jueves, 30 de junio de 2016

La tarde de un escritor



                               F. Scott Fitzgerald - E.U.

                                                                                        (Texto completo)


Era una luminosa mañana de abril, no tenía ni idea de qué hora era porque su reloj llevaba mucho tiempo parado, pero cuando cruzó el apartamento y llegó a la cocina vio que su hija había desayunado y se había ido y que había llegado el correo, así que eran ya más de las nueve.
—Creo que saldré hoy —dijo a la criada.
—Le sentará bien, hace un día estupendo.
Ella era de Nueva Orleans, con las facciones y la tez de una árabe.
—Quiero dos huevos fritos como ayer y una tostada, zumo de naranja y té.
Se entretuvo un rato en el cuarto de su hija y leyó el correo. Eran cartas desagradables, sin una pizca de alegría, facturas en su mayor parte y el boletín del colegio masculino de Oklahoma con su asombroso álbum de autógrafos. Sam Goldwyn haría una película de ballet con Spessiwitza, o quizá no la hiciera: habría que esperar a que el señor Goldwyn volviera de Europa con media docena de ideas nuevas. La Paramount quería una autorización para usar un poema que había aparecido en uno de sus libros, aunque no sabían si era suyo o era una cita. Quizá lo usaran para el título de una película. De todos modos aquella obra ya no le pertenecía: había vendido los derechos para una película muda hacía muchos años y para la versión sonora hacía un año.
«Nunca tendrás suerte con las películas», se dijo a sí mismo. «Ya tuviste bastante con la última.»
Mientras desayunaba, miraba por la ventana a los estudiantes que cambiaban de clase en el campus de la universidad, al otro lado de la calle.
—Hace veinte años yo estaba cambiando de clase —dijo a la criada, que se rió con su risa de debutante.
—Necesitaré que me deje un cheque —dijo—, si va a salir.
—Ah, no voy a salir todavía. Tengo que trabajar dos o tres horas. Saldré por la tarde.
—¿A dar un paseo en coche?
—No volveré a conducir ese viejo cacharro. Lo he vendido por cincuenta dólares. Iré en el autobús, en el piso de arriba del autobús.
Después de desayunar se echó quince minutos. Y luego se puso a trabajar en su despacho.
El problema era un cuento para una revista que hacia la mitad le había parecido tan flojo que había estado a punto de romperlo. La trama era como subir por unas escaleras interminables, había agotado su repertorio de golpes de efecto, y los personajes, que tan airosamente habían dado sus primeros pasos hacía sólo dos días, no alcanzaban el nivel de un folletín.
«Sí, la verdad es que necesito salir», pensó. «Me gustaría llegar hasta el valle del Shenandoah, o ir a Norfolk en el ferry.»
Pero ambas ideas eran imposibles: requerían tiempo y energía, dos cosas que a él no le sobraban. Lo que le quedaba debía reservarlo para el trabajo. Repasó el manuscrito subrayando con lápiz rojo las frases acertadas y, después de guardarlas en una carpeta, rompió el resto muy despacio y lo tiró a la papelera. Luego se puso a pasear por la habitación mientras fumaba y hablaba consigo mismo de vez en cuando.
« Bueeeno, veamos…»
«Ahora, lo siguiente sería…»
«Veamos, ahora…»
Un rato después se sentó, pensando:
«Estoy cansado. No debería haber tocado un lápiz durante dos días.»
Revisaba el apartado «Ideas para cuentos» de su cuaderno, cuando la criada lo interrumpió para decirle que la secretaria llamaba por teléfono, una secretaria que trabajaba por horas y le ayudaba desde que cayó enfermo.
—No hay nada —dijo—. Acabo de romper todo lo que había escrito. No valía nada. Voy a salir esta tarde.
—Le sentará bien. Hace un día muy bueno.
—Mejor será que venga mañana por la tarde. Tengo muchas cartas y facturas pendientes.
Se afeitó y, precavido, se dio un respiro de cinco miutos antes de vestirse.
La idea de salir lo inquietaba: no tenía ganas de que los ascensoristas le dijeran que se alegraban de verlo y decidió bajar en el montacargas, donde no lo conocía nadie. Se puso su mejor traje, el que tenía la chaqueta y los pantalones de distinto color. Sólo se había comprado dos trajes en seis años, pero eran los mejores trajes: sólo la chaqueta del que acababa de ponerse le había costado ciento diez dólares. Ya que debía tener un destino —no era bueno ir a ningún sitio sin haberse fijado un destino— se metió un tubo de champú en el bolsillo para que lo usara el barbero y también una ampolla de luminol.
«El perfecto neurótico» se dijo, mirándose al espejo. «Subproducto de una idea, escoria de un sueño.»

II.
Fue a la cocina y se despidió de la criada como si se fuera a Little America. Una vez en la guerra había requisado por pura fanfarronería un vehículo y lo había conducido de Nueva York a Washington para estar en el cuartel a la hora de pasar revista. Ahora esperaba en la esquina de la calle a que cambiara el semáforo, mientras los jóvenes, con prisa, se le adelantaban, indiferentes al tráfico. En la esquina de la parada del autobús, bajo los árboles, hacía fresco y pensó en las últimas palabras de Stonewall Jackson: «Crucemos el río y descansemos a la sombra de los árboles». Los jefes de aquella guerra civil parecían haberse dado cuenta de repente de lo cansados que estaban: Lee, marchitándose hasta dejar de ser quien era; Grant, escribiendo desesperadamente sus recuerdos antes de morir.
El autobús era tal como se había imaginado: sólo había otro viajero en el piso de arriba y las ramas verdes golpeaban sin cesar en las ventanillas. Probablemente, tendrían que podar aquellas ramas, lo que le parecía una pena. Había mucho que mirar: intentó definir el color de una hilera de casas y sólo le vino a la cabeza el color de una capa de su madre que parecía de muchos colores y no era de ningún color: sólo reflejaba la luz. En algún sitio, las campanas de una iglesia tocaban Venite adoremus, y se preguntó por qué, pues hacía ocho meses que había terminado la Navidad. No le gustaban las campanas, pero se había emocionado mucho cuando tocaron Maryland, mi Maryland en el funeral del gobernador.
En el campo de fútbol de la universidad había hombres pasando el rastrillo y se le ocurrió un título: «El hombre que cuidaba el césped» o incluso «Crece la hierba», algo acerca de un hombre que trabaja cuidando el césped durante años y consigue que su hijo vaya a la universidad y juegue en el equipo de fútbol. Entonces el hijo muere en plena juventud y el hombre se va a trabajar al cementerio, a sembrar césped sobre su hijo en lugar de bajo sus pies. Sería el tipo de relato que aparece en todas las antologías, pero no era lo suyo: sólo era una antítesis hinchada, algo tan estereotipado como un cuento de revista popular y tan fácil de escribir. Pero muchos lo considerarían excelente porque era melancólico, tenía enjundia y era fácil de comprender.
El autobús pasó una desvaída estación de ferrocarril de estilo neoclásico a la que daban vida las camisas azules y gorras rojas de los mozos. La calle se estrechaba al llegar a la zona comercial y de repente aparecieron chicas vestidas de colores chillones, todas bellísimas: pensó que nunca había visto tantas chicas guapas. También había hombres, pero todos parecían un poco ridículos, como él cuando se miró al espejo, y había viejas, más bien feas, y también, de repente, chicas vulgares y desagradables; pero en general eran bonitas, vestidas de todos los colores, entre los seis y los treinta años, y sus caras no transparentaban ningún proyecto, ningún conflicto, sólo un estado de dulce suspensión, provocativo y sereno. Durante un instante amó la vida con todas sus fuerzas, y no sintió el menor deseo de renunciar a ella. Pensó que quizá había cometido un error al salir a la calle tan pronto.
Se apeó del autobús, agarrándose cuidadosamente a la barandilla, y recorrió una manzana hasta la barbería del hotel. Pasó ante una tienda de deportes y miró el escaparate, pero sólo le interesó un guante de béisbol que ya estaba ennegrecido por la palma. Al lado había una camisería, y se paró un buen rato a mirar las camisas de tonos intensos y las escocesas. Diez años atrás, durante un verano en la Riviera, el escritor y algunos más habían comprado camisas de obrero de color azul oscuro, y probablemente habían creado aquella moda. Le gustaron las camisas a cuadros, llamativas como uniformes, y deseó tener veinte años e ir a un club de playa con el cielo pintado como un ocaso de Turner o un amanecer de Guido Reni.
La barbería era espaciosa, llena de luz, perfumada: hacía meses que el escritor no iba al centro de la ciudad para semejante cometido y se encontró con que su barbero de siempre estaba enfermo, con artritis; así que le explicó a su compañero cómo usar el champú, rechazó el periódico y se sentó, casi feliz, sensualmente satisfecho al sentir los fuertes dedos en el cuero cabelludo, mientras le venía a la memoria el recuerdo agradable y entremezclado de todos los barberos que había conocido.
Una vez había escrito un cuento sobre un barbero. En 1929 el propietario de su barbería favorita en la ciudad donde vivía entonces había ganado una fortuna de 300.000 dólares gracias a las confidencias de un industrial de la zona y estaba a punto de retirarse. El escritor se despreocupó del asunto, porque estaba a punto de irse a Europa a pasar unos años con lo que tenía ahorrado, y aquel otoño, al oír cómo aquel barbero había perdido toda su fortuna, se decidió a escribir un cuento, disfrazando con cuidado los detalles pero girando siempre sobre la idea de un barbero que prospera para luego hundirse. Degó a sus oídos, sin embargo, que en la ciudad habían reconocido la historia y había provocado cierta irritación.
El lavado terminó. Cuando salió al vestíbulo, una orquesta empezó a tocar en el bar del otro lado de la calle y se detuvo un momento en la puerta para oírla. Hacía tanto que no bailaba, dos noches quizá en cinco años, aunque una reseña de su último libro había mencionado que era un fanático de los cabarés; la misma reseña decía también que era infatigable. Algo, cuando aquella palabra resonó en su mente, le hizo daño y sintió que le acudían a los ojos lágrimas de debilidad, y se fue. Era como al principio, hacía quince años, cuando decían que tenía «una facilidad terrible», y él trabajaba como un esclavo en cada frase para no darles la razón.
«Otra vez me estoy amargando», se dijo. «Y no es bueno, no es bueno. Tengo que volver a casa.»
El autobús tardó mucho tiempo en llegar, pero no le gustaban los taxis y todavía esperaba que le sucediera algo en el piso de arriba del autobús mientras pasaba entre los árboles de la avenida. Cuando por fin llegó el autobús le costó algún trabajo subir los escalones, pero valió la pena porque lo primero que vio fue a dos alumnos del instituto, un chico y una chica, sentados sin ninguna timidez en el pedestal de la estatua del general Lafayette, con toda la atención concentrada en sí mismos. El aislamiento de los dos chicos lo emocionó y pensó que debería aprovecharlo profesionalmente, aunque sólo fuera para compararlo con el creciente retraimiento de su vida y la necesidad cada vez mayor de cosechar en un campo ya muy cosechado. Necesitaba una reforestación y era absolutamente consciente de ello, y esperaba que el terreno soportara una nueva siembra. Nunca había sido el mejor terreno posible, pues había tenido un temprana debilidad por lucirse en lugar de escuchar y observar.
Ahí estaba el bloque de apartamentos. Miró hacia arriba, a las ventanas de su casa, en el último piso, antes de entrar.
«La residencia del escritor de éxito», se dijo. «Me gustaría saber qué libros maravillosos estará escribiendo. Debe ser magnífico disfrutar de un don semejante: pasar la vida sentado con un lápiz y un papel. Trabajar cuando quieres, ir a donde te dé la gana.»
Su hija todavía no había llegado, pero la criada salió de la cocina y dijo:
—¿Se lo ha pasado bien?
—Perfecto —dijo—. He estado patinando, he ido a la bolera, he jugado con el abominable hombre de las nieves y he terminado en un baño turco. ¿He recibido algún telegrama?
—Nada.
—¿Puede traerme un vaso de leche?
Atravesó el comedor y entró en su despacho, y por un momento lo cegó el reflejo del último sol de la tarde sobre sus dos mil libros. Estaba bastante cansado. Se echaría diez minutos y luego vería si se le ocurría alguna idea en las dos horas que faltaban para cenar.


                                                       FIN 

Francis Scott Fitzgerald, (24 de septiembre de 1896 - 21 de diciembre de 1940) fue un novelista y escritor estadounidense de historias cortas, ampliamente conocido como uno de los mejores autores estadounidenses del siglo XX, cuyos trabajos son paradigmáticos de la era del jazz. Fitzgerald es considerado miembro de la Generación Perdida de los años veinte. Escribió cuatro novelas: This side of ParadiseThe beautiful and damnedThe great Gatsby (la más conocida) y Tender is the night. Una quinta, sin terminar, The love of the last tycoon, fue publicada tras su muerte. Fitzgerald escribió también múltiples historias cortas, muchas de las cuales tratan sobre la juventud y las promesas, la edad y la desesperación.

miércoles, 29 de junio de 2016

Decadencia y caída





                            Charles  Bukowski -  Alemania

Era un lunes por la tarde en El Diamante hambriento. Sólo había dos personas, Mel y el camarero. Estar en Los Angeles un lunes por la tarde es como estar en ninguna parte (incluso estar en Los Angeles un viernes por la noche es como estar en ninguna parte; pero más todavía un lunes por la tarde). El camarero, que se llamaba Carl, bebía de algo que tenía debajo de la barra, y estaba allí, frente a Mel, que se encontraba lánguidamente acodado sobre una rancia y pálida cerveza.
-Tengo que contarte una cosa -dijo Mel.
-Adelante -dijo el camarero.
-Bueno, la otra noche me llamó por teléfono un tipo con el que trabajé en Akron… Se quedó sin trabajo, por la bebida, y se casó con una enfermera y la enfermera lo mantiene. No me gustan demasiado esos tipos…, pero ya sabes cómo es la gente, se cuelgan de ti.
-Si -dijo el camarero.
-Pues el caso es que me telefoneó… Oye, ponme otra cerveza. Esta mierda sabe a rayos.
-Vale, pero basta con que la bebas un poco más de prisa. Al cabo de una hora, claro, empieza a perder cuerpo.
-Bien… me dijeron que habían resuelto el problema de la carne… y yo pensé: ‘¿Qué problema de la carne…?’ Me dijeron que fuera a verles. Yo no tenía nada que hacer, así que fui. Jugaban los Rams y el tipo, Al, pone la tele y nos sentamos a verla. Erica, así se llama la mujer, estaba en la cocina preparando una ensalada y yo había llevado un par de cajas de cerveza. Digo: oye, Al, abre unas botellas, se está bien aquí y hace buena temperatura, el horno está encendido.
“Bueno, se estaba cómodo. Parecía como si hubiesen tenido una discusión un par de días atrás y las relaciones estuvieran otra vez tranquilas. Al dijo algo sobre Reagan y algo sobre el paro, pero yo no tenía nada que decir; todo eso me aburre. Sabes, a mí me importa un carajo que el país esté o no esté podrido, mientras a mí me vaya bien.
-Natural -dijo el camarero, sacando el vaso de abajo de la barra y echando un trago.
-Pues bien, ella sale de la cocina, se sienta y se bebe una cerveza. La enfermera. Se puso a explicar que todos los médicos tratan a los pacientes como a ganado. Que todos los malditos médicos van a lo suyo y nada más. Creen que su mierda no apesta. Ella prefería tener a Al que a un doctor. Una estupidez, ¿no?
-No conozco a Al -dijo el camarero.
-En fin, nos pusimos a jugar a las cartas y los Rams iban perdiendo, y, al cabo de unas manos, Al me dijo: ‘Sabes, tengo una mujer muy rara. Le gusta que haya alguien mirando mientras lo hacemos’. ‘Así es -dijo ella-, eso es lo que más me excita’. Y Al va y dice: ‘Pero es tan difícil encontrar a alguien que mire. En principio parece muy fácil encontrar a alguien que mire, pero es dificilísimo’.
“Yo no dije nada. Pedí dos cartas y puse una moneda de cinco centavos. Ella dejó caer las cartas y Al dejó caer las cartas y los dos se levantaron. Y va ella y empieza a andar hacia el otro lado de la sala. Y Al detrás… ‘¡Eres una puta, una maldita puta!’, dice él. Aquel tipo, llamándola puta a su mujer. ‘¡So puta!’, gritaba. Y la arrincona en un extremo del cuarto y le pega un par de sopapos, le rasga la blusa. ‘¡So puta!’, grita él de nuevo, y le da otros dos sopapos y la tira al suelo. Luego le rasga la falda y ella patalea y chilla.
“El la levanta y la besa, luego la lanza sobre el sofá. Se le echa encima, besándola y rasgándole la ropa. Luego le quita las bragas y se pone a darle al asunto. Mientras está dándole, ella mira desde abajo para ver si los miro. Ve que sí y empieza a retorcerse como una serpiente enloquecida. Así que se lanzan al asunto hasta el fin. Después, ella se levanta, se va al cuarto de baño, y Al a la cocina por más cerveza. ‘Gracias –dice cuando regresa–; ayudaste mucho’”.
–¿Y luego qué pasó? –preguntó el camarero.
–Bueno, por fin los Rams remontaron el partido, y había mucho ruido en la tele y ella sale del baño y se va a la cocina.
“Al empieza otra vez con lo de Reagan. Dice que es el principio de la decadencia y caída de Occidente, lo mismo que decía Spengler. Todo el mundo es codicioso y decadente; la corrupción está por todas partes. Y sigue un buen rato con el mismo rollo.
“Luego, Erica nos llama a la cocina, donde está puesta la mesa, y nos sentamos. La comida huele bien: un asado adornado con rodajas de piña. Parece una pierna entera, tiene un hueso que parece casi el de una rodilla. ‘Al –digo–, esto parece una pierna humana de la rodilla para arriba’. ‘Eso es –dice Al–. Eso es exactamente lo que es’”.
–¿Dijo eso? –preguntó el camarero, tomando un trago del vaso que tenía bajo la barra.
–Sí –contestó Mel–, y cuando oyes una cosa así, no sabes exactamente qué pensar. ¿Qué habrías pensado tú?
–Yo habría pensado que estaba bromeando –dijo el camarero.
–Claro. Así que dije: ‘Estupendo, córtame una buena tajada’. Y eso fue exactamente lo que Al hizo. Había también puré de patatas y salsa, puré de maíz, pan caliente y ensalada. En la ensalada había aceitunas rellenas. Y Al dijo: ‘Ponle a la carne un poco de esa mostaza picante, ya verás qué bien le va’. En fin, le eché un poco. La carne no estaba mala. ‘Oye, Al –le dije–, ¿sabes que no está nada mal? ¿Qué es?’. ‘Lo que te dije, Mel –me contesta–, una pierna humana, la parte de arriba, el muslo. Es de un chaval de catorce años que encontramos haciendo auto-stop en Hollywood Boulevard. Lo recogimos, le dimos de comer y estuvo tres o cuatro días viéndonos a Erica y a mí hacerlo; luego nos cansamos de aquello, así que le degollamos, le limpiamos las tripas, las echamos a la basura y lo metimos en el congelador. Es muchísimo mejor que el pollo, aunque en realidad a mí me gusta más la carne de ternera’.
–¿Dijo eso? –preguntó el camarero, sacando otra vez el vaso de abajo de la barra.
–Eso dijo –contestó Mel–. Dame otra cerveza.
El camarero le puso otra cerveza. Mel dijo:
–En fin, yo seguía pensando que todo era un broma, ¿comprendes? Así que dije: ‘Está bien, déjame ver el congelador’. Y Al va y dice: ‘Bueno… Ven’, y abre el congelador y allí estaba el torso, la pierna y media, dos brazos y la cabeza. Troceado así, como te digo. Todo parecía muy higiénico, pero, la verdad, a mí no me pareció del todo bien. La cabeza nos miraba, aquellos ojos azules abiertos, la lengua colgando…, estaba congelada hasta el labio inferior.
“‘–Dios mío, Al –le digo–. Eres un criminal…, ¡esto es increíble, esto es repugnante!
“‘–Espabila –me dice–, ellos matan a millones de personas en las guerras y reparten medallas por ello. La mitad de la gente de este mundo se está muriendo de hambre mientras nosotros estamos sentado viéndolo por la tele’.
“Te aseguro, Carl, que a mí empezaron a darme vueltas las paredes y no podía dejar de mirar aquella cabeza, aquellos brazos, aquella pierna troceada… Una cosa asesinada está tan callada, tan quieta; es como si pensases que una cosa asesinada debería estar chillando, no sé.
“En fin, lo cierto es que me acerqué al fregadero y vomité. Estuve vomitando mucho rato. Luego, de dije a Al que tenía que largarme. ¿No habrías querido tú largarte de allí, Carl?
–Rápidamente –dijo Carl–. A toda máquina.
–Bueno, pues el caso es que va Al y se planta delante de la puerta y dice: ‘Escucha…, no fue un asesinato. Nada es un asesinato. Lo único que hay que hacer es pasar de las ideas con que nos han cargado y te conviertes en un hombre libre…, libre, ¿entiendes?’
“‘–Quítate de delante de la puerta, Al… ¡Déjame salir de aquí!”
“Va y me agarra de la camisa y empieza a rasgármela… Le aticé en la cara, pero seguía rasgándome la camisa. Le atizo otra vez, y otra, pero era como si el tipo no sintiera nada. Los Rams seguían en la tele. Me aparté de la puerta y entonces llega su mujer corriendo, me agarra y empieza a besarme. No sabía qué hacer. Es una mujer corpulenta. Conoce muy bien todos esos trucos de las enfermeras. Intenté quitármela de encima, pero no pude. Noté su boca en la mía, está tan loca como él. Empecé a empalmarme, no podía evitarlo. De cara no es muy atractiva, pero tiene unas piernas y un culo de primera y llevaba un vestido ceñidísimo. Sabía a cebollas hervidas y tenía la lengua gorda y llena de saliba; pero se había cambiado, se había puesto aquel vestido (verde) y al alzárselo vi las bragas color sangre y eso me enloqueció y miré , y Al tenía la polla afuera y estaba mirando.
“La eché sobre el sofá y empezamos en seguida con el asunto, con Al allí pegado, jadeando. Lo hicimos los tres juntos, un verdadero trío, luego me levanté y empecé a arreglarme la ropa. Entré en el baño, me remojé la cara, me peiné y salí. Y al salir, allí estaban los dos sentados en el sofá viendo el partido. Al tenía una cerveza abierta para mí y me senté y la bebí y fumé un cigarrillo. Y eso fue todo.
“Me levanté y dije que me iba. Los dos dijeron: ‘Adiós, que te vaya bien’, y Al me dijo que les hiciese una visita de vez en cuando. Entonces me encontré fuera del apartamento, ya en la calle, y luego en el coche, alejándome de allí. Y eso fue todo.
–¿Y no fuiste a la policía? –preguntó el camarero.
–Bueno, sabes, Carl, es complicado…, en realidad, fue como si me adoptasen en la familia. Fueron sinceros conmigo, no quisieron ocultarme nada.
–Pues, tal como yo lo veo, eres cómplice de un asesinato.
–Mira, Carl, lo que yo pensé fue que esa gente, en realidad, no me acababa de parecer mala gente. He conocido gente que me cae muchísimo peor y a la que detesto muchísimo más, que nunca ha matado a nadie. No sé, en realidad, es desconcertante. Incluso pienso en aquel tipo de congelador como si fuera una especie de gran conejo congelado…
El camarero sacó la Luger de abajo de la barra y apuntó a Mel con ella.
–Está bien –dijo–, vas a quedarte ahí congelado mientras llamo a la policía.
–Mira, Carl…, tú no tienes por qué decidir en este asunto.
–¿Cómo que no? ¡Soy un ciudadano! No puedo permitir que gilipollas como tú y tipos como tus amigos anden por ahí congelando gente. ¡El próximo podría ser yo!
–¡Escucha, Carl, escúchame! Oyeme lo que te digo…
–¡Está bien, adelante!
–Es un cuento.
–¿Quieres decir que lo que me contaste es mentira?
–Sí, era un cuento. Una broma, hombre. Te lié. Ahora, guarda esa pistola y vamos a tomarnos un whisky cada uno.
–Lo que me contaste no era mentira.
–Te he dicho que sí.
–No, no era mentira… Diste demasiados detalles. Nadie cuenta una mentira así. No era una broma, no. Nadie gasta esas bromas.
–Te aseguro que es mentira, Carl.
–No, no puedo creerte.
Carl se inclinó hacia la izquierda para arrastrarse hasta el teléfono. El teléfono estaba allí, sobre la barra. Cuando Carl se inclinó hacia la izquierda, Mel agarró la botella de cerveza y le atizó con ella en la cara. Carl soltó la pistola y se llevó la mano a la cara y Mel saltó sobre la barra y volvió a atizarle (ahora detrás de una oreja) y Carl se desplomó. Mel cogió la Luger, apuntó cuidadosamente, apretó el gatillo una vez, luego metió el arma en una bolsa de papel marrón, saltó la barra, enfiló hacia la entrada y salió al Boulevard. El indicador del parquímetro junto a su coche ya estaba en rojo. Subió al coche y se alejó del lugar. 

                                                           FIN

Charles Bukowski, 
 (16 de agosto de 1920, Andernach,-  Alemania 9 de marzo de 1994,San Pedro, California, Estados Unidos)

sábado, 25 de junio de 2016

La excavación

                           Augusto Roa Basto - Paraguay

 

 El primer desprendimiento de tierra se produjo a unos tres metros, a sus espaldas. No le pareció al principio nada alarmante. Sería solamente una veta blanda del terreno de arriba. Las tinieblas apenas se pusieron un poco más densas en el angosto agujero por el que únicamente arrastrándose sobre el vientre un hombre podía avanzar o retroceder. No podía detenerse ahora. Siguió avanzando con el plato de hojalata que le servía de perforador. La creciente humedad que iba impregnando la tosca dura lo alentaba. La barranca ya no estaría lejos; a lo sumo, unos cuatro o cinco metros, lo que representaba unos veinticinco días más de trabajo hasta el boquete liberador sobre el río.

Alternándose en turnos seguidos de cuatro horas, seis presos hacían avanzar la excavación veinte centímetros diariamente. Hubieran podido avanzar más rápido, pero la capacidad de trabajo estaba limitada por la posibilidad de desalojar la tierra en el tacho de desperdicios sin que fuera notada. Se habían abstenido de orinar en la lata que entraba y salía dos veces al día. Lo hacían en los rincones de la celda húmeda y agrietada, con lo que si bien aumentaban el hedor siniestro de la reclusión, ganaban también unos cuantos centímetros más de "bodega" para el contrabando de la tierra excavada.

La Guerra Civil había concluido seis meses atrás. La perforación del túnel duraba cuatro. Entre tanto, habían fallecido, por diversas causas, no del todo apacibles, diecisiete de los ochenta y nueve presos políticos que se hallaban amontonados en esa inhóspita celda, antro, retrete, ergástula pestilente, donde en tiempos de calma no habían entrado nunca más de ocho o diez presos comunes.

De los diecisiete presos que habían tenido la estúpida ocurrencia de morirse, a nueve se habían llevado distintas enfermedades contraídas antes o después de la prisión; a cuatro, los apremios urgentes de la cámara de torturas; a dos, la rauda ventosa de la tisis galopante. Otros dos se habían suicidado abriéndose las venas, uno con la púa de la hebilla del cinto; el otro, con el plato, cuyo borde afiló en la pared, y que ahora servía de herramienta para la apertura del túnel.

Esta estadística era la que regía la vida de esos desgraciados. Sus esperanzas y desalientos. Su congoja callosa, pero aún sensitiva. Su sed, el hambre, los dolores, el hedor, su odio encendido en la sangre, en los ojos, como esas mariposas de aceite que a pocos metros de allí -tal vez solamente un centenar- brillaban en la Catedral delante de las imágenes.

La única respiración venía por el agujero aún ciego, aún nonato, que iba creciendo como un hijo en el vientre de esos hombres ansiosos. Por allí venía el olor puro de la libertad, un soplo fresco y brillante entre los excrementos. Y allí se tocaba, en una especie de inminencia trabajada por el vértigo, todo lo que estaba más allá de ese boquete negro.

Eso era lo que sentían los presos cuando escarbaban la tosca con el plato de hojalata, en la noche angosta del túnel.

 

Un nuevo desprendimiento le enterró esta vez las piernas hasta los riñones. Quiso moverse, encoger las extremidades atrapadas, pero no pudo. De golpe tuvo exacta conciencia de lo que sucedía, mientras el dolor crecía con sordas puntadas en la carne, en los huesos de las piernas enterradas. No había sido una simple veta reblandecida. Probablemente era una cuña de tierra, un bloque espeso que llegaba hasta la superficie. Probablemente todo un cimiento se estaba sumiendo en la falla provocado por el desprendimiento.

No le quedaba otro recurso que cavar hacia adelante con todas sus fuerzas, sin respiro; cavar con el plato, con las uñas, hasta donde pudiese. Quizá no eran cinco metros los que faltaban, quizá no eran veinticinco días de zapa los que aún lo separaban del boquete salvador de la barranca del río. Quizá eran menos, sólo unos cuantos centímetros, unos minutos más de arañazos profundos. Se convirtió en un topo frenético. Sintió cada vez más húmeda la tierra. A medida que le iba faltando el aire, se sentía más animado. Su esperanza crecía con la asfixia Un poco de barro tibio entre los dedos le hizo prorrumpir en un grito casi feliz. Pero estaba tan absorto en su emoción, la desesperante tiniebla del túnel lo envolvía de tal modo, que no podía darse cuenta de que no era la proximidad del río, de que no eran sus filtraciones las que hacían ese lodo tibio, sino su propia sangre brotando debajo de las uñas y en las yemas heridas por la tosca. Ella, la tierra densa e impenetrable, era ahora la que, en el epílogo del duelo mortal comenzado hacía mucho tiempo, lo gastaba a él sin fatiga y lo empezaba a comer aún vivo y caliente. De pronto, pareció alejarse un poco. Manoteó al vacío. Era él quien se estaba quedando atrás en el aire como piedra que empezaba a estrangularlo. Procuró avanzar, pero sus piernas ya irremediablemente formaban parte del bloque que se había desmoronado sobre ellas. Ya ni las sentía. Sólo sentía la asfixia. Se estaba ahogando en un río sólido y oscuro. Dejó de moverse, de pugnar inútilmente. La tortura se iba transformando en una inexplicable delicia. Empezó a recordar.

 

Recordó aquella otra mina subterránea en la guerra del Chaco, hacía mucho tiempo. Un tiempo que ahora se le antojaba fabuloso. Lo recordaba, sin embargo, claramente, con todos los detalles.

En el frente de Gondra, la guerra se había estancado. Hacía seis meses que paraguayos y bolivianos, empotrados frente a frente en sus inexpugnables posiciones, cambiaban obstinados tiroteos e insultos. No había más de cincuenta metros entre unos y otros.

En las pausas de ciertas noches que el melancólico olvido había hecho de pronto atrozmente memorables, en lugar de metralla canjeaban música y canciones de sus respectivas tierras.

El altiplano entero, pétreo y desolado, bajaba arrastrado por la quejumbre de las cuecas; toda una raza hecha de cobre y castigo, desde su plataforma cósmica bajaba hasta el polvo voraz de las trincheras. Y hasta allí bajaban desde los grandes ríos, desde los grandes bosques paraguayos, desde el corazón de su gente también absurda y cruelmente perseguida, las polcas y guaranias, juntándose, hermanándose con aquel otro aliento melodioso que subía desde la muerte. Y así sucedía porque era preciso que gente americana siguiese muriendo, matándose, para que ciertas cosas se expresaran correctamente en términos de estadística y mercado, de trueques y expoliaciones correctas, con cifras y números exactos, en boletines de la rapiña internacional.

 

Fue en una de esas pausas en que en unión de otros catorce voluntarios, Perucho Rodi, estudiante de ingeniería, buen hijo, hermano excelente, hermoso y suave moreno de ojos verdes, había empezado a cavar ese túnel que debía salir detrás de las posiciones bolivianas con un boquete que en el momento señalado entraría en erupción como el cráter de un volcán.

En dieciocho días los ochenta metros de la gruesa perforación subterránea quedaron cubiertos. Y el volcán entró en erupción con lava sólida de metralla, de granadas, de proyectiles de todos los calibres, hasta arrasar las posiciones enemigas.

Recordó en la noche azul, sin luna, el extraño silencio que había precedido a la masacre y también el que lo había seguido, cuando ya todo estaba terminado. Dos silencios idénticos, sepulcrales, latentes. Entre los dos, sólo la posición de los astros había producido la mutación de una breve secuencia. Todo estaba igual. Salvo los restos de esa espantosa carnicería que a lo sumo había añadido un nuevo detalle apenas perceptible a la decoración del paisaje nocturno.

Recordó, un segundo antes del ataque, la visión de los enemigos sumidos en el tranquilo sueño del que no despertarían. Recordó haber elegido a sus víctimas, abarcándolas con el girar aún silencioso de su ametralladora. Sobre todo, a una de ellas: un soldado que se retorcía en el remolino de una pesadilla. Tal vez soñaba en ese momento en un túnel idéntico pero inverso al que les estaba acercando al exterminio. En un pensamiento suficientemente extenso y flexible, esas distinciones en realidad carecían de importancia. Era despreciable la circunstancia de que uno fuese el exterminador y otro la víctima inminente. Pero en ese momento todavía no podía saberlo.

Sólo recordó que había vaciado íntegramente su ametralladora. Recordó que cuando la automática se le había finalmente recalentado y atascado, la abandonó y siguió entonces arrojando granadas de mano, hasta que sus dos brazos se le durmieron a los costados. Lo más extraño de todo era que, mientras sucedían estas cosas, le habían atravesado recuerdos de otros hechos, reales y ficticios, que, aparentemente no tenían entre sí ninguna conexión y acentuaban, en cambio, la sensación de sueño en que él mismo flotaba. Pensó, por ejemplo, en el escapulario carmesí de su madre (real); en el inmenso panambí de bronce de la tumba del poeta Ortiz Guerrero (ficticio); en su hermanita María Isabel, recién recibida de maestra (real). Estos parpadeos incoherentes de su imaginación duraron todo el tiempo. Recordó haber regresado con ellos chapoteando en un vasto y espeso estero de sangre.

Aquel túnel del Chaco y este túnel que él mismo había sugerido cavar en el suelo de la cárcel, que él personalmente había empezado a cavar y que, por último, sólo a él le había servido de trampa mortal; este túnel y aquél eran el mismo túnel; un único agujero recto y negro con un boquete de entrada pero no de salida. Un agujero negro y recto que a pesar de su rectitud le había rodeado desde que nació como un círculo subterráneo, irrevocable y fatal. Un túnel que tenía ahora para él cuarenta años, pero que en realidad era mucho más viejo, realmente inmemorial.

Aquella noche azul del Chaco, poblada de estruendos y cadáveres había mentido una salida. Pero sólo había sido un sueño; menos que un sueño: la decoración fantástica de un sueño futuro en medio del humo de la batalla

Con el último aliento, Perucho Rodi la volvía a soñar; es decir, a vivir. Sólo ahora aquel sueño lejano era real. Y ahora sí que avistaba el boquete enceguecedor, el perfecto redondel de la salida.

Soñó (recordó) que volvía a salir por aquel cráter en erupción hacia la noche azulada, metálica, fragorosa. Volvió a sentir la ametralladora ardiente y convulsa en sus manos. Soñó (recordó) que volvía a descargar ráfaga tras ráfaga y que volvía a arrojar granada tras granada. Soñó (recordó) la cara de cada una de sus víctimas. Las vio nítidamente. Eran ochenta y nueve en total. Al franquear el límite secreto, las reconoció en un brusco resplandor y se estremeció: esas ochenta y nueve caras vivas y terribles de sus víctimas eran (y seguirán siéndolo en un fogonazo fotográfico infinito) las de sus compañeros de prisión. Incluso los diecisiete muertos, a los cuales se había agregado uno más. Se soñó entre esos muertos. Soñó que soñaba en un túnel. Se vio retorcerse en una pesadilla, soñando que cavaba, que luchaba, que mataba. Recordó nítidamente el soldado enemigo a quien había abatido con su ametralladora, mientras se retorcía en una pesadilla. Soñó que aquel soldado enemigo lo abatía ahora a él con su ametralladora, tan exactamente parecido a él mismo que se hubiera dicho que era su hermano mellizo.

El sueño de Perucho Rodi quedó sepultado en esa grieta como un diamante negro que iba a alumbrar aún otra noche.

La frustrada evasión fue descubierta; el boquete de entrada en el piso de la celda. El hecho inspiró a los guardianes.

 

Los presos de la celda 4 (llamada Valle-i), menos el evadido Perucho Rodi, a 1a noche siguiente encontraron inexplicablemente descorrido el cerrojo. Sondearon con sus ojos la noche siniestra del patio. Encontraron que inexplicablemente los pasillos y corredores estaban desiertos. Avanzaron. No enfrentaron en la sombra la sombra de ningún centinela. Inexplicablemente, el caserón circular parecía desierto. La puerta trasera que daba a una callejuela clausurada, estaba inexplicablemente entreabierta. La empujaron, salieron. Al salir, con el primer soplo fresco, los abatió en masa sobre las piedras el fuego cruzado de las ametralladoras que las oscuras troneras del panóptico escupieron sobre ellos durante algunos segundos.

Al día siguiente, la ciudad se enteró solamente de que unos cuantos presos habían sido liquidados en el momento en que pretendían evadirse por un túnel. El comunicado pudo mentir con la verdad. Existía un testimonio irrefutable: el túnel. Los periodistas fueron invitados a examinarlo. Quedaron satisfechos al ver el boquete de entrada en la celda. La evidencia anulaba algunos detalles insignificantes: la inexistente salida que nadie pidió ver, las manchas de sangre aún frescas en la callejuela abandonada.

Poco después el agujero fue cegado con piedras y la celda 4 (Valle-í) volvió a quedar abarrotada.

                                                               FIN

Augusto Roa Bastos fue un novelista, cuentista y guionista paraguayo. Está considerado como el escritor más importante de su país y uno de los más destacados en la literatura latinoamericana.

 13 de junio de 1917,Asunción, Paraguay -  26 de abril de 2005,Asunción, Paraguay

jueves, 23 de junio de 2016

Noche de san Juan




Mario Arregui - Uruguay

Después de muchos días consumidos en incesante arreo de tropas por campos y caminos donde el otoño sembraba sus mil muertes, Francisco Reyes volvía al pueblo en un atardecer desnudado y alto como la victoriosa espada de un ángel, mientras cien hogueras dispersas anunciaban el nacimiento de la noche de San Juan. Los cascos de su caballo golpeaban sonora y rítmicamente la blanca carretera, y él abría con avidez los ojos a los cordiales fuegos de los hombres y al balbuceo de las primeras estrellas. Su pecho también se abría, se abría dulcemente y se dilataba ante viejas ternuras y recuerdos aun tibios que lo alcanzaban desde el sitio donde se repliega la infancia. Y su corazón iba liviano y ágil como un niño.
En la última loma, detuvo el caballo y se irguió en los estribos: el pueblo —quietas hileras de faroles y desparramadas luces que se levantaban como párpados al creciente conjuro de las sombras— estaba como preparándose para transportar un puñado de hombres y mujeres por los remansos de la noche, hasta la playa vidriosa y baldía de la madrugada. Pensó en su madre y en sus hermanos: seguras caras sonrientes entre las que encontraría una realidad suya densa y compacta como la de un metal; pensó en Carmen, la prostituta amiga, cuya carne morena —que su cuerpo memorioso deseaba con una certeza muy parecida a la sed— se hundía y se ahondaba frutalmente bajo la mano; pensó en los compañeros de incontables noches de cañas y guitarras. . . Con una ligera inclinación del torso, puso el caballo al galope.
Horas más tarde caminó —con pasos que ya estaban de alguna manera en su recuerdo— hacia la calle de los prostíbulos. Poco antes de llegar a la esquina de insomne puerta luminosa donde el Bajo comienza, encontró una gran fogata crepitante, encabritada al pie de un muro que coronaban —con crueldad vana y torpe— refulgentes vidrios rotos.
Sus altas llamas mordían el aire anochecido, y sus llamas bajas se retorcían sobre la leña inmolada. Dispuestos en semicírculo, seis o siete niños la vigilaban y la alimentaban, en silencio, muy serios, casi sacerdotales.
Se acercó sonriendo, armó un cigarrillo y lo encendió en las brasas. Distribuyó tabaco a los niños, que lo miraban con respeto y no sin cierta admiración. Tomó de la cuneta un puñado de hojas muertas y lo arrojó al fuego.
Continuó su camino, dobló a la derecha y avanzó, por el centro de la calle arenosa y hollada, hasta casi la mitad de la cuadra donde ejercen su oficio "las mujeres de la vida". Se detuvo, miró la noche joven establecida en el mundo, escuchó murmullos en un zaguán de honda tiniebla, respiró el aire frío con olor a humo y a casas viejas. Avanzó un poco más, trepó de un salto la alta vereda de grandes losas y llamó con el puño en una puerta. La voz esperada preguntó:
—¿Quién?
—Yo, Francisco Reyes.
—Voy.
Aguardó el ruido del pasador, empujó la puerta y entró.
Cuando salió —ya sobre la colmada plenitud de la medianoche— comprobó desde la esquina que la fogata, bastante disminuida pero todavía alta y briosa, seguía mordiendo las sombras y destellando en los agresivos vidrios del muro. Sonrió nuevamente, aunque con cierta lánguida tristeza final, porque algo en su interior estaba hundiéndose en una muerte invasora, en agraz y amarga. Permaneció inmóvil algunos instantes, de pie en medio de las dos calles, como encerrado por el cono de luz del farol. Además del aflojamiento y la pesadumbre que suelen suceder a las intensidades de la carne crucificada en el sexo, crecía en él una insatisfacción precisa y punzante, decididamente hostil, como si impulsos no animales que lo habitaran (que vivieran ocultos en su carne, parasitariamente) estuvieran alzándose —rebeldes, enconados y ciegos— sobre el desmayo del deseo animal agotado. En su alma nacían ansiedades sin destino y despertaban apetencias ya condenadas a frustrarse, y se rompían equilibrios, se iniciaban resquebrajamientos. . . Sintió que necesitaba el alcohol para defenderse, para emerger de la angustia que ya comenzaba a ceñirle la garganta. . . Caminó unos metros y entró en un bar y pidió caña.
Hacia el primer canto de los gallos estaba borracho. Casi siempre la saciedad sexual y la embriaguez le otorgaban una especial euforia deslastrada, libre, que superponía a su minucioso yo habitual —fatigosamente lúcido, encadenadoramente comprometido y prolijo— otro mucho más liviano y purificado: un neblinoso yo comparable en múltiples aspectos al de los entresueños, dibujado en trazos a la vez netos y fugitivos sobre lo más permanente que reconocía poseer. Pero nada semejante había ocurrido: imprevisiblemente, se encontraba caído por completo en la tristeza, desunido y lleno de grietas amargas, sobrepasado y aplastado por la angustia.  En vez de levitarse en la euforia amiga, había tocado fondo en un subsuelo lóbrego, viscoso y tenaz; y su alma, como perdida de sí misma, se debatía en vano y se buscaba a tientas. . . Pensó, por un momento, seguir bebiendo hasta la inconsciencia, pero en seguida apartó el vaso. Más de una hora estuvo fumando acodado sobre la mesa, hosca y defendida la cara, sin beber y sin hablar. Luego, desoyendo voces que lo instaban a quedarse, se levantó y salió.
Caminaba muy junto a una pared carcomida por las lluvias y los años —el sombrero sobre los ojos y un cigarrillo colgando en la boca—, cuando una sombra apenas perceptible se movió en la oscuridad del arco ruinoso y sin puerta que servía de entrada a un prostíbulo. Tras un leve aleteo de esperanza en su pecho, se detuvo y echó el sombrero hacia atrás. La sombra dijo con voz de niña:
—Dame fuego.
—No; te doy un fósforo: así te veo la cara.
Lo encendió y adelantó la llama, protegiéndola del débil viento con la mano ahuecada. La oscuridad le entregó un rostro joven, ligeramente salvaje y felino, de altos pómulos, frente baja y huidiza, boca grande y rasgada, ojos pequeños que parpadeaban y se cerraban ante la luz. El pelo —que entrevió negro, profuso y desordenado— permaneció detenido en el límite de la penumbra, cautive de la noche. . . El rostro se inclinó hacia la llama en actitud sedienta. 
Reyes alargó el brazo y aspiró —con los ojos semicerrados— el olor del perfume barato y del tabaco rubio. Después recogió y bajó un poco la mano y miró de nuevo a la prostituta. Debajo del abrigo de color claro y viejo, adivinó un cuerpo delgado, largo, blanco, tembloroso y erizado de frío. Sostuvo el fósforo hasta que se quemó los dedos, lo arrojó y dijo a la oscuridad multiplicada:
—No te conocía. ¿Sos nueva?
—Hace un mes que estoy —contestó la voz de niña desde la brasa del cigarrillo.
—¿De dónde sos?
—De aquí, del pueblo; hace un mes que trabajo. 
Él encendió otro fósforo y volvió a mirarla. Ella sonrió, mostrando dientes pequeños, parejos y aguzados. La sonrisa, aunque fugaz y tan sólo muscular, trazó y dejó en su cara la forma real de un acercamiento ilusorio, le dio algo así como un leve y estático impulso hacia adelante. Y Francisco Reyes se quemó otra vez los dedos.
—No te conocía —repitió—. ¿Cómo te llamas?
—Ofelia.
—Sos linda.
—Va en gustos.
—Sos linda — insistió como con rabia.
Se hizo un silencio, un silencio vivo y cargado en el que ambos cayeron, acercándose, como derivando hacia un punto de convergencia creado por el mismo silencio. Reyes fumaba mecánicamente —las piernas un poco abiertas, el torso adelantado, los ojos fijos en la oscuridad y en la tenue sombra gris. La mujer, con frío. cruzaba los brazos sobre el pecho, y la lumbre de su cigarrillo temblaba a la altura de su seno izquierdo. Y la ya muy declinante noche de San Juan los envolvía como un gran poncho prieto y compartido.
Preguntó ella al fin, no sin apremio, con una voz más vieja:
—¿No entras?
Él demoró un poco en responder:
—Sí; pero para estar un rato con vos, nomás.
Y, luego de una pausa, agregó con voz obligada, forzada, que pronunciaba a pesar suyo:
—Pero igual te voy a pagar. . .
Encendió otro fósforo y la siguió por un pasillo de desparejo piso enladrillado y paredes con manchas de humedad antigua; y entraron, al fondo, en una pequeña pieza encerrada y honda como un calabozo, apenas alumbrada por una lámpara que humeaba colgada del techo.
Había una fatigada cama de hierro, un ropero con mortecino espejo hostil y sin dueño, una mesa y dos sillas, un dominador crucifijo y grabados indistinguibles en las paredes. A pesar del aire húmedo y frío que la llenaba, del torvo espejo y de los fragmentos de muertes ajenas que parecían poblarla —y en cierto modo entorpecerla—, tenía la penumbrosa pieza —en su pobre desnudez sucia de vida, historiada y gastada— una intimidad agridulce que acogía como acoge un lugar donde se ha conocido la dicha.
Reyes dejó el sombrero sobre la mesa y aplastó muy cuidadosamente la colilla en un cenicero de vidrio adornado por un pueril caballito de metal. La prostituta arrojó el cigarrillo hacia afuera, cerró la puerta y —respondiendo a una pregunta que él no había formulado— dijo mientras ordenaba las ropas de la cama:
—No sé lo que me pasa. Tenía frío y no podía dormir. Estaba sola, pensando cosas, y me levanté. Las demás duermen. Tenía ganas de caminar. . .
Después se quitó el abrigo, la pollera y los zapatos y se acostó boca arriba —conservando la chaqueta y el viso—. con las piernas juntas y las rodillas levantadas. Y la horizontalidad pareció restituirle una vieja densidad dulce y terrestre.
Él, de pie, la fijaba con una mirada de ojos todavía vidriados por el alcohol pero pesados como manos que oprimen. Su cara de hombre joven — marcada por el sol y el viento, quebrada a la sazón en duros ángulos por la débil claridad vertical de la lámpara— estaba detenida —y como atrapada— en una contracción exasperada, dolorosa, y en una tensa expresión de acecho que no denotaba, pese a su codicia, específico deseo sexual.
—Acostate — llamó ella.
—Sí — respondió sorprendido, como regresando de un país donde no existía la voz humana.
Se quitó el saco y las botas y se tendió junto a la mujer. La besó en el cuello, en la mejilla, en el pómulo, y hundió la cara en el pelo derramado sobre la almohada. . . Hubiera querido dormir allí un largo sueño profundo y total: descender a la unión ciega y a la paz de las profundidades apretándose contra aquel cuerpo despierto y ofrecido. Pero el hambre impar que asiste y sirve a las especies lo atormentaba y lo avasallaba, obligándolo a buscar comunicaciones con el vasto mundo opuesto y secreto encerrado por aquella piel de mujer.
Se apoyó en los codos y miró con sus ojos pesados el rostro un poco salvaje y felino, que se acercaba y se alejaba según las sutiles vacilaciones de una sonrisa indecisa. Alzó su mano derecha y la bajó lenta y plana sobre él y le buscó el contorno de los huesos: rozó con la yema de los dedos la frente baja y oblicua, los arcos superciliares, el filo angular de la mandíbula, las aflorantes durezas de los pómulos. Y luego hundió otra vez la cara en el pelo que olía a humedad y a sueño y que se derramaba sobre la almohada. . . Sentía que el tumulto de su alma se hacía más simple, más coherente. Era como si las ansiedades y las apetencias se vertieran en un único, ancho y perdido río central. Pero este río, este espeso río sin cauce del que la angustia se desprendía como un rumor de sílabas caóticas, no se remansaba ni desembocaba — más aún, parecía acrecentar su potencia y su desorientación al mismo tiempo que su carga.
Y Francisco Reyes levantó la cara del pelo que olía a sueño y a noche y rodeó el talle de la prostituta con el brazo izquierdo y la hizo girar un poco hacia su lado. Cerró con fuerza los ojos y se apretó contra el vasto, opuesto mundo vivo y tembloroso. La mujer intentó hablar, pero él le tapó la boca con el hombro, y ella —comprendiendo— giró hasta ponerse por completo de costado y lo abrazó estrechamente, en silencio. Largos minutos permanecieron así, como dos náufragos arrojados por el azar en la concavidad de una misma ola. Pero el hambre impar seguía insaciable y el turbio río continuaba acrecentándose sin remansarse ni desembocar. Y Reyes se evadió del abrazo y buscó los senos. La mujer lo ayudó, desabrochando en parte su descolorida chaqueta de lana roja, y aquéllos —pequeños mas ya cansados y con peso propio— surgieron a medias entre las ropas y parecieron iluminarse mucho más de lo que la escasísima luz de la lámpara hacía prever. Él los besó con un furor contenido y los oprimió ávida y morosamente con las manos y con la cara.
—Tengo frío—se quejó la prostituta. 
Le abrochó la chaqueta, se semiarrodilló en la cama y le acarició los muslos, elásticos y erizados. Después remangó el viso y descubrió el vientre; tocó apenas su liviana curva, aplanó la mano sobre la suave depresión del centro. Miró el triángulo oscuro del sexo, que adivinaba hondo, nocturnal, infinito. .. y tibio y tierno y estremecido como un pájaro. Y puso su mano allí.
—Tengo frío — repitió la mujer.
La cubrió con su cuerpo. Ella comenzó a separar las piernas, pero él la detuvo:
—No; eso no.
Transcurrieron lentos, puros minutos. La unión ciega y la paz permanecían lejanas, inalcanzables; pero el río se remansaba en una calma quizá muy semejante a un deseo de morir, a una madurez para la muerte. Y —acallado el tumulto— su alma estaba recogiéndose en sí misma. . . Esperó.
—Me voy — dijo al fin.
Con gran esfuerzo, se dejó caer a un lado. Se sentó en el borde de la cama y empezó a calzarse las botas. La mujer se vistió rápidamente.
—Volveré otro día — mintió Reyes, ya en el arco ruinoso y sin puerta que servía de entrada al prostíbulo.
—Hasta pronto, entonces.
—Sí; hasta pronto.
Al pasar frente al muro de los vidrios rotos. Francisco Reyes recordó la fogata. Buscó las cenizas y las golpeó con el pie; aparecieron unas cuantas brasas. Con la suela de la bota, las aplastó una a una —rencorosamente— mientras el alba corroía el cielo y cien gallos dispersos anunciaban la muerte de la noche de San Juan. 

Mario Alberto Arregui Vago. (Trinidad Flores, 15 de octubre de 1917 - Montevideo 8 de febrero de 1985), cuentista uruguayo. Entre 1945 y 1946 frecuentó diversos cafés y entró en contacto con la corriente literaria que posteriormente sería llamada la "generación del 45". 

lunes, 20 de junio de 2016

Leyenda del volcán Leyendas de Guatemala



[Cuento. Texto completo.]

Miguel Ángel Asturias - Guatemala


Hubo en un siglo un día que
duró muchos siglos

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.
Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.
Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.
Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.
Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.
Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.
Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.
Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.
Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.
Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.
-¡Nido!...
Pió Monte en un Ave.
Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.
Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosas a pescado femenina como dedo meñique.
A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil... ¡La Tierra de los Árboles!
Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.
Nido calmó a sus compañeros -extrañas plantas móviles-, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.
-¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahual! ¡Nuestro natal!
La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.
Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto...
La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.
Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.
Dos montañas movían los párpados a un paso del río:
La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.
Y la incendió.
La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con la uñas.
El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.
En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.
Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío...!
Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.
Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.
Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas...
Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de la aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.
Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.
Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.
-Nido -le dijo el corazón-, al final de este camino...
Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.
Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.
Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.
Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.
Anduvo y anduvo...
Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
¡Nido!
Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:
¡Nido, quiero que me levantes un templo!
La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.
Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas -en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.
FIN

Miguel Ángel Asturias, poeta, narrador, dramaturgo, periodista y diplomático guatemalteco, considerado uno de los protagonistas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. El empleo personal que hace de la lengua castellana constituye uno de los mundos verbales más densos, sugerentes y dignos de estudio de las letras hispánicas. En 1966 ganó el Premio Lenin de la Paz y en 1967 el Premio Nobel de Literatura. (Guatemala, 1899 - París, 1974)