente estaba adornado. Salieron a recebirme casi toda la gente principal del reino, que allí aguardándome estaba, con infinitas señoras de la ciudad, de las más principales. Hundíase el templo de música, así de voces como de instrumentos, y en esto salió por la puerta del claustro la sin par Leonora, acompañada de la priora y de otras muchas monjas, vestida de raso blanco acuchillado con saya entera a lo castellano, tomadas las cuchilladas con ricas y gruesas perlas. Venía forrada la saya en tela de oro verde; traía los cabellos sueltos por las espaldas, tan rubios que deslumbraban los del sol, y tan luengos que casi besaban la tierra; la cintura, collar y anillos que traía, opiniones hubo que valían un reino. Torno a decir que salió tan bella, tan costosa, tan gallarda y tan ricamente compuesta y adornada, que causó invidia en las mujeres y admiración en los hombres. De mí sé decir que quedé tal con su vista, que me hallé indigno de merecerla, por parecerme que la agraviaba, aunque yo fuera el emperador del mundo.
Estaba hecho un modo de teatro en mitad del cuerpo de la iglesia, donde desenfadadamente, y sin que nadie lo empachase, se había de celebrar nuestro desposorio. Subió en él primero la hermosa doncella, donde al descubierto mostró su gallardía y gentileza. Pareció a todos los ojos que la miraban lo que suele parecer la bella aurora al despuntar del día, o lo que dicen las antiguas fábulas que parecía la casta Diana en los bosques, y algunos creo que hubo tan discretos que no la acertaron a comparar sino a sí misma. Subí yo al teatro, pensando que subía a mi cielo, y, puesto de rodillas ante ella, casi di demostración de adorarla. Alzose una voz en el templo, procedida de otras muchas, que decía: "Vivid felices y luengos años en el mundo, ¡oh dichosos y bellísimos amantes! Coronen presto hermosísimos hijos vuestra mesa, y a largo andar se dilate vuestro amor en vuestros nietos; no sepan los rabiosos celos ni las dudosas sospechas la morada de vuestros pechos; ríndase la invidia a vuestros pies, y la buena fortuna no acierte a salir de vuestra casa".
Todas estas razones y deprecaciones santas me colmaban el alma de contento, viendo con qué gusto general llevaba el pueblo mi ventura. En esto, la hermosa Leonora me tomó por la mano, y, así en pie como estábamos, alzando un poco la voz, me dijo: "Bien sabéis, señor Manuel de Sosa, cómo mi padre os dio palabra que no dispondría de mi persona en dos años, que se habían de contar desde el día que me pedistes fuese yo vuestra esposa; y también, si mal no me acuerdo, os dije yo, viéndome acosada de vuestra solicitud y obligada de los infinitos beneficios que me habéis hecho, más por vuestra cortesía que por mis merecimientos, que yo no tomaría otro esposo en la tierra sino a vos. Esta palabra mi padre os la ha cumplido, como habéis visto, y yo os quiero cumplir la mía, como veréis. Y así, porque sé que los engaños, aunque sean honrosos y provechosos, tienen un no sé qué de traición cuando se dilatan y entretienen, quiero, del que os parecerá que os he hecho, sacaros en este instante. Yo, señor mío, soy casada, y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: Él es mi esposo; a Él le di la palabra primero que a vos; a Él sin engaño y de toda mi voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. Yo confieso que para escoger esposo en la tierra ninguno os pudiera igualar, pero, habiéndole de escoger en el cielo, ¿quién como Dios? Si esto os parece traición o descomedido trato, dadme la pena que quisiéredes y el nombre que se os antojare, que no habrá muerte, promesa o amenaza que me aparte del crucificado esposo mío".
Calló, y al mismo punto la priora y las otras monjas comenzaron a desnudarla y a cortarle la preciosa madeja de sus cabellos. Yo enmudecí; y, por no dar muestra de flaqueza, tuve cuenta con reprimir las lágrimas que me venían a los ojos, y, hincándome otra vez de rodillas ante ella, casi por fuerza la besé la mano, y ella, cristianamente compasiva, me echó los brazos al cuello; alceme en pie, y, alzando la voz de modo que todos me oyesen, dije: Maria optiman partem elegit. Y, diciendo esto, me bajé del teatro, y, acompañado de mis amigos, me volví a mi casa, adonde, yendo y viniendo con la imaginación en este estraño suceso, vine casi a perder el juicio, y ahora por la misma causa vengo a perder la vida.
Y, dando un gran suspiro, se le salió el alma y dio consigo en el suelo.
Acudió con presteza Periandro a verle, y halló que había espirado de todo punto, dejando a todos confusos y admirados del triste y no imaginado suceso.

Miguel de Cervantes Saavedra

(Alcalá de Henares, España, 1547 - Madrid, 1616) Escritor español, autor de Don Quijote de la Mancha (1605 y 1615), obra cumbre de la literatura universal.

martes, 16 de junio de 2015

Por las azoteas





(Texto completo)


Julio Ramón Ribeyro Zúñiga - Perú

A los diez años yo era el monarca de las azoteas y gobernaba pacíficamente mi reino de objetos destruidos.
Las azoteas eran los recintos aéreos donde las personas mayores enviaban las cosas que no servían para nada: se encontraban allí sillas cojas, colchones despanzurrados, maceteros rajados, cocinas de carbón, muchos otros objetos que llevaban una vida purgativa, a medio camino entre el uso póstumo y el olvido. Entre todos estos trastos yo erraba omnipotente, ejerciendo la potestad que me fue negada en los bajos. Podía ahora pintar bigotes en el retrato del abuelo, calzar las viejas botas paternales o blandir como una jabalina la escoba que perdió su paja. Nada me estaba vedado: podía construir y destruir y con la misma libertad con que insuflaba vida a las pelotas de jebe reventadas, presidía la ejecución capital de los maniquíes.
Mi reino, al principio, se limitaba al techo de mi casa, pero poco a poco, gracias a valerosas conquistas, fui extendiendo sus fronteras por las azoteas vecinas. De estas largas campañas, que no iban sin peligros -pues había que salvar vallas o saltar corredores abismales- regresaba siempre enriquecido con algún objeto que se añadía a mi tesoro o con algún rasguño que acrecentaba mi heroísmo. La presencia esporádica de alguna sirvienta que tendía ropa o de algún obrero que reparaba una chimenea, no me causaba ninguna inquietud pues yo estaba afincado soberanamente en una tierra en la cual ellos eran solo nómades o poblaciones trashumantes.
En los linderos de mi gobierno, sin embargo, había una zona inexplorada que siempre despertó mi codicia. Varias veces había llegado hasta sus inmediaciones pero una alta empalizada de tablas puntiagudas me impedía seguir adelante. Yo no podía resignarme a que este accidente natural pusiera un límite a mis planes de expansión.
A comienzos del verano decidí lanzarme al asalto de la tierra desconocida. Arrastrando de techo en techo un velador desquiciado y un perchero vetusto, llegué al borde de la empalizada y construí una alta torre. Encaramándome en ella, logre pasar la cabeza. Al principio sólo distinguí una azotea cuadrangular, partida al medio por una larga farola. Pero cuando me disponía a saltar en esa tierra nueva, divisé a un hombre sentado en una perezosa. El hombre parecía dormir. Su cabeza caía sobre su hombro y sus ojos, sombreados por un amplio sombrero de paja, estaban cerrados. Su rostro mostraba una barba descuidada, crecida casi por distracción, como la barba de los náufragos.
Probablemente hice algún ruido pues el hombre enderezó la cabeza y quedo mirándome perplejo. El gesto que hizo con la mano lo interpreté como un signo de desalojo, y dando un salto me alejé a la carrera.
Durante los días siguientes pasé el tiempo en mi azotea fortificando sus defensas, poniendo a buen recaudo mis tesoros, preparándome para lo que yo imaginaba que sería una guerra sangrienta. Me veía ya invadido por el hombre barbudo; saqueado, expulsado al atroz mundo de los bajos, donde todo era obediencia, manteles blancos, tías escrutadoras y despiadadas cortinas. Pero en los techos reinaba la calma más grande y en vano pasé horas atrincherado, vigilando la lenta ronda de los gatos o, de vez en cuando, el derrumbe de alguna cometa de papel.
En vista de ello decidí efectuar una salida para cerciorarme con qué clase de enemigo tenía que vérmelas, si se trataba realmente de un usurpador o de algún fugitivo que pedía tan solo derecho de asilo. Armado hasta los dientes, me aventuré fuera de mi fortín y poco a poco fui avanzando hacia la empalizada. En lugar de escalar la torre, contorneé la valla de maderas, buscando un agujero. Por entre la juntura de dos tablas apliqué el ojo y observé: el hombre seguía en la perezosa, contemplando sus largas manos trasparentes o lanzando de cuando en cuando una mirada hacia el cielo, para seguir el paso de las nubes viajeras.
Yo hubiera pasado toda la mañana allí, entregado con delicia al espionaje, si es que el hombre, después de girar la cabeza no quedara mirando fijamente el agujero.
-Pasa -dijo haciéndome una seña con la mano-. Ya sé que estás allí. Vamos a conversar.
Esta invitación, si no equivalía a una rendición incondicional, revelaba al menos el deseo de parlamentar. Asegurando bien mis armamentos, trepé por el perchero y salté al otro lado de la empalizada. El hombre me miraba sonriente. Sacando un pañuelo blanco del bolsillo -¿era un signo de paz?- se enjugó la frente.
-Hace rato que estas allí -dijo-. Tengo un oído muy fino. Nada se me escapa... ¡Este calor!
-¿Quién eres tú? -le pregunté.
-Yo soy el rey de la azotea -me respondió.
-¡No puede ser! -protesté- El rey de la azotea soy yo. Todos los techos son míos. Desde que empezaron las vacaciones paso todo el tiempo en ellos. Si no vine antes por aquí fue porque estaba muy ocupado por otro sitio.
-No importa -dijo-. Tú serás el rey durante el día y yo durante la noche.
-No -respondí-. Yo también reinaré durante la noche. Tengo una linterna. Cuando todos estén dormidos, caminaré por los techos.
-Está bien -me dijo-. ¡Reinarás también por la noche! Te regalo las azoteas pero déjame al menos ser el rey de los gatos.
Su propuesta me pareció aceptable. Mentalmente lo convertía ya en una especie de pastor o domador de mis rebaños salvajes.
-Bueno, te dejo los gatos. Y las gallinas de la casa de al lado, si quieres. Pero todo lo demás es mío.
-Acordado -me dijo-. Acércate ahora. Te voy a contar un cuento. Tú tienes cara de persona que le gustan los cuentos. ¿No es verdad? Escucha, pues: «Había una vez un hombre que sabía algo. Por esta razón lo colocaron en un púlpito. Después lo metieron en una cárcel. Después lo internaron en un manicomio. Después lo encerraron en un hospital. Después lo pusieron en un altar. Después quisieron colgarlo de una horca. Cansado, el hombre dijo que no sabía nada. Y sólo entonces lo dejaron en paz».
Al decir esto, se echó a reír con una risa tan fuerte que terminó por ahogarse. Al ver que yo lo miraba sin inmutarme, se puso serio.
-No te ha gustado mi cuento -dijo-. Te voy a contar otro, otro mucho más fácil: «Había una vez un famoso imitador de circo que se llamaba Max. Con unas alas falsas y un pico de cartón, salía al ruedo y comenzaba a dar de saltos y a piar. ¡El avestruz! decía la gente, señalándolo, y se moría de risa. Su imitación del avestruz lo hizo famoso en todo el mundo. Durante años repitió su número, haciendo gozar a los niños y a los ancianos. Pero a medida que pasaba el tiempo, Max se iba volviendo más triste y en el momento de morir llamó a sus amigos a su cabecera y les dijo: ‘Voy a revelarles un secreto. Nunca he querido imitar al avestruz, siempre he querido imitar al canario’».
Esta vez el hombre no rió sino que quedó pensativo, mirándome con sus ojos indagadores.
-¿Quién eres tú? -le volví a preguntar- ¿No me habrás engañado? ¿Por qué estás todo el día sentado aquí? ¿Por qué llevas barba? ¿Tú no trabajas? ¿Eres un vago?
-¡Demasiadas preguntas! -me respondió, alargando un brazo, con la palma vuelta hacia mí- Otro día te responderé. Ahora vete, vete por favor. ¿Por qué no regresas mañana? Mira el sol, es como un ojo… ¿lo ves? Como un ojo irritado. El ojo del infierno.
Yo miré hacia lo alto y vi solo un disco furioso que me encegueció. Caminé, vacilando, hasta la empalizada y cuando la salvaba, distinguí al hombre que se inclinaba sobre sus rodillas y se cubría la cara con su sombrero de paja.
Al día siguiente regresé.
-Te estaba esperando -me dijo el hombre-. Me aburro, he leído ya todos mis libros y no tengo nada qué hacer.
En lugar de acercarme a él, que extendía una mano amigable, lancé una mirada codiciosa hacia un amontonamiento de objetos que se distinguía al otro lado de la farola. Vi una cama desarmada, una pila de botellas vacías.
-Ah, ya sé -dijo el hombre-. Tú vienes solamente por los trastos. Puedes llevarte lo que quieras. Lo que hay en la azotea -añadió con amargura- no sirve para nada.
-No vengo por los trastos -le respondí-. Tengo bastantes, tengo más que todo el mundo.
-Entonces escucha lo que te voy a decir: el verano es un dios que no me quiere. A mí me gustan las ciudades frías, las que tienen allá arriba una compuerta y dejan caer sus aguas. Pero en Lima nunca llueve o cae tan pequeño rocío que apenas mata el polvo. ¿Por qué no inventamos algo para protegernos del sol?
-Una sombrilla -le dije-, una sombrilla enorme que tape toda la ciudad.
-Eso es, una sombrilla que tenga un gran mástil, como el de la carpa de un circo y que pueda desplegarse desde el suelo, con una soga, como se iza una bandera. Así estaríamos todos para siempre en la sombra. Y no sufriríamos.
Cuando dijo esto me di cuenta que estaba todo mojado, que la transpiración corría por sus barbas y humedecía sus manos.
-¿Sabes por qué estaban tan contentos los portapliegos de la oficina? -me pregunto de pronto-. Porque les habían dado un uniforme nuevo, con galones. Ellos creían haber cambiado de destino, cuando sólo se habían mudado de traje.
-¿La construiremos de tela o de papel? -le pregunté.
El hombre quedo mirándome sin entenderme.
-¡Ah, la sombrilla! -exclamó- La haremos mejor de piel, ¿qué te parece? De piel humana. Cada cual dará una oreja o un dedo. Y al que no quiera dárnoslo, se lo arrancaremos con una tenaza.
Yo me eche a reír. El hombre me imitó. Yo me reía de su risa y no tanto de lo que había imaginado -que le arrancaba a mi profesora la oreja con un alicate- cuando el hombre se contuvo.
-Es bueno reír -dijo-, pero siempre sin olvidar algunas cosas: por ejemplo, que hasta las bocas de los niños se llenarían de larvas y que la casa del maestro será convertida en cabaret por sus discípulos.
A partir de entonces iba a visitar todas las mañanas al hombre de la perezosa. Abandonando mi reserva, comencé a abrumarlo con toda clase de mentiras e invenciones. Él me escuchaba con atención, me interrumpía sólo para darme crédito y alentaba con pasión todas mis fantasías. La sombrilla había dejado de preocuparnos y ahora ideábamos unos zapatos para andar sobre el mar, unos patines para aligerar la fatiga de las tortugas.
A pesar de nuestras largas conversaciones, sin embargo, yo sabía poco o nada de él. Cada vez que lo interrogaba sobre su persona, me daba respuestas disparatadas u oscuras:
-Ya te lo he dicho: yo soy el rey de los gatos. ¿Nunca has subido de noche? Si vienes alguna vez verás cómo me crece un rabo, cómo se afilan mis uñas, cómo se encienden mis ojos y cómo todos los gatos de los alrededores vienen en procesión para hacerme reverencias.
O decía:
-Yo soy eso, sencillamente, eso y nada más, nunca lo olvides: un trasto.
Otro día me dijo:
-Yo soy como ese hombre que después de diez años de muerto resucitó y regresó a su casa envuelto en su mortaja. Al principio, sus familiares se asustaron y huyeron de él. Luego se hicieron los que no lo reconocían. Luego lo admitieron pero haciéndole ver que ya no tenía sitio en la mesa ni lecho donde dormir. Luego lo expulsaron al jardín, después al camino, después al otro lado de la ciudad. Pero como el hombre siempre tendía a regresar, todos se pusieron de acuerdo y lo asesinaron.
A mediados del verano, el calor se hizo insoportable. El sol derretía el asfalto de las pistas, donde los saltamontes quedaban atrapados. Por todo sitio se respiraba brutalidad y pereza. Yo iba por las mañanas a la playa en los tranvías atestados, llegaba a casa arenoso y famélico y después de almorzar subía a la azotea para visitar al hombre de la perezosa.
Este había instalado un parasol al lado de su sillona y se abanicaba con una hoja de periódico. Sus mejillas se habían ahuecado y, sin su locuacidad de antes, permanecía silencioso, agrio, lanzando miradas coléricas al cielo.
-¡El sol, el sol! -repetía-. Pasará él o pasaré yo. ¡Si pudiéramos derribarlo con una escopeta de corcho!
Una de esas tardes me recibió muy inquieto. A un lado de su sillona tenía una caja de cartón. Apenas me vio, extrajo de ella una bolsa con fruta y una botella de limonada.
-Hoy es mi santo -dijo-. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño -que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero ¿no decía un escritor famoso que las cosas más pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa?
Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventana teatina.
Cuando me retiraba, el hombre me dijo:
-Pronto terminarán las vacaciones. Entonces, ya no vendrás a verme. Pero no importa, porque ya habrán llegado las primeras lloviznas.
En efecto, las vacaciones terminaban. Los muchachos vivíamos ávidamente esos últimos días calurosos, sintiendo ya en lontananza un olor a tinta, a maestro, a cuadernos nuevos. Yo andaba oprimido por las azoteas, inspeccionando tanto espacio conquistado en vano, sabiendo que se iba a pique mi verano, mi nave de oro cargada de riquezas.
El hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo, observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la torta de los techos.
-¡Todavía dura! -decía señalando el cielo- ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.
Al día siguiente me entregó un libro:
-Lo leerás cuando no puedas subir. Así te acordarás de tu amigo..., de este largo verano.
Era un libro con grabados azules, donde había un personaje que se llamaba Rogelio. Mi madre lo descubrió en el velador. Yo le dije que me lo había regalado «el hombre de la perezosa». Ella indagó, averiguó y cogiendo el libro con un papel, fue corriendo a arrojarlo a la basura.
-¿Por qué no me habías dicho que hablabas con ese hombre? ¡Ya verás esta noche cuando venga tu papá! Nunca más subirás a la azotea.
Esa noche mi papá me dijo:
-Ese hombre está marcado. Te prohíbo que vuelvas a verlo. Nunca más subirás a la azotea.
Mi mamá comenzó a vigilar la escalera que llevaba a los techos. Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor -una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito- u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos.
Se abrieron las clases en días aun ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron. Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.
Una tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras. Era la primera lluvia de otoño. De inmediato me acordé de mi amigo, lo vi, lo vi jubiloso recibiendo con las manos abiertas esa agua caída del cielo que lavaría su piel, su corazón.
Al llegar a casa estaba resuelto a hacerle una visita. Burlando la vigilancia materna, subí a los techos. A esa hora, bajo ese tiempo gris, todo parecía distinto. En los cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los maniquís parecían cuerpos mutilados. Yo atravesé, angustiado, mis dominios y a través de barandas y tragaluces llegué a la empalizada. Encaramándome en el perchero, me asomé al otro lado.
Sólo vi un cuadrilátero de tierra humedecida. La sillona, desarmada, reposaba contra el somier oxidado de un catre. Caminé un rato por ese reducto frío, tratando de encontrar una pista, un indicio de su antigua palpitación. Cerca de la sillona había una escupidera de loza. Por la larga farola, en cambio, subía la luz, el rumor de la vida. Asomándome a sus cristales vi el interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.
Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde.
  1. Julio Ramón Ribeyro Zúñiga, escritor peruano, considerado uno de los mejores cuentistas de la literatura latinoamericana. 
  2. 31 de agosto de 1929, Lima, Perú - 4 de diciembre de 1994, Lima, Perú)

viernes, 5 de junio de 2015

El camaleón

                      



                           Antón Chéjov - Ucrania
                                 (Texto completo)

El inspector de policía Ochumélov, con su capote nuevo y un hatillo en la mano, cruza la plaza del mercado. Tras él camina un municipal pelirrojo con un cedazo lleno de grosellas decomisadas. En torno reina el silencio... En la plaza no hay ni un alma... Las puertas abiertas de las tiendas y tabernas miran el mundo melancólicamente, como fauces hambrientas; en sus inmediaciones no hay ni siquiera mendigos.
-¿A quién muerdes, maldito? -oye de pronto Ochumélov-. ¡No lo dejen salir, muchachos! ¡Ahora no está permitido morder! ¡Sujétalo! ¡Ah... ah!
Se oye el chillido de un perro. Ochumélov vuelve la vista y ve que del almacén de leña de Pichuguin, saltando sobre tres patas y mirando a un lado y a otro, sale corriendo un perro. Lo persigue un hombre con camisa de percal almidonada y el chaleco desabrochado. Corre tras el perro con todo el cuerpo inclinado hacia delante, cae y agarra al animal por las patas traseras. Se oye un nuevo chillido y otro grito: «¡No lo dejes escapar!» Caras soñolientas aparecen en las puertas de las tiendas y pronto, junto al almacén de leña, como si hubiera brotado del suelo, se apiña la gente.
-¡Se ha producido un desorden, señoría!... -dice el municipal.
Ochumélov da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia el grupo. En la misma puerta del almacén de leña ve al hombre antes descrito, con el chaleco desabrochado, quien ya de pie levanta la mano derecha y muestra un dedo ensangrentado. En su cara de alcohólico parece leerse: «¡Te voy a despellejar, granuja!»; el mismo dedo es como una bandera de victoria. Ochumélov reconoce en él al orfebre Jriukin. En el centro del grupo, extendidas las patas delanteras y temblando, está sentado en el suelo el culpable del escándalo, un blanco cachorro de galgo de afilado hocico y una mancha amarilla en el lomo. Sus ojos lacrimosos tienen una expresión de angustia y pavor.
-¿Qué ha ocurrido? -pregunta Ochumélov, abriéndose paso entre la gente-. ¿Qué es esto? ¿Qué haces tú ahí con el dedo?... ¿Quién ha gritado?
-Yo no me he metido con nadie, señoría... -empieza Jriukin, y carraspea, tapándose la boca con la mano-. Venía a hablar con Mitri Mítrich, y este maldito perro, sin más ni más, me ha mordido el dedo... Perdóneme, yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo... Es una labor muy delicada. Que me paguen, porque puede que esté una semana sin poder mover el dedo... En ninguna ley está escrito, señoría, que haya que sufrir por culpa de los animales... Si todos empiezan a morder, sería mejor morirse...
-¡Hum!... Está bien... -dice Ochumélov, carraspeando y arqueando las cejas-. Está bien... ¿De quién es el perro? Esto no quedará así. ¡Les voy a enseñar a dejar los perros sueltos! Ya es hora de tratar con esos señores que no desean cumplir las ordenanzas. Cuando le hagan pagar una multa, sabrá ese miserable lo que significa dejar en la calle perros y otros animales. ¡Se va a acordar de mí!... Eldirin -prosigue el inspector, volviéndose hacia el guardia-, infórmate de quién es el perro y levanta el oportuno atestado. Y al perro hay que matarlo. ¡Sin perder un instante! Seguramente está rabioso... ¿Quién es su amo?
-Es del general Zhigálov -dice alguien.
-¿Del general Zhigálov? ¡Hum!... Eldirin, ayúdame a quitarme el capote... ¡Hace un calor terrible! Seguramente anuncia lluvia... Aunque hay una cosa que no comprendo: ¿cómo ha podido morderte? -sigue Ochumélov, dirigiéndose a Jriukin-. ¿Es que te llega hasta el dedo? El perro es pequeño, y tú, ¡tan grande! Has debido de clavarte un clavo y luego se te ha ocurrido la idea de decir esa mentira. Porque tú... ¡ya nos conocemos! ¡Los conozco a todos, diablos!
-Lo que ha hecho, señoría, ha sido acercarle el cigarro al morro para reírse, y el perro, que no es tonto, le ha dado un mordisco... Siempre está haciendo cosas por el estilo, señoría.
-¡Mientes, tuerto! ¿Para qué mientes, si no has visto nada? Su señoría es un señor inteligente y comprende quién miente y quién dice la verdad... Y, si miento, eso lo dirá el juez de paz. Él tiene la ley... Ahora todos somos iguales... Un hermano mío es gendarme... por si quieres saberlo...
-¡Basta de comentarios!
-No, no es del general. observa pensativo el municipal-. El general no tiene perros como éste. Son más bien perros de muestra...
-¿Estás seguro?
-Sí, señoría...
-Yo mismo lo sé. Los perros del general son caros, de raza, mientras que éste ¡el diablo sabe lo que es! No tiene ni pelo ni planta... es un asco. ¿Cómo va a tener un perro así? ¿Dónde tienen la cabeza? Si este perro apareciese en Petersburgo o en Moscú, ¿saben lo que pasaría? No se pararían en barras, sino que, al momento, ¡zas! Tú, Jriukin, has salido perjudicado; no dejes el asunto... ¡Ya es hora de darles una lección!
-Aunque podría ser del general... -piensa el guardia en voz alta-. No lo lleva escrito en el morro... El otro día vi en su patio un perro como éste.
-¡Es del general, seguro! -dice una voz.
-¡Hum!... Ayúdame a ponerme el capote, Eldirin... Parece que ha refrescado... Siento escalofríos... Llévaselo al general y pregunta allí. Di que lo he encontrado y que se lo mando... Y di que no lo dejen salir a la calle... Puede ser un perro de precio, y si cualquier cerdo le acerca el cigarro al morro, no tardarán en echarlo a perder. El perro es un animal delicado... Y tú, imbécil, baja la mano. ¡Ya está bien de mostrarnos tu estúpido dedo! ¡Tú mismo tienes la culpa!...
-Por ahí va el cocinero del general; le preguntaremos... ¡Eh, Prójor! ¡Acércate, amigo! Mira este perro... ¿Es de ustedes?
-¡Qué ocurrencias! ¡Jamás ha habido perros como éste en nuestra casa!
-¡Basta de preguntas! -dice Ochumélov-. Es un perro vagabundo. No hay razón para perder el tiempo en conversaciones... Si yo he dicho que es un perro vagabundo, es un perro vagabundo... Hay que matarlo y se acabó.
-No es nuestro -sigue Prójor-. Es del hermano del general, que vino hace unos días. A mi amo no le gustan los galgos. A su hermano...
-¿Es que ha venido su hermano? ¿Vladímir Ivánich? -pregunta Ochumélov, y todo su rostro se ilumina con una sonrisa de ternura-. ¡Vaya por Dios! No me había enterado. ¿Ha venido de visita?
-Sí...
-Vaya... Echaba de menos a su hermano... Y yo sin saberlo. ¿Así que el perro es suyo? Lo celebro mucho... Llévatelo... El perro no está mal... Es muy vivo... ¡Le ha mordido el dedo a éste! Ja, ja, ja... Ea, ¿por qué tiemblas? Rrrr... Rrrr... Se ha enfadado, el muy pillo... Vaya con el perrito...
Prójor llama al animal y se aleja con él del almacén de leña... La gente se ríe de Jriukin.
-¡Ya nos veremos las caras! -le amenaza Ochumélov, y, envolviéndose en el capote, sigue su camino por la plaza del mercado.

Antón Pávlovich Chéjov, médicoescritor y dramaturgo ruso. Maestro del relato corto, siendo considerado como uno de los más importantes escritores de cuentos de la historia de la literatura. (29 de enero de 1860, Taragob, Imperio ruso. - 15 de julio de  1904, Bandenweiler, Imperio Alemán)

martes, 2 de junio de 2015

Hombres animales enredaderas


              Silvina Ocampo - Argentina

Al caer perdí sin duda el conocimiento. Sólo recuerdo dos ojos que me
miraban y el último vaivén del avión, como si una enorme nodriza me acunara
en sus brazos. Así agradará a un niño que lo acunen. Cerré los párpados, vagué
por mundos desconocidos. Después un ruido ensordecedor y luego un golpe seco
me devolvieron a la realidad: el encuentro duro de la tierra. Después nada me
comunicaba con esa tierra, salvo la sensación de una hoguera que se apaga y
deja la ceniza gris parecida al silencio. No comprendo en qué forma sucedió el
accidente: que yo esté solo en esta selva con los víveres y que no quede ningún
rastro a la vista de la máquina donde viajé, me desconcierta. Alguien vendrá a
buscarme, confío en la astucia de los aviadores que, más que buscarme a mí y a
los demás tripulantes y pasajeros, buscarán la máquina. Me encontrarán por
casualidad; la casualidad existe y a veces conviene. Estas provisiones,
cuidándolas, alcanzarán para veinte días. Mi cálculo podría ser inexacto.
Además algún roedor, algún pájaro o una bestia cualquiera podrían devorar
los víveres que no están adecuadamente envasados; entonces, mi dieta se
reduciría considerablemente. Me quedarían, asimismo, las conservas y las
galletitas con gusto a cartón que están en latas, el lomito ahumado, las
lengüitas, los dátiles y las ciruelas, las repugnantes castañas de Cajú, el maní.
Pero aquellos ojos, ¿dónde estarán?.
Veinte días es mucho, es casi un mes. Víveres para veinte días, ¿qué más
puedo pedir?. Compartirlos. ¿me será dada esa felicidad?. No sé dónde leí que
algunos monjes se alimentaban durante mucho tiempo de dos o tres dátiles por
día. Las botellas de vino también me ayudarán a mantenerme sano y fuerte.
Pero aquellos ojos que me miraban, ¿qué beberán?.
A ningún animal le interesa tomar vino, ¿por qué será?. Y hablando de
animales, pienso en la posible existencia de fieras.
Oigo a veces crujir las ramas y me parece que hay olor a fiera, pero
entiendo que si doy curso a mis cavilaciones me volveré loco, y entonces me
echo de bruces en la tierra, la beso y trato de imaginar un mundo de corderos,
como en las estampas de primera comunión, y de mariposas, como en los libros
de lectura infantil. Mi cama es tan cómoda que después de haber dormido ocho
horas, me despierto plácidamente creyendo que estoy en casa. Extiendo el brazo
y con mano segura, trato de encender la lámpara de mi mesa de luz; me demoro
un rato en esa ilusión. Si la noche está muy oscura, me apresa una gran
angustia, pero si hay luna, contemplo la luz que brilla en las hojas de los árboles
y en los troncos cubiertos de musgo y me imagino que estoy en un jardín bien
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cuidado. Me tranquiliza esta imagen tan tonta en realidad, ya que siempre preferí
la selva a un jardín civilizado. Por eso mismo andaba siempre despeinado, me
dejaba crecer la barba y, a veces, el aseo de mi ropa no era impecable. Ahora
que estoy rodeado de una vegetación que se expande al azar, ¿preferiría estar
rodeado de las más disciplinadas plantas? No, de ningún modo. Todos mis
pensamientos me llevan a la ciudad que odié; a los alrededores de la ciudad que
desprecié. Recuerdo con rencor su olor a nafta, a naftalina, a farmacia, a sudor,
a vómito, a pies, a sótano, a viejo, a insecticida, a mingitorio, a recién nacido, a
escupitajo, a excrementos, a cocina. No cometo la equivocación de redimir la
imagen de la ciudad con la imagen de las personas queridas. Trato de no echar
de menos ni la letrina ni el lavatorio. Me acostumbro a esta vida. Uno se
acostumbra a todo, me decía mamá y tenía razón.
No conozco el clima de este sitio; eso sí, me molesta un poco mi ignorancia.
Sería difícil conocerlo sin nada que me oriente: ni barómetro, ni indicación
geográfica, ni estudios botánicos ni climáticos. Por culpa de una tormenta el
avión tuvo que cambiar de rumbo, de modo que no sé ni siquiera
aproximadamente dónde cayó. Podría consultar el cielo, pero tampoco entiendo
mucho de estrellas, temo equivocarme. Creo que este lugar es húmedo porque
hay ciertas lianas y cierta variedad de madreselvas que crecen en lugares
húmedos. No sé si el calor que siento es del trópico o simplemente del verano.
Hay bajo los árboles ciertos helechos que se amontonan entre el musgo.
¿De qué color eran aquellos ojos?. Del color de las bolitas de vidrio que yo
elegía, cuando era chico, en la juguetería.
De noche hay luciérnagas y grillos ensordecedores. Un perfume suave y
penetrante me seduce, ¿de dónde proviene?. Aún no lo sé. Creo que me hace
bien. Se desprende de obres o de árboles o de hierbas o de raíces o de todo a la
vez (¿no será de un fantasma?); es un perfume que no aspiré en ninguna otra
parte del mundo, un perfume embriagador y a la vez sedante. Husmeando como
un perro ¿me volveré perro?, estrujo las hojas, las hierbas, las flores silvestres
que encuentro. Estudio las hojas para averiguar si ese perfume emana de ellas.
Arranco y pruebo la corteza de los árboles. Finalmente he descubierto lo que
perfuma el aire con tanta vehemencia: es una enredadera, tal vez de flores
insignificantes. Nada en su aspecto la distingue de las otras, salvo su impetuoso
follaje. Mientras la miro me parece que crece. Me alimento metódicamente de
acuerdo con el cálculo de cantidades diarias que me he propuesto comer para
que los alimentos me alcancen hasta la llegada del avión o del helicóptero que
espero de los hombres y de Dios. Como varias veces por día pequeñas dosis de
alimentos. Hay algunas frutas silvestres que enriquecen mi dieta. Soy una
porquería. ¿Por qué me cuido tanto?. No hace ni un mes que pensaba
suicidarme; ahora metódicamente me alimento, trato de descansar, como si
cuidara a un niño. Hay personas que tardan mucho en saber quiénes son. El
canto de los pájaros a mediodía (lo que yo calculo que es el mediodía) se vuelve
ensordecedor. Hubiera podido fabricar una honda con elásticos que tengo en la
cintura de mi anorak y dos ramas que he recortado. ¿Para qué cazar un pájaro?,
me pregunto. Lo natural sería matarlo y comerlo. No podría. Mi voluntad se
debilita, tal vez. Duermo mucho. Cuando me despierto, saco fotografías de los
árboles, de mi mano, de mi pie, del follaje, pues ¿qué otras fotografías podría
sacar?. No tengo disparador automático para fotografiarme. Además no sé si mi
cámara fotográfica funciona, porque ha recibido un golpe. En algunos momentos
pronuncio mi nombre varias veces, dando a mi voz tonalidades diferentes.
¿Tendré miedo de olvidarlo?. Descubro que hay un eco en el bosque. Nada me
da tanto miedo. A veces oigo, o creo oír, el motor de un avión: entonces miro el
cielo desesperadamente.
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¿Dónde estarán aquellos ojos que me miraban tanto?. ¿De qué
conversarán?. ¿Habrán caído al mar atraídos por su propio color?. ¿Si llegaran de
improviso?.
Poco a poco me acostumbro a esta vida. Prefiero dormir, es lo que hago
mejor, a veces demasiado. Si una fiera me atacara durante mi sueño no podría
defenderme y cometo todos los días la imprudencia de dormir profundamente a
la hora de la siesta; es claro que no sé a ciencia cierta cuándo es la hora de la
siesta, porque mi reloj se ha parado y por primera vez he perdido la noción del
tiempo. A través de tantos árboles la luz del sol me llega indirectamente.
Después de perder el hilo de la hora, si así puede decirse, difícil sería orientarme
de acuerdo con esa luz. No sé si es otoño, invierno, primavera o verano. ¿Cómo
podría saberlo si no sé en qué sitio estoy?. Creo que los árboles que me rodean
son de hojas perennes. No me atrevo a aventurarme por el bosque: podría
perder mis provisiones. Ésta ya es mi casa. Las ramas son mis perchas. Extraño
mucho el jabón y el espejo, las tijeras y el peine. Empieza a preocuparme la
cuestión del sueño, me parece que duermo casi todo el tiempo y creo que las
culpables son estas flores que perfuman tanto el aire. El aspecto anodino que
tienen, engaña: forman una glorieta que observándola bien es diabólica.
Vanamente las arranco de la tierra: vuelven a crecer con más ímpetu. Traté de
destruir algunas enterrándolas, pero no tengo herramientas para cavar la tierra y
me serví de un trozo de madera chato, cuyo manejo me resultó engorroso. Pobre
Robinson Crusoe, o más bien dicho, feliz Robinson Crusoe que sabía
desempeñarse en las tareas que impone la soledad. Yo no sirvo para una
situación como ésta. Vanamente traté de destruir las flores, como estaba
diciendo, pues muchas de ellas se trepan a los árboles y se pierden en la altura
tapándome el cielo. No podría destruir con nada su perfume, ya que este lugar
es como un cuarto cerrado. A veces me he dormido observando una rama con
dos o tres flores; al despertar he advertido que la misma rama ya tenía nueve
flores más. ¿Cuánto tiempo yo habría dormido?. No lo sé. Nunca sé el tiempo
que duermo, pero supongo que duermo como en los días en que llevo una vida
normal. ¿Cómo en ese tiempo tan corto han podido florecer tantas flores? Si
pienso en estas cosas me volveré loco. Observo la flor culpable de mi sueño: es
como una campanilla, y es dulce (la he probado). Las ramas en que brota van
tejiendo extrañas canastitas. Nunca observé una enredadera tan de cerca. Se
enrosca en troncos y en ramas, con un tejido tan apretado que a veces resulta
imposible arrancarla. Es como un forro, como una cascada, como una serpiente.
Sedienta de agua, busca mis ojos, se aproxima. Ahora tengo miedo de dormir.
Tengo pesadillas. Ya van varias noches que sueño lo mismo: la madreselva me
confunde con un árbol y comienza a tejer alrededor de mis piernas una red que
me aprisiona. No creo que estoy mal de salud. Creo, por lo contrario, que estoy
perfectamente bien. Sin embargo, este estado de somnolencia no parece tan
normal. A veces me pregunto: ¿no habré perdido totalmente la noción del
tiempo?. ¿Duermo más de lo que es habitual para un ser humano, o creo que
duermo más?. ¿Es el perfume que me da sueño?. A la hora en que más se
expande, empiezo a parpadear, se me cierran los ojos, y caigo en un letargo que
al despertar me asusta. El progreso que hace la enredadera sobre el árbol fue
durante unos días mi reloj. Como una tejedora iba tejiendo sus puntos alrededor
de cada rama. Al despertar, por los nudos que había hecho yo podía calcular el
tiempo de mi sueño, pero ahora, últimamente, se apresura. ¿Soy yo o el
tiempo?. Pasar de una idea a la otra sin orden alguno, es una de mis
características actuales, pero la verdad es que nunca dispuse de tanto tiempo ni
de tanta inactividad física. Jamás creí que me encontraría en una situación
semejante. La abstinencia, además, me causó siempre horror. Ayer ¿sería ayer
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ayer? bebí dos botellas de vino para desquitarme, y después de vagar por el
bosque, embriagado, caí dormido no sé por cuánto tiempo.
Soñé que decía: ¿Dónde estarán aquellos ojos que tanto me miraban?.
¿Qué beberán?. Hay personas que son manos; otras, bocas; otras, cabellera;
otras, pecho donde uno se recuesta; otras, cuello; otras, ojos, nada más que
ojos. Como ella. Trataba de explicárselo cuando íbamos en el avión, pero ella no
entendía. Entendía sólo con los ojos y preguntaba: "¿Cómo? ¿Cómo dice?".
Desperté lejos de los víveres creyendo que jamás volvería a encontrarlos.
Me amonesté cruelmente. Tuve discusiones conmigo mismo. Volví guiado por
una gracia divina, sin duda, al lugar de salvación: mis alimentos. ¡Qué ironía de
la suerte!. ¡Depender de alimentos cuando me jactaba entre los hombres de
poder pasar veinte días ayunando y me reía de las huelgas de hambre!. Ahora,
por un dátil o por una repugnante castaña de Cajú, vendería mi alma. Sin duda
todos los hombres son iguales y reaccionarían del mismo modo. No me muevo,
estoy encerrado como en una celda. No supuse que celda y selva se parecieran
tanto, que sociedad y soledad tuvieran tantos puntos de contacto. Dentro de mi
oreja un millón de voces discuten, se enemistan, se dedican a destruirme. Tra ra
ra ra ra estoy harto.
Dios mío, que me sea dado no olvidarme de aquellos ojos. Que el iris viva
en mi corazón como si mi corazón fuese de tierra y el iris una planta.
Esas voces contradictorias (volviendo a las voces que siento dentro de mi
oreja) se dedican a destruirme.
Amaos los unos a los otros. Nunca me resultó tan difícil seguir ese precepto.
Asimismo no hay que despreciar la soledad. Un día el mundo se poblará tanto,
que mi actual guarida no será solitaria. Pensar en transformaciones me da
vértigo. Con los ojos cerrados pienso todos esos disparates y es una
imprudencia: la enredadera aprovecha mi descuido para treparse por mi pierna
izquierda, teje una red minuciosa en cada dedo de mi pie. El dedo más chiquito
me hace reír. Con qué artimaña lo envuelve. No hablemos del dedo gordo que
parece un hisopo. La enredadera avanza rápidamente en su trabajo con distintos
métodos: para los dedos chicos de mi pie utiliza simplemente un punto que se
parece mucho a los barrotes de las sillas de mimbre modernas, para superficies
grandes utiliza una amalgama extraña de arabescos que imitan los asientos
plásticos de los automóviles. Arranco de mi pie la trenza con cierta dificultad.
Recuerdo una enredadera de mi casa que se llama enamorada del muro, y que
tiene patitas con garras que se adhieren a los muros. Recuerdo haber arrancado,
de niño, algunas ramas y haber sentido la resistencia de la planta en cada una
de las hojas como gatitos que no quieren soltar su presa. Esta enredadera no
tiene patitas como la enamorada del muro. Mayor es su mérito. Infatigablemente
va tejiendo y tejiendo lazos. ¡Pobres árboles, pobres plantas que caen bajo sus
garras!. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Se lo decía a alguien (por
quien ya no siento ningún amor) para conmoverla. Me quedó el verso. No estoy
tan seguro de ese apenas sensitivo. De noche me parece que oí a los árboles
quejarse, abrazarse, rechazarse o suspirar, arrodillarse frente a otros de su
familia o de otros que habían sucumbido bajo la enredadera. Ingresé en este
mundo vegetal desconociéndolo totalmente. El único árbol que conocí, fuera del
sauce, se entiende, fue la tipa. Una vez mamá dijo al cruzar la plaza San Martín:
—¡Qué lindas tipas! —pasaban en ese momento dos mujeres horribles y me
reí.
—¿De qué te reís? —protestó mamá mirando el follaje de las tipas y
añadió—: ¿Acaso ahora no se puede admirar ni los árboles? —¿Qué árboles? —
interrogué.
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—Las tipas, ignorante. Todavía no sabés lo que son las tipas. —¡Ah!, las
tipas —respondí con debido asombro—, "yo creí que hablabas de las tipas".
—Ya no sabés ni hablar. Tendrías que irte a la selva para hablar con los
monos.
Pobre mamá, cómo se habrá arrepentido del insulto. A veces me desvela
ese recuerdo pero no puedo evitarlo. Miro en la oscuridad las tipas. Tenían flores
amarillas: el vestido de mamá parecía más celeste. ¿Y yo tendré siempre mi cara
gris de Buenos Aires?.
¿Qué mirarán aquellos ojos?.
Cara de pan crudo, decía la modista que venía a coser para mis hermanas
en casa y que siempre pensaba que yo tenía doce años cuando ya había
cumplido los veinte. ¡Qué opio tener veinte años!. No extraño mi casa; eso sí que
no, pero un espejo es una compañía, mala o buena, como todas las compañías, y
allí tenía mi espejo redondo como una luna. He dormido esta vez más que todas
las otras veces, más que el día de la borrachera; es claro que no puedo estar
seguro de no equivocarme.
¿Dónde estarán aquellos ojos?. ¿Los estaré olvidando?. No recuerdo muy
bien la forma del lagrimal.
A veces uno duerme cinco minutos y parecería que ha dormido toda una
noche. Me dormí al atardecer, me desperté con una luz de atardecer. ¿Habría
dormido cinco minutos?. Pero tengo una prueba contundente de que no fue así:
la enredadera tuvo tiempo de tejer su trenza alrededor de mi pierna izquierda y
de llegar hasta el muslo; ¡la tiene con mi pierna izquierda!. Como si no fuera
bastante hizo otro tanto con mi brazo izquierdo. Esta vez la arranqué con mayor
dificultad pero con menos urgencia que la vez anterior, diciéndole animal, como
a una de mis amigas que siempre me embroma. He resuelto cambiar de guarida.
Cargo mis víveres y me mudo en busca de un sitio sin enredaderas pero no lo
encuentro y la caminata me cansa. A veces pienso que han pasado varios años y
que soy viejo; pero si fuera así no me quedarían provisiones. Ahora me quedé en
un lugar tal vez peor, pero no tengo ánimo para volver sobre mis pasos. Toda
esta selva es una enredadera. ¿Para qué preocuparme?. Hay que preocuparse
sólo por lo que tiene solución. El perfume seguirá embriagándome, dándome
sueño. La enredadera seguirá haciendo sus trenzas. Ahora raras veces me
despierto sin que haya tejido alguna trenza alrededor de mi brazo o de mi
pierna. Ayer no más, se trepó a mi cuello. Me fastidió un poco. No es que me
diera miedo, ni siquiera cuando se me enroscó alrededor de la lengua. Recuerdo
que al soñar grité y abrí imprudentemente la boca. Es extraño. Nunca pensé que
una enredadera podía introducirse tan fácilmente adentro de mi boca.
—Anormal. ¿Qué te has creído?. Uno no se puede fiar de nadie —le dije—.
Me hace gracia porque pienso en la risa que les va a dar a mis amigos esta
anécdota. No me creerán. Tampoco creerán que no puedo estar ociosa.
Últimamente trato de tejer trenzas como la enredadera alrededor de las ramas:
es un experimento bastante interesante, pero difícil. ¿Quién puede competir con
una enredadera?. Estoy tan ocupada que me olvido de aquellos ojos que me
miraban; con mayor razón me olvido hasta de beber y de comer. ¡Variable
género humano!. Envolví la lapicera en mis tallos verdes, como las lapiceras
tejidas con seda y lana por los presos.


  1. Silvina Inocencia Ocampo fue una escritora, cuentista y poeta argentina. 
  2. 28 de julio de 1903, Buenos Aires, Argentina
  3.  14 de diciembre de 1993, Buenos Aires, Argentina)

lunes, 1 de junio de 2015

La puerta condenada

Autor: Julio Cortázar - Argentina





    A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerancia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
         El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí. El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
         El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
         El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acentyo alemásn. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su ahbitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedastal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
         Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
         Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníendose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
         No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
         En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierrto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.


         Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
         «Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
          —¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
         Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
         —Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.



         El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
         El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
         Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
         Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
         Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
         Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.


         Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
         —¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
         Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
         —De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
         Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
         —No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
         En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.


         Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.

Julio Florencio Cortázar fue un escritor nacido en Bélgica, nacionalizado  argentino. Traductor e intelectual argentino. Optó por la nacionalidad francesa en 1981,  
(26 de agosto de 1914, Ixelles, Bélgica - 12 de febrero de 1984, París, Francia)