sábado, 28 de mayo de 2016

Un sueño



                                                                [Cuento. Texto completo.] 
                          Iván Turgueniev - Rusia

                                         


I
Yo vivía entonces con mi madre en una pequeña ciudad del litoral. Había cumplido diecisiete años y mi madre no llegaba a los treinta y cinco: se había casado muy joven. Cuando falleció mi padre yo tenía solamente seis, pero lo recordaba muy bien. Mi madre era una mujer más bien bajita, rubia, de rostro encantador aunque eternamente apenado, voz apagada y cansina y movimientos tímidos. De joven había tenido fama por su belleza, y hasta el final de sus días fue atractiva y amable. Yo no he visto ojos más profundos, más dulces y tristes, cabellos más finos y suaves; no he visto manos más elegantes. Yo la adoraba y ella me quería... No obstante, nuestra vida transcurría sin alegría: se hubiera dicho que un dolor oculto, incurable e inmerecido, consumía permanentemente la raíz misma de su existencia. La explicación de aquel dolor no estaba sólo en el duelo por mi padre, aun cuando fuese muy grande, aun cuando mi madre lo hubiera amado con pasión, aun cuando honrara piadosamente su memoria... ¡No! Allí se ocultaba algo más que yo no entendía, pero que llegaba a percibir, de modo confuso y hondo, apenas me fijaba fortuitamente en aquellos ojos apacibles y quietos, en aquellos maravillosos labios, también quietos, aunque no contraídos por la amargura, sino como helados de por siempre.
He dicho que mi madre me quería; sin embargo, había momentos en que me rechazaba, en que mi presencia le pesaba, se le hacía insoportable. Experimentaba ella entonces una especie de involuntaria repulsión hacia mí, de la que se espantaba luego, pagándola con lágrimas y estrechándome sobre su corazón. Yo cargaba la culpa de estos intempestivos brotes de hostilidad a la alteración de su salud y a su desgracia... Verdad es que estas sensaciones hostiles podían haber sido provocadas, hasta cierto punto, por unos extraños arrebatos de sentimientos malignos y criminales, incomprensibles para mí mismo, que despertaban de tarde en tarde dentro de mí... Pero estos arrebatos no coincidían con aquellos instantes de repulsión. Mi madre vestía siempre de negro, como si guardase luto. Llevábamos un tren de vida bastante holgado, aunque apenas nos relacionábamos con nadie.
II
Mi madre había concentrado en mí todos sus pensamientos y su solicitud. Su vida se había fundido con mi vida. Este género de relaciones entre padres e hijos no favorecen siempre a los hijos... Suele ser más bien nocivo. Por añadidura, mi madre no tenía más hijo que yo... y los hijos únicos, por lo general, no se desarrollan adecuadamente. Al educarlos, los padres se preocupan tanto de sí mismos como de ellos... Eso es un error. Yo no me volví caprichoso ni duro (una y otra cosa suele aquejar a los hijos únicos), pero mis nervios estuvieron alterados hasta cierta época; además, tenía una salud bastante precaria, saliendo en esto a mi madre, a quien también me parecía mucho de cara. Yo evitaba la compañía de los chicos de mi edad, en general rehuía a la gente e incluso con mi madre hablaba poco. Lo que más me gustaba era leer, pasear a solas y soñar... ¡soñar...! ¿De qué trataban mis sueños? No podría explicarlo. A veces tenía la impresión, es cierto, de hallarme delante de una puerta entornada que ocultaba ignotos misterios, y yo permanecía allí, a la espera de algo, anhelante, y no trasponía el umbral, sino que cavilaba en lo que podría haber al otro lado... Y seguía esperando, y me quedaba transido... o transpuesto. Si hubiera latido en mí la vena poética, probablemente me habría dedicado a escribir versos; de haberme sentido atraído por la religión, quizá me hubiera hecho fraile. Pero, como no experimentaba nada de eso, continuaba soñando y esperando.
III
Acabo de referirme a cómo me quedaba transpuesto, en ocasiones, bajo el influjo de ensoñaciones y pensamientos confusos. En general, yo dormía mucho, y los sueños desempeñaban un papel considerable en mi vida. Soñaba casi todas las noches. Los sueños no se me olvidaban, y yo les daba importancia, los consideraba premoniciones, procuraba desentrañar su sentido oculto. Algunos se repetían de vez en cuando, hecho que siempre me parecía prodigioso y extraño. Un sueño, sobre todo, me hacía cavilar. Me parecía que iba caminando por una calle estrecha y mal empedrada de una vieja ciudad, entre altos edificios de piedra con los tejados en pico. Yo andaba buscando a mi padre, que no había muerto, sino que se escondía de nosotros, ignoro por qué razón, y vivía precisamente en una de aquellas casas. Yo entraba por una puerta cochera, baja y oscura, cruzaba un largo patio abarrotado de troncos y tablones y penetraba por fin en una estancia pequeña que tenía dos ventanas redondas. En medio de la habitación estaba mi padre, con batín y fumando en pipa. No se parecía en absoluto a mi padre verdadero: era un hombre alto, enjuto, con el pelo negro, la nariz ganchuda y ojos sombríos y penetrantes, que aparentaba unos cuarenta años. Le disgustaba que hubiera dado con él; tampoco yo me alegraba en absoluto de nuestro encuentro y permanecía allí parado, indeciso. Él giraba un poco, empezaba a murmurar algo entre dientes y a ir de un lado para otro con paso menudo... Luego se alejaba poco a poco, sin dejar de murmurar y mirando a cada momento hacia atrás por encima del hombro; la estancia se ensanchaba y desaparecía en la niebla... Espantado de pronto ante la idea de que perdía nuevamente a mi padre, yo me lanzaba tras él, pero ya no lo veía, y sólo llegaba hasta mí su rezongar, bronco como el de un oso... Angustiado el corazón, me despertaba y ya no podía volver a conciliar el sueño en mucho tiempo... Me pasaba todo el día siguiente cavilando en este sueño sin que mis cavilaciones, como es natural, me llevaran a ninguna conclusión.
IV
Llegó el mes de junio. Por esa época, la ciudad donde vivíamos mi madre y yo se animaba extraordinariamente. En el muelle atracaban multitud de barcos, y en las calles aparecían multitud de rostros nuevos. Entonces me gustaba deambular por la costanera, delante de los cafés y los hoteles, observando las diversas siluetas de marineros y demás gentes sentadas bajo los toldos de lona, en torno a los veladores blancos, con sus jarras de metal llenas de cerveza.
Conque una vez, al pasar delante de un café, vi a un hombre que atrajo inmediatamente toda mi atención. Vestía un largo guardapolvos negro, llevaba el sombrero de paja encasquetado hasta los ojos y permanecía inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho. Unos rizos negros y ralos le caían casi hasta la nariz; los labios finos apretaban la boquilla de una pipa corta. Este hombre me pareció tan conocido, mi recuerdo conservaba tan indudablemente grabado cada rasgo de su rostro moreno y bilioso, así como toda su figura, que no pude por menos de detenerme ante él y preguntarme: ¿quién es este hombre, dónde le he visto? Al notar probablemente mi mirada fija, levantó hacia mí los ojos negros, penetrantes... No pude reprimir una exclamación ahogada...
¡Aquel hombre era el padre a quien yo había encontrado, a quien yo había visto en sueños!
Imposible equivocarse: el parecido era demasiado rotundo. Incluso el largo guardapolvos que envolvía sus miembros enjutos recordaba, por el color y el corte, el batín con que se me había aparecido mi padre.
-¿Estaré dormido? -me pregunté-. No... Es de día, hay multitud de gente alrededor, el sol brilla en el cielo azul, y lo que tengo delante de mí no es un fantasma, es un hombre vivo...
Me dirigí hacia un velador desocupado, pedí una jarra de cerveza y un periódico y me senté a escasa distancia de aquel ser misterioso.
V
Con el periódico desplegado a la altura del rostro, seguí devorando con los ojos al desconocido, que apenas hacía un movimiento y sólo de tarde en tarde alzaba un poco la desmayada cabeza. Evidentemente, esperaba a alguien. Yo seguía mirando, mirando... A veces me parecía que todo aquello era invención mía, que en realidad no existía la menor semejanza, que yo había cedido a una fantasía de mi imaginación... Pero «aquél» giraba un poco en su silla de pronto o alzaba ligeramente una mano, y de nuevo veía yo a mi padre «nocturno» delante de mí.
Acabó por advertir mi pertinaz curiosidad y, a poco de mirarme, primero perplejo y luego contrariado, hizo intención de levantarse. Un pequeño bastón que tenía recostado contra el velador cayó entonces al suelo. Yo me precipité a recogerlo y se lo entregué. El corazón me latía con fuerza.
El hombre me dio las gracias con una sonrisa forzada y, aproximando su rostro al mío, enarcó las cejas y entreabrió los labios como si algo le sorprendiera.
-Es usted muy amable, joven -pronunció de pronto con voz gangosa, áspera y dura-. Por los tiempos que corren, es cosa rara. Permítame que lo felicite: le han dado a usted una buena educación.
No recuerdo exactamente lo que repliqué, pero pronto hubimos entablado conversación. Supe que era compatriota mío, que había vuelto recientemente de América, donde había vivido muchos años y adonde regresaría en breve plazo... Se presentó con el título de barón..., pero no pude captar bien el nombre. Lo mismo que mi padre «nocturno», terminaba cada una de sus oraciones con una especie de confuso murmullo interno. Se interesó por conocer mi apellido... Al oírlo pareció sorprenderse otra vez; luego me preguntó si llevaba mucho tiempo residiendo en aquella ciudad y con quién. Contesté que vivía con mi madre.
-¿Y su señor padre?
-Mi padre falleció hace mucho.
Preguntó el nombre de pila de mi madre y al oírlo soltó una risa extraña, de la que luego se disculpó diciendo que se debía a sus modales americanos y que, además, él era un tipo bastante raro. Luego tuvo la curiosidad de conocer nuestro domicilio. Yo se lo dije.
VI
La emoción que me había embargado al iniciarse nuestra plática se aplacó gradualmente; nuestro acercamiento me parecía algo extraño, pero nada más. No me agradaba la sonrisita con que el señor Barón me interrogaba, ni tampoco me agradaba la expresión de sus ojos cuando me miraba como clavándomelos... Había en ellos algo rapaz y protector... algo que sobrecogía. Aquellos ojos, yo no los había visto en mi sueño. ¡Qué rostro tan extraño tenía el Barón! Marchito, cansado, pero aparentando al mismo tiempo menos años, lo que causaba una impresión desagradable. Mi padre «nocturno» tampoco estaba marcado por el profundo costurón que cruzaba oblicuamente toda la frente de mi nuevo conocido y que yo no advertí hasta hallarme más cerca de él.
Apenas había yo informado al Barón del nombre de la calle y el número de la casa donde habitábamos cuando un negro de elevada estatura, embozado en su capa hasta las cejas, se le acercó por detrás y le rozó un hombro. El Barón volvió la cabeza, profirió: «¡Ah! ¡Por fin!» y, haciéndome una leve inclinación de cabeza, se dirigió con el negro hacia el interior del café. Yo seguí bajo el toldo con la idea de esperar a que saliera el Barón, no tanto para reanudar la conversación con él pues en realidad no sabía de qué podríamos haber hablado, como para contrastar nuevamente mi primera impresión. Pero transcurrió media hora, luego una hora entera... El Barón no reaparecía. Penetré en el establecimiento, recorrí todas las salas, pero en ninguna parte vi al Barón ni al negro... Se conoce que se habían ausentado los dos por la puerta de atrás.
Se me había levantado un ligero dolor de cabeza y, para refrescarme, me encaminé a lo largo de la orilla del mar hasta un vasto parque plantado en las afueras unos doscientos años atrás. Después de pasear un par de horas a la sombra de los robles y los plátanos gigantescos, volví a casa.
VII
En cuanto aparecí en el recibimiento, nuestra sirvienta corrió a mí toda alarmada. Por su expresión adiviné al instante que algo malo había sucedido en nuestra casa durante mi ausencia. Y así era: supe que, hacía cosa de una hora, se escuchó de pronto un grito terrible en el dormitorio de mi madre. La sirvienta, que acudió corriendo, la encontró tendida en el suelo, sin conocimiento, y su desmayo había durado varios minutos. Mi madre recobró al fin el sentido, pero se vio obligada a acostarse y tenía un aire asustado y extraño. No decía ni una palabra, no contestaba a las preguntas, y todo era mirar a su alrededor y estremecerse. La sirvienta envió al jardinero en busca de un médico. Llegó el doctor, le recetó un calmante, pero tampoco a él quiso decirle nada mi madre. El jardinero afirmaba que a los pocos instantes de escucharse el grito en la habitación de mi madre, él había visto a un desconocido que corría hacia la puerta de la calle pisoteando los macizos de flores. (Vivíamos en una casa de una sola planta cuyas ventanas daban a un jardín bastante grande.) El jardinero no tuvo tiempo de fijarse en el rostro de aquel hombre, pero era alto, enjuto, llevaba un sombrero de paja muy encasquetado y una levita de faldones largos... «¡El atuendo del Barón!», me pasó en seguida por la mente. El jardinero no pudo darle alcance. Además, lo llamaron inmediatamente de la casa y lo enviaron en busca del médico. Pasé a ver a mi madre. Estaba acostada, más blanca que la almohada sobre la que reposaba la cabeza. Sonrió débilmente al reconocerme y me tendió una mano. Tomé asiento a su lado y me puse a hacerle preguntas. Al principio eludía las respuestas, pero acabó confesando haber visto algo que la asustó mucho.
-¿Ha entrado aquí alguien? -inquirí.
-No -se apresuró a contestar-. No ha venido nadie, pero a mí me pareció... se me figuró...
Calló y se cubrió los ojos con una mano. Iba yo a decirle lo que había sabido a través del jardinero y a contarle, de paso, mi encuentro con el Barón... pero, ignoro por qué, las palabras expiraron en mis labios. Sin embargo, hice observar a mi madre que los fantasmas no suelen aparecerse de día.
-Deja eso, por favor -susurró-. No me atormentes ahora. Algún día lo sabrás...
De nuevo enmudeció. Tenía las manos frías y el pulso acelerado e irregular. Le administré la medicina y me aparté un poco para no molestarla. No se levantó en todo el día. Estaba tendida, quieta y callada, y sólo de vez en cuando exhalaba un profundo suspiro y abría los ojos con sobresalto. Todos en la casa estaban extrañados.
VIII
Al llegar la noche le dio un poco de fiebre a mi madre, y me pidió que me retirase. Sin embargo, no me fui a mi cuarto, sino que me tendí sobre un diván de la habitación contigua. Cada cuarto de hora me levantaba, llegaba de puntillas hasta la puerta y prestaba oído... Todo continuaba en silencio, pero no creo que mi madre conciliara el sueño en toda la noche. Cuando entré a verla a primera hora de la mañana, me pareció que tenía el semblante arrebatado y un extraño brillo en los ojos. Durante el día pareció aliviarse un poco; al atardecer volvió a subir la fiebre. Hasta entonces había guardado un silencio pertinaz, pero de pronto rompió a hablar con voz anhelante y entrecortada. No deliraba: sus palabras tenían sentido, aunque ninguna ilación. Poco antes de la medianoche se incorporó de repente en el lecho con brusco movimiento (yo estaba sentado junto a ella) y con la misma voz precipitada se puso a contar, apurando a sorbos un vaso de agua y moviendo débilmente las manos, sin mirarme ni una sola vez... Se interrumpía, pero reanudaba el relato haciendo un esfuerzo... Todo aquello era tan extraño como si lo hiciera en sueños, como si ella estuviera ausente y fuese otra persona quien hablara por su boca o la hiciera hablar a ella.
IX
-Oye lo que te voy a contar, -comenzó-. Ya no eres un muchachuelo. Lo debes saber todo. Yo tenía una buena amiga... Se casó con un hombre al que amaba de todo corazón y era muy feliz con su marido. El primer año de matrimonio hicieron un viaje a la capital para pasar allí algunas semanas divirtiéndose. Se hospedaban en un buen hotel y salían mucho, a teatros y a fiestas. Mi amiga era muy agraciada, llamaba la atención y los hombres la cortejaban. Pero entre ellos había uno, un oficial, que la seguía constantemente y adondequiera que ella fuese, allí se encontraba con sus ojos negros y duros. No se hizo presentar ni habló con ella una sola vez: solamente la miraba de manera descarada y extraña. Todos los placeres de la capital los echaba a perder su presencia. Mi amiga empezó a hablarle a su marido de marcharse cuanto antes, y así lo dispusieron, en efecto. Una tarde, el marido se fue a un club: lo habían invitado a jugar a las cartas unos oficiales del mismo regimiento al que pertenecía aquel otro... Por primera vez se quedó ella sola. Como su marido tardaba en volver, despidió a la doncella y se acostó... De pronto le entró tanto miedo que se quedó fría y se puso a temblar. Le pareció oír un ruido ligero al otro lado de la pared -como si arañara un perro-, y se puso a mirar fijamente hacia aquel sitio. En el rincón ardía una lamparilla. Toda la habitación estaba tapizada de tela... Súbitamente, algo rebulló allí, se alzó, se abrió... Y de la pared surgió, largo, todo negro, aquel hombre horrible de los ojos duros. Ella quería gritar, pero no podía. Estaba totalmente paralizada del susto. El hombre se acercó a ella rápidamente, como una fiera salvaje, y le cubrió la cabeza con algo asfixiante, pesado, blanco... De lo que sucedió después, no me acuerdo... ¡No me acuerdo! Fue algo parecido a la muerte, a un asesinato... Cuando aquella espantosa niebla se disipó al fin, cuando yo... cuando mi amiga volvió en sí, no había nadie en la habitación. De nuevo se encontró sin fuerzas para gritar, durante mucho tiempo, hasta que por fin llamó... y luego se embrolló todo otra vez...
Después vio junto a ella a su marido, que había sido retenido en el club hasta las dos de la madrugada... Estaba demudado y se puso a hacerle preguntas, pero ella no le dijo nada... Luego cayó enferma... Sin embargo, recuerdo que al quedarse sola en la habitación fue a inspeccionar aquel sitio de la pared. Debajo de la tapicería había una puerta secreta. Y a ella le había desaparecido de la mano el anillo de casada. Era un anillo de forma poco corriente, con siete estrellitas de oro y siete de plata alternando: una antigua joya de familia. El marido le preguntaba qué había sido del anillo, pero ella no podía contestar nada. Pensando que se le habría caído inadvertidamente, el marido lo buscó por todas partes. No lo encontró. Presa de extraña angustia, decidió que volverían a su casa lo antes posible y, en cuanto lo permitió el doctor, el matrimonio abandonó la capital... Pero imagínate que el día mismo de su marcha se cruzaron en la calle con una camilla... En la camilla yacía un hombre con la cabeza partida al que acababan de matar. Y ese hombre era el terrible visitante nocturno de los ojos duros. ¡Imagínate!... Lo habían matado durante una partida de cartas...
Mi amiga se trasladó luego al campo..., fue madre por primera vez... y vivió varios años en compañía de su marido. Él nunca supo nada. Además, ¿qué podría haberle dicho ella? Ella misma no sabía nada.
Sin embargo, su anterior felicidad desapareció. En sus vidas se hizo la oscuridad, y esa oscuridad no se disipó ya nunca... No tuvieron más descendencia, como tampoco la habían tenido antes... y aquel hijo...
Toda temblorosa, mi madre se cubrió el rostro con las manos.
-Y ahora, dime -prosiguió con redoblada energía-, ¿tenía alguna culpa mi amiga? ¿Qué podía reprocharse? Fue castigada; pero, ¿no tenía derecho a declarar, incluso ante Dios, que el castigo era injusto? Entontes, ¿por qué se le representa al cabo de tantos años y en forma tan horrible lo ocurrido, como si fuese una criminal atormentada por los remordimientos? Macbeth mató a Banquo, y no es sorprendente que se le apareciera... Pero yo...
Al llegar a este punto, el discurrir de mi madre se hizo tan incoherente, que dejé de comprenderlo. Ya no dudaba de que estuviese delirando.
X
Cualquiera comprenderá fácilmente la estremecedora impresión que me produjo el relato de mi madre. Desde sus primeras palabras adiviné que estaba hablando de sí misma y no de una amiga. La propia estratagema confirmó mis sospechas. De modo que aquel era efectivamente mi padre, al que yo había encontrado en sueños, al que había visto en persona. No lo habían matado, como suponía mi madre, sino herido solamente. Y había ido a verla, huyendo luego, asustado por el susto de ella. Todo lo comprendí de repente: comprendí el involuntario sentimiento de repulsión que yo despertaba a veces en mi madre, su constante pesar, nuestra vida de aislamiento... Recuerdo que se me iba la cabeza, y yo la agarré con ambas manos como queriendo mantenerla en su sitio. Pero una decisión se clavó en mi mente: la de encontrar nuevamente a aquel hombre; encontrarle sin falta, costara lo que costara. ¿Para qué? ¿Con qué fin? No me lo planteaba, pero el hecho de encontrarlo, de dar con él, se había convertido para mí en cuestión de vida o muerte. A la mañana siguiente se calmó por fin mi madre... cedió la fiebre y se quedó dormida. Después de recomendarla a los cuidados de los dueños de la casa y de la servidumbre, salí para ponerme en campaña.
XI
Ante todo, como es natural, fui al café donde había encontrado al Barón, pero nadie lo conocía allí. Ni siquiera habían advertido su presencia. Era un cliente casual. En el negro sí se habían fijado los propietarios del establecimiento, pues llamaba demasiado la atención, si bien nadie sabía tampoco quién era ni dónde vivía. Después de dejar, a todo evento, mi dirección en el café, me lancé a rondar por las calles y las costaneras de la ciudad, alrededor de los muelles, por las avenidas, asomándome a todos los establecimientos públicos. No encontré a nadie que se pareciera al Barón o a su acompañante. Como no había retenido el apellido del Barón, estaba en la imposibilidad de acudir a la policía. Sin embargo, di a entender a dos o tres celadores del orden (que por cierto me contemplaron con sorpresa sin dar del todo crédito a mis palabras) que recompensaría generosamente su celo si encontraban la pista de los dos individuos cuyas señas personales procuré darles con la mayor exactitud posible. Después de corretear así hasta la hora del almuerzo, regresé a mi casa rendido de cansancio. Mi madre se había levantado. Su habitual tristeza tenía un matiz nuevo, cierta absorta perplejidad que se me clavaba en el corazón como un cuchillo. Pasé la tarde con ella. Apenas hablamos: ella hacía solitarios y yo contemplaba en silencio los naipes. No hizo la menor alusión a su relato ni a lo sucedido la víspera. Era como si hubiéramos acordado tácitamente no referirnos a todos aquellos hechos terribles y extraños... Daba la impresión de que estaba contrariada y cohibida por lo que se le había escapado sin querer. O quizá no recordara muy bien lo que había dicho durante aquel conato de delirio febril y tuviese la esperanza de que yo me mostrase compasivo con ella... Así lo hacía, efectivamente, y ella se daba cuenta, pues rehuía mi mirada lo mismo que la víspera. No pude conciliar el sueño en toda la noche. Se había desencadenado de pronto una tormenta espantosa. El viento aullaba y se arremolinaba frenéticamente, los cristales de las ventanas temblaban y tintineaban, silbidos y lamentos desesperados cruzaban el aire como si algo se desgarrase en lo alto y volara con furioso llanto sobre las casas estremecidas. Poco antes del amanecer, me quedé transpuesto... Súbitamente, tuve la impresión de que alguien había entrado en mi cuarto y me llamaba, pronunciando mi nombre a media voz, pero imperiosamente. Levanté un poco la cabeza y no vi nada. Pero, cosa extraña, lejos de asustarme me alegré: llegué de pronto a la convicción de que ahora alcanzaría sin falta mi meta. Me vestí a toda prisa y salí de casa.
XII
La tormenta había amainado, aunque se notaban todavía sus últimos estremecimientos. Era muy temprano, y no andaba nadie por las calles. En muchos sitios había trozos de chimeneas, tejas, tablas arrancadas a las vallas, ramas partidas... «La noche ha debido de ser terrible en el mar», me dije al ver las huellas de la tormenta. Pensé dirigirme al embarcadero, pero los pies me llevaron hacia otra parte como si obedecieran a una irresistible atracción. A los diez minutos escasos me encontraba en una parte de la ciudad que nunca había visitado hasta entonces. Caminaba paso a paso, sin premura pero también sin detenerme, con una extraña sensación interna: esperaba algo extraordinario, imposible, y al mismo tiempo estaba persuadido de que aquello extraordinario se cumpliría.
XIII
Y, en efecto, ocurrió lo extraordinario, lo que esperaba. Repentinamente descubrí, a unos veinte pasos delante de mí, al mismo negro que habló con el Barón en el café en presencia mía. Embozado en la misma capa que ya advertí yo entonces, pareció surgir de bajo tierra y, dándome la espalda, echó a andar a buen paso por la estrecha acera de una calleja tortuosa. Me lancé al instante tras él, pero también él aceleró el paso, aunque no volvió la cabeza y, de pronto, dobló la esquina de una casa que formaba saliente. Corrí hasta aquella esquina, la doblé con la misma celeridad que el negro... ¡Qué cosa tan extraña! Ante mí se abría una calle larga, estrecha y totalmente desierta. La niebla matutina la invadía toda con su plomo opaco, pero mi mirada penetraba hasta el extremo opuesto, permitiéndome discernir cada uno de los edificios... ¡Y en ninguna parte rebullía un solo ser viviente! El negro de la capa había desaparecido tan repentinamente como surgió. Me quedé sorprendido, pero sólo un instante. En seguida me embargó otra sensación: ¡había reconocido la calle que se extendía ante mis ojos, toda muda y como muerta! Era la calle de mi sueño. Me estremecí, encogido -la mañana era tan fresca-, y en seguida avancé sin la menor vacilación, impelido por cierta medrosa seguridad.
Empecé a buscar con los ojos... Allí estaba: a la derecha, haciendo saliente sobre la acera con una de sus esquinas, la casa de mi sueño; allí estaba la vieja puerta cochera, con adornos de piedra labrada a ambos lados... Cierto que las ventanas no eran redondas, sino cuadradas, pero eso no tenía importancia... Llamé al portón. Llamé dos veces, tres veces, arreciando en los golpes. Hasta que el portón se abrió, lentamente, rechinando mucho, como si bostezara. Me hallaba ante una criada joven, con el cabello alborotado y ojos de sueño. Al parecer, acababa de despertarse.
-¿Vive aquí un Barón? -pregunté a la vez que inspeccionaba con rápida mirada el patio, profundo y estrecho... Todo, todo era igual: allí estaban los tablones y los troncos que había visto en mi sueño.
-No -contestó la criada-. El Barón no vive aquí.
-¿Cómo que no? ¡Imposible!
-Ahora no está... Se marchó ayer.
-¿A dónde?
-A América.
-¡A América! -repetí sin querer-. Pero, volverá, ¿verdad?
La criada me miró con aire suspicaz.
-Eso no lo sabemos. Quizá no vuelva nunca.
-¿Ha vivido aquí mucho tiempo?
-No. Cosa de una semana. Ahora, ya no está.
-¿Y cuál era el apellido de ese barón?
La criada me observó extrañada.
-¿No lo sabe usted? Nosotros lo llamábamos Barón, sin más. ¡Eh! ¡Piotr! -gritó al ver que yo intentaba pasar-. Ven acá. Hay aquí un extraño que hace muchas preguntas.
Desde la casa se dirigió hacia nosotros la recia figura de un criado.
-¿Qué pasa? ¿Qué desea? -preguntó con voz tomada- y, después de escucharme hoscamente, repitió lo dicho por la sirvienta.
-Bueno, pero, ¿quién vive aquí? -murmuré.
-Nuestro amo.
-¿Y quién es?
-Un carpintero. En esta calle todos son carpinteros.
-¿Podría verle?
-Ahora no. Está durmiendo.
-¿Y podría entrar en la casa?
-Tampoco. Retírese.
-Bueno; pero, más tarde, ¿estará visible tu amo?
-¿Por qué no? Claro que se le puede ver siempre... Para eso es un comerciante. Sólo que ahora, retírese. ¿No ve usted que es muy temprano?
-Oye, ¿y el negro ese? -inquirí de pronto.
El criado nos miró perplejo, primero a mí y luego a la sirvienta.
-¿A qué negro se refiere? -profirió finalmente-. Retírese, caballero. Puede usted volver luego y hablar con el amo.
Salí a la calle. El portón se cerró detrás de mí, pesada y bruscamente, sin rechinar esta vez.
Me fijé bien en la calle y en la casa, y me alejé de allí, pero no hacia la mía. Me sentía como decepcionado. Todo lo que me había ocurrido era tan extraño, tan inusitado... Y, por otra parte, el final resultaba tan absurdo... Yo estaba seguro, estaba persuadido, de que encontraría en aquella casa la estancia que recordaba y, en el centro, a mi padre, el Barón, con su batín y su pipa... En lugar de eso, el amo de la casa era un carpintero, se le podía visitar cuantas veces se deseara e incluso encargarle algún mueble, quizá...
¡Y mi padre se había marchado a América! ¿Qué iba a hacer yo ahora? ¿Contárselo a mi madre o enterrar por los siglos incluso el recuerdo de aquella entrevista?... Era rotundamente incapaz de aceptar la idea de que un principio tan sobrenatural y misterioso pudiera conducir a un final tan descabellado y prosaico.
No quería volver a casa, y eché a andar sin rumbo, dejando atrás la ciudad.
XIV
Caminaba cabizbajo, sin pensar ni apenas sentir nada, totalmente ensimismado. Me sacó de aquella abstracción un ruido acompasado, sordo y amenazador. Levanté la cabeza: era el mar que rumoreaba y zumbaba a unos cincuenta pasos de mí. Me percaté de que caminaba por la arena de una duna. Estremecido por la tormenta nocturna, el mar estaba salpicado de espuma hasta el mismo horizonte, y las altas crestas de las olas alargadas llegaban rodando una tras otra a romperse en la orilla lisa. Me acerqué a ellas y seguí andando justo a lo largo de la raya que su flujo y reflujo dejaba en la arena gruesa, salpicada de retazos de largas plantas marinas, restos de caracolas y cintas serpenteantes de los carrizos. Gaviotas de alas puntiagudas y grito plañidero llegaban con el viento desde la lejana sima del aire, remontaban el vuelo, blancas como la nieve en el cielo gris nublado, se desplomaban verticalmente y, lo mismo que si saltaran de ola en ola, volvían a alejarse y a desaparecer en destellos plateados entre las franjas de espuma arremolinada. Algunas, según observé, giraban tenazmente sobre una roca grande que despuntaba, solitaria, en medio del lienzo uniforme de la orilla de arena. Los ásperos carrizos marinos crecían en matojos desiguales a un lado de la roca y allí donde sus tallos enmarañados emergían del amarillo saladar negreaba algo alargado, redondo, no muy grande... Me fijé más... Un bulto oscuro yacía allí, inmóvil, junto a la roca... Conforme me acercaba, sus contornos aparecían más nítidos y definidos...
Me quedaban sólo treinta pasos para llegar a la roca...
¡Pero, si eran los contornos de un cuerpo humano! ¡Era un cadáver, un ahogado que había arrojado el mar! Llegué hasta la misma roca.
¡Aquel era el cadáver del Barón, de mi padre! Me detuve como petrificado. Sólo entonces comprendí que desde primera hora de la mañana me habían conducido ciertas fuerzas ignotas, que yo me hallaba en su poder; y, durante unos momentos, no hubo en mi alma nada más que el incesante rumor del mar y algo de temor ante el destino que se había adueñado de mí...
XV
Yacía de espaldas, un poco ladeado, con el brazo izquierdo extendido sobre la cabeza... y el derecho doblado bajo el cuerpo encogido. Un lodo viscoso absorbía sus pies, calzados con altas botas de marinero; la chaquetilla azul, toda impregnada de sal marina, no se había desabrochado; una bufanda roja ceñía su cuello con nudo apretado. El rostro acezado, vuelto hacia el cielo, parecía burlarse; bajo el labio superior enarcado asomaban unos dientes pequeños y prietos; las pupilas opacas de los ojos entreabiertos apenas se diferenciaban de los glóbulos oscurecidos; el cabello enmarañado, salpicado de pompas de espuma, se esparcía por el suelo, descubriendo la frente lisa con la línea lilácea de la cicatriz; la nariz, fina, trazaba en relieve una neta raya blancuzca entre las mejillas hundidas. La tormenta de la noche anterior había hecho su obra... ¡No había llegado a ver América! El hombre que había agraviado a mi madre, mutilando su vida, mi padre -¡sí, mi padre, pues no podía dudarlo ya!-, yacía en el fango a mis pies. Me embargaba un sentimiento de venganza satisfecha, compasión, asco y horror... incluso de doble horror: por lo que estaba viendo y por lo sucedido. Ese fondo malvado y criminal del que he hablado ya, esos impulsos incomprensibles que nacían dentro de mí... que me ahogaban. «¡Ah! -me decía-. Por eso soy así... De esa manera se manifiesta la sangre.» De pie junto al cadáver, lo contemplaba, atento por ver si se estremecían aquellas pupilas muertas o temblaban aquellos labios helados. ¡No! Todo estaba inmóvil. Incluso los carrizos adonde lo había arrojado la marea parecían estáticos; incluso las gaviotas que se habían alejado volando. Y no se veía en ningún sitio ni un fragmento de nada, ni una tabla ni un aparejo roto. Vacío por todas partes... Solamente él -y yo- y el mar rumoreando a lo lejos. Miré hacia atrás. Idéntico vacío. Una cadena de colinas sin vida recortándose sobre el horizonte... ¡Y nada más! Me angustiaba dejar a aquel desdichado en semejante soledad, sobre el lodo de la orilla, como pasto para los peces y las aves. Una voz interior me decía que yo debía buscar y llamar a alguien, ya que no fuera para prestarle auxilio -¿de qué podría servir?-, al menos para retirarlo de allí y conducirlo bajo techado. Pero un inefable pavor me embargó de pronto. Me pareció como si aquel hombre muerto supiera que yo había llegado allí, como si él mismo hubiese amañado aquel último encuentro, y hasta creí escuchar el sordo murmujeo de otras veces... Precipitadamente, me aparté un poco... de nuevo miré hacia atrás... Un objeto brillante llamó mi atención, me hizo detenerme. Era un cíngulo de oro en la mano extendida del cadáver. Reconocí el anillo de matrimonio de mi madre. Recuerdo el esfuerzo que me impuse para volver sobre mis pasos, acercarme, inclinarme..., recuerdo el contacto viscoso de los dedos; recuerdo cómo jadeaba, cerraba los ojos y rechinaba los dientes al tirar del anillo que se resistía...
Por fin cedió, y yo emprendí una carrera alejándome de allí a toda prisa, perseguido por algo que intentaba darme alcance y apresarme.
XVI
Todo lo sufrido y experimentado se reflejaba probablemente en mi rostro cuando volví a casa. Apenas entré en su habitación, mi madre se incorporó súbitamente y posó en mí una mirada de interrogación tan tenaz, que yo terminé por presentarle el anillo, sin palabras, después de haber intentado en vano explicarme. Ella se puso horriblemente pálida, sus ojos se abrieron mucho, desorbitados y sin vida, como los de aquél. Exhaló un grito débil, me arrebató el anillo, vaciló y cayó sobre mi pecho, donde quedó como paralizada, vencida la cabeza hacia atrás y devorándome con aquellos ojos dementes muy abiertos. Yo rodeé su cintura con mis brazos y allí mismo, sin moverme y sin prisa, le referí todo a media voz: mi sueño, el encuentro, todo... No le oculté el menor detalle. Ella me escuchó hasta el final. No pronunció ni una palabra, pero su respiración se hacía más agitada, hasta que sus ojos se animaron de pronto y bajó los párpados. Luego se puso el anillo en el dedo y, apartándose un poco, buscó un chal y un sombrero. Le pregunté adónde pensaba ir. Levantó hacia mí una mirada sorprendida y quiso contestarme, pero le falló la voz. Se estremeció varias veces, frotó sus manos una contra otra, como intentando calentarlas, y al fin profirió:
-Vamos allá ahora mismo.
-¿A dónde, madre?
-Donde está tendido... quiero ver... quiero saber... lo sabré...
Intenté disuadirla; pero estuvo a punto de sufrir un ataque de nervios. Comprendí que era imposible oponerse a su deseo, y salimos juntos.
XVII
De nuevo caminaba yo por la arena de la duna, pero esta vez no iba solo. El mar se había retirado, alejándose más. Se calmaba; pero, aunque debilitado, todavía era pavoroso y tétrico su rumor. Por fin se divisaron la roca solitaria y los carrizos. Yo miraba con atención, tratando de discernir el bulto redondo tendido en tierra, pero no veía nada. Nos acercamos más. Yo aminoraba instintivamente el paso. Pero ¿dónde estaba aquello negro, inmóvil? Sólo los tallos de los carrizos resaltaban en oscuro sobre la arena ya seca. Llegamos hasta la propia roca... El cadáver no aparecía por ninguna parte, y sólo en el lugar donde estuvo tendido quedaba todavía un hoyo que permitía adivinar el sitio de los brazos, de las piernas... Los carrizos parecían aplastados en torno, y se advertían huellas de pisadas de una persona; cruzaban la duna y desparecían luego al llegar a un rompiente de rocas.
Mi madre y yo nos mirábamos, asustados de lo que leíamos en nuestros rostros...
¿Se habría levantado y se habría marchado él solo?
-Pero, ¿no lo viste tú muerto? -preguntó mi madre en un susurro.
Yo sólo pude asentir con la cabeza. No habían transcurrido ni tres horas desde que yo tropecé con el cadáver del Barón... Alguien lo descubriría y lo retiraría de allí. Había que buscar al que lo hubiera hecho y enterarse de lo que había sido de él.
XVIII
Mientras se dirigía hacia el sitio fatal, mi madre estaba febril, pero se dominaba. La desaparición del cadáver la aplanó como una desdicha irreparable. Yo temía por su razón. Me costó gran trabajo llevarla de vuelta a casa. De nuevo hice que se acostara y de nuevo requerí los cuidados del médico para ella. Pero, en cuanto se recobró un poco, mi madre exigió que yo partiera inmediatamente en busca de «esa persona». Obedecí. Sin embargo, nada descubrí a pesar de todas las pesquisas imaginables. Acudí varias veces a la policía, visité todas las aldeas próximas, puse anuncios en los periódicos, fui buscando datos por todas partes, pero en vano. Me llegó la noticia de que habían llevado a un náufrago a uno de los pueblos de la costa. Allá fui corriendo, pero lo habían enterrado ya y, por las señas, no se parecía al Barón. Me enteré del barco que había tomado para irse a América. Al principio, todo el mundo estaba persuadido de que se había ido a pique durante la tempestad; sin embargo, al cabo de algunos meses empezaron a cundir rumores de que lo habían visto anclado en el puerto de Nueva York. No sabiendo ya qué emprender, me puse a buscar al negro que había visto, ofreciéndole a través de los periódicos una recompensa bastante fuerte si se presentaba en nuestra casa. Cierto negro, alto y vestido con una capa, vino efectivamente a vernos en ausencia mía... Pero se alejó de pronto después de hacerle algunas preguntas a la sirvienta y no volvió más.
Así se perdió la pista de mi... de mi padre. Así desapareció irremediablemente en la muda tiniebla. Mi madre y yo no hablábamos nunca de él. Sólo una vez, recuerdo, se extrañó de que jamás hubiera aludido yo antes a mi extraño sueño. Enseguida añadió: «Conque, era precisamente...», y no terminó de formular su idea. Mi madre estuvo enferma mucho tiempo, y cuando al fin se repuso no volvieron ya a su cauce nuestras relaciones anteriores. Hasta su muerte, se encontró violenta a mi lado. Violenta, sí; justamente. Y ésa es una desgracia que no se puede remediar. Todo se embota con el tiempo. Incluso los recuerdos de los sucesos familiares más trágicos pierden gradualmente su fuerza y su acuidad. Pero, si entre dos personas entrañables se introduce una sensación de violencia, eso no hay nada que lo extirpe. Jamás volví yo a tener aquel sueño que tanto me angustiaba, ya no «encontraba» a mi padre, pero en ocasiones se me figuraba -y aún ahora se me figura- escuchar en sueños alaridos lejanos y tristes lamentos inextinguibles. Resuenan en algún lugar, tras un alto muro que no es posible trasponer, me desgarran el corazón y yo lloro con los ojos cerrados, incapaz de comprender si es un ser vivo el que gime o si escucho el prolongado y salvaje rumor del mar encrespado. Y de nuevo se transforma en el murmujeo de una fiera, y yo me despierto con angustia y pavor en el alma.
FIN


Iván Turgueniév, fue un escritor, novelista y dramaturgo, considerado el más europeísta de los narradores rusos del siglo XX y uno de los más influyentes escritores rusos del siglo XIX, autor de la novela "Padres e hijos", cuyo tema es el choque generacional.  
9 de noviembre de 1818, Oriol, Rusia -  3 de septiembre de 1883, Bougival, Francia)

domingo, 22 de mayo de 2016

El cumpleaños de la infanta





Oscar Wilde - Irlanda
                                                                       (Texto completo)

Era el día del cumpleaños de la infanta, la princesita real de España. Ella cumplía doce años, y el sol iluminaba con esplendor los jardines del Palacio.
Por más que fuese una princesa de sangre real, y además infanta del inmenso imperio de España, también ella debía resignarse a no tener más que un cumpleaños cada año, lo mismo que los hijos de los plebeyos del reino. Era, por lo tanto, muy importante para todos que ese día fuera un día hermoso. ¡Y era un día lindísimo! Los arrogantes tulipanes se erguían en sus tallos, como largas filas de soldados, y miraban desafiantes a las rosas, diciendo:
-¡Hoy somos tan hermosos como ustedes!
Las rojas mariposas revoloteaban alrededor, con alas empolvadas de oro, y visitaban una por una todas las flores; las lagartijas de verde tornasol habían salido de los muros para tomar el sol, y las granadas se abrían con el calor, dejando ver sus corazones rojos. Hasta los pálidos limones amarillentos, que crecían a lo largo de las arcadas sombrías, tomaban del sol un color más rico y resplandeciente, y las magnolias abrían sus grandes flores color marfil, embalsamando el aire con un perfume dulce y pungente al mismo tiempo.
La princesita con sus compañeros se paseaban por la terraza del palacio que se abría sobre aquel jardín, y después jugó a las escondidas alrededor de los jarrones de piedra y las antiguas estatuas cubiertas de musgo. Por lo general solo se le permitía jugar con niños de su misma alcurnia, así es que casi siempre tenía que jugar sola. Pero su cumpleaños era una ocasión excepcional, y el rey había ordenado que la niña pudiese invitar a todos los amigos que quisiera.
Los movimientos de los esbeltos niños españoles tienen una gracia majestuosa; los muchachos con sus sombreros anchos, adornados de plumas, y sus capitas flotantes; las niñas, recogiendo la cola de sus largos vestidos de brocado y protegiendo sus ojos del sol con grandes abanicos negro y plata. Pero la infanta era la más encantadora de todas, y la mejor vestida, según la aparatosa moda de aquellos tiempos. Llevaba un traje de raso gris con amplias mangas abullonadas, damasquinadas de plata, y un rígido corpiño cruzado por hilos de perlas finas. Al caminar, dos pequeños escarpines, con moñitos de cinta carmesí, se le asomaban debajo de la falda. Su inmenso abanico de gasa era rosa y nácar, y en la cabellera, que rodeaba su carita pálida como un halo de oro, llevaba prendida una rosa blanca.
Triste y melancólico, el rey observaba a los niños desde una ventana del palacio. Detrás de él estaba, de pie, su hermano, don Pedro de Aragón, a quien odiaba, y su confesor, el gran inquisidor de Granada, estaba sentado a su lado.
El rey estaba más triste que de costumbre, porque al ver a la infanta saludando con gravedad infantil a los cortesanos, o riéndose detrás del abanico de la horrible duquesa de Alburquerque, quien la acompañaba siempre, se acordaba de la reina, la madre de la infanta, que había venido del alegre país de Francia, para marchitarse en el sombrío esplendor de la Corte de España. Su amada reina había muerto seis meses después de nacer su hija, sin alcanzar a ver florecer dos veces los almendros del jardín. Tan grande había sido el amor del rey por ella, que no permitió que la tumba se la robara por completo. Un médico moro al que perdonaron la vida -porque según se murmuraba en el Santo Oficio, era hereje y sospechoso de practicar la brujería-, la embalsamó, y el cuerpo de la reina todavía descansaba en su ataúd, en la capilla de mármol negro del Palacio, tal como los monjes la habían dejado un tempestuoso día de marzo, doce años atrás. Cubierto por una capa oscura y con una bujía en la mano, el rey iba a arrodillarse al lado del sepulcro cada primer viernes del mes.
-¡Reina mía, reina mía! -gemía roncamente.
Y a veces, olvidando la rígida etiqueta que gobierna cada acto de la vida y limita hasta las expresiones del dolor en un rey, tomaba entre las suyas aquellas manos pálidas y enjoyadas, y trataba de reanimar con besos insensatos aquel rostro maquillado y frío.
Sin embargo, esta mañana le parecía verla de nuevo tal como aquella vez en que la contempló por primera vez en el castillo de Fontainebleau, cuando él solo tenía quince años, y ella era aún menor. Fue en aquella ocasión, cuando sellaron los esponsales ante el nuncio de su santidad, el propio rey de Francia y toda su Corte. Poco después él había regresado a El Escorial, llevando junto al corazón un rizo de cabellos rubios y el recuerdo de dos labios infantiles que se inclinaban a besarle la mano cuando subía a la carroza. Más tarde celebraron su matrimonio en Burgos, ciudad próxima a la frontera de ambos países, y en seguida entraron solemnemente en Madrid, asistieron a la tradicional misa mayor en la Iglesia de Atocha, y dictaron un auto de fe más solemne que de costumbre, por el cual más de trescientos herejes fueron entregados a la hoguera.
Sí, el rey la había amado con locura, y para su propio infortunio. Apenas permitía que se apartara de su lado, y por ella olvidaba, o al menos parecía olvidar, los graves asuntos del Estado. La amaba tanto que jamás llegó a comprender que las complicadas ceremonias con que trataba de entretenerla, solo conseguían agravar la extraña enfermedad que ella padecía. Cuando la reina falleció, el rey anduvo algún tiempo como privado de razón. Y sin duda habría abdicado para recluirse en el Gran Monasterio Trapense de Granada, si no hubiese temido dejar a la infanta, que todavía no tenía un año, en manos de su hermano, cuya crueldad y ambición eran famosas en toda España. Además, muchos sospechaban que don Pedro de Aragón había provocado la muerte de la reina, ofreciéndole unos guantes envenenados cuando ella lo visitó en su castillo de Aragón. Después de pasar los tres años de luto oficial que ordenó en todos sus dominios, el rey no toleró que sus ministros le hablasen de un nuevo matrimonio. El mismo emperador de Alemania le ofreció la mano de su sobrina, la encantadora archiduquesa de Bohemia, pero el rey dijo a los embajadores que él ya había contraído nupcias con el Dolor. Esta respuesta le costó a su trono perder las ricas provincias de los Países Bajos, que se rebelaron contra él, acaudilladas por los fanáticos hugonotes.
Mientras veía a la infanta jugar en la terraza, recordaba toda su vida conyugal, con sus goces vehementes y su terrible agonía. La niña tenía, al igual que la reina, esa petulancia deliciosa, ese gesto voluntarioso, la misma boca encantadora con arrogantes labios altivos, y misma sonrisa maravillosa de su madre cuando miraba hacia la ventana o tendía la manita para que la besaran los solemnes hidalgos españoles. Pero la risa penetrante de los niños le lastimaba los oídos, y el resplandor del sol se burlaba de su tristeza, y un perfume denso de especias orientales, como las que utilizan los embalsamadores, parecía viciarle el aire puro de la mañana. Escondió entre las manos sus facciones, y cuando la infanta miró nuevamente hacia la ventana, las cortinas estaban corridas, y el rey se había retirado.
La infanta hizo un gesto de desagrado y se encogió de hombros. Su padre tendría que haberla acompañado el día de su cumpleaños... ¿Qué podían importarle los aburridos asuntos del Estado?, o, ¿acaso se había ido a la sombría capilla, donde ardían continuamente los cirios, y a donde a ella no la dejaban entrar? ¡Qué tontería, cuando el sol brillaba alegremente y todo el mundo estaba contento! Además, se iba a perder el simulacro de corrida de toros, que ya anunciaban los sones de trompeta, sin contar los títeres y las demás maravillas.
Su tío Pedro y el gran inquisidor eran más cuerdos. Habían bajado a la terraza para saludarla y decirle frases bellas y galantes. Levantó entonces su cabecita, y de la mano de don Pedro descendió lentamente las escalinatas, para dirigirse hacia un gran pabellón de seda púrpura que habían levantado a un extremo del jardín. Los demás niños la seguían por orden riguroso de precedencia, ya que iban primero aquellos que tenían una serie más larga de apellidos.
Un cortejo de niños nobles, vestidos de toreros, salió a su encuentro, y el joven conde de Terra Nova, de catorce años y belleza asombrosa, se quitó el sombrero con toda la gracia de un hidalgo y la condujo con solemnidad a un pequeño trono de oro y marfil, colocado sobre un alto estrado que dominaba la plaza. Las muchachas se apiñaron a su alrededor, agitando sus inmensos abanicos y secreteándose entre ellas. Don Pedro y el gran inquisidor se quedaron riendo a la entrada. Hasta la duquesa, dama de facciones enjutas y duras, no parecía de tan mal humor como de ordinario, y por su rostro se veía vagar algo parecido a una sonrisa fría y desvaída.
Fue por cierto una soberbia corrida de toros, mucho más bonita, pensaba la infanta, que la corrida de verdad que había visto en Sevilla, cuando el duque de Parma visitó a su padre. Algunos muchachos caracoleaban sobre caballos de madera y mimbre, esgrimiendo largas lanzas adornadas con gallardetes de colores brillantes; otros iban a pie agitando delante del toro sus capas escarlata y saltando ágilmente la barrera cuando arremetía contra ellos; y en cuanto al toro, era idéntico a uno de verdad, aunque solo fuera de mimbre forrado de cuero, y mostrara una marcada tendencia a correr en dos patas por la plaza, cosa que nunca haría un toro verdadero. Sin embargo, se portó con tanta valentía, que las entusiasmadas doncellitas terminaron subidas a los bancos, agitando sus pañuelos de encaje y voceando:
-¡Bravo toro! ¡Bravo, toro bravo! -igual que si fueran personas mayores.
Finalmente el condecito de Terra Nova logró vencer al toro, y tras de recibir la venia de la infanta, hundió con tanta fuerza su estoque de madera en el morrillo del animal, que la cabeza cayó a tierra, dejando ver el rostro sonriente del vizconde de Lorena, hijo del embajador de Francia en Madrid.
Después de eso, entre aplausos entusiastas, dos pajecitos moros despejaron el ruedo, arrastrando solemnemente los caballos muertos, y tras de un corto intermedio, en el que un equilibrista francés realizó unos ejercicios vertiginosos sobre la cuerda floja, aparecieron en el escenario de un teatro expresamente construido para ese día, unas marionetas italianas, representando la tragedia semiclásica de Sofonisba. La representaron tan bien y con gestos tan naturales, que al final de la obra los ojos de la infanta estaban bañados de lágrimas. Algunos niños lloriqueaban también, y hubo que consolarlos con golosinas. El mismo gran inquisidor se sintió tan conmovido que comentó a don Pedro que le parecía intolerable que unos simples objetos de madera y cera, movidos por alambres, pudieran ser tan desdichados y sufrir tantas desdichas.
Apareció después un malabarista africano que traía una gran canasta cubierta con un velo rojo. La puso en el centro del ruedo, extrajo de su turbante una flauta de caña, y comenzó a tocar. De pronto el paño comenzó a agitarse y mientras la flauta emitía sonidos cada vez más penetrantes, dos serpientes de verde y oro asomaron sus extrañas cabezas triangulares, y se fueron levantando muy despacio, balanceándose al ritmo de la música, como una planta acuática se balancea en la corriente. Los niños se asustaron un poco, y se divirtieron mucho más cuando el malabarista hizo brotar de la tierra un naranjo diminuto, que súbitamente se cubrió de preciosas flores blancas, y por último exhibió racimos de verdaderas naranjas. Y también se sintieron fascinados cuando el africano le pidió su abanico a la hija del marqués de Las Torres, y lo transformó en un pájaro azul, que revoloteó cantando entusiasmado alrededor del pabellón. Entonces el deleite y asombro de los niños no tuvo límite.
Luego vino el espectáculo encantador del solemne minué que bailaron los niños del coro de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar, de Zaragoza. La infanta no había presenciado nunca esta maravillosa ceremonia que cada año se celebra durante el mes de mayo ante el altar mayor de la Virgen. Además ningún miembro de la familia real había vuelto a entrar en la catedral de Zaragoza desde que un sacerdote loco, y según se dijo, sobornado por la solterona Isabel de Inglaterra, había intentado hacer comulgar al príncipe de Asturias con una hostia envenenada. Por eso, la infanta solo conocía de oídas aquel minuet que todos llamaban la "Danza de Nuestra Señora".
Estos niños Zaragozanos venían vestidos con trajes antiguos, de terciopelo blanco, y sus tricornios estaban ribeteados de plata y adornados con grandes penachos de blanquísimas plumas de avestruz. Todo el mundo se sintió encantado por la lindura y dignidad con que bailaron las complicadas figuras de la danza y por la gracia de sus ademanes y reverencias. Cuando terminaron, se sacaron los sombreros para saludar a la infanta, y ella contestó con mucha cortesía, prometiendo además mandar un gran cirio al santuario, para agradecer la alegría y el placer con que la habían agasajado.
En el momento en que salían de la iglesia, un grapo de gitanitos avanzó por la plaza. Se sentaron con las piernas cruzadas, formando circulo, y empezaron a tocar suavemente sus guitarras y citaras, al tiempo que canturreaban, casi imperceptiblemente, un aire soñador y melancólico. Cuando divisaron a don Pedro, algunos se aterraron, y otros pusieron el ceño adusto y embravecido, pues pocas semanas atrás don Pedro había mandado a ahorcar por brujería a dos hombres de la tribu; pero la infanta, que los contemplaba por encima del abanico con sus grandes ojos azules, les encantó transformándoles el ánimo. Una criatura tan encantadora no podía ser cruel con nadie. Y continuaron tocando muy dulcemente, rozando las cuerdas con sus largas uñas, e inclinando sobre el pecho la cabeza, mientras cantaban como si estuvieran a punto de quedarse dormidos. Después se levantaron, desaparecieron por un instante, y regresaron con un lanudo oso pardo, sujeto por una cadena, que llevaba en los hombros varios monos de Berbería. El oso se puso de cabeza, con la mayor gravedad, y los monos hicieron todo tipo de piruetas con dos gitanillos de diez años. En verdad, los gitanos tuvieron un gran éxito con su presentación.
Pero lo más divertido de la fiesta, lo mejor de todo sin duda alguna, fue la danza del enanito. Cuando apareció en la plaza tambaleándose sobre sus piernas torcidas y balanceando su enorme cabezota deforme, los niños estallaron en ruidosas exclamaciones de alegría, y la infanta rió tanto que la camarera se vio obligada a recordarle que si bien muchas veces en España la hija de un rey había llorado delante de sus pares, no había procedente de que una princesa de Sangre Real se mostrara tan regocijada en presencia de personas inferiores a ella. Pero el enano era irresistible, y ni siquiera en la Corte de España, conocida por su afición a lo grotesco, se había visto jamás un monstruo tan extraordinario.
Fuera de eso, esta era la primera aparición en público del enano. El día anterior, mientras cazaban en uno de los sitios más apartados del bosque de encinas que rodeaba la ciudad, lo habían descubierto dos nobles, corriendo locamente entre los árboles. Los nobles pensaron que podía servir de diversión a la princesa y lo llevaron al Palacio, ya que el padre del enano, un mísero carbonero, no puso dificultad alguna en que lo libraran de un hijo que era tan horrible como inútil. Tal vez lo más divertido era la absoluta inconsciencia que tenía el enano de su grotesco aspecto. Al contrario, parecía muy feliz y orgulloso. Tanto, que cuando los niños se reían, el también reía, tan franca y alegremente como ellos, y al terminar cada danza los saludaba con las más divertidas reverencias, como si fuera igual a ellos, y no un ser raquítico y deforme, que solo servía para que los demás tuviesen algo de qué burlarse.
La infanta lo había fascinado de un modo tal que al enano se le hacía imposible dejar de mirarla, y parecía bailar solamente para ella. Cuando terminó de bailar, la niña recordó haber visto a las grandes damas de la Corte arrojarle ramos de flores a Caffarelli, el famoso tiple italiano, y entonces, en parte por burla y en parte para enojar a su camarera mayor, sacó la rosa blanca de sus cabellos y la arrojó a la plaza con la más dulce de sus sonrisas.
El enano tomó la cosa muy en serio, besó la flor con sus gruesos labios y se llevó la mano al corazón antes de arrodillarse delante de la infanta, gesticulando con sus ojos chispeantes de alegría.
Con esto se quebrantó la seriedad y compostura de la infanta que no pudo contener la risa, ni siquiera cuando el enanito desapareció de la plaza, y manifestó a su tío el deseo de que se repitiera la danza de inmediato. Pero la camarera mayor decidió que el sol calentaba demasiado y que sería preferible que su alteza regresara sin tardanza al Palacio, donde le habían preparado una fiesta maravillosa.
Al fin, la infanta se puso de pie con suma dignidad, y dio la orden de que el enanito danzase de nuevo para ella después de la siesta. Agradeció también al condecito de Terra Nova por su encantador recibimiento, y se retiró a sus habitaciones, seguida por los niños, en el mismo orden en que habían entrado.
Al saber que iba a bailar de nuevo ante la infanta, obedeciendo sus expresas órdenes, el enanito se sintió tan orgulloso y feliz, que se lanzó a correr por el jardín besando la rosa blanca en un absurdo transporte de alegría, y gesticulando del modo más estrambótico y pagano.
Hasta las flores se indignaron de aquella insolente invasión a sus dominios, y cuando le vieron hacer piruetas por los paseos y agitar los brazos de modo tan ridículo, no pudieron contenerse.
-Es demasiado horrible para permitirle estar donde estamos nosotros -exclamaron los tulipanes.
-¡Ojalá bebiera jugo de amapolas, que lo hiciera dormir más de mil años! -dijeron las grandes azucenas, encendidas de ira.
-¡Qué cosa tan horrible! -aullaron las calceolarias-. Es contrahecho y rechoncho, y no puede haber mayor desproporción entre su cabeza y sus piernas. Si se nos llega a acercar va a conocer nuestros pelitos urticantes.
-¡Y lleva una de mis rosas más bellas! -exclamó el rosal blanco-. Yo mismo se la di esta mañana a la infanta, como regalo de cumpleaños. No cabe duda que la ha robado.
Y se puso a gritar con todas sus fuerzas:
-¡Atajen al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón!
Incluso los rojos geranios, que no suelen creerse grandes señores, y se les suele conocer por sus numerosas relaciones de dudosa calidad, se encresparon de disgusto cuando lo vieron. Y hasta las violetas mismas observaron -aunque dulcemente-, que si por cierto el enano era sumamente feo, la culpa no era de él. Algunas agregaron que siendo la fealdad del enanito casi ofensiva, demostraría más prudencia y buen gusto adoptando un aire melancólico o siquiera pensativo, en lugar de andar saltando como un enajenado y haciendo gestos tan grotescos y estúpidos.
En su despreocupación, el enano llegó a pasar rozando el viejo reloj de sol que antiguamente indicaba las horas nada menos que al emperador Carlos V. El venerable reloj se desconcertó tanto, que casi se olvidó de señalar los minutos, y comentó con el pavo real plateado que tomaba el sol en la balaustrada, que todo el mundo podía advertir que los hijos de los reyes eran reyes, y carboneros los hijos de los carboneros. Afirmación que aprobó el pavo real:
-¡Indudablemente, indudablemente! -dijo con voz tan áspera y chillona que los peces dorados que vivían en la fuente, sacaron del agua la cabeza preguntando qué ocurría a los grandes tritones de piedra que arrojaban sus gruesos chorros para mantener fresca el agua.
Sin embargo, los pájaros amaban al enanito. Lo habían visto bailando en la selva, como un duendecillo detrás de los torbellinos de hojas, o acurrucado en el hueco de la vieja encina, compartiendo sus nueces con las ardillas, y no les importaba en absoluto que no tuviese esos rasgos que los humanos consideran belleza. Para ellos, el enano no era en absoluto feo. El mismo ruiseñor que canta tan dulcemente en los bosques de naranjos, no es muy hermoso que digamos. Además el enanito había sido muy bueno con ellos y durante aquel invierno crudísimo, cuando no ya en los árboles no quedaba fruta ni semilla alguna, y la tierra estaba dura como el hierro, y los lobos aullaban en las mismas puertas de la ciudad buscando alimento, el enanito no los había olvidado ni un solo día; siempre les dio migajas de su mendrugo de pan negro y compartió con ellos su almuerzo, por más pobre que fuera.
Es por eso que volaron a su alrededor, rozándole el rostro con una caricia de alas y hablando entre sí. El enanito estaba tan maravillado que les mostró la hermosa rosa blanca, y les dijo que se la había dado la propia infanta, en prueba de amor.
Los pájaros no le entendieron ni una palabra, pero no importaba, porque ladeaban la cabeza y lo miraban con aire doctoral.
También las lagartijas sentían un aprecio muy grande por él, y cuando el enanito se cansó de dar volteretas por todos lados y se tendió sobre la hierba a descansar, jugaron y brincaron alrededor de él entreteniéndolo lo mejor posible.
-No todos pueden ser tan hermosos como una lagartija -exclamaban-, sería mucho pedir. Y, aunque parezca absurdo, no es tan feo cuando uno cierra los ojos y deja de verlo.
Las lagartijas son de naturaleza extraordinariamente filosófica, y muy a menudo se pasan horas y horas meditando, cuando no tienen otra cosa que hacer o llueve o hace demasiado frío para salir a pasear.
Las flores, ante esto, se sintieron fastidiadas por la manera como actuaban los lagartos y los pájaros, que para ellas resultaba desleal.
-Esto demuestra con toda claridad -decían-, cómo reblandece el cerebro ese ir y venir, ese revolotear sin sentido. La gente bien educada no se mueve de su sitio, como hacemos nosotras. ¿Quién nos ha visto corretear por los paseos o rotar sobre la hierba detrás de las libélulas? Cuando necesitamos cambiar de aire mandamos venir al jardinero, y él nos traslada de sitio. Pero los pájaros y los lagartos no tienen sentido del reposo, y de los pájaros en particular hasta se puede decir que no tienen domicilio fijo. Son simples vagabundos, como los gitanos, y como tales deberían ser tratados.
Y alzando sus corolas, adoptaron un aire más altanero todavía; solo volvieron a mostrarse alegres cuando vieron que, poco rato después, el enanito se levantó de la hierba y atravesó la terraza en dirección al Palacio.
-Como asunto de higiene pública deberían encerrarlo bajo llave para el resto de su vida -comentaron las flores-. ¿Han visto esa joroba y esa piernas retorcidas? -y empezaron a reír burlonamente.
Pero el enanito no había escuchado nada. Amaba profundamente a las aves y las largatijas, y pensaba que las flores eran la cosa más maravillosa del mundo, exceptuando naturalmente a la infanta; porque ella le había dado la rosa blanca, y le amaba, y eso establecía una gran diferencia.
¡Cómo anhelaba volver a encontrarse ante la princesita! Ella lo sentaría a su diestra, y le sonreiría, y después no volvería a apartarse de su lado; iba a ser su compañero, y le enseñaría juegos deliciosos. Porque a pesar de no haber estado nunca antes en un Palacio, él sabia hacer muchas cosas admirables. Sabía hacer jaulitas de junco para encerrar los grillos, y que cantaran dentro; y con las cañas nudosas podía fabricar flautas y caramillos. Imitaba el grito de todas las aves, y podía hacer bajar a los estorninos de la copa de los árboles, y atraer a las garzas de la laguna.
Él sabia reconocer las huellas de todos los animales y podía seguir la pista de la liebre por su rastro casi invisible, y la de los jabalíes por unas pocas hojas pisoteadas. Conocía todas las danzas salvajes: la danza desenfrenada del otoño, en traje rojo; la danza estival sobre las mieses, en sandalias azules; la danza con blancas guirnaldas de nieve, en el invierno; y la danza embriagada de las flores a través de los jardines en la primavera. Sabía en qué lugares las palomas torcazas ocultan sus nidos, y una vez que un cazador había capturado a los padres, él crió a los polluelos construyéndoles un pequeño palomar en la oquedad de un olmo desmochado. Y los domesticó con tanta habilidad que todas las mañanas acudían a comer en su mano. La infanta también los amaría, lo mismo que a los conejos, que se hacen invisibles entre los grandes helechos y las zarzas; y a los grajos, de plumas aceradas y picos negros; y a los puercoespines que pueden convertirse en una bola de púas y a las grandes galápagos, que se arrastran lentamente, menean la cabeza y comen hojas tiernas y raíces suculentas. Sí, la infanta iría a la selva, y jugaría con él. Por las noches le cedería su propia cama para que ella durmiese, y él la cuidaría hasta el alba, para que los lobos hambrientos no se allegasen demasiado a la choza. Y al amanecer, la despertaría con unos golpecitos en la ventana. Y se irían al bosque, y allí, bailando juntos, dejarían transcurrir el día entero.
Pero ¿dónde estaba la infanta? Interrogó a la rosa blanca pero no obtuvo respuesta. Todo el Palacio parecía dormir, y hasta en las ventanas abiertas colgaban pesados cortinajes para amortiguar la resolana.
Después de dar mil vueltas buscando una entrada, halló finalmente una puertecilla, que había quedado entreabierta. Se deslizó dentro con cautela, y se encontró en un salón espléndido, mucho más espléndido, pensó atemorizado, que la misma selva. Todo era dorado, y hasta el piso estaba hecho de primorosos baldosines de colores, dispuestos en dibujos geométricos.
Pero la infanta tampoco estaba allí; solo había unas maravillosas estatuas blancas, que lo miraban desde lo alto de sus zócalos de jaspe, con ojos de mirada ambigua y una extraña sonrisa en los labios.
Al fondo del salón había una cortina de terciopelo negro, lujosamente bordada de soles y estrellas; era la enseña favorita del rey. ¿No estaría la infanta ahí detrás?
Avanzó sigilosamente y descorrió la cortina. No había nadie. Era otra habitación, todavía más hermosa que la anterior. Las paredes estaban cubiertas con tapices de Arras, en tonos verdes y castaños, representando una escena de cacería. En otro tiempo esa había sido la habitación de Jean Le Fou, como llamaban a ese rey Loco, tan apasionado por la cacería, que más de una vez, en su delirio, había querido montar en los grandes corceles encabritados de los tapices, y perseguir al ciervo acosado por los enormes sabuesos. Ahora la habían destinado a sala del consejo, y sobre la mesa del centro se veían las carteras rojas de los ministros y consejeros.
El enano miró a su alrededor lleno de asombro, y casi sin atreverse a seguir su camino, a los extraños jinetes silenciosos, que galopaban tan velozmente por el bosque, sin hacer el menor ruido en la tapicería. Le parecía que eran los Comprachos, esos terribles fantasmas de que había oído hablar a los carboneros, que solo cazan de noche, y si encuentran a un hombre lo transforman en ciervo para cazarlo.
Pero el recuerdo de la encantadora infantita le hizo recobrar el coraje. Necesitaba encontrarse a solas con ella y decirle que él también la amaba.
Atravesó corriendo las alfombras persas y abrió la puerta siguiente. ¡No! Tampoco estaba allí. La habitación estaba completamente vacía.
Era el imponente salón del Trono, destinado a la recepción de los embajadores extranjeros, cuando el rey accedía a darles audiencia, cosa que sucedía rara vez. Las colgaduras eran de cuero dorado de Córdoba, y una pesada lámpara dorada colgaba del techo blanco y negro, con suficientes brazos como para sostener trescientas bujías. El trono se alzaba bajo un gran dosel de brocado de oro, donde estaban bordados los leones y las torres de Castilla. Sobre el segundo escalón del Trono estaba el reclinatorio de la infanta, con su cojín de tisú de plata; y más abajo, fuera del dosel, el asiento del nuncio pontificio, único dignatario que tenía el derecho de estar sentado en presencia del rey.
En la pared frente al trono pendía un retrato, en tamaño natural, de Carlos V en traje de caza, acompañado de su gran mastín. Otro cuadro representaba a Felipe II recibiendo el homenaje de sus vasallos de Flandes.
Mas poco le importaba toda esta magnificencia al enanito. No habría cambiado su rosa blanca por todas las perlas del dosel, ni habría dado un solo pétalo por el mismísimo trono. Lo único que quería era ver a la infanta antes de que ella fuese al pabellón, y pedirle que se marchara con él cuando la danza concluyese.
Dentro del palacio, el aire era sofocante y pesado, mientras que en la selva el viento soplaba filtrándose alegremente entre hojas fragantes y la luz del sol apartaba las ramas con sus manos doradas. También había flores en la selva, no tan espléndidas como las flores del jardín, pero de perfume más dulce: como los jacintos tempranos, las prímulas amarillas, las brillantes celidonias, las verónicas azules y los lirios de color morado y oro. ¡Sí, la Princesa se iría con él una vez que lograse encontrarla! Lo acompañaría a la selva, y él pasaría el día entero bailando para ella. Esta idea lo hizo sonreír y entró sin vacilar en la cámara siguiente.
De todas las habitaciones donde ya había estado, esta era la más espléndida y hermosa. Las paredes estaban tapizadas de damasco rojo, salpicado de pájaros y flores de plata; los muebles eran de plata maciza y ante las dos enormes chimeneas, se abrían dos grandes pantallas, con pavos reales y papagayos de hilo de oro bordado en relieve. El pavimento, de ónix color verde mar, parecía perderse en la lejanía. Pero aquí no estaba solo. Desde la sombra de la puerta, al otro extremo de la habitación, una pequeña figura lo contemplaba. Le tembló el corazón, dejó escapar un grito de alegría, y avanzó. Entonces, la figura avanzó también y el enanito consiguió distinguirla con claridad.
¿Era la infanta? No, quien se le acercaba era un monstruo, el monstruo más grotesco que podía existir. No era proporcionado como todo el mundo, sino jorobado y patizambo, con una cabezota enorme que se bamboleaba de un lado a otro, y una hirsuta crin negra. El enanito frunció el ceño, y el monstruo también lo frunció. Se echó a reír, y el monstruo se puso a reír con él, dejando caer los brazos lo mismo que él. Le hizo una reverencia burlona, y el monstruo le respondió con una reverencia todavía más irónica. Avanzó hacia él, y el monstruo vino a su encuentro remedando todos sus gestos y deteniéndose cuando él se detenía. Gritó alegremente y corrió hacia él, alargándole la mano, y la mano del monstruo tocó la suya y era fría como el hielo. Se asustó y retiró la mano y la mano del monstruo le imitó vivamente, mientras ponía una grotesca expresión de miedo.
Hizo un intento de esquivarlo y seguir adelante pero lo detuvo aquel ente, poniéndosele siempre por delante con su contacto duro y resbaladizo. La cara del monstruo estaba muy cerca de la suya, como si tratase de besarlo, y se veía patéticamente aterrorizada. Retiró los mechones que le caían sobre los ojos, y el monstruo hizo lo mismo. Lo golpeó, y el monstruo le devolvió golpe por golpe, le hizo muecas y en el rostro del monstruo se dibujaron las mismas muecas. Retrocedió, y el monstruo retrocedió también, entreabriendo una jeta repulsiva.
¿Qué extraño fenómeno era ese? Reflexionó un momento mirando en torno suyo por todo el salón. Era extraño: todo parecía tener su igual detrás de ese muro invisible de agua transparente y sólida. Si, cuadro por cuadro, y asiento por asiento todo estaba allí como duplicado. El fauno dormido, junto a la puerta, tenía su hermano gemelo que dormía también; y la Venus de plata, en pie bajo los rayos del sol, extendía los brazos a otra Venus tan hermosa como ella.
¿Sería aquello el Eco?
Recordó aquella ocasión en que había llamado al eco en el valle y el Eco le había respondido palabra por palabra. ¿Podría burlar la vista, como burlaba la voz? ¿Podría crear un mundo a imitación, idéntico al mundo real? ¿Las sombras de las cosas, podrían tener color y vida y movimiento? ¿Sería posible que...?
Se estremeció, y sacando de su pecho la rosa blanca, la besó. ¡ Pero he aquí que el monstruo también tenía una rosa, pétalo por pétalo idéntica a la suya! ¡Y la besaba con igual deleite, y la estrechaba contra su corazón haciendo gestos grotescos!
Cuando al final la verdad se abrió paso en su mente, el enano lanzó un aullido, un grito de desesperación, y cayó al pavimento sollozando. ¡Ese ser deforme y jorobado, de aspecto horrible y grotesco, era él! ¡Era él mismo, él era el monstruo, y era de él de quien se habían reído todos los muchachos... y la princesita, en cuyo amor creyera... ella también se había burlado de su fealdad, había hecho mofa de sus piernas torcidas! ¿Por qué no lo habían dejado en el bosque, donde no había espejo que le mostrara su horror? ¿Por qué no lo había matado su padre antes de permitir que se burlaran de él? Lloró lágrimas quemantes, y sus manos destrozaron la rosa blanca... y el monstruo hizo lo mismo y esparció por el aire los delicados pétalos.
El enanito se cubrió los ojos con las manos, y se alejó del espejo temiendo verlo una vez más.
Como un pobre ser herido se arrastró hacia la sombra, y allí se quedó gimiendo.
En ese preciso instante, por el ventanal abierto, entró la propia infanta con su séquito, y cuando vieron al horroroso enanito de bruces en el pavimento, golpeándolo con los puños del modo más fantástico, estallaron en alegres carcajadas.
-Sus danzas son muy graciosas -dijo la infanta-, pero su manera de actuar es mucho más divertida todavía. Lo hace casi tan bien como las marionetas, aunque con menos naturalidad.
Agitó su abanico, y aplaudió.
Pero el enanito no levantó la cabeza. Sus sollozos eran cada vez más débiles; hasta que exhaló un extraño suspiro y se oprimió el costado. Luego, cayó boca arriba y quedó inmóvil.
-¡Lo has hecho estupendo! -aplaudió la infanta después de una pausa-. Pero ahora te toca bailar.
-Sí -gritaron los demás niños-, tienes que levantarte y bailar. Eres tan inteligente como los monos de Berbería, y mucho más gracioso.
Pero el enanito no contestó.
La infanta, airada, dio un golpe en el suelo con su pie, y llamó a su tío, que estaba paseando con el chambelán, mientras leían unas cartas recién llegadas de México, donde se acababa de establecer la Santa Inquisición.
-Mi enanito se está haciendo el desobediente -gritó la infanta-. ¡Levántenlo y díganle que baile!
Los caballeros sonrieron entre sí y entraron sin prisa. Al llegar junto al enanito, don Pedro se inclinó y lo golpeó suavemente en la mejilla con su guante bordado.
-Baila ya, petit montre –dijo-. La infanta de España y de todas las Indias quiere que la diviertas.
Pero el enanito permaneció inmóvil.
-Habrá que hacer venir al verdugo -dijo enojado don Pedro.
Pero el chambelán, que miraba la escena con rostro grave, se arrodilló junto al enanito y le puso la mano sobre el corazón. Después de un momento se encogió de hombros y levantándose, hizo una profunda reverencia a la infanta diciendo:
-Mi bella princesa, tu enanito no volverá a bailar. Y es lamentable, porque es tan feo, que con seguridad habría hecho sonreír al propio rey.
-¿Y por qué no volverá a bailar? -preguntó la infanta con aire decepcionado.
-Porque su corazón se ha roto -contestó el Chambelán.
Y la infanta frunció el ceño, y sus finos labios se contrajeron en un delicioso gesto de fastidio.
-De ahora en adelante -exclamó echando a correr al jardín- procura que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón.

Oscar  Wilde fue un escritor, poeta y dramaturgo irlandés. Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados del Londres victoriano tardío; además, fue una celebridad de la época debido a su gran y aguzado ingenio. 
(16 de octubre de 1854, Dublín, Irlanda -30 de noviembre de 1900, París, Francia)