lunes, 9 de noviembre de 2020

Un árbol de Noel y una boda

 

[Cuento - Texto completo.]

Fiodor Dostoyevski

Hace un par de días asistí yo a una boda… Pero no… Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho… Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.

Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.

Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil… Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.

Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!

Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.

Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.

Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.

Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.

“Trescientos…, trescientos… -murmuraba-. Once…. doce…, trece…, dieciséis… ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento… Doce por cinco… Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años… Cuatrocientos. Eso es… Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos… quinientos mil… ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor… Bueno…; y luego, encima, los impuestos… ¡Hum!”

Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.

-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.

-Estamos jugando…

-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.

El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.

-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.

-Sí, una muñequita… -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.

-Una muñeca… Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?

-No… -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.

-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.

-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.

-No.

-Pues para que seas buena y cariñosa.

Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:

-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.

-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!

-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.

En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto…, y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.

-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!

El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas…; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.

El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.

-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle… -empezó, señalando al pequeño.

-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.

-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich…?

-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho… Lo siento mucho, créame; pero…

-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto…

-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.

Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.

Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.

-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.

Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.

-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

***

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.

Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto…

“¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle.

FIN


Fiódor Mijáilovich Dostoyevski fue uno de los principales escritores de la Rusia zarista, cuya literatura explora la psicología humana en el complejo contexto político, social y espiritual de la sociedad rusa del siglo xix. Es considerado uno de los más grandes escritores de Occidente y de la literatura universal.

11 de noviembre de 1821, Moscú, Rusia

 9 de febrero de 1881, San Petersburgo, Rusia

jueves, 9 de abril de 2020

El último filósofo

W. Somerset Maugham - Francia

Fue para mí algo sorprendente hallar una ciudad tan vasta en un lugar que me pareció tan remoto. Mirando desde sus almenadas puertas hacia occidente podían divisarse las nevadas montañas del Tíbet. Era tan populosa que solo era posible caminar con comodidad por las murallas, y un paseante rápido tardaba tres horas en completar el perímetro. No había ferrocarril en mil millas a la redonda, y el río junto al cual se hallaba era tan poco profundo que solo algunos juncos de ligero porte podían navegarlo sin peligro. Cinco días en sampán eran necesarios para alcanzar el Yangtsé Superior. Por momentos uno se preguntaba si los trenes y los vapores son tan necesarios para el transcurrir de la vida como creemos los que los empleamos todos los días, pues aquí un millón de personas estaban enteramente dedicadas al comercio, al arte y a la reflexión.


Y aquí vivía un filósofo de fama, el deseo de ver al cual había sido para mí uno de los principales incentivos de un viaje un tanto arduo. Se trataba de la máxima autoridad de China en la sabiduría de Confucio. Decíase que hablaba con fluidez el inglés y el alemán. Había sido durante muchos años secretario de uno de los virreyes más grande de la emperatriz viuda, pero ahora vivía en retiro.
En ciertos días de la semana, sin embargo, abría sus puertas a aquellos que deseaban aprovechar su erudición y discurría sobre las enseñanzas de Confucio. Tenía un grupo de discípulos, pero era muy reducido, pues la mayoría de los estudiantes prefería, a su modesta morada y sus severas exhortaciones, los suntuosos edificios de la universidad extranjera y la provechosa ciencia de los “bárbaros”, que solo era mencionada ante él para ser desdeñosamente reprobada. Por todo lo que supe de él deduje que se trataba de un hombre de carácter.
Cuando anuncié mi deseo de conocer personalmente a este distinguido personaje mi huésped se ofreció de inmediato para concertar una entrevista, pero los días pasaban y nada ocurría. Traté de averiguar algo, y mi huésped se alzó de hombros.
-Le envié una chiquilla para decirle que venga -dijo-. No sé por qué no habrá aparecido aún por aquí. Es un viejo algo intratable.
No me parecía propio dirigirse a un filósofo en forma tan altiva, y por tanto apenas me sorprendió que hubiese ignorado una intimación como esa. Le envié una carta inquiriéndole, en los términos más corteses que pude encontrar, si me permitiría hacerle una visita, y al cabo de dos horas recibí una respuesta citándome para la mañana siguiente a las diez.
Fui conducido en una silla de manos, y el camino parecía interminable. Atravesé calles y más calles, atestadas de gente al principio, desiertas luego, hasta que llegué por fin a una casa, solitaria y silenciosa; frente a una pequeña puerta situada en una larga pared blanca mis portadores descendieron la silla. Uno de ellos llamó, y después de un tiempo considerable se abrió una mirilla, por la que asomaron un par de ojos negros, hubo un breve coloquio y por último fui admitido. Un joven de rostro descolorido y aspecto marchito, pobrememente vestido, me hizo una seña para que lo siguiera. No sé si era un criado o un discípulo del gran hombre. Pasé por un patio descuidado y fui introducido en una habitación larga y baja, escasamente amueblada con un escritorio americano de cortina, un par de sillas de madera negra y dos mesillas chinas. Había contra las paredes algunos anaqueles en los cuales alineábase gran número de libros: la mayor parte de ellos eran, por supuesto, chinos, pero había también muchas obras científicas y filosóficas en inglés, francés y alemán, y cientos de números sueltos de revistas especializadas. En los espacios de pared que no estaban ocupados por libros colgaban pergaminos en los cuales, con diversas caligrafías, había textos escritos que supongo serían citas de Confucio. El piso carecía de alfombra. Era una habitación fría, desnuda e inconfortable. Su sombrío aspecto solo era suavizado por un crisantemo amarillo que se erguía sobre el escritorio en un alto florero de cristal.
Aguardé algunos momentos, y el joven que me había introducido trajo una tetera, dos tazas y un atado de cigarrillos de Virginia. Al tiempo que él salía entró el filósofo. Me apresuré a expresar mi agradecimiento por el honor que me hacía permitiéndome visitarlo. Me señaló una silla y sirvió el té.
-Me siento realmente halagado de que usted haya sentido deseos de verme -replicó-. Sus compatriotas tratan solo con culis y agentes compradores, y creen que todos los chinos deben ser una u otra cosa.
Me atrevía a protestar, pero no había alcanzado a captar el sentido de su sutileza. Se reclinó en su silla y me miró con expresión burlona.
-Creen que no tienen más que hacer una seña y nosotros debemos ir.
Comprendí que aún se hallaba resentido por el desafortunado mensaje de mi amigo. No supe qué contestar, y murmuré algo a modo de disculpa.
Era un hombre anciano, alto, con una fina coleta gris y grandes ojos brillantes bajo los cuales habíanse formado pesadas bolsas. Sus dientes estaban rotos y descoloridos. Era en extremo delgado y sus manos, pequeñas y transparentes, eran arrugadas y ganchudas. Me habían dicho que acostumbraba fumar opio. Estaba vestido con una túnica negra muy raída, un pequeño gorro negro, y unos pantalones gris oscuro atados al tobillo, todo ello muy sucio y descuidado. Estaba atisbándome. No sabía qué actitud tomar y tenía el aspecto de un hombre que se pone en guardia. El filósofo ocupa, por supuesto, un rango real entre aquellos que se interesan por las cosas del espíritu; según nos ha enseñado Benjamín Disraeli, la realeza debe ser tratada con abundantes lisonjas. Aproveché esa doctrina, y noté de inmediato cierto aflojamiento en su expresión y en toda su apariencia. Era como un hombre que hubiese estado posando, rígido y forzado, para que le tomaran una fotografía, pero que al escuchar el clic del obturador abandona su tiesura y vuelve a su natural desembarazo. Me mostró sus libros.
-Me recibí de doctor en filosofía en Berlín -me dijo-, y después estudié por algún tiempo en Oxford. Pero los ingleses, permítame usted que lo diga, no tienen gran aptitud para la filosofía.
Si bien dio a la observación un carácter apologético, era evidente que no le desagradaba decir algo ligeramente descortés.
-Sin embargo, hemos tenido filósofos que no han carecido de influencia en el mundo del pensamiento -sugerí yo.
-¿Hume y Berkeley? Los filósofos que enseñaban en Oxford cuando yo estaba allí, se preocupaban siempre de no ofender a sus colegas teológicos. No seguían sus reflexiones hasta arribar a su consecuencia lógica en caso de que con ellas arriesgaran su posición en el ambiente universitario.
-¿Ha estudiado usted la moderna evolución de la filosofía en Estados Unidos? -le pregunté.
-¿Se refiere usted al pragmatismo? Es el último refugio de aquellos que desean creer en lo increíble. Me sirvo mucho más del petróleo norteamericano que de su filosofía.
Sus juicios eran mordaces. Nos sentamos nuevamente y tomamos otra taza de té. Hablaba en un inglés algo formal pero idiomático, y de vez en cuando se ayudaba con una frase en alemán; hasta donde era posible que un hombre de ese carácter obstinado fuese influído, lo había sido por Alemania. El método y la perseverancia alemana lo habían impresionado profundamente, y tuvo una manifiesta demostración de su agudeza filosófica cuando un erudito profesor publicó en una revista especializada en la materia un ensayo sobre uno de sus trabajos.
-He escrito veinte libros -dijo-. Y esta es la única mención que se ha hecho de mí en una publicación europea.
Pero un estudio de la filosofía occidental solo había servido, al fin, para convencerlo de que la sabiduría iba a ser hallada después de todo dentro de los límites de los cánones de Confucio. Aceptaba su filosofía con convicción. Respondía a las necesidades de su espíritu con una integridad que hacía que todas las enseñanzas recibidas en el extranjero parecieran vanas. Yo estaba especialmente interesado en este aspecto porque venía a corroborar una opinión mía de que la filosofía es, más que la lógica, una cuestión de carácter: el filósofo cree no de acuerdo a la evidencia, sino de acuerdo a su propio temperamento, y su pensamiento, su reflexión, sirve simplemente para hacer razonable lo que su instinto considera como cierto. Si el confucionismo logró un apoyo tan firme por parte de los chinos es debido a que les dio explicaciones y conceptos en una medida que ningún otro sistema del pensamiento pudo hacerlo.
Mi huésped encendió un cigarrillo. Su voz, al principio suave y fatigada, iba ganando en volumen a medida que se interesaba más en lo que decía. No había en él nada de la calma del sabio. Era un polemista y un luchador que abominaba el moderno clamor en pro del individualismo. Para él la sociedad era la unidad, y la familia la base de la sociedad. Defendía la antigua China y la antigua escuela, la monarquía y los rígidos cánones de Confucio. Se encolerizaba y hablaba con tono severo al referirse a los estudiantes recién llegados de las universidades extranjeras, que con sacrílegas manos daban por tierra con la civilización más antigua del mundo.
-¿Pero saben ustedes lo que están haciendo? -exclamaba-. ¿Cuál es la razón por la cual se consideran superiores a nosotros? ¿Nos han aventajado acaso en las artes o en las letras? ¿Han sido nuestros pensadores menos profundos que los de ustedes? ¿Ha sido nuestra civilización menos elaborada, menos complicada, menos refinada que la de ustedes? Hombre, cuando ustedes vivían aún en las cavernas y se cubrían con pieles, nosotros éramos ya un pueblo culto. ¿Saben ustedes que hemos ensayado un experimento que es único en la historia del mundo? Hemos tratado de gobernar este gran país no por la fuerza, sino por la sabiduría. Y durante muchos siglos hemos tenido éxito. Y entonces, ¿por qué el hombre blanco desprecia al amarillo? ¿Debo yo decírselo? Porque el hombre blanco ha inventado la ametralladora. Esa es su superioridad. Nosotros somos una horda indefensa, y ustedes pueden mandarnos de un soplido a la eternidad. Han hecho añicos el sueño de nuestros filósofos de que el mundo podía ser gobernado por el poder de la ley y el orden. Y ahora están enseñando a nuestros jóvenes su secreto. Nos han impuesto sus monstruosas invenciones. ¿No saben acaso que tenemos un genio extraordinario para la mecánica? ¿No saben que hay en este país cuatrocientos millones de almas que constituyen el pueblo más práctico e industrioso del mundo? ¿Creen que tardaremos mucho tiempo en aprender? ¿Y qué será de su superioridad cuando el amarillo pueda hacer tan buenas ametralladoras como el blanco y emplearlas con la misma eficacia? Ustedes han recurrido a la ametralladora, y por la ametralladora serán juzgados.
Pero en ese momento fuimos interrumpidos. Una muchachita entró calladamente y se aproximó con gesto cariñoso al anciano caballero, mientras clavaba en mí sus ojos curiosos. Mi huésped me dijo que era su hija más pequeña. La rodeó con los brazos y murmurando tiernas palabras la besó amorosamente. La niña vestía una chaqueta negra y unos pantalones que apenas le llegaban hasta los tobillos, y a su espalda colgaba una larga coleta. Había nacido el mismo día que la revolución tuvo un feliz desenlace por la abdicación del Emperador.
-Entonces pensé que mi hija era el heraldo anunciador de la Primavera, anunciador de del nacimiento de una nueva época -dijo-. Pero no fue sino la última flor del otoño de esta gran nación, de su decadencia.
Sacó de un cajón de su escritorio algunas monedas y, luego de dárselas a la niña, la despidió con un beso.
-Habrá notado usted que yo uso coleta -dijo, tomándola en sus manos-. Es todo un símbolo. Yo soy el último representante de la antigua China.
Me refirió, con tono más apacible ahora, cómo los filósofos de otros días muy lejanos viajaban de Estado en Estado con sus discípulos, enseñando a todos aquellos que eran dignos de aprender. Los reyes los llamaban para integrar sus consejos y los designaban gobernantes de sus ciudades. Su erudición era grande y sus elocuentes frases prestaban una multicolor vitalidad a los incidentes de la historia de su país que me relataba. No podía evitar considerarlo como una figura un tanto patética. Sentíase con la capacidad necesaria como para gobernar el Estado, pero allí no había rey que le confiara el cargo; poseía gran abundancia de conocimientos que estaba ansioso de impartir a los innumerables estudiantes que su alma anhelaba, pero solo acudían a escucharlo unos pocos y mezquinos provincianos, obtusos y medio muertos de hambre.
Una o dos veces la discreción me había hecho sugerir que era hora de que me marchara, pero no parecía muy dispuesto a dejarme ir. Ahora, por fin, me vi obligado a hacerlo. Me levanté, y él tomó mi mano.
-Me gustaría obsequiarle algo como recuerdo de su visita al último filósofo de China, pero soy un hombre pobre y no sé qué es lo que podría darle que fuera digno de ser aceptado por usted.
Protesté, afirmando que el recuerdo de mi visita era en sí mismo un regalo inapreciable. Sonrió suavemente.
-Los hombres son cortos de memoria en estos días depravados, y quisiera darle algo más duradero. Le daría alguno de mis libros, pero usted no sabe leer en chino.
Me miró con amistosa perplejidad. De pronto tuve una idea.
-Deme usted una muestra de su caligrafía -le dije.
-¿En verdad le agradaría eso? -sonrió-. En mi juventud juzgaban que manejaba el pincel en una forma que no era del todo incorrecta.
Se sentó en su escritorio, tomó una blanca hoja de papel y la colocó frente a él. Derramó luego algunas gotas de agua sobre una piedra, frotó en esta la barrilla de tinta y tomó su pincel. Con amplio movimiento del brazo comenzó a escribir. Y mientras lo observaba recordé, un tanto divertido por cierto, algo más que me habían dicho de él. Parecía que el anciano caballero, siempre que podía reunir, a costa de grandes esfuerzos, algún dinerillo, lo gastaba licenciosamente en esas calles habitadas por ciertas damas, para designar a las cuales es empleado por lo general un eufemismo. Su hijo mayor, persona de cierta reputación en la ciudad, sentíase vejado y humillado por lo escandaloso de ese proceder, y solo su pronunciado sentido del deber filial le impedía reprochar con la debida severidad al libertino. Me atrevo a decir que para un hijo tal desenfreno debía ser desconcertante, pero el estudioso de la naturaleza humana podía considerarlo con ecuanimidad. Los filósofos están siempre inclinados a elaborar sus teorías en el gabinete, formulando conclusiones sobre una vida que solo conocen por conducto ajeno, indirectamente, y a menudo me ha parecido que sus trabajos tendrían una significación más precisa si se hubiesen expuesto ellos mismos a las dificultades que sobrevienen en la vida común de los hombres. Yo estaba dispuesto, pues, a considerar con indulgencia los regodeos del anciano caballero en lugares ocultos. Quizás no tratara sino dilucidar la más inescrutable de las ilusiones humanas.
Terminó de escribir. Para secar la tinta esparció un poco de ceniza sobre el papel y, poniéndose de pie, me lo entregó.
-¿Qué ha escrito usted? -pregunté.
Me pareció que asomaba un destello ligeramente malicioso en sus ojos.
-Me he atrevido a ofrecerle dos pequeños poemas que me pertenecen.
-No sabía que era usted poeta.
-Cuando China era aún un país incivilizado -replicó sarcástico-, todos los hombres educados podían escribir versos, al menos con elegancia.
Tomé la hoja de papel y observé los caracteres chinos: formaban sobre ella un dibujo agradable.
-¿No quiere darme también una traducción?
-“Tradutore, tradittore” -respondió-. No puede usted esperar que me traicione a mí mismo. Pídasela a alguno de sus amigos ingleses. Aquellos que más saben acerca de China, nada saben, pero por último hallará alguien que sea capaz de proporcionarle una interpretación de estos pocos versos, simples e imperfectos.
Me despedí de él, y con gran cortesía me guió hasta mi silla de manos. Cuando tuve oportunidad le di el poema a un sinólogo amigo mío, y esta es la versión que de él me hizo. Confieso que, sin duda lógicamente, me sentí algo desconcertado cuando lo leí.


Tú no me amabas entonces: tu voz era dulce;
tus manos tiernas; tus ojos estaban llenos de risa.

Y luego me amaste: tu voz era amarga;

tus manos crueles; tus ojos estaban llenos de lágrimas.

Qué pena, qué pena que por el amor

no pudieras ser amada.
Rogué que los años quisieran pasar veloces
para que pudieses perder

el brillo alborozado de tus ojos; 
la terza lozanía de tu piel,

y todo el cruel esplendor de tu maravillosa juventud.

Entonces tan solo yo sería tu amante

y tú no tendrías al fin sosiego.
Los años envidiosos pasaron muy pronto
y tú has perdido para siempre

el brillo alborozado de tus ojos; 
la tersa lozanía de tu piel,

y todo el hechicero esplendor de tu juventud.

¡Ah!, pero yo no te amo ahora

y no me importa si tú no tienes ya sosiego.

                                   FIN
                                                      
William Somerset Maugham escritor británico, autor de novelas, ensayos, cuentos y obras de teatro,  médico y  agente secreto. Durante la década de 1930 fue considerado el escritor más popular y mejor pagado del mundo. "Servidumbre humana,", "El filo de la navaja"
(25 de enero de 1874, Paris - Francia. 
16 de diciembre de 1965, Niza - Francia.)

El poeta

W. Somerset Maugham - Francia


No siento gran interés por la gente célebre, y no puedo soportar a esas personas que tienen la pasión de codearse con las grandes figuras. Cuando alguien me propone presentarme a una persona que se distingue de sus semejantes, ya sea por su categoría social o por sus proezas, trato por todos los medios de buscar una excusa aceptable que me permita evitar el honor del encuentro. Por lo tanto, cuando mi amigo Diego Torre dijo que iba a presentarme al señor de Santa Ana rehusé inmediatamente.
Este señor de Santa Ana no era sólo un renombrado poeta, sino también una figura romántica y, a pesar de todo, me hubiese gustado saber cómo sería en la pobreza un hombre cuyas aventuras, por lo menos en España, eran legendarias. Pero supe al mismo tiempo que era ya un anciano y que estaba enfermo, y no pude menos de pensar que hubiese sido para mí una molestia tener que encontrarme con un desconocido y extranjero a la vez.
Calixto de Santa Ana, que así se llamaba, era el último descendiente de una familia de grandes personajes, y en un mundo repudiado por Byron había llevado una vida completamente byroniana, narrando las aventuras de su azarosa existencia en una serie de poemas que le habían hecho famoso, pero que sus contemporáneos ignoraban por completo.
No me considero capaz de juzgar el valor que puedan haber tenido, pues los leí por primera vez cuando contaba veintitrés años. Entonces me sedujeron; denotaban pasión, altiva arrogancia y estaban llenos de vida. Me entusiasmaron, y aun hoy no puedo leerlos sin sentirme emocionado, ya que sus estrofas traen a mi memoria los más queridos momentos de mi juventud.
Me inclino a creer que Calixto de Santa Ana merece en sumo grado la reputación que goza entre la gente de habla hispánica. En aquel tiempo, toda la juventud tenía sus versos en los labios, y mis amigos no cesaban de hablarme de sus modales, de sus apasionados discursos -además de poeta era también político-, de su agudo ingenio y de sus amoríos.
Era un rebelde, y a veces también un bravo bandolero, pero, por encima de todo, era un fogoso amante.
Todos conocíamos la pasión que demostraba por tal o cual artista o cantante de renombre, pues habíamos leído hasta saberlos de memoria los encendidos sonetos en que describía su vehemente amor, sus angustias o sus odios. Sabíamos también que una aristócrata, descendiente de una orgullosa familia, habiendo cedido a sus ruegos, tomó despechada los hábitos cuando él dejó de amarla. Aplaudimos el romántico rasgo de la dama, ya que realzándola a ella halagábamos a nuestro poeta.
Pero todo esto sucedió hace muchos años, y durante un cuarto de siglo don Calixto se retiró desdeñosamente del mundo, que ya nada podía brindarle, viviendo solitariamente en Écija, su pueblo natal.
Hacía dos semanas que me encontraba en Sevilla, y cuando di a conocer mi intención de trasladarme allí, no por interés de conocerle, sino porque se trata de un pueblecito andaluz muy simpático y al que me unen gratos recuerdos, don Diego Torre se ofreció a darme una carta de presentación.
Parecía ser que don Calixto se dignaba algunas veces recibir la visita de los hombres de letras de la joven generación, con quienes conversaba imprimiendo tal fuego a sus palabras que electrizaba a sus oyentes, lo mismo que había hecho con sus poemas en la primavera de su vida.
-¿Y cómo está ahora? -pregunté.
-Espléndidamente.
-¿Tiene usted algún retrato suyo?
-Me gustaría tenerlo, pero se ha negado a dejarse retratar desde hace más de treinta y cinco años, alegando que no quiere que la posteridad lo conozca sino de joven.

Debo confesar que esta extraña forma de vanidad me conmovió. Se sabia que en su juventud había sido un hombre muy esbelto, y en una estrofa, escrita cuando comprendió que se desvanecería su aspecto juvenil, revelaba con qué amarga e irónica angustia contemplaba cómo esa gallardía que había sido la admiración de todos iba desapareciendo.

Sin embargo, rechacé la carta de presentación que me ofrecía mi amigo, contentándome con releer el poema que me era tan conocido. Por otra parte, prefería vagar por las silenciosas y soleadas calles de Écija en completa libertad.

Por esta razón, me sentí asombrado cuando la tarde de mi llegada al pueblo recibí una nota del mismo poeta. Don Diego le había escrito informándole de mi visita a Écija. Me hacía saber que le sería muy grato recibirme a la mañana siguiente, a eso de las once, sí tal hora me convenía.

En estas circunstancias no me quedaba otro remedio que ir a su casa en el día y a la hora sugeridos. Mi hotel daba a la plaza del pueblo, que en aquella mañana primaveral se hallaba muy animada. Pero tan pronto como me alejé de ella me pareció transitar por una ciudad casi desierta. No se veía ni un alma por las tortuosas y angostas calles, excepto alguna dama que regresaba de la iglesia.

Écija es, por excelencia, el pueblo de las iglesias, y no hay que alejarse mucho para ver alguna fachada derruida o la torre de algún templo donde anidan las palomas. En cierta ocasión me detuve para contemplar una fila de burros cubiertos con mantas descoloridas y cargados con unas cestas cuyo contenido no pude llegar a ver.

Pero Écija había sido en un tiempo lugar importante, y muchas de sus blancas casas lucen aún sobre las puertas de entrada imponentes escudos, pues a este lugar afluían las riquezas del Nuevo Mundo, y los aventureros que habían hecho fortuna en las Américas pasaban allí sus últimos años.

En una de esas casas vivía don Calixto. Mientras esperaba ante la enrejada puerta de entrada, después de haber tocado la campanilla, pensé con satisfacción que vivía en una casa en consonancia con su modo de ser. Había cierta grandeza en aquella entrada, que concordaba con la idea que me había formado del poeta.

Aunque sentí claramente el sonido de la campanilla cuando llamé, nadie acudió, por lo que me vi obligado a llamar varias veces más.

Por fin, una vieja se presentó.

-¿Qué desea, señor? -me preguntó. Tenía unos hermosos ojos negros, pero su mirada era hosca. Suponiendo que era el ama de llaves, le entregué mi tarjeta.

-Tengo una cita con el señor de la casa -le dije.

En el patio se notaba una agradable frescura. Era proporcionado, de lo cual se deducía que seguramente había sido construido por algún discípulo de los conquistadores. Los mosaicos estaban rotos, y en algunos lugares el revoque se había desprendido, dejando unas grandes manchas. Todo denotaba pobreza, pero también limpieza y dignidad.

Yo sabía ya que don Calixto era pobre. Había ganado dinero con facilidad, pero no habiéndole dado importancia lo había gastado sin miramientos. Era evidente que vivía en una penuria que desdeñaba tomar en consideración.

En el centro del patio había una mesa y dos sillones, y sobre aquélla varios periódicos de quince días atrás. Me pregunté qué sueños cruzarían por su mente cuando se sentaba allí a fumar un cigarrillo en las calurosas noches de verano.

De las paredes pendían varios cuadros típicamente españoles, algunos de ellos ennegrecidos y francamente feos, y aquí y allá unos bargueños sobre los cuales se veían algunas remendadas estatuas de barro. De una puerta colgaban dos pistolas, y pensé que tal vez hubieran sido utilizadas en el duelo celebrado a causa de la bailarina Pepa Montañez -la cual supongo que es ahora una bruja desdentada y vieja-, en el que había matado al duque de Dos Hermanas.

Este escenario, con las vagas reminiscencias que traía a la memoria, cuadraba tan perfectamente con el ambiente y la manera de ser del poeta que quedé completamente subyugado por el lugar.

Su noble indigencia le rodeaba de una aureola de gloria tan grande como la misma grandeza de su juventud. Se notaba que él también tenía el alma de los viejos conquistadores, y era decoroso que terminara sus días en aquella arruinada y magnífica casa.

Pensé que ésta era la forma en que debía vivir y morir un poeta de su talla.

Me sentía bastante sereno, aunque a la vez un poco enfadado ante la perspectiva de enfrentarme con él. Comencé a ponerme nervioso, y encendí un cigarrillo. Había llegado puntualmente, y me preguntaba cuál podía ser el motivo del retraso del viejo poeta. El silencio que reinaba por doquier era ciertamente molesto.

Fantasmas del pasado parecían cruzar el patio, mientras una época lejana surgía ante mis ojos. Los hombres de entonces poseían un espíritu aventurero y audaz que casi ha desaparecido hoy. No somos capaces de emular sus hazañas temerarias ni sus teatrales proezas.

Sentí un leve ruido, y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Cuando al fin lo vi bajar lentamente la escalera, contuve la respiración. Llevaba en la mano mi tarjeta. Era un hombre viejo, alto y excesivamente delgado; su apergaminado rostro tenía el color del marfil antiguo; su cabello era blanco y abundante. pero sus frondosas cejas conservaban aún su color negro, lo que contribuía a que fuese más lúgubre el resplandor de sus grandes ojos. Era extraño ver que a su edad sus enormes ojos negros conservaban aún todo su brillo. Su nariz era aguileña y más bien pequeña su boca. No apartaba sus ojos de mí mientras se acercaba, y se notaba en su mirada que se formaba un juicio sobre mi persona.

Vestía un traje negro, y en la mano llevaba su sombrero de ala ancha. Su porte denotaba dignidad y firmeza. Era tal como me lo había imaginado, y mientras lo observaba comprendí perfectamente por qué había influido en el ánimo de sus semejantes y se hacía adueñado de sus corazones. Era un poeta. en todo el sentido de la palabra.

Llegó al patio y se dirigió lentamente hacia mí. Tenía, en verdad, unos ojos de águila. Sentí una emoción incontenible. viendo ante mí al heredero de los grandes poetas de España: el inmortal Herrera, el tan recordado y patético Fray Luis, el místico san Juan de la Cruz y el avinagrado y oscuro Góngora, de gran renombre…

Era el único superviviente de ese linaje de grandes hombres y un digno representante de ellos. En mi corazón resonaban las bellas y tiernas canciones que habían hecho tan famoso el lirismo de don Calixto. Cuando estuvo ante mí me turbé y pronuncié la frase que había preparado y con la cual pensaba saludarle

-Conceptúo como un alto honor, maestro, que un extranjero como yo haya podido trabar conocimiento con un poeta de su fama.

Pude ver en sus penetrantes ojos cuánto le divertía la ocurrencia. Una leve sonrisa se dibujó un instante en sus austeros labios.

-Disculpe, señor. No soy poeta; soy un simple comerciante. Se ha confundido usted. Don Calixto vive al lado.
Me había equivocado de casa!

                                                FIN


El collar de perlas




W. Somerset Maugham - Francia
      
Yo estaba predispuesto a sentir antipatía por el señor Kelada aun sin haberlo conocido. La guerra acababa de terminar y el tráfico de pasajeros en las líneas oceánicas era intenso. Era difícil encontrar lugar y había que tomar lo que ofrecieran los agentes. No se podía esperar un camarote para uno solo, y yo agradecía el mío con sólo dos camas. Pero cuando escuché el nombre de mi compañero mi corazón se hundió. Sugirió puertas cerradas y la exclusión total del aire nocturno. Ya era bastante malo compartir un camarote por catorce días con cualquiera (yo viajaba de San Francisco a Yokohama), pero habría sido menos mi consternación si el nombre de mi compañero de cuarto hubiera sido Smith o Brown.

Cuando subí a bordo ya se encontraba ahí el equipaje del señor Kelada. No me gustó su aspecto, había demasiadas etiquetas en las valijas y el baúl de ropa era demasiado grande. Había desempacado sus objetos para el baño y observé el excelente Monsieur Coty; porque en el lavabo estaba su perfume, su jabón para el pelo y su brillantina.
Los cepillos del señor Kelada, ébano con su monograma en oro, habrían estado mejor para una friega. El señor Kelada no me gustaba en absoluto. Fui al salón fumador. Pedí un paquete de cartas y empecé a jugar paciencia.
Apenas había empezado cuando un hombre vino y me preguntó si no se equivocaba al pensar que mi nombre era tal y tal.
-Yo soy Kelada -añadió con una sonrisa que dejaba ver una fila de dientes brillantes, y se sentó.
-Oh, sí, compartimos un camarote, creo.
-Eso es suerte, diría yo. Uno nunca sabe con quién lo van a poner, me alegré cuando supe que usted era inglés. Soy partidario de que nosotros los ingleses nos congreguemos cuando estamos en el extranjero, usted me entiende.
Parpadeé.
-¿Es usted inglés? -pregunté, quizá con falta de tacto.
-Bastante. ¿Usted no creerá que soy estadounidense, o sí? Británico hasta la médula, eso es lo que soy.
Para probarlo, el señor Kelada sacó su pasaporte del bolsillo y lo desplegó bajo mi nariz.
El rey Jorge tiene muchos súbditos extraños. El señor Kelada era bajo y de complexión robusta, bien afeitado y de piel oscura, con una nariz carnosa y ganchuda y ojos grandes y brillantes. Su cabello era negro y levemente rizado. Hablaba con una fluidez en la que no había nada inglés y sus gestos eran exuberantes. Estuve seguro de que una inspección más detenida a su pasaporte habría traicionado el hecho de que el señor Kelada hubiera nacido bajo el cielo azul que suele verse en Inglaterra.
-¿Qué toma usted? -me preguntó.
Lo mire con vacilación. La prohibición estaba en vigor y todo indicaba que el barco estaba seco. Cuando no estoy sediento no sé que me desagrada más, si el ginger ale o el refresco de limón. Pero el señor Kelada me dirigió una brillante sonrisa oriental.
-Whisky con soda o un martini seco, usted solo tiene que decirlo.
Sacó un frasco de cada uno de sus bolsillos y los puso en la mesa ante mí. Escogí el martini, y llamando al camarero ordenó una jarra de hielo y un par de vasos.
-Muy buen coctel -dije yo.
-Bueno, hay muchos más en el lugar de donde vino éste, y si tiene amigos a bordo, dígales que tiene un camarada que posee todo el licor del mundo.
El señor Kelada era platicador. Habló de Nueva York y de San Francisco. Discutió obras de teatro, películas y política. Era patriótico. La bandera inglesa es un buen paño, pero cuando es ondeada por un el señor de Alejandría o Beirut, no puedo evitar sentir que de algún modo pierde algo de su dignidad. El señor Kelada era familiar. No deseo darme aires, pero no puedo evitar sentir que lo apropiado para un extraño total es poner “señor” antes de mi nombre cuando se dirige a mí. El señor Kelada, sin duda para que yo me sintiera cómodo, no empleaba tal formalidad. No me gustaba el señor Kelada. Yo había hecho a un lado las cartas cuando se sentó, pero ahora, pensando que para esta primera ocasión nuestra plática ya había durado bastante, seguí con mi juego.
-El tres sobre el cuatro -dijo el señor Kelada.
No hay nada más exasperante cuando usted está jugando paciencia que le digan dónde poner la carta que ha volteado antes de que la haya visto usted mismo.
-Está saliendo, está saliendo -gritó él-. El diez sobre la jota.
Furioso, di por terminado el solitario.
Entonces él tomó el paquete.
-¿Le gustan los juegos de cartas?
-No, odio los juegos de cartas -contesté.
-Sólo le mostraré este.
Me mostró tres. Entonces dije que bajaría al salón comedor y apartaría lugar a la mesa.
-Oh, eso está bien -dijo él-. Ya aparté un lugar para usted. Pensé que como estábamos en el mismo cuarto podríamos sentarnos en la misma mesa.
Repito que no me era simpático el señor Kelada.
No sólo compartía un camarote con él y comía con él tres comidas al día, sino que no podía caminar por el puente sin su compañía. Era imposible desairarlo. A él nunca se le ocurriría que no fuera deseado. Estaba seguro de que usted sería tan feliz de verlo como él a usted. En su propia casa usted lo habría sacado a patadas y cerrado la puerta en su cara sin que él tuviera la sospecha de que no era un visitante bienvenido. Era bueno para relacionarse y en tres días conocía a todos a bordo. Manejaba todo. Manejaba las loterías, conducía las subastas, recogía el dinero para los premios a los deportes, entregaba fichas y dirigía los juegos de golf, organizaba el concierto y el baile de trajes típicos. Estaba en todas partes siempre. Con certeza, era el hombre más odiado en el mundo. Lo llamábamos el señor sabelotodo, incluso en su cara. Lo tomaba como un halago. Pero era en las comidas cuando resultaba más intolerable. La mayor parte de una hora nos tenía a su merced. Era entusiasta, jovial, locuaz y argumentativo. Sabía todo mejor que cualquiera, y era una afrenta a su sobresaliente vanidad que usted estuviera en desacuerdo con él. No soltaría un tema, sin importar qué poco importante fuera, hasta que lo hubiera llevado a su propia forma de pensar. Nunca se le ocurrió la posibilidad de estar equivocado. Era el tipo que sabía.   Nos sentamos ante la mesa del doctor. El señor Kelada impondría su estilo, porque el doctor era perezoso y yo era un indiferente total, excepto por un hombre llamado Ramsay que también se sentó ahí. Era tan dogmático como el señor Kelada y resentía amargamente la arrogancia levantina. Las discusiones que tuvieron fueron encendidas e interminables. Ramsay estaba en el servicio consular estadounidense y radicado en Kobe. Era un gran tipo corpulento del medio oeste, con grasa suelta debajo de una piel apretada, y se desbordaba en su ropa de almacén. Regresaba a su puesto, luego de recoger a su mujer en Nueva York que había pasado un año ahí. La señora Ramsay tenía su gracia, con formas agradables y sentido del humor. El servicio consular es mal pagado, y ella se vestía muy sencillo, pero sabía cómo portar su ropa. Lograba un efecto de serena distinción. No le habría prestado ninguna atención especial, pero ella poseía una cualidad que puede ser bastante común entre las mujeres, pero actualmente no es común en su apariencia. En ella brillaba como una flor en un frac.
Una noche en la cena la conversación derivó por suerte sobre el tema de las perlas. En los periódicos habían aparecido muchas notas sobre las perlas cultivadas que estaban fabricando los astutos japoneses, y el doctor señaló que éstas disminuirían el valor de las verdaderas inevitablemente. Ya eran muy buenas y pronto serían perfectas. El señor Kelada, como era su costumbre, se arrojó sobre el nuevo tema. Nos dijo todo lo que había que saber sobre las perlas. Yo no pensé que Ramsay supiera nada sobre ellas en absoluto, pero no pudo resistirse a tener un choque con el levantino, y en cinco minutos estábamos en medio de una discusión acalorada. Antes había visto a Kelada vehemente y voluble, pero nunca tan vehemente y voluble como ahora. Al fin, algo que dijo Ramsay lo prendió, porque dio un puñetazo en la mesa y gritó.
-Bueno, yo debo saber de lo que hablo, voy a Japón para ver este asunto de las perlas japonesas. Estoy en el negocio y no existe un hombre que les diga que lo que yo digo sobre las perlas es falso. Conozco las mejores perlas del mundo, y lo que yo no sepa de perlas no vale la pena saberlo.
Esto era una noticia para nosotros, porque el señor Kelada, con toda su locuacidad, no había dicho a nadie cuál era su negocio. Sabíamos vagamente que iba a Japón para alguna diligencia comercial. Miró alrededor de la mesa en forma triunfal.
-Nunca serán capaces de hacer una perla cultivada que un experto como yo no pueda detectar con medio ojo -señaló el collar que llevaba la señora Ramsay-. Puede creerme, señora Ramsay, ese collar que usted lleva nunca valdrá un centavo menos que ahora.
La señora Ramsay se ruborizó con modestia y deslizó el collar dentro de su vestido. Ramsay se aproximó. Nos miró mientras asomaba una sonrisa en sus ojos.
-Es un bonito collar el de la señora Ramsay. ¿No es así?
-Lo percibí de inmediato -contestó el señor Kelada- y, me dije: “No cabe duda: son perlas legítimas”.
-No las compré yo mismo, claro está. Me interesaría saber cuánto piensa usted que cuestan.
-Oh, en el comercio por ahí unos quince mil dólares. Pero si se compró en la Quinta Avenida no me sorprendería que se hubieran pagado hasta treinta mil dólares.
Ramsay sonrió secamente.
-Sin duda le sorprendería saber que la señora Ramsay compró ese collar, la víspera de nuestra salida de Nueva York, por dieciocho dólares en uno de los grandes almacenes de la ciudad.
El señor Kelada enrojeció.
-Nada de eso. No sólo es legítimo, sino es un collar tan bueno por su tamaño como nunca he visto.
-¿Apostaría por eso? Le apuesto cien dólares a que es imitación.
-De acuerdo.
-Oh, Ulmeh, no puedes apostar sobre un hecho cierto -dijo la señora Ramsay.
Ella tenía una sonrisa gentil en los labios y un tono suavemente desaprobatorio.
-¿No puedo? Si tengo la oportunidad de obtener dinero así de fácil sería un gran tonto si no lo tomara.
-¿Pero cómo puede probarse? -añadió ella-. Sólo es mi palabra contra la del señor Kelada.
-Déjeme mirar el collar, y si es una imitación se lo diré de inmediato. Puedo permitirme perder cien dólares -dijo el señor Kelada.
-Quítatelo, querida. Deja que el caballero lo mire tanto como quiera.
La señora Ramsay dudó un momento. Llevó sus manos al broche.
-No puedo quitármelo -dijo-. El señor Kelada tendrá que dar por buena mi palabra.
Tuve una súbita sospecha de que iba a ocurrir algo desafortunado, pero no se me ocurrió nada qué decir.
Ramsay brincó.
-Yo lo desataré.
Le entregó el collar al señor Kelada. El levantino sacó una lupa de su bolsillo y lo examinó detenidamente. Una sonrisa de triunfo se extendió en su suave cara morena. Regresó el collar. Estaba a punto de hablar. De repente observó el rostro de la señora Ramsay. Estaba tan blanca que parecía a punto de desmayarse. Lo miraba con ojos muy abiertos y una expresión de terror. Parecía una súplica desesperada; era tan claro que me pregunté por qué su marido no lo veía.
El señor Kelada se detuvo con la boca abierta. Se ruborizó profundamente. Usted casi podía ver el esfuerzo que hacía para vencer su convicción.
-Me equivoqué -dijo-. Es una muy buena imitación, pero claro, tan pronto como lo vi bajo mi lupa me di cuenta que no era real. Creo que dieciocho dólares es lo más que podría darse por esa bagatela.
Sacó del bolsillo un billete de cien dólares. Se lo entregó a Ramsay sin decir palabra.
-Tal vez eso le enseñe a no ser tan obcecado la próxima vez, mi joven amigo -dijo Ramsay al tomar el billete.
Percibí un temblor en las manos del señor Kelada.
La historia se esparció por el barco como hacen las historias, y tuvo que soportar muchas bromas esa noche. Se consideraba todo un triunfo haberlo vencido en algo. Pero la señora Ramsay se retiró a su cuarto con un fuerte dolor de cabeza.
Por la mañana me levanté y empecé a rasurarme. El señor Kelada yacía en su cama fumando un cigarro. De repente escuché el pequeño sonido de un roce y vi una carta que empujaban por debajo de la puerta. Abrí la puerta y miré. No había nadie. Levanté la carta y vi que estaba dirigida a Max Kelada. Estaba escrita en letras negras. Se la entregué.
-¿De quién será? -preguntó al abrirlo-.¡Oh! -exclamó, sacando del sobre no una carta sino un billete de cien dólares. Me miró y se ruborizó. Rompió el sobre y me dijo entregándomelo:
-¿Podría arrojarlos por la ventanilla?
Así lo hice, y entonces observé una velada sonrisa.
-A nadie le gusta que lo vean como un perfecto idiota -dijo.
-Entonces, ¿las perlas eran legítimas? – le pregunté.
-Si yo tuviera una esposa joven y bonita, como esa, no la dejaría pasar un año en Nueva York mientras yo estuviera en Kobe -dijo él.
En ese momento no me fue tan antipático del todo el señor Kelada. Sacó su cartera y puso en ella el billete de cien dólares. 

FIN