sábado, 23 de junio de 2018

El amante rechazado


                    Alberto Moravia - Italia



La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.



Empezamos a caminar delante y atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y azulado del crepúsculo otoñal.

-En fin -dijo Livio con un furor contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo, paciencia… Por lo menos ésta sería una razón clara… pero ¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor… Roberto un constructor… ja, ja… con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos… Un bruto, eso es lo que es.

Dulcemente le contesté, observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió:

-La verdad, en cambio, es que él es rico y yo soy pobre… constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de su desprovisto guardarropa… constructor de vestidos, zapatos, joyas… ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?

Dije que lo había notado todo. Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.

Livio dijo:

-Ella es una boba… o, mejor dicho, una persona muy simple… esos discursos sobre la construcción y destrucción no son cosa suya… son de Roberto… con esos discursos, en mi ausencia, la ha fascinado… porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor, precisamente… y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido tal cual… como un papagayo… tanto es así que, cuando la he interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada… diantre… no podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada más…

Le dije que razonar de esa manera era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo largo del río.

Livio me indicó que nos acercásemos al parapeto y después prosiguió:

-¿Yo destructor?… ¿y qué destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres… Cuando la conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones… lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el mundo nada más… la verdad es que ella andaba a cuatro patas… y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida… pero ahora ha vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero… y para siempre…

Por encima de las defensas del río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.

-Ah, ¿no se debería pedir nada a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente… en cambio ya has oído lo que ha dicho… que yo la hacía volverse fea… ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho?

Nadie pasaba por la avenida junto al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.

-Tal vez no la halagabas lo suficiente -dije.

Livio repuso:

-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo… y para lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones… tenía que darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás… yo pensaba que la verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes…

Me eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones. […]

-Sin embargo -dijo Livio como acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades… me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera… me agradecía que lo hiciese… y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese Santoro…

Yo volví a reír:

-Probablemente, para abandonarlo le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le ibas propinando… habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy conmigo… le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor… y entonces, como hoy, no era cosa de ella… ¿no crees que habrá sido así?

Él dijo con estupor:

-Así ha sido… pero era la verdad… yo era el único que podía hacerle bien… y ella lo sabe… y por eso está tan empecinada contra mí…

De pronto nos encontramos en un remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. […]

Dije:

-Tu error ha sido tomarte demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia… Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana… ¿Qué frenesí es el de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren salvar… se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada uno de ellos.

Meneó la cabeza y contestó:

-Será como dices tú… pero lo que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano… y que pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo… tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación… me parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna posibilidad de éxito… pero esa sensación de fundamental vanidad era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia… la sensación de hacer algo sin esperanza…

El crepúsculo se había ya convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad, contesté:

-Entonces no te quejes… has obtenido lo que deseabas… ella te ha inspirado la voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio… De ella, más no podías esperar.

Contestó:

-Eso es verdad… pero no quita que perderla sea muy amargo…

Me reí:

-Cuántas cosas querrías -dije.

Yo había entrado en un gran montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el mayor ruido posible.

-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te ha dado?

Yo tenía las hojas hasta la mitad de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:

-Así que se acabó.

-Eso, se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un orden preestablecido y superior.


                                               FIN 

Alberto Moravia (Roma, 1907 - 1990) Narrador italiano de gran difusión internacional. Su obra literaria se caracteriza por una crítica frontal a la sociedad europea del siglo XX. Nació en el seno de una familia de clase media-alta, hijo de un arquitecto judío y una madre católica. No tuvo una formación tradicional, ya que una tuberculosis ósea que contrajo con nueve años lo obligó a pasar casi una década en la cama. Publicó su primera novela Gli Indifferenti (Los indiferentes), en 1929. En 1941 contrajo matrimonio con la escritora Elsa Moranti. Su novela La mascarada (1941), una sátira política, le obligó a huir de Italia, adonde no pudo volver hasta tres años después, con la liberación de Roma. Muchos de sus libros fueron adaptados al cine.  Dedicó la última parte de su vida especialmente al teatro.

viernes, 22 de junio de 2018

Él y yo


Alberto Moravia - Italia



Comencé a hablar solo poco después de que mi mujer me dejara, porque según decía, estaba hasta las narices de mi silencio. Y es verdad, era silencioso con ella, como, por otra parte, lo era con todos; pero era silencioso porque la quería. Cuando se quiere a alguien no hacen falta las palabras, ¿no? Basta con estar junto a esa persona, mirarla, sentir que está ahí. Silencioso con ella, incluso tal vez demasiado, me convertí en un parlanchín conmigo mismo, como ya he dicho, apenas ella me abandonó. Soy zapatero y el oficio de zapatero, ya se sabe, requiere concentración, aunque no sea más que porque trabajar el cuero requiere finura y ay de ti si te equivocas: el pie no admite errores. Así, cuando regresaba a casa, con los ojos irritados, la cabeza medio perdida a causa de los martillazos, los labios insensibles de tantos clavos como me meto en la boca para humedecerlos antes de fijarlos en las suelas, hubiera querido encontrar una sonrisa, una palabra amable, un beso en la frente, una sopa calentita. En vez de eso, nada de nada. Sólo, en la oscuridad, la gotera en la cocina del grifo de agua potable. Ahora bien, si el silencio es una buena cosa cuando se está junto a una persona a la que se quiere y se sabe que en cuanto uno lo quiera, puede charlar con ella, pero es un tormento cuando nos viene impuesto. Así, luego de que mi mujer volviera con su madre, preparándome a solas la cena en la cocina y comiéndomela después, a solas también, sentado en el canto de la mesa, despacito, casi sin darme cuenta, comencé a hablar conmigo en alta voz.

Al principio decía cosas impersonales, sin de verdad dirigirme ni a mí mismo ni a nadie. Decía por ejemplo: “¡Cuánto frío hace en esta casa, dios mío, cuánto!”, o “si no fuese porque las ratas trastean entre el techo y el tejado, aquí dentro no habría otro ruido que el de la gotera del grifo”, o incluso: “La cama está deshecha desde la mañana. Tranquilo, ahora ya es demasiado tarde, mañana la haré”. Hablaba en voz alta, alguna vez altísima, por más que las cosas fueran insignificantes; me gustaba sin embargo oír resonar mi voz entre aquellas paredes desiertas. Después, un buen día, llegué a decirme: “el vino es bueno, consuela, te bebes un litro y dejas atrás los sinsabores”, y de golpe, no sé cómo, me vinieron ganas de responderme, en voz alta. “Guillermo, coño, eres un desgraciado y lo sabes. Sí, el vino será todo lo bueno que quieras, pero consolar no consuela. Te puedes beber una damajuana pero no serás capaz de olvidarte de tu mujer y del hecho de que te haya dejado. Sí, ya te digo, el vino será todo lo bueno que quieras, pero la compañía de una mujer que te quiera es mucho mejor”. La verdad de estas palabras me golpeó y respondí, es decir, mi propia voz respondió: “Llevas razón, pero en fin, ¿qué es lo que me queda ahora? Tengo cincuenta años y mi mujer, de veinticinco, me ha dejado. ¿Dónde encontraré otra que quiera estar conmigo? Ahora no tengo más que el vino.”. Y otra voz: “Venga ya, no te hagas ahora el filósofo. Sabes mejor que nadie que no has renunciado a tu mujer”. Y yo: “¿Eso quién lo ha dicho? Vaya si he renunciado”. Y él: “No, no has renunciado. Si lo hubieras hecho no estarías todo el rato suspirando al pensar en ella, allí donde te coja, ya sea en el baño, ya en las escaleras de casa”. En fin, que tenía dos voces, una que hablaba, por así decir, desde mí mismo, y otra que hablaba como si fuera otro que era yo mismo y al mismo tiempo no lo era. Fue así que sin darme cuenta, pasé del monólogo al diálogo, es decir de hablar a solas a discutir a solas.

Por otra parte estas discusiones no siempre eran discusiones. A veces nos poníamos de acuerdo él y yo. Por ejemplo, la tarde, después de haberme bebido aquel litro y medio o dos litros, me fui al cuarto y allí, ante el espejo del armario, me puse a hacer muecas, por reírme un rato. Él dijo entonces: “Estamos como siempre. Has bebido. Menos mal que estás en casa y no por esas calles de dios. Has bebido y no te tienes en pie. ¿No te da vergüenza a tu edad?”, no sin un puntito de complacencia en la voz. Anduvimos más o menos de acuerdo, quizás un par de meses, hasta que una noche en la que había mamado más de lo habitual, una garrafa enterita, mirándome al espejo y sacando la lengua, me quedé de piedra al comprobar que él estaba serio y compuesto, sin sacar la lengua ni abrir la boca. Después, habiéndome mirado con compasión durante un buen rato, dijo. “Guillermo, me tienes hasta el gorro”. Yo le pregunté: “¿Cómo es eso?”. Y él me respondió: “Porque en vez de luchar, pasas de todo. Te has resignado a estar sin tu mujer, te has convertido en un borrachuzo e incluso has perdido el cariño por tu trabajo”. “¿Eso quién lo dice?”. “Yo te lo digo. En el barrio todos saben que bebes y los zapatos se los arreglan donde sea. ¿Sabes en qué te has convertido?: en una piltrafa humana”.

Aquello me sentó mal y me rasqué la cabeza. Luego pregunté: “Bah, entonces ¿qué es lo que según tú, tendría que hacer?”. “Luchar, rebelarte, salir adelante”. “Pero ¿para qué?”. “Coño, para qué va a ser, para tener tu mujer en casa; y, ya que sin ella no sabes vivir, trata de verla de nuevo. ¿No sigues siendo su marido? ¿No tienes todo el derecho de tenerla a tu lado?. Pues bien, muévete, cojones, haz algo”. “Pero ¿qué es lo que puedo hacer?”. “¿Que qué debes hacer? Joder, lo sabes muy bien”. “No, te lo juro, no tengo ni idea de qué hacer”. Y él, mirándome fijo: “Lo que debes hacer es conseguir que ella vuelva a casa, por las buenas o por las malas”. Dijo estas palabras con un tono particular, que, lo confieso, me dio miedo. Le respondí: “Por las buenas ya lo he intentado y por las malas no quiero ni siquiera pensarlo. No quiero hacer nada malo”. Me parecía haber dicho algo justo, convincente, pero él agachó la cabeza y dijo, amenazante: “Bueno, va, tú mismo. No se hable más del asunto”. En ese momento desapareció del espejo y me volví a quedar solo.

Me tumbé pensativo. Apenas había apagado la luz, cuando he aquí que su voz recomienza en la oscuridad: “Ahora que estás más tranquilo y se te ha pasado ya la resaca, te diré lo que tienes que hacer para volver a ver a tu mujer. Pero no me interrumpas, escúchame hasta el final”. Le respondí que hablase, joder, que lo escucharía, y él entre bromas y veras me dijo que a la mañana siguiente debía ir a la zapatería, coger la lezna, acercarme adonde mi mujer, ponerle la lezna en las narices e intimidarla con un “o te vienes a casa ya pero ya, o si no ya ves lo que te espera”. Yo le respondí rápidamente, a oscuras: “Pero ¿tú estás majara? Eso ni pensarlo siquiera. Quiero volver con mi mujer, eso está claro, pero de ahí a amenazarla con la lezna en las narices, hay un camino. No quiero acabar con los huesos en la cárcel”. Y él: “Bueno, va, lo que tú digas, no quieres acabar en la cárcel, pero te voy a decir una cosa, en la cárcel estarías mucho mejor que aquí”. “Pero ¿Qué coño estás diciendo?”. “Lo que quiero decirte es que al menos en la cárcel no estarás solo, por lo tanto no tienes nada que perder: o tu mujer se vuelve contigo y miel sobre hojuelas, o bien se niega a venir, tú le das un viaje con la lezna y acabas en la cárcel, en compañía de otros presos”. “Tú estás majara perdido, ¿no?”. ¿El majara lo serás tú. Mira, Guillermo, estás tan solo que hasta en la cárcel estarías mejor que aquí”. En este punto ya no aguantarme pude más e incorporándome en la cama, le dije con energía: “De eso ni hablar. Cállate, cierra ese pico del demonio y déjame dormir”. “Te advierto que si no lo haces tú, lo haré yo”. “Ya te he dicho que me dejes dormir”. “Lo haré a ano más tardar que mañana por la mañana”. “Cállate, joder”. “De acuerdo entonces, ¿no?”. Me levanté de la cama, cogí uno de los zapatos que tenía en el suelo y se lo lancé, así, en lo oscuro. Debió salir pitando de donde estaba, pues escuché un ruido de cacharros y comprendí que había roto el caño del agua del fregadero: me fui quedando dormido.

A la mañana siguiente, al despertarme, me di cuenta rápidamente de que no había tiempo que perder. Él ya no estaba en ninguna de las habitaciones. Capaz de que mientras yo me entretenía en casa calentándome el café, él se hubiera ido al taller (disponía de la llave, porque yo mismo se la había dado), hubiera pillado la lezna para luego, ya se sabe, la escabechina. Se me puso la piel de gallina, lo juro, de sólo pensar que aquello ya estuviera sucediendo. Así que, sin beberme el café, sin lavarme y sin afeitarme siquiera, despeinado y sucio, me precipité a la calle, poniéndome la chaquetilla escaleras abajo. Era muy temprano, con la rociada y las calles envueltas aún en la niebla, poca gente todavía yendo al trabajo, el halo de humo saliendo de la boca. Tenía el taller en una callejuela llamada del Río, así que corrí casi toda la calle Ripetta y al volver la esquina lo vi de lejos, cuando ya salía de la zapatería a toda prisa para luego salir pitando hacia el Tíber. “Hay que joderse”, pensé. “Al menos es un hombre de palabra, de eso no cabe duda. Había dicho que lo haría y lo está haciendo. Ahora, claro, tengo que impedírselo”. Corrí también a la zapatería, cogí otra lezna por si él volviera su furia contra mí y entré en un bar cercano que tenía una cabina telefónica. “No sirvo todavía café, la máquina se está calentando”, me gritó el camarero que me conocía. Alcé los hombros. “No, no quiero café”. En verdad, del gran nerviosismo las manos temblaban mientras pasaba las hojas de la guía telefónica mientras buscaba el número de la comisaría. Al final, lo encuentro, marco, una voz me pregunta que qué se me ofrece y le explico el caso. “Debéis acudir enseguida. Va armado con una lezna. Peligra una vida humana”. La voz al otro lado de la línea preguntó: “A ver, dígame, ¿cómo se llama este hombre? Lo pensé un instante y respondí: “Palombini, Guillermo”, que coincide con mi nombre, una mera coincidencia. En el teléfono me aseguraron que tomarían medidas inmediatas y me puse a correr hacia Plaza del Popolo, a la estación de taxis: la policía podía llegar tarde, así que debía apresurarme. Subí al taxi, grité la dirección y añadí: “Por favor, corra, corra, que está en juego una vida”. El chófer, un viejecito de pelo canoso, me preguntó qué era lo que pasaba y le respondí: “que un tal Palombini, zapatero, armado de una lezna, va en un taxi en busca de su mujer, que lo ha dejado, porque quiere matarla... y hay que impedírselo a toda costa”. “¿Ha llamado a la poli?”. “Claro”. “Pero ¿cómo es que se ha enterado de eso?”. “Bueno, Palombini y yo somos, por así decir, amigos y él mismo me lo ha dicho”. El chófer reflexionó un instante y luego dijo: “Muchos se hacen los bravucones y al final, en el momento de la verdad, se echan para atrás”. “Te equivocas, éste va en serio, lo conozco bien”. Mientras, corríamos por las calles hacia vía Giulia, donde habitaba mi mujer.

El taxi se detiene, me bajo, pago, el chófer se aleja, me vuelvo hacia vía Giulia, vacía hasta donde se pierde la mirada y veo al muy sinvergüenza, que justo en ese instante se dirige al portal de mi mujer. Recordé que a esa hora mi suegra, una vieja beatona, estaría en la iglesia mientras mi mujer se quedaba sola en casa, en cama todavía, porque era perezosa y no le gustaba madrugar. “Ha elegido un buen momento”, pensé, “joder, el cabrón se las sabe todas... así que corramos antes de que todo acabe en una carnicería”. Me precipité sobre el portal, subí los escalones de cuatro en cuatro y al llegar lo veo en el rellano, mientras aporreaba la puerta gritando: “El contador del gas”, una forma como cualquier otra para hacerse abrir. Lo seguí y, de hecho, en un momento hubo un ruido de llaves en el piso, la puerta se abrió y oí oigo la voz chillona de mi mujer que decía: “el contador está en la cocina”. Él esperó un momento y luego se dirigió al interior. Yo lo seguí.

El pasillo estaba a oscuras, reconocí el olor del sueño de ella, cálido y joven, y sentí que me faltaba el aliento. De puntillas fui directamente al fondo del pasillo donde sabía que estaba su cuarto, empujé la puerta que ella, al volver al lecho, sólo había dejado entornada y entré. También el cuarto estaba a oscuras pero no tanto que no pudiera vislumbrar la cama de matrimonio y, blancos y llenos bajo el pelo negro suelto sobre la espalda, los hombros desnudos de quien ya se había vuelto a dormir de costado. Digo la verdad, viendo aquellos hombros, sentí una nostalgia tan fuerte del tiempo en el que la veía de madrugada al salir de puntillas para acudir al trabajo, que me olvidé de él y de su lezna, me puse de rodillas, tomé su mano del cobertor y le dije: “Amor mío, tesoro mío, vuelve a casa. Sin ti no puedo vivir”. Estaba seguro de que mi mujer, dadas las circunstancias, se hubiera dejado convencer si aquel bellaco no se hubiese puesto por el otro lado de la cama con el brazo armado y suspendido en el aire, y agitándola por los hombros no le hubiera dicho con aquella voz horrible. “O te vienes conmigo, o si no, mira lo que te espera...”.

No logro describir lo que vino después. Yo luchaba contra él tratando de desarmarlo; mi mujer gritaba y se llevaba por delante todo lo que pillaba a su paso, escapando semidesnuda por el cuarto; tantos hombres, los agentes de policía que de pronto aparecieron y saltaron sobre mí, mientras yo seguía gritando: “Arrestadlo, arrestadlo, es peligroso, pero mucho cuidado con la lezna”. El caso es que los agentes, acaso porque yo también llevaba la lezna en la mano, me cogieron sin hacer distinción, me sacaron del piso me arrastraron escaleras abajo mientras me debatía y repetía a todo lo que me daba la voz: “Arrestadlo a él, no a mí..., os estáis equivocando”. En la calle se había formado un gran bullicio y los agentes me empujaron hacia el furgón y al alzar los ojos, lo vi, esposado ante dos agentes, sentado frente a mí y con un guiño que parecía decirme: “¿Has visto cómo lo he hecho?”. Grité entonces apuntándolo con el dedo: “Me ha jodido la vida, este delincuente me ha jodido la vida”, y entonces me desmayé.

Ahora estoy en una celda acolchada y dicen que me tienen en observación porque creen que con tanto dolor puede que se me vaya la olla. No me lamento, pero me siento tan tan solo... A él se lo han llevado a Regina Coeli y nos tienen separados, de modo que mientras yo estoy en el manicomio, él está en la cárcel, siendo así que la sola compaña que tenía hasta ahora se la han llevado y ya no tengo a nadie, así que creo que ahora me tocará quedarme callado para siempre.
                                   FIN



Dejar a Matilde


Alberto Moravia - Italia


Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenarazones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.

La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:

-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.

Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.

Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:

-¿Cómo estás?

-Estoy bien -contesté, duro.

-Perdóname por anoche..., pero no pude, de verdad.

-No importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...

-¿Qué cosa?

-Una importante.

-¿Una cosa buena?

-Según... Para mí sí.

-¿Y para mí?

Dije tras un momento de reflexión:

-Claro, también para ti.

-¿Y qué cosa es?

-Te la diré mañana.

-No, dímela hoy.

-No me mates...

-Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?

Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:

-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.

Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:

-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?

Contesté huraño:

-Vamos, monta.

Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.

Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:

-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.

Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde”.

Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.

-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.

Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:

-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:

-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?

Y yo contesté espontáneamente:

-Pienso en lo que tengo que decirte.

-Pues dilo.

Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:

-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.

Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:

-Me duermo. ¡No me molestes!

Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.

Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:

Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.


Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:

-Y ahora comemos.

Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:

-Bueno, dime ahora esa cosa.

Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:

-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?

-No -respondí.

-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?

-No.

-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?

-No.

-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.

-No, tengo que decirte que...

Pero ella, tapándome la boca con la mano:

-Chitón, si quieres que te dé un beso.

¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.

Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:

-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.

Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:

-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.

La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:

-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.

Pero ella no se levantó en seguida y dijo:

-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.

Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.

Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:

-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.

Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:

-Pero, ¿por qué?

Y ella, con una buena carcajada:

-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.

Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.

                                            FIN


martes, 12 de junio de 2018

El ascensor que bajó al infierno


                                          Pär Lagerkvist - Suecia


El señor Smith, un próspero hombre de negocios, abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo las estrellas. Ahora salían a divertirse.

—Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba —susurró ella—. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?

El señor Smith le respondió con un beso aún más largo. El ascensor seguía bajando.

—Me alegro de que hayas venido, cariño —dijo el hombre—. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.

—Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adonde iba. Voy adonde me place, contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo contemplándome mientras me cambiaba y me ponía mi nuevo vestido color crema. ¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta este o prefieres el rosa?

—Todo te sienta bien, querida —aseguró el hombre—. Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.

Ella entreabrió el abrigo, sonriendo agradecida, y se besaron largamente. El ascensor seguía bajando.

—Entonces, cuando estaba a punto de marcharme me cogió la mano y la apretó de tal forma que todavía me duele, y no pronunció ni una sola palabra. ¡Es un bruto, no tienes ni idea! Bien, adiós, dije yo. Pero él no contestó. Es un exaltado, me asusta; no puedo remediarlo.

—Pobrecilla —se compadeció el señor Smith.

—Como si no pudiera salir un rato y divertirme. Es tan terriblemente serio, no tienes idea… No puede tomarse las cosas con sencillez y naturalidad. Es como si se tratara siempre de un asunto de vida o muerte.

—Pobre pequeña, cuánto habrás tenido que sufrir.

—Oh, he sufrido de verdad. Terriblemente. Nadie ha sufrido tanto como yo. Hasta que te conocí no supe lo que era el amor.

—Querida —murmuró Smith, acariciándola.

El ascensor seguía bajando.

—Cariño —correspondió la mujer, al recobrar el aliento después del largo beso—. Nunca olvidaré ese rato que estuvimos sentados allá arriba, contemplando las estrellas y soñando. Sabes, el caso es que Arvid es inaguantable, se pone siempre tan solemne, no tiene ni una pizca de poesía.

—Querida, tu situación es intolerable.

—Sí, así es: intolerable. Pero —prosiguió ella, tomándole la mano con una sonrisa—, no pensemos más en ello. Vamos a divertirnos. ¿Me quieres de verdad?

—¡Claro! —afirmó el hombre, inclinándose sobre ella mientras suspiraba.

El ascensor seguía bajando. Acurrucado sobre ella, la acarició. La mujer se ruborizó.

—Esta noche haremos el amor… como nunca, ¿eh? —susurró Smith.

Ella se apretó contra él y cerró los ojos. El ascensor seguía bajando.

Al fin, el señor Smith se puso en pie, con el rostro enrojecido.

—Pero, ¿qué le sucede a este ascensor? —exclamó—. ¿Por qué no se para? Hace una eternidad que estamos aquí charlando, ¿no es cierto?

—Sí, cariño, supongo que sí. El tiempo pasa tan de prisa…

—¡Dios del cielo! ¡Hace siglos que estamos sentados aquí! ¿Qué es lo que pasa?

Miró a través de la reja. No se veía otra cosa que una profunda oscuridad. Y el ascensor seguía bajando y bajando cada vez más profundamente.

—¡No lo comprendo! Es como si cayéramos en un profundo pozo. ¡Y Dios sabe cuánto tiempo llevamos así!

Intentaron asomarse al abismo. Estaba en tinieblas. Y ellos iban hundiéndose cada vez más.

—Vamos directo al infierno —musitó Smith.

—Oh, querido —gimió la mujer, cogiéndole del brazo—. Estoy muy nerviosa. Tendrías que apretar el botón de alarma o el del freno de emergencia.

Smith tiró con todas sus fuerzas, sin resultado alguno. El ascensor seguía hundiéndose en la interminable oscuridad.

—¡Es espantoso! —chilló ella—. ¿Qué haremos?

—Sí, ¿qué pensará hacer el diablo? —contestó Smith—. Todo esto es absurdo.

La mujer estaba desesperada y estalló en sollozos.

—Vamos, vamos, amor mío, no llores; debemos ser razonables. No podemos hacer nada. Siéntate. Será lo mejor. Vamos a quedarnos sentados, muy juntos, y ya veremos lo que sucede. Tendrá que pararse en algún momento…

Entonces se sentaron y esperaron.

—Mira lo que nos está pasando —se quejó la mujer—. Y pensar que salíamos a divertirnos…

—Sí, parece obra del mismo diablo —admitió Smith.

—Pero tú me quieres, ¿no es cierto?

—Querida —murmuró Smith, rodeándole los hombros con el brazo.

El ascensor seguía bajando.

Por fin se detuvo en seco. Algo parecido a una luz brillantísima los rodeaba, dañándoles los ojos. Estaban en el infierno. El diablo abrió la portezuela cortésmente.

—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación.

Iba vestido con los rabos que le colgaban de la vértebra cervical, como de un clavo.

Smith y la mujer salieron del ascensor, deslumbrados.

—¿Dónde estamos, en nombre de Dios? —exclamaron aterrados por la sorprendente aparición.

El diablo, un poco confuso, les explicó:

—No está tan mal como parece —se apresuró a añadir—. Espero que se hallarán complacidos. ¿Pasarán únicamente la noche, no es así?

—¡Sí, sí! —asintió Smith al punto—. Únicamente la noche. No tenemos intención de quedarnos, por supuesto que no.

La mujercita temblaba, agarrándose a su brazo. La luz era tan corrosiva, y verde amarillenta, que apenas podían ver. Además, olía a quemado. Cuando lograron habituarse un poco, descubrieron que se hallaban en una especie de plazuela rodeada de casas, cuyas puertas resplandecían en la oscuridad. Las cortinas estaban corridas, pero a través de las rendijas podían ver su interior, donde ardía algo.

—¿Son ustedes los enamorados? —inquirió el diablo.

—Sí, locamente —repuso la mujer, mirando al diablo con ojos maravillados.

—Entonces, por aquí —dijo, rogando a la pareja que le siguieran.

Se internaron por una lóbrega callejuela que desembocaba en la plazuela. Un viejo y sucio farol colgaba junto a una puerta desvencijada.

—Aquí es —abrió la puerta y se retiró discretamente.

Entraron. Un nuevo diablo, gordo, servil, de ancho pecho, con un bigote teñido de color púrpura alrededor de la boca, los recibió. Sonrió en un jadeo, con una expresión sabia en sus ojos saltones. Alrededor de los cuernos, en la frente, llevaba sujetos unos mechones de pelo por medio de pequeños lazos de seda azul.

—¡Oh, el señor Smith y la joven dama! —observó—. El número ocho, entonces.

Y les entregó una enorme llave.

Subieron por las oscuras y grasientas escaleras. Los peldaños eran resbaladizos. Llegaron hasta el segundo piso. Smith buscó el número ocho y entró. Era una habitación bastante amplia y mohosa. En el centro había una mesa con un mantel puesto, y junto a la pared, una cama con suaves sábanas. Les pareció todo encantador. Se quitaron los abrigos y se besaron largamente.

Un hombre entró inopinadamente desde otra habitación. Iba vestido como un camarero, pero la chaqueta era de buen corte, y su camisa tan limpia que brillaba con un resplandor fosforescente en la semioscuridad. Andaba silenciosamente, sus pisadas no producían ruido alguno, y sus movimientos eran mecánicos, casi inconscientes. Sus facciones se mostraban severas, y sus ojos tenían una expresión fija. Estaba mortalmente pálido, y en la sien tenía un agujero de bala. Arregló la habitación, limpió el tocador, dejó un orinal y una brocha.

La pareja no le prestó demasiada atención, pero cuando iba a marcharse, Smith pidió:

—Desearíamos tomar un poco de vino. Tráiganos media botella de Madeira.

El hombre asintió y desapareció.

Smith empezó a desnudarse. La mujer vacilaba aún.

—Va a volver —dijo.

—En un lugar como este, no hay que prestar atención. Quítate la ropa.

Ella se quitó el vestido con coquetería, luego la ropa interior y se sentó, por fin, en las rodillas del hombre. Era encantador.

—Fíjate —susurró la mujer—, estamos aquí juntos, en un lugar tan romántico y singular. Qué poético… Jamás podré olvidarlo.

—Querida —suspiró Smith.

Se besaron largamente.

El hombre volvió a entrar, sin hacer ruido alguno. Suave, mecánicamente, puso los vasos encima de la mesa, y sirvió el vino. La luz de la lamparilla de cabecera le iluminó la cara. No había nada especial en su rostro, excepto la mortal palidez y el agujero de bala de su sien.

La mujer se incorporó, dando un grito.

—¡Oh, Dios mío! ¡Arvid! ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Oh, Dios del Cielo, está muerto! ¡Se ha suicidado!

El hombre seguía en pie, quieto, con la mirada fija. Su rostro no aparentaba señales de sufrimiento; se mostraba solamente grave y estático.

—¡Pero, Arvid, qué has hecho, qué has hecho!… ¡Cómo has podido! Amor mío, si llego a sospecharlo me hubiera quedado en casa contigo. Pero nunca me dices nada. ¡Nunca dices nada de nada, ni una sola palabra! ¡Cómo iba a saberlo, si nunca me dices una palabra! Oh, Dios mío…

Su cuerpo entero se estremecía. El hombre la miró como si fuera una extraña, su expresión era helada y gris. Su mirada parecía atravesarlo todo. El pálido rostro centelleó. No salía sangre de la herida; era solo un agujero.

—¡Oh, es un fantasma, un fantasma! —chilló—. ¡No quiero quedarme aquí! Vámonos… No puedo resistirlo.

Se puso la ropa, el sombrero y el abrigo y salió apresuradamente, seguida de Smith. Resbalaron al bajar por las escaleras. Cayó sentada y se manchó el abrigo de saliva y de ceniza de cigarrillo. Abajo, el diablo de los bigotes estaba de pie, sonriendo con toda naturalidad y agitando los cuernos.

Ya en la calle se tranquilizaron un poco. La mujer se arregló las ropas y se empolvó la nariz. Smith la rodeó protectoramente con los brazos y besó sus ojos, impidiendo que cayeran las lágrimas; era tan bueno… Se encaminaron hacia la plazuela.

El jefe de los diablos se paseaba por allí cerca, y se dirigieron hacia él rápidamente.

—Han ido muy de prisa —observó—. Espero que habrán gozado de comodidad.

—Oh, ha sido terrible —gimió la mujer.

—No, no diga esto, no puede pensar así. Si hubiera visto en otros tiempos, todo era distinto. El infierno de ahora no es para quejarse. Hacemos todo lo que podemos para que no sea desagradable, al contrario, para que resulte divertido.

—Sí —asintió el señor Smith—, debo confesar que resulta un poco más humano, es cierto.

—Oh —exclamó el diablo—, lo hemos modernizado, lo hemos reformado todo.

—Sí, por supuesto, hay que estar a tono con los tiempos.

—Exacto, ahora únicamente es el alma la que sufre.

—Demos gracias a Dios por ello —dijo la mujer.

El diablo les acompañó cortésmente hasta el ascensor.

—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación—, vuelvan cuando gusten.

Cerró la puerta del ascensor tras ellos. El ascensor empezó a subir.

—Gracias a Dios, ya ha pasado todo —suspiraron ambos, ya tranquilizados, y se sentaron muy juntos en el banquillo.

—No lo hubiera resistido de no estar tú —susurró la mujer.

Él la atrajo hacia sí y se besaron largamente.

—Cariño —prosiguió la mujer al recobrar el aliento tras el largo beso—, ¡qué cosa se le ha ocurrido hacer! Siempre ha tenido ideas raras. Nunca ha sido capaz de tomarse las cosas con sencillez y naturalidad, tal como son. Es como si siempre se tratara de un asunto de vida o muerte.

—Es absurdo —admitió Smith.

—¡Debía habérmelo dicho! Entonces me hubiera quedado con él. Habríamos salido cualquier otra noche.

—Sí, claro —continuó admitiendo Smith—, naturalmente que hubiéramos salido.

—Pero no pensemos más en ello, cariño —terminó, rodeándole el cuello con los brazos—. Ya pasó todo.

—Sí, querida, ya pasó todo.

Tomó a la mujer en sus brazos. El ascensor seguía subiendo.



Pär Fa1 Lagerkvist. Escritor sueco, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1951. Novelista, poeta y dramaturgo. (189 1891,  Suecia  -  11 de julio de 1974 - Suecia)
FIN