jueves, 9 de abril de 2020

El último filósofo

W. Somerset Maugham - Francia

Fue para mí algo sorprendente hallar una ciudad tan vasta en un lugar que me pareció tan remoto. Mirando desde sus almenadas puertas hacia occidente podían divisarse las nevadas montañas del Tíbet. Era tan populosa que solo era posible caminar con comodidad por las murallas, y un paseante rápido tardaba tres horas en completar el perímetro. No había ferrocarril en mil millas a la redonda, y el río junto al cual se hallaba era tan poco profundo que solo algunos juncos de ligero porte podían navegarlo sin peligro. Cinco días en sampán eran necesarios para alcanzar el Yangtsé Superior. Por momentos uno se preguntaba si los trenes y los vapores son tan necesarios para el transcurrir de la vida como creemos los que los empleamos todos los días, pues aquí un millón de personas estaban enteramente dedicadas al comercio, al arte y a la reflexión.


Y aquí vivía un filósofo de fama, el deseo de ver al cual había sido para mí uno de los principales incentivos de un viaje un tanto arduo. Se trataba de la máxima autoridad de China en la sabiduría de Confucio. Decíase que hablaba con fluidez el inglés y el alemán. Había sido durante muchos años secretario de uno de los virreyes más grande de la emperatriz viuda, pero ahora vivía en retiro.
En ciertos días de la semana, sin embargo, abría sus puertas a aquellos que deseaban aprovechar su erudición y discurría sobre las enseñanzas de Confucio. Tenía un grupo de discípulos, pero era muy reducido, pues la mayoría de los estudiantes prefería, a su modesta morada y sus severas exhortaciones, los suntuosos edificios de la universidad extranjera y la provechosa ciencia de los “bárbaros”, que solo era mencionada ante él para ser desdeñosamente reprobada. Por todo lo que supe de él deduje que se trataba de un hombre de carácter.
Cuando anuncié mi deseo de conocer personalmente a este distinguido personaje mi huésped se ofreció de inmediato para concertar una entrevista, pero los días pasaban y nada ocurría. Traté de averiguar algo, y mi huésped se alzó de hombros.
-Le envié una chiquilla para decirle que venga -dijo-. No sé por qué no habrá aparecido aún por aquí. Es un viejo algo intratable.
No me parecía propio dirigirse a un filósofo en forma tan altiva, y por tanto apenas me sorprendió que hubiese ignorado una intimación como esa. Le envié una carta inquiriéndole, en los términos más corteses que pude encontrar, si me permitiría hacerle una visita, y al cabo de dos horas recibí una respuesta citándome para la mañana siguiente a las diez.
Fui conducido en una silla de manos, y el camino parecía interminable. Atravesé calles y más calles, atestadas de gente al principio, desiertas luego, hasta que llegué por fin a una casa, solitaria y silenciosa; frente a una pequeña puerta situada en una larga pared blanca mis portadores descendieron la silla. Uno de ellos llamó, y después de un tiempo considerable se abrió una mirilla, por la que asomaron un par de ojos negros, hubo un breve coloquio y por último fui admitido. Un joven de rostro descolorido y aspecto marchito, pobrememente vestido, me hizo una seña para que lo siguiera. No sé si era un criado o un discípulo del gran hombre. Pasé por un patio descuidado y fui introducido en una habitación larga y baja, escasamente amueblada con un escritorio americano de cortina, un par de sillas de madera negra y dos mesillas chinas. Había contra las paredes algunos anaqueles en los cuales alineábase gran número de libros: la mayor parte de ellos eran, por supuesto, chinos, pero había también muchas obras científicas y filosóficas en inglés, francés y alemán, y cientos de números sueltos de revistas especializadas. En los espacios de pared que no estaban ocupados por libros colgaban pergaminos en los cuales, con diversas caligrafías, había textos escritos que supongo serían citas de Confucio. El piso carecía de alfombra. Era una habitación fría, desnuda e inconfortable. Su sombrío aspecto solo era suavizado por un crisantemo amarillo que se erguía sobre el escritorio en un alto florero de cristal.
Aguardé algunos momentos, y el joven que me había introducido trajo una tetera, dos tazas y un atado de cigarrillos de Virginia. Al tiempo que él salía entró el filósofo. Me apresuré a expresar mi agradecimiento por el honor que me hacía permitiéndome visitarlo. Me señaló una silla y sirvió el té.
-Me siento realmente halagado de que usted haya sentido deseos de verme -replicó-. Sus compatriotas tratan solo con culis y agentes compradores, y creen que todos los chinos deben ser una u otra cosa.
Me atrevía a protestar, pero no había alcanzado a captar el sentido de su sutileza. Se reclinó en su silla y me miró con expresión burlona.
-Creen que no tienen más que hacer una seña y nosotros debemos ir.
Comprendí que aún se hallaba resentido por el desafortunado mensaje de mi amigo. No supe qué contestar, y murmuré algo a modo de disculpa.
Era un hombre anciano, alto, con una fina coleta gris y grandes ojos brillantes bajo los cuales habíanse formado pesadas bolsas. Sus dientes estaban rotos y descoloridos. Era en extremo delgado y sus manos, pequeñas y transparentes, eran arrugadas y ganchudas. Me habían dicho que acostumbraba fumar opio. Estaba vestido con una túnica negra muy raída, un pequeño gorro negro, y unos pantalones gris oscuro atados al tobillo, todo ello muy sucio y descuidado. Estaba atisbándome. No sabía qué actitud tomar y tenía el aspecto de un hombre que se pone en guardia. El filósofo ocupa, por supuesto, un rango real entre aquellos que se interesan por las cosas del espíritu; según nos ha enseñado Benjamín Disraeli, la realeza debe ser tratada con abundantes lisonjas. Aproveché esa doctrina, y noté de inmediato cierto aflojamiento en su expresión y en toda su apariencia. Era como un hombre que hubiese estado posando, rígido y forzado, para que le tomaran una fotografía, pero que al escuchar el clic del obturador abandona su tiesura y vuelve a su natural desembarazo. Me mostró sus libros.
-Me recibí de doctor en filosofía en Berlín -me dijo-, y después estudié por algún tiempo en Oxford. Pero los ingleses, permítame usted que lo diga, no tienen gran aptitud para la filosofía.
Si bien dio a la observación un carácter apologético, era evidente que no le desagradaba decir algo ligeramente descortés.
-Sin embargo, hemos tenido filósofos que no han carecido de influencia en el mundo del pensamiento -sugerí yo.
-¿Hume y Berkeley? Los filósofos que enseñaban en Oxford cuando yo estaba allí, se preocupaban siempre de no ofender a sus colegas teológicos. No seguían sus reflexiones hasta arribar a su consecuencia lógica en caso de que con ellas arriesgaran su posición en el ambiente universitario.
-¿Ha estudiado usted la moderna evolución de la filosofía en Estados Unidos? -le pregunté.
-¿Se refiere usted al pragmatismo? Es el último refugio de aquellos que desean creer en lo increíble. Me sirvo mucho más del petróleo norteamericano que de su filosofía.
Sus juicios eran mordaces. Nos sentamos nuevamente y tomamos otra taza de té. Hablaba en un inglés algo formal pero idiomático, y de vez en cuando se ayudaba con una frase en alemán; hasta donde era posible que un hombre de ese carácter obstinado fuese influído, lo había sido por Alemania. El método y la perseverancia alemana lo habían impresionado profundamente, y tuvo una manifiesta demostración de su agudeza filosófica cuando un erudito profesor publicó en una revista especializada en la materia un ensayo sobre uno de sus trabajos.
-He escrito veinte libros -dijo-. Y esta es la única mención que se ha hecho de mí en una publicación europea.
Pero un estudio de la filosofía occidental solo había servido, al fin, para convencerlo de que la sabiduría iba a ser hallada después de todo dentro de los límites de los cánones de Confucio. Aceptaba su filosofía con convicción. Respondía a las necesidades de su espíritu con una integridad que hacía que todas las enseñanzas recibidas en el extranjero parecieran vanas. Yo estaba especialmente interesado en este aspecto porque venía a corroborar una opinión mía de que la filosofía es, más que la lógica, una cuestión de carácter: el filósofo cree no de acuerdo a la evidencia, sino de acuerdo a su propio temperamento, y su pensamiento, su reflexión, sirve simplemente para hacer razonable lo que su instinto considera como cierto. Si el confucionismo logró un apoyo tan firme por parte de los chinos es debido a que les dio explicaciones y conceptos en una medida que ningún otro sistema del pensamiento pudo hacerlo.
Mi huésped encendió un cigarrillo. Su voz, al principio suave y fatigada, iba ganando en volumen a medida que se interesaba más en lo que decía. No había en él nada de la calma del sabio. Era un polemista y un luchador que abominaba el moderno clamor en pro del individualismo. Para él la sociedad era la unidad, y la familia la base de la sociedad. Defendía la antigua China y la antigua escuela, la monarquía y los rígidos cánones de Confucio. Se encolerizaba y hablaba con tono severo al referirse a los estudiantes recién llegados de las universidades extranjeras, que con sacrílegas manos daban por tierra con la civilización más antigua del mundo.
-¿Pero saben ustedes lo que están haciendo? -exclamaba-. ¿Cuál es la razón por la cual se consideran superiores a nosotros? ¿Nos han aventajado acaso en las artes o en las letras? ¿Han sido nuestros pensadores menos profundos que los de ustedes? ¿Ha sido nuestra civilización menos elaborada, menos complicada, menos refinada que la de ustedes? Hombre, cuando ustedes vivían aún en las cavernas y se cubrían con pieles, nosotros éramos ya un pueblo culto. ¿Saben ustedes que hemos ensayado un experimento que es único en la historia del mundo? Hemos tratado de gobernar este gran país no por la fuerza, sino por la sabiduría. Y durante muchos siglos hemos tenido éxito. Y entonces, ¿por qué el hombre blanco desprecia al amarillo? ¿Debo yo decírselo? Porque el hombre blanco ha inventado la ametralladora. Esa es su superioridad. Nosotros somos una horda indefensa, y ustedes pueden mandarnos de un soplido a la eternidad. Han hecho añicos el sueño de nuestros filósofos de que el mundo podía ser gobernado por el poder de la ley y el orden. Y ahora están enseñando a nuestros jóvenes su secreto. Nos han impuesto sus monstruosas invenciones. ¿No saben acaso que tenemos un genio extraordinario para la mecánica? ¿No saben que hay en este país cuatrocientos millones de almas que constituyen el pueblo más práctico e industrioso del mundo? ¿Creen que tardaremos mucho tiempo en aprender? ¿Y qué será de su superioridad cuando el amarillo pueda hacer tan buenas ametralladoras como el blanco y emplearlas con la misma eficacia? Ustedes han recurrido a la ametralladora, y por la ametralladora serán juzgados.
Pero en ese momento fuimos interrumpidos. Una muchachita entró calladamente y se aproximó con gesto cariñoso al anciano caballero, mientras clavaba en mí sus ojos curiosos. Mi huésped me dijo que era su hija más pequeña. La rodeó con los brazos y murmurando tiernas palabras la besó amorosamente. La niña vestía una chaqueta negra y unos pantalones que apenas le llegaban hasta los tobillos, y a su espalda colgaba una larga coleta. Había nacido el mismo día que la revolución tuvo un feliz desenlace por la abdicación del Emperador.
-Entonces pensé que mi hija era el heraldo anunciador de la Primavera, anunciador de del nacimiento de una nueva época -dijo-. Pero no fue sino la última flor del otoño de esta gran nación, de su decadencia.
Sacó de un cajón de su escritorio algunas monedas y, luego de dárselas a la niña, la despidió con un beso.
-Habrá notado usted que yo uso coleta -dijo, tomándola en sus manos-. Es todo un símbolo. Yo soy el último representante de la antigua China.
Me refirió, con tono más apacible ahora, cómo los filósofos de otros días muy lejanos viajaban de Estado en Estado con sus discípulos, enseñando a todos aquellos que eran dignos de aprender. Los reyes los llamaban para integrar sus consejos y los designaban gobernantes de sus ciudades. Su erudición era grande y sus elocuentes frases prestaban una multicolor vitalidad a los incidentes de la historia de su país que me relataba. No podía evitar considerarlo como una figura un tanto patética. Sentíase con la capacidad necesaria como para gobernar el Estado, pero allí no había rey que le confiara el cargo; poseía gran abundancia de conocimientos que estaba ansioso de impartir a los innumerables estudiantes que su alma anhelaba, pero solo acudían a escucharlo unos pocos y mezquinos provincianos, obtusos y medio muertos de hambre.
Una o dos veces la discreción me había hecho sugerir que era hora de que me marchara, pero no parecía muy dispuesto a dejarme ir. Ahora, por fin, me vi obligado a hacerlo. Me levanté, y él tomó mi mano.
-Me gustaría obsequiarle algo como recuerdo de su visita al último filósofo de China, pero soy un hombre pobre y no sé qué es lo que podría darle que fuera digno de ser aceptado por usted.
Protesté, afirmando que el recuerdo de mi visita era en sí mismo un regalo inapreciable. Sonrió suavemente.
-Los hombres son cortos de memoria en estos días depravados, y quisiera darle algo más duradero. Le daría alguno de mis libros, pero usted no sabe leer en chino.
Me miró con amistosa perplejidad. De pronto tuve una idea.
-Deme usted una muestra de su caligrafía -le dije.
-¿En verdad le agradaría eso? -sonrió-. En mi juventud juzgaban que manejaba el pincel en una forma que no era del todo incorrecta.
Se sentó en su escritorio, tomó una blanca hoja de papel y la colocó frente a él. Derramó luego algunas gotas de agua sobre una piedra, frotó en esta la barrilla de tinta y tomó su pincel. Con amplio movimiento del brazo comenzó a escribir. Y mientras lo observaba recordé, un tanto divertido por cierto, algo más que me habían dicho de él. Parecía que el anciano caballero, siempre que podía reunir, a costa de grandes esfuerzos, algún dinerillo, lo gastaba licenciosamente en esas calles habitadas por ciertas damas, para designar a las cuales es empleado por lo general un eufemismo. Su hijo mayor, persona de cierta reputación en la ciudad, sentíase vejado y humillado por lo escandaloso de ese proceder, y solo su pronunciado sentido del deber filial le impedía reprochar con la debida severidad al libertino. Me atrevo a decir que para un hijo tal desenfreno debía ser desconcertante, pero el estudioso de la naturaleza humana podía considerarlo con ecuanimidad. Los filósofos están siempre inclinados a elaborar sus teorías en el gabinete, formulando conclusiones sobre una vida que solo conocen por conducto ajeno, indirectamente, y a menudo me ha parecido que sus trabajos tendrían una significación más precisa si se hubiesen expuesto ellos mismos a las dificultades que sobrevienen en la vida común de los hombres. Yo estaba dispuesto, pues, a considerar con indulgencia los regodeos del anciano caballero en lugares ocultos. Quizás no tratara sino dilucidar la más inescrutable de las ilusiones humanas.
Terminó de escribir. Para secar la tinta esparció un poco de ceniza sobre el papel y, poniéndose de pie, me lo entregó.
-¿Qué ha escrito usted? -pregunté.
Me pareció que asomaba un destello ligeramente malicioso en sus ojos.
-Me he atrevido a ofrecerle dos pequeños poemas que me pertenecen.
-No sabía que era usted poeta.
-Cuando China era aún un país incivilizado -replicó sarcástico-, todos los hombres educados podían escribir versos, al menos con elegancia.
Tomé la hoja de papel y observé los caracteres chinos: formaban sobre ella un dibujo agradable.
-¿No quiere darme también una traducción?
-“Tradutore, tradittore” -respondió-. No puede usted esperar que me traicione a mí mismo. Pídasela a alguno de sus amigos ingleses. Aquellos que más saben acerca de China, nada saben, pero por último hallará alguien que sea capaz de proporcionarle una interpretación de estos pocos versos, simples e imperfectos.
Me despedí de él, y con gran cortesía me guió hasta mi silla de manos. Cuando tuve oportunidad le di el poema a un sinólogo amigo mío, y esta es la versión que de él me hizo. Confieso que, sin duda lógicamente, me sentí algo desconcertado cuando lo leí.


Tú no me amabas entonces: tu voz era dulce;
tus manos tiernas; tus ojos estaban llenos de risa.

Y luego me amaste: tu voz era amarga;

tus manos crueles; tus ojos estaban llenos de lágrimas.

Qué pena, qué pena que por el amor

no pudieras ser amada.
Rogué que los años quisieran pasar veloces
para que pudieses perder

el brillo alborozado de tus ojos; 
la terza lozanía de tu piel,

y todo el cruel esplendor de tu maravillosa juventud.

Entonces tan solo yo sería tu amante

y tú no tendrías al fin sosiego.
Los años envidiosos pasaron muy pronto
y tú has perdido para siempre

el brillo alborozado de tus ojos; 
la tersa lozanía de tu piel,

y todo el hechicero esplendor de tu juventud.

¡Ah!, pero yo no te amo ahora

y no me importa si tú no tienes ya sosiego.

                                   FIN
                                                      
William Somerset Maugham escritor británico, autor de novelas, ensayos, cuentos y obras de teatro,  médico y  agente secreto. Durante la década de 1930 fue considerado el escritor más popular y mejor pagado del mundo. "Servidumbre humana,", "El filo de la navaja"
(25 de enero de 1874, Paris - Francia. 
16 de diciembre de 1965, Niza - Francia.)

El poeta

W. Somerset Maugham - Francia


No siento gran interés por la gente célebre, y no puedo soportar a esas personas que tienen la pasión de codearse con las grandes figuras. Cuando alguien me propone presentarme a una persona que se distingue de sus semejantes, ya sea por su categoría social o por sus proezas, trato por todos los medios de buscar una excusa aceptable que me permita evitar el honor del encuentro. Por lo tanto, cuando mi amigo Diego Torre dijo que iba a presentarme al señor de Santa Ana rehusé inmediatamente.
Este señor de Santa Ana no era sólo un renombrado poeta, sino también una figura romántica y, a pesar de todo, me hubiese gustado saber cómo sería en la pobreza un hombre cuyas aventuras, por lo menos en España, eran legendarias. Pero supe al mismo tiempo que era ya un anciano y que estaba enfermo, y no pude menos de pensar que hubiese sido para mí una molestia tener que encontrarme con un desconocido y extranjero a la vez.
Calixto de Santa Ana, que así se llamaba, era el último descendiente de una familia de grandes personajes, y en un mundo repudiado por Byron había llevado una vida completamente byroniana, narrando las aventuras de su azarosa existencia en una serie de poemas que le habían hecho famoso, pero que sus contemporáneos ignoraban por completo.
No me considero capaz de juzgar el valor que puedan haber tenido, pues los leí por primera vez cuando contaba veintitrés años. Entonces me sedujeron; denotaban pasión, altiva arrogancia y estaban llenos de vida. Me entusiasmaron, y aun hoy no puedo leerlos sin sentirme emocionado, ya que sus estrofas traen a mi memoria los más queridos momentos de mi juventud.
Me inclino a creer que Calixto de Santa Ana merece en sumo grado la reputación que goza entre la gente de habla hispánica. En aquel tiempo, toda la juventud tenía sus versos en los labios, y mis amigos no cesaban de hablarme de sus modales, de sus apasionados discursos -además de poeta era también político-, de su agudo ingenio y de sus amoríos.
Era un rebelde, y a veces también un bravo bandolero, pero, por encima de todo, era un fogoso amante.
Todos conocíamos la pasión que demostraba por tal o cual artista o cantante de renombre, pues habíamos leído hasta saberlos de memoria los encendidos sonetos en que describía su vehemente amor, sus angustias o sus odios. Sabíamos también que una aristócrata, descendiente de una orgullosa familia, habiendo cedido a sus ruegos, tomó despechada los hábitos cuando él dejó de amarla. Aplaudimos el romántico rasgo de la dama, ya que realzándola a ella halagábamos a nuestro poeta.
Pero todo esto sucedió hace muchos años, y durante un cuarto de siglo don Calixto se retiró desdeñosamente del mundo, que ya nada podía brindarle, viviendo solitariamente en Écija, su pueblo natal.
Hacía dos semanas que me encontraba en Sevilla, y cuando di a conocer mi intención de trasladarme allí, no por interés de conocerle, sino porque se trata de un pueblecito andaluz muy simpático y al que me unen gratos recuerdos, don Diego Torre se ofreció a darme una carta de presentación.
Parecía ser que don Calixto se dignaba algunas veces recibir la visita de los hombres de letras de la joven generación, con quienes conversaba imprimiendo tal fuego a sus palabras que electrizaba a sus oyentes, lo mismo que había hecho con sus poemas en la primavera de su vida.
-¿Y cómo está ahora? -pregunté.
-Espléndidamente.
-¿Tiene usted algún retrato suyo?
-Me gustaría tenerlo, pero se ha negado a dejarse retratar desde hace más de treinta y cinco años, alegando que no quiere que la posteridad lo conozca sino de joven.

Debo confesar que esta extraña forma de vanidad me conmovió. Se sabia que en su juventud había sido un hombre muy esbelto, y en una estrofa, escrita cuando comprendió que se desvanecería su aspecto juvenil, revelaba con qué amarga e irónica angustia contemplaba cómo esa gallardía que había sido la admiración de todos iba desapareciendo.

Sin embargo, rechacé la carta de presentación que me ofrecía mi amigo, contentándome con releer el poema que me era tan conocido. Por otra parte, prefería vagar por las silenciosas y soleadas calles de Écija en completa libertad.

Por esta razón, me sentí asombrado cuando la tarde de mi llegada al pueblo recibí una nota del mismo poeta. Don Diego le había escrito informándole de mi visita a Écija. Me hacía saber que le sería muy grato recibirme a la mañana siguiente, a eso de las once, sí tal hora me convenía.

En estas circunstancias no me quedaba otro remedio que ir a su casa en el día y a la hora sugeridos. Mi hotel daba a la plaza del pueblo, que en aquella mañana primaveral se hallaba muy animada. Pero tan pronto como me alejé de ella me pareció transitar por una ciudad casi desierta. No se veía ni un alma por las tortuosas y angostas calles, excepto alguna dama que regresaba de la iglesia.

Écija es, por excelencia, el pueblo de las iglesias, y no hay que alejarse mucho para ver alguna fachada derruida o la torre de algún templo donde anidan las palomas. En cierta ocasión me detuve para contemplar una fila de burros cubiertos con mantas descoloridas y cargados con unas cestas cuyo contenido no pude llegar a ver.

Pero Écija había sido en un tiempo lugar importante, y muchas de sus blancas casas lucen aún sobre las puertas de entrada imponentes escudos, pues a este lugar afluían las riquezas del Nuevo Mundo, y los aventureros que habían hecho fortuna en las Américas pasaban allí sus últimos años.

En una de esas casas vivía don Calixto. Mientras esperaba ante la enrejada puerta de entrada, después de haber tocado la campanilla, pensé con satisfacción que vivía en una casa en consonancia con su modo de ser. Había cierta grandeza en aquella entrada, que concordaba con la idea que me había formado del poeta.

Aunque sentí claramente el sonido de la campanilla cuando llamé, nadie acudió, por lo que me vi obligado a llamar varias veces más.

Por fin, una vieja se presentó.

-¿Qué desea, señor? -me preguntó. Tenía unos hermosos ojos negros, pero su mirada era hosca. Suponiendo que era el ama de llaves, le entregué mi tarjeta.

-Tengo una cita con el señor de la casa -le dije.

En el patio se notaba una agradable frescura. Era proporcionado, de lo cual se deducía que seguramente había sido construido por algún discípulo de los conquistadores. Los mosaicos estaban rotos, y en algunos lugares el revoque se había desprendido, dejando unas grandes manchas. Todo denotaba pobreza, pero también limpieza y dignidad.

Yo sabía ya que don Calixto era pobre. Había ganado dinero con facilidad, pero no habiéndole dado importancia lo había gastado sin miramientos. Era evidente que vivía en una penuria que desdeñaba tomar en consideración.

En el centro del patio había una mesa y dos sillones, y sobre aquélla varios periódicos de quince días atrás. Me pregunté qué sueños cruzarían por su mente cuando se sentaba allí a fumar un cigarrillo en las calurosas noches de verano.

De las paredes pendían varios cuadros típicamente españoles, algunos de ellos ennegrecidos y francamente feos, y aquí y allá unos bargueños sobre los cuales se veían algunas remendadas estatuas de barro. De una puerta colgaban dos pistolas, y pensé que tal vez hubieran sido utilizadas en el duelo celebrado a causa de la bailarina Pepa Montañez -la cual supongo que es ahora una bruja desdentada y vieja-, en el que había matado al duque de Dos Hermanas.

Este escenario, con las vagas reminiscencias que traía a la memoria, cuadraba tan perfectamente con el ambiente y la manera de ser del poeta que quedé completamente subyugado por el lugar.

Su noble indigencia le rodeaba de una aureola de gloria tan grande como la misma grandeza de su juventud. Se notaba que él también tenía el alma de los viejos conquistadores, y era decoroso que terminara sus días en aquella arruinada y magnífica casa.

Pensé que ésta era la forma en que debía vivir y morir un poeta de su talla.

Me sentía bastante sereno, aunque a la vez un poco enfadado ante la perspectiva de enfrentarme con él. Comencé a ponerme nervioso, y encendí un cigarrillo. Había llegado puntualmente, y me preguntaba cuál podía ser el motivo del retraso del viejo poeta. El silencio que reinaba por doquier era ciertamente molesto.

Fantasmas del pasado parecían cruzar el patio, mientras una época lejana surgía ante mis ojos. Los hombres de entonces poseían un espíritu aventurero y audaz que casi ha desaparecido hoy. No somos capaces de emular sus hazañas temerarias ni sus teatrales proezas.

Sentí un leve ruido, y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Cuando al fin lo vi bajar lentamente la escalera, contuve la respiración. Llevaba en la mano mi tarjeta. Era un hombre viejo, alto y excesivamente delgado; su apergaminado rostro tenía el color del marfil antiguo; su cabello era blanco y abundante. pero sus frondosas cejas conservaban aún su color negro, lo que contribuía a que fuese más lúgubre el resplandor de sus grandes ojos. Era extraño ver que a su edad sus enormes ojos negros conservaban aún todo su brillo. Su nariz era aguileña y más bien pequeña su boca. No apartaba sus ojos de mí mientras se acercaba, y se notaba en su mirada que se formaba un juicio sobre mi persona.

Vestía un traje negro, y en la mano llevaba su sombrero de ala ancha. Su porte denotaba dignidad y firmeza. Era tal como me lo había imaginado, y mientras lo observaba comprendí perfectamente por qué había influido en el ánimo de sus semejantes y se hacía adueñado de sus corazones. Era un poeta. en todo el sentido de la palabra.

Llegó al patio y se dirigió lentamente hacia mí. Tenía, en verdad, unos ojos de águila. Sentí una emoción incontenible. viendo ante mí al heredero de los grandes poetas de España: el inmortal Herrera, el tan recordado y patético Fray Luis, el místico san Juan de la Cruz y el avinagrado y oscuro Góngora, de gran renombre…

Era el único superviviente de ese linaje de grandes hombres y un digno representante de ellos. En mi corazón resonaban las bellas y tiernas canciones que habían hecho tan famoso el lirismo de don Calixto. Cuando estuvo ante mí me turbé y pronuncié la frase que había preparado y con la cual pensaba saludarle

-Conceptúo como un alto honor, maestro, que un extranjero como yo haya podido trabar conocimiento con un poeta de su fama.

Pude ver en sus penetrantes ojos cuánto le divertía la ocurrencia. Una leve sonrisa se dibujó un instante en sus austeros labios.

-Disculpe, señor. No soy poeta; soy un simple comerciante. Se ha confundido usted. Don Calixto vive al lado.
Me había equivocado de casa!

                                                FIN


El collar de perlas




W. Somerset Maugham - Francia
      
Yo estaba predispuesto a sentir antipatía por el señor Kelada aun sin haberlo conocido. La guerra acababa de terminar y el tráfico de pasajeros en las líneas oceánicas era intenso. Era difícil encontrar lugar y había que tomar lo que ofrecieran los agentes. No se podía esperar un camarote para uno solo, y yo agradecía el mío con sólo dos camas. Pero cuando escuché el nombre de mi compañero mi corazón se hundió. Sugirió puertas cerradas y la exclusión total del aire nocturno. Ya era bastante malo compartir un camarote por catorce días con cualquiera (yo viajaba de San Francisco a Yokohama), pero habría sido menos mi consternación si el nombre de mi compañero de cuarto hubiera sido Smith o Brown.

Cuando subí a bordo ya se encontraba ahí el equipaje del señor Kelada. No me gustó su aspecto, había demasiadas etiquetas en las valijas y el baúl de ropa era demasiado grande. Había desempacado sus objetos para el baño y observé el excelente Monsieur Coty; porque en el lavabo estaba su perfume, su jabón para el pelo y su brillantina.
Los cepillos del señor Kelada, ébano con su monograma en oro, habrían estado mejor para una friega. El señor Kelada no me gustaba en absoluto. Fui al salón fumador. Pedí un paquete de cartas y empecé a jugar paciencia.
Apenas había empezado cuando un hombre vino y me preguntó si no se equivocaba al pensar que mi nombre era tal y tal.
-Yo soy Kelada -añadió con una sonrisa que dejaba ver una fila de dientes brillantes, y se sentó.
-Oh, sí, compartimos un camarote, creo.
-Eso es suerte, diría yo. Uno nunca sabe con quién lo van a poner, me alegré cuando supe que usted era inglés. Soy partidario de que nosotros los ingleses nos congreguemos cuando estamos en el extranjero, usted me entiende.
Parpadeé.
-¿Es usted inglés? -pregunté, quizá con falta de tacto.
-Bastante. ¿Usted no creerá que soy estadounidense, o sí? Británico hasta la médula, eso es lo que soy.
Para probarlo, el señor Kelada sacó su pasaporte del bolsillo y lo desplegó bajo mi nariz.
El rey Jorge tiene muchos súbditos extraños. El señor Kelada era bajo y de complexión robusta, bien afeitado y de piel oscura, con una nariz carnosa y ganchuda y ojos grandes y brillantes. Su cabello era negro y levemente rizado. Hablaba con una fluidez en la que no había nada inglés y sus gestos eran exuberantes. Estuve seguro de que una inspección más detenida a su pasaporte habría traicionado el hecho de que el señor Kelada hubiera nacido bajo el cielo azul que suele verse en Inglaterra.
-¿Qué toma usted? -me preguntó.
Lo mire con vacilación. La prohibición estaba en vigor y todo indicaba que el barco estaba seco. Cuando no estoy sediento no sé que me desagrada más, si el ginger ale o el refresco de limón. Pero el señor Kelada me dirigió una brillante sonrisa oriental.
-Whisky con soda o un martini seco, usted solo tiene que decirlo.
Sacó un frasco de cada uno de sus bolsillos y los puso en la mesa ante mí. Escogí el martini, y llamando al camarero ordenó una jarra de hielo y un par de vasos.
-Muy buen coctel -dije yo.
-Bueno, hay muchos más en el lugar de donde vino éste, y si tiene amigos a bordo, dígales que tiene un camarada que posee todo el licor del mundo.
El señor Kelada era platicador. Habló de Nueva York y de San Francisco. Discutió obras de teatro, películas y política. Era patriótico. La bandera inglesa es un buen paño, pero cuando es ondeada por un el señor de Alejandría o Beirut, no puedo evitar sentir que de algún modo pierde algo de su dignidad. El señor Kelada era familiar. No deseo darme aires, pero no puedo evitar sentir que lo apropiado para un extraño total es poner “señor” antes de mi nombre cuando se dirige a mí. El señor Kelada, sin duda para que yo me sintiera cómodo, no empleaba tal formalidad. No me gustaba el señor Kelada. Yo había hecho a un lado las cartas cuando se sentó, pero ahora, pensando que para esta primera ocasión nuestra plática ya había durado bastante, seguí con mi juego.
-El tres sobre el cuatro -dijo el señor Kelada.
No hay nada más exasperante cuando usted está jugando paciencia que le digan dónde poner la carta que ha volteado antes de que la haya visto usted mismo.
-Está saliendo, está saliendo -gritó él-. El diez sobre la jota.
Furioso, di por terminado el solitario.
Entonces él tomó el paquete.
-¿Le gustan los juegos de cartas?
-No, odio los juegos de cartas -contesté.
-Sólo le mostraré este.
Me mostró tres. Entonces dije que bajaría al salón comedor y apartaría lugar a la mesa.
-Oh, eso está bien -dijo él-. Ya aparté un lugar para usted. Pensé que como estábamos en el mismo cuarto podríamos sentarnos en la misma mesa.
Repito que no me era simpático el señor Kelada.
No sólo compartía un camarote con él y comía con él tres comidas al día, sino que no podía caminar por el puente sin su compañía. Era imposible desairarlo. A él nunca se le ocurriría que no fuera deseado. Estaba seguro de que usted sería tan feliz de verlo como él a usted. En su propia casa usted lo habría sacado a patadas y cerrado la puerta en su cara sin que él tuviera la sospecha de que no era un visitante bienvenido. Era bueno para relacionarse y en tres días conocía a todos a bordo. Manejaba todo. Manejaba las loterías, conducía las subastas, recogía el dinero para los premios a los deportes, entregaba fichas y dirigía los juegos de golf, organizaba el concierto y el baile de trajes típicos. Estaba en todas partes siempre. Con certeza, era el hombre más odiado en el mundo. Lo llamábamos el señor sabelotodo, incluso en su cara. Lo tomaba como un halago. Pero era en las comidas cuando resultaba más intolerable. La mayor parte de una hora nos tenía a su merced. Era entusiasta, jovial, locuaz y argumentativo. Sabía todo mejor que cualquiera, y era una afrenta a su sobresaliente vanidad que usted estuviera en desacuerdo con él. No soltaría un tema, sin importar qué poco importante fuera, hasta que lo hubiera llevado a su propia forma de pensar. Nunca se le ocurrió la posibilidad de estar equivocado. Era el tipo que sabía.   Nos sentamos ante la mesa del doctor. El señor Kelada impondría su estilo, porque el doctor era perezoso y yo era un indiferente total, excepto por un hombre llamado Ramsay que también se sentó ahí. Era tan dogmático como el señor Kelada y resentía amargamente la arrogancia levantina. Las discusiones que tuvieron fueron encendidas e interminables. Ramsay estaba en el servicio consular estadounidense y radicado en Kobe. Era un gran tipo corpulento del medio oeste, con grasa suelta debajo de una piel apretada, y se desbordaba en su ropa de almacén. Regresaba a su puesto, luego de recoger a su mujer en Nueva York que había pasado un año ahí. La señora Ramsay tenía su gracia, con formas agradables y sentido del humor. El servicio consular es mal pagado, y ella se vestía muy sencillo, pero sabía cómo portar su ropa. Lograba un efecto de serena distinción. No le habría prestado ninguna atención especial, pero ella poseía una cualidad que puede ser bastante común entre las mujeres, pero actualmente no es común en su apariencia. En ella brillaba como una flor en un frac.
Una noche en la cena la conversación derivó por suerte sobre el tema de las perlas. En los periódicos habían aparecido muchas notas sobre las perlas cultivadas que estaban fabricando los astutos japoneses, y el doctor señaló que éstas disminuirían el valor de las verdaderas inevitablemente. Ya eran muy buenas y pronto serían perfectas. El señor Kelada, como era su costumbre, se arrojó sobre el nuevo tema. Nos dijo todo lo que había que saber sobre las perlas. Yo no pensé que Ramsay supiera nada sobre ellas en absoluto, pero no pudo resistirse a tener un choque con el levantino, y en cinco minutos estábamos en medio de una discusión acalorada. Antes había visto a Kelada vehemente y voluble, pero nunca tan vehemente y voluble como ahora. Al fin, algo que dijo Ramsay lo prendió, porque dio un puñetazo en la mesa y gritó.
-Bueno, yo debo saber de lo que hablo, voy a Japón para ver este asunto de las perlas japonesas. Estoy en el negocio y no existe un hombre que les diga que lo que yo digo sobre las perlas es falso. Conozco las mejores perlas del mundo, y lo que yo no sepa de perlas no vale la pena saberlo.
Esto era una noticia para nosotros, porque el señor Kelada, con toda su locuacidad, no había dicho a nadie cuál era su negocio. Sabíamos vagamente que iba a Japón para alguna diligencia comercial. Miró alrededor de la mesa en forma triunfal.
-Nunca serán capaces de hacer una perla cultivada que un experto como yo no pueda detectar con medio ojo -señaló el collar que llevaba la señora Ramsay-. Puede creerme, señora Ramsay, ese collar que usted lleva nunca valdrá un centavo menos que ahora.
La señora Ramsay se ruborizó con modestia y deslizó el collar dentro de su vestido. Ramsay se aproximó. Nos miró mientras asomaba una sonrisa en sus ojos.
-Es un bonito collar el de la señora Ramsay. ¿No es así?
-Lo percibí de inmediato -contestó el señor Kelada- y, me dije: “No cabe duda: son perlas legítimas”.
-No las compré yo mismo, claro está. Me interesaría saber cuánto piensa usted que cuestan.
-Oh, en el comercio por ahí unos quince mil dólares. Pero si se compró en la Quinta Avenida no me sorprendería que se hubieran pagado hasta treinta mil dólares.
Ramsay sonrió secamente.
-Sin duda le sorprendería saber que la señora Ramsay compró ese collar, la víspera de nuestra salida de Nueva York, por dieciocho dólares en uno de los grandes almacenes de la ciudad.
El señor Kelada enrojeció.
-Nada de eso. No sólo es legítimo, sino es un collar tan bueno por su tamaño como nunca he visto.
-¿Apostaría por eso? Le apuesto cien dólares a que es imitación.
-De acuerdo.
-Oh, Ulmeh, no puedes apostar sobre un hecho cierto -dijo la señora Ramsay.
Ella tenía una sonrisa gentil en los labios y un tono suavemente desaprobatorio.
-¿No puedo? Si tengo la oportunidad de obtener dinero así de fácil sería un gran tonto si no lo tomara.
-¿Pero cómo puede probarse? -añadió ella-. Sólo es mi palabra contra la del señor Kelada.
-Déjeme mirar el collar, y si es una imitación se lo diré de inmediato. Puedo permitirme perder cien dólares -dijo el señor Kelada.
-Quítatelo, querida. Deja que el caballero lo mire tanto como quiera.
La señora Ramsay dudó un momento. Llevó sus manos al broche.
-No puedo quitármelo -dijo-. El señor Kelada tendrá que dar por buena mi palabra.
Tuve una súbita sospecha de que iba a ocurrir algo desafortunado, pero no se me ocurrió nada qué decir.
Ramsay brincó.
-Yo lo desataré.
Le entregó el collar al señor Kelada. El levantino sacó una lupa de su bolsillo y lo examinó detenidamente. Una sonrisa de triunfo se extendió en su suave cara morena. Regresó el collar. Estaba a punto de hablar. De repente observó el rostro de la señora Ramsay. Estaba tan blanca que parecía a punto de desmayarse. Lo miraba con ojos muy abiertos y una expresión de terror. Parecía una súplica desesperada; era tan claro que me pregunté por qué su marido no lo veía.
El señor Kelada se detuvo con la boca abierta. Se ruborizó profundamente. Usted casi podía ver el esfuerzo que hacía para vencer su convicción.
-Me equivoqué -dijo-. Es una muy buena imitación, pero claro, tan pronto como lo vi bajo mi lupa me di cuenta que no era real. Creo que dieciocho dólares es lo más que podría darse por esa bagatela.
Sacó del bolsillo un billete de cien dólares. Se lo entregó a Ramsay sin decir palabra.
-Tal vez eso le enseñe a no ser tan obcecado la próxima vez, mi joven amigo -dijo Ramsay al tomar el billete.
Percibí un temblor en las manos del señor Kelada.
La historia se esparció por el barco como hacen las historias, y tuvo que soportar muchas bromas esa noche. Se consideraba todo un triunfo haberlo vencido en algo. Pero la señora Ramsay se retiró a su cuarto con un fuerte dolor de cabeza.
Por la mañana me levanté y empecé a rasurarme. El señor Kelada yacía en su cama fumando un cigarro. De repente escuché el pequeño sonido de un roce y vi una carta que empujaban por debajo de la puerta. Abrí la puerta y miré. No había nadie. Levanté la carta y vi que estaba dirigida a Max Kelada. Estaba escrita en letras negras. Se la entregué.
-¿De quién será? -preguntó al abrirlo-.¡Oh! -exclamó, sacando del sobre no una carta sino un billete de cien dólares. Me miró y se ruborizó. Rompió el sobre y me dijo entregándomelo:
-¿Podría arrojarlos por la ventanilla?
Así lo hice, y entonces observé una velada sonrisa.
-A nadie le gusta que lo vean como un perfecto idiota -dijo.
-Entonces, ¿las perlas eran legítimas? – le pregunté.
-Si yo tuviera una esposa joven y bonita, como esa, no la dejaría pasar un año en Nueva York mientras yo estuviera en Kobe -dijo él.
En ese momento no me fue tan antipático del todo el señor Kelada. Sacó su cartera y puso en ella el billete de cien dólares. 

FIN

Lluvia


              William Somerset Maugham - Francia

      Se acercaba la hora de acostarse; cuando despertaran a la mañana siguiente, la tierra estaría a la vista. El doctor Macphail encendió su pipa y, apoyándose en la borda, registró los cielos, buscando la Cruz del Sur. Después de pasar dos años en el frente y de recibir una herida que demoró más de lo necesario en cicatrizar, se sentía satisfecho al pensar en una temporada tranquila en Apia, durante unos doce meses por lo menos, y ya notaba que el viaje le había hecho bien. 
Como algunos de los pasajeros desembarcaban al día siguiente en Pago-Pago, habían improvisado un baile por la tarde, y aún parecían resonar en sus oídos las duras notas del piano mecánico. Por fin la cubierta estaba tranquila. A poca distancia vio a su esposa, sentada en un sillón, conversando con los Davidson. Se acercó a ellos. Cuando se sentó bajo la luz, quitándose el sombrero, se podía ver que tenía el pelo muy rojo, con un trecho calvo en la coronilla, y que su piel rosada y pecosa hacía juego con el cabello. Era un hombre de unos cuarenta años, delgado, de cara fina, precisa, y más bien pedantesca; hablaba con acento escocés en voz muy baja y tranquila. 
Entre los Macphail y los Davidson, que eran misioneros, había brotado una intimidad de viaje, debida más bien a la compañía que a una comunidad de gustos. Su lazo principal era la desaprobación que compartían hacia los hombres que pasaban sus días y noches en el salón de fumar, jugando póquer o "bridge" y bebiendo. 
La señora Macphail se sentía bastante halagada al pensar que ella y su esposo eran las únicas personas del barco con las cuales los Davidson habían querido relacionarse; y hasta el doctor, hombre tímido, pero no tonto, semi inconscientemente reconocía la distinción. Era sólo por su espíritu discutidor que en su cabina, en las noches, se permitía argumentar. 
-La señora Davidson estaba diciendo que no se imaginaba cómo habrían podido soportar este viaje al no venir nosotros -decía la señora Macphail, mientras se peinaba cuidadosamente-. Me dijo que éramos las únicas personas a bordo que deseaban conocer. 
-Nunca habría pensado que un misionero fuera hombre de tanta importancia como para permitirse semejantes exigencias. 
-No se trata de exigencias. Comprendo lo que ella quiso decirme. No habría sido muy agradable para los Davidson tener que reunirse con ese grupo del salón de fumar. 
-El fundador de su religión no era tan exclusivo -dijo Macphail, riéndose. 
-Te he pedido una y otra vez que no hagas bromas acerca de la religión -replicó su esposa-. No me gustaría tener una naturaleza como la tuya. Nunca buscas el lado bueno de las personas. 
El doctor lanzó una mirada de reojo con sus ojos azules, pero no contestó. Después de muchos años de vida de casados, se daba cuenta de que para estar tranquilo convenía que su esposa se quedara siempre con la última palabra. Se había desnudado antes que ella y, trepando a la litera superior, se instaló a leer antes de dormir. Cuando subió a cubierta a la mañana siguiente, estaban cerca de tierra. La miró con ojos llenos de interés. Había una angosta faja de arenas plateadas que subía bruscamente hacia cerros cubiertos de una vegetación lujuriosa. Los cocoteros, espesos y verdes, crecían hasta cerca del agua, y entre ellos se veían las chozas de paja de los samoanos; y aquí y allá, una pequeña iglesia blanca y brillante. 
La señora Davidson salió, deteniéndose a su lado. Iba vestida de negro y llevaba al cuello una cadenita de oro de la cual colgaba una pequeña cruz. Era una mujer bajita, de cabello pardo muy opaco, peinado en forma complicada, y sus ojos azules estaban protegidos por "pince-nez" casi invisibles. Su rostro era alargado, como el de una oveja, pero no daba impresión de tontería, sino más bien de extremada viveza; y sus movimientos eran rápidos, como los de un pájaro. Su característica más notable era su voz, alta, metálica y sin inflexiones; llegaba a los oídos con dura monotonía, irritante a los nervios, como el clamor implacable de un barreno neumático. 
-Esto debe parecerle a usted el hogar -dijo el doctor Macphail, con su sonrisa débil y vaga. 
-Nuestras islas son bajas, usted sabe, no como éstas. De coral. Éstas son volcánicas. Nos quedan otros diez días de viaje antes de llegar a ellas. 
-En estas latitudes, eso es como estar a "una cuadra" de la casa -dijo Macphail, con tono de broma. 
-Bueno, ésa es una forma exagerada de expresarlo; pero es cierto que en los mares del Sur uno tiene otra idea de las distancias. 
-En eso tiene usted razón. El doctor Macphail suspiró vagamente. 
-Me alegro de que estemos estacionados aquí -continuó ella-. Dicen que éste es un lugar en que es sumamente difícil trabajar. La pasada frecuente de los vapores hace que la gente sea 3 revoltosa, y además está la estación naval. Eso es malo para los nativos. En nuestro distrito no tenemos que luchar con dificultades como ésas. Hay uno o dos comerciantes, naturalmente, pero tenemos buen cuidado de que se porten en debida forma, y si no obedecen les provocamos situaciones tan molestas que prefieren irse. Fijándose los anteojos sobre la nariz, lanzó a las islas una mirada implacable. 
-Aquí la tarea de los misioneros es casi imposible. Nunca me cansaré de dar gracias a Dios por no habernos enviado aquí. 
El distrito de Davidson consistía en un grupo de islas situadas al norte de Samoa. Estaban éstas muy esparcidas y frecuentemente tenía que recorrer largas distancias en canoa. En esas ocasiones su esposa se quedaba en el cuartel general, dirigiendo la misión. El doctor Macphail se sintió deprimido al pensar en la eficiencia con que la dirigiría. Ella le habló de la depravación de los nativos con una voz que nada podía acallar, pero con un horror vehementemente untuoso. Su sentido de delicadeza era extraño. Poco después que se conocieron le había dicho: 
-Usted sabe, sus ritos matrimoniales, cuando recién nos establecimos en las islas, eran tan terribles que me sería imposible describírselos. Pero le contaré a la señora Macphail, y ella podrá relatárselos a usted. Entonces había visto a su esposa y la señora Davidson, sentadas en sillas muy cercanas, conversando seriamente durante un par de horas. Mientras paseaba delante de ellas, de arriba abajo, por hacer ejercicio, había oído el murmullo agitado de la señora Davidson, como el rugir lejano de un torrente de montaña, y al ver la boca abierta y el rostro pálido de su esposa, dióse cuenta de que estaba gozando una experiencia alarmante. En la noche, en su cabina, le repitió, conteniendo el aliento, todo lo que había oído. 
-Bueno, ¿qué le había dicho? -exclamó la señora Davidson, satisfecha, a la mañana siguiente-. ¿Ha oído usted alguna vez algo más espantoso? ¿No le sorprende que yo misma no pudiera contárselo, verdad? A pesar de que usted es un doctor. La señora Davidson le miró fijamente. Sentía una dramática ansiedad por ver si había obtenido el efecto deseado. 
-¿Puede uno sorprenderse de que nos sintiéramos desanimados cuando llegamos por primera vez? Le costará creerme cuando le diga que era imposible encontrar una sola muchacha buena en todas las aldeas. Empleaba la palabra "buena" con un tono severamente técnico. 
-El señor Davidson y yo estudiamos el asunto, llegando a la conclusión de que lo primero que debía hacerse era suprimir las danzas. Los nativos parecían locos por el baile. 
-Yo también era bastante aficionado cuando joven -dijo el doctor Macphail. 
-Me lo imaginé al oír que usted invitaba a la señora Macphail a dar unas vueltas anoche. Opino que no es incorrecto que un hombre baile con su esposa, pero me sentí aliviada al ver que no aceptaba. En estas circunstancias, me pareció preferible que nos mantuviéramos alejados de los demás.  
-¿En qué circunstancias quiere usted decir? La señora Davidson le lanzó una rápida mirada a través de su "pince-nez", pero no respondió a su pregunta. 
-Entre los blancos no es lo mismo -continuó-, aunque debo decir que estoy de acuerdo con el señor Davidson, que dice que no comprende cómo un marido puede permanecer impasible al ver a su esposa entre los brazos de otro hombre. Yo no he bailado un solo paso desde que me casé. Pero las danzas nativas son algo muy distinto. No sólo son inmorales en si, sino que también conducen a la inmoralidad. Sin embargo, gracias a Dios, pudimos suprimirlas, y creo no equivocarme al decir que en nuestro distrito nadie ha bailado desde hace ocho años. 
Ahora llegaban a la boca de la bahía, y la señora Macphail se reunió a ellos. El barco giró casi en redondo y entró lentamente. Era una gran bahía cerrada, en la cual habría cabido fácilmente una escuadra de buques de guerra, y alrededor de ella se erguían por todos lados los cerros verdes. Cerca de la entrada, recibiendo la poca brisa que venía del mar, se alzaba la casa del gobernador, en medio de un jardín. La bandera de Estados Unidos pendía lánguidamente de un mástil. Pasaron frente a dos o tres "bungalows" y a una cancha de tenis, y llegaron al malecón con sus galpones y almacenes. La señora Davidson les mostró la goleta, anclada a trescientas yardas de la playa, que iba a llevarlos a Apia. Había una multitud de nativos ágiles, ruidosos y alegres, venidos de todas partes de la isla, algunos por curiosidad y otros para negociar con los viajeros que iban de paso a Sydney. Traían piñas y enormes racimos de plátanos, telas de "tapa", collares de dientes de tiburón, fuentes de "kava" y modelos de canoas de guerra. Marineros americanos, correctos, de rostros francos y bien afeitados, circulaban entre ellos, y también se veía un pequeño grupo de oficiales. Mientras se desembarcaba su equipaje, los Macphail y la señora Davidson contemplaban la muchedumbre. El doctor Macphail observaba las lastimaduras que sufrían la mayor parte de los niños y muchachos jóvenes: heridas informes como úlceras descuidadas. Sus ojos de profesional brillaron cuando vio por primera vez en su carrera casos de elefantiasis: hombres que presentaban un brazo enorme, pesado, o arrastrando una pierna horriblemente desfigurada. Tanto los hombres como las mujeres vestían el "lavalava". 
-Es un vestido indecente -dijo la señora Davidson-. El señor Davidson piensa que debiera prohibirse por medio de una ley. ¿Cómo puede uno esperar que las gentes sean morales cuando sólo llevan una faja de algodón rojo alrededor de la cintura? 
-Me parece muy apropiado para el clima -dijo Macphail, enjugándose la transpiración que le corría por la frente. Ahora que estaban en tierra, el calor, a pesar de ser tan temprano, era ya sofocante. Encerrado por sus cerros, ni un soplo de viento llegaba a Pago-Pago. 
-En nuestras islas -continuó la señora Davidson con su aguda voz- hemos abolido prácticamente el "lava-lava". Todavía lo usan algunos viejos, pero nadie más. Las mujeres han adoptado un traje cerrado y con mangas, y los hombres visten pantalones y camiseta de algodón. Cuando recién iniciábamos nuestras labores, el señor Davidson declaró en uno de sus informes: "Los habitantes de estas islas no se cristianizarán completamente mientras no se obligue a vestir pantalones a todo niño mayor de diez años." La señora Davidson había lanzado dos o tres de sus miradas de pájaro a las nubes grises que venían flotando por sobre la entrada de la bahía. Comenzaron a caer unos goterones. 
-Sería mejor que nos refugiáramos bajo techo -dijo.  
Se dirigieron con la muchedumbre a un gran galpón de fierro acanalado, en momentos en que comenzaba a llover a torrentes. Permanecieron allí algún tiempo, hasta que se les reunió el señor Davidson. Había demostrado bastante cortesía hacia los Macphail durante el viaje, pero no tenía la sociabilidad de su esposa, y había pasado la mayor parte del tiempo leyendo. Era un hombre lacónico, casi huraño, y uno sentía que su afabilidad era un deber que se imponía cristianamente. Por naturaleza era reservado, y hasta moroso. Su aspecto era muy extraño. Era alto y delgado, con miembros largos y flexibles; mejillas hundidas y pómulos extraordinariamente altos. Tenía un aire tan cadavérico, que uno se sentía sorprendido al observar lo llenos y sensuales que eran sus labios. Llevaba el cabello muy largo. Sus ojos oscuros, muy hundidos en sus cuencas, eran grandes y trágicos; y sus manos, de dedos largos, eran hermosas y le daban un aspecto de gran fuerza. Pero lo más extraño era la sensación de fuego contenido que solía dar. Era algo impresionante y vagamente turbador. No era un hombre con quien se pudiera llegar a intimar. Ahora era portador de noticias desagradables. Había una epidemia de alfombrilla, una enfermedad seria y a menudo fatal entre los canacas, en la isla, y se había presentado un caso en la tripulación de la goleta que iba a llevarlos el resto del viaje. El enfermo había sido trasladado a tierra e internado en el hospital de la estación de cuarentena; pero desde Apia se habían enviado instrucciones telegráficas diciendo que no se permitiría a la goleta entrar a la bahía hasta que hubiera completa seguridad de que no había sido afectado ningún otro miembro de la tripulación. 
-Eso significa que tendremos que permanecer aquí por lo menos diez días. 
-Pero en Apia me necesitan con urgencia -dijo Macphail. 
-No hay medio de evitarlo. Si no se presentan nuevos casos a bordo, se permitirá zarpar a la goleta con pasajeros blancos, pero todo tránsito de nativos queda suspendido durante tres meses. 
-¿Hay aquí hotel? -preguntó la señora Macphail. Davidson lanzó una risita baja. 
-No lo hay. 
-Entonces, ¿qué podemos hacer? 
-He estado hablando con el gobernador. Hay un comerciante cerca de la playa que tiene piezas de arriendo, y propongo que apenas amaine la lluvia nos dirijamos allí para ver lo que podamos conseguir. No esperen comodidades. Tendrán que sentirse agradecidos de tener una cama en que dormir y un techo que les cubra. Pero la lluvia no daba señales de cesar, de modo que al fin, provistos de paraguas e impermeables, se pusieron en marcha. No había pueblo, sino un grupo de edificios oficiales, uno o dos almacenes, y en el fondo, entre los cocoteros y los plantíos, unas cuantas casas de nativos. La casa que buscaban estaba a unos cinco minutos de camino del malecón. Era un edificio de madera, de dos pisos, con amplias verandas y un techo de fierro acanalado. El dueño era un 6 mestizo llamado Horn, casado con una nativa y rodeado de pequeñuelos morenos. En el piso bajo tenía una tienda, donde vendía conservas envasadas y algodones. Las piezas que les mostró estaban casi desprovistas de muebles. En la de los Macphail no había más que una cama vieja y gastada con un mosquitero destrozado, una silla desvencijada y un peinador. Lanzaron una mirada de desaliento. La lluvia caía sin cesar. 
-No voy a sacar más que las cosas indispensables -dijo la señora Macphail. La señora Davidson entró a la pieza en momentos en que aquélla abría una maleta. Parecía más viva y despierta que nunca. El triste ambiente en que se encontraba no parecía afectarla. 
-Permítame aconsejarle que busque inmediatamente una aguja e hilo y comience a remendar el mosquitero -dijo-. De otro modo no dormirán una pestañada esta noche. 
-¿Son muy molestos? -preguntó el doctor Macphail. 
-Ésta es la estación. Cuando ustedes sean invitados a una fiesta oficial en la casa de gobierno de Apia, notarán que a todas las damas se les entrega una funda de almohada para que se protejan las extremidades inferiores. 
-Me gustaría que dejara de llover un momento -dijo la señora Macphail-. Tendría más ánimo para tratar de hacer más cómoda la pieza si brillara el sol. 
-¡Oh!, si usted va a esperar eso, tendrá que esperar mucho tiempo. Pago-Pago es, probablemente, el lugar más lluvioso del Pacífico. ¿Ve usted esos cerros y esa bahía? Atraen el agua, y de todos modos uno espera lluvias en esta época del año. Miró a Macphail y a su esposa, que sin saber qué hacer se hallaban en distintos extremos de la pieza, y frunció los labios. Vio que tendría que hacerse cargo de ambos. Personas inútiles como éstas la impacientaban, pero le cosquilleaban los dedos por ordenar, en la forma que para ella era algo tan natural. 
-Vaya, déme una aguja e hilo y yo remendaré esa red mosquitera, mientras usted sigue abriendo las maletas. Comemos a la una.., doctor Macphail, sería mejor que usted fuera al muelle a ver si han puesto su equipaje pesado en un lugar protegido. Usted sabe lo que son estos nativos: son capaces de dejarlo donde se moje por completo. El doctor se puso otra vez el impermeable y bajó. En la puerta, el señor Horn hablaba con el contramaestre del barco en que habían llegado y una pasajera de segunda clase a la cual Macphail había visto a bordo varias veces. El contramaestre, un hombrecito arrugado y extremadamente sucio, le saludó cuando pasaba. 
-Es una lástima esto de la alfombrilla, doctor -dijo-. Veo que usted ya está instalado. El doctor Macphail pensó que le trataba en forma demasiado familiar; pero era un hombre tímido, y no se ofendía por poca cosa. 
-La señorita Thompson iba a seguir viaje con ustedes a Apia, de modo que la traje donde estaban ustedes. El contramaestre señaló con el pulgar en dirección de la mujer que estaba de pie a su lado. Tendría unos veintisiete años, tal vez.  Era gorda y, en un sentido rústico, bonita. Llevaba un traje blanco y un enorme sombrero del mismo color. Sus piernas, gordas, cubiertas de medias de algodón blanco, parecían entrar difícilmente en botines de charol "glacé". Dirigió a Macphail una sonrisa zalamera. 
-El tipo este está pidiéndome un dólar y medio al día por una pieza de tamaño ridículo -dijo con voz ronca. 
-Te digo que es amiga mía, Jo -interrumpió el contramaestre-. No puede pagar más de un dólar; así es que tendrás que recibirla a ese precio. El comerciante era gordo y suave, y sonreía tranquilamente. -Bueno, ya que me dice eso, señor Swan, veré lo que puedo hacer. Hablaré con la señora Horn, y si pensamos que es posible hacer una rebaja, la haremos. 
-No me venga con esos cuentos -dijo la señora Thompson-. Terminemos este asunto al momento. Le pago un dólar al día por la pieza, y nada más. El doctor Macphail sonrió. Admiraba la desfachatez con que regateaba. Él era uno de esos hombres que siempre pagan lo que se les cobra. Prefería pagar en exceso antes que discutir. El comerciante lanzó un suspiro. 
-Bueno, acepto, por tratarse de recomendación del señor Swan. 
-¡Así me gusta! -exclamó la señorita Thompson-. Entren a servirse un trago. Tengo un "whisky" verdaderamente bueno en esa maleta. ¿Quiere traerla, señor Swan? Pase usted también, doctor. 
-¡Oh!, por ahora no, muchas gracias -contestó-. Quiero ir al muelle a ver si está en lugar seguro nuestro equipaje. Salió a la lluvia. Era una verdadera sábana de agua que caía desde la entrada de la bahía. El lado opuesto se veía borroso. Pasó junto a dos o tres nativos, vestidos sólo con el "lava-lava" y protegidos por inmensos paraguas. Caminaban en forma majestuosa, con movimientos calmados, muy erguidos; y le sonreían, saludándole en una lengua extraña al pasar a su lado. Cuando volvió, la comida estaba servida en el salón. Era una pieza construida no para vivir, sino con fines de prestigio, y tenía un aspecto melancólico y enmohecido. Las paredes estaban cubiertas de telas estampadas, y del centro del techo, protegido de las moscas por medio de papeles, colgaba un candelabro dorado. Davidson no llegó. 
-Sé que fue a visitar al gobernador -dijo la señora Davidson, y supongo que se quedaría a comer con él. Una muchachita nativa les trajo un plato de asado hamburgués, y poco rato después entró el comerciante para preguntar si les faltaba alguna cosa. 
-Veo que tenemos una compañera de alojamiento, señor Horn -dijo el doctor Macphail. 
-Ha tomado una pieza, nada más -contestó el comerciante-. Come afuera. Miró a las dos damas con aire obsequioso. 
-La alojé en el piso bajo para que no las estorbara. No las molestará en ninguna forma. 
-¿Es alguno de los pasajeros del barco? -preguntó la señora Macphail. 
-Sí, señora; venía en la segunda cabina. Iba a Apia. La está esperando una colocación de cajera. -¡Ah! Cuando hubo salido el comerciante, Macphail dijo: 
-Me parece que no encontraría muy agradable tener que comer sola en su pieza. -Si venía en segunda clase, me imagino que lo preferiría -contestó la señora Davidson-. No sé exactamente quién pueda ser. 
-Estuve allí por casualidad cuando llegó con el contramaestre. Se llama Thompson. -¿No sería la mujer que estaba bailando con el contramaestre anoche? -preguntó la señora Davidson. 
-Debe ser ella -dijo la señora Macphail-. Recuerdo haberme preguntado quién sería. Me pareció una mujer ligera. 
-A mi no me pareció muy bien -dijo la señora Davidson. Comenzaron a hablar de otras cosas y, después de comer, cansados por haberse levantado tan temprano, se separaron para dormir. Al despertar, aunque el cielo seguía gris y las nubes muy bajas, no llovía, y salieron a pasear a lo largo del camino construido por los americanos, que bordea la bahía. Al volver vieron que Davidson acababa de llegar. 
-Podemos pasar aquí quince días -dijo, irritado-. He discutido con el gobernador, pero me dice que nada puede hacer. 
-El señor Davidson está deseoso de volver a su trabajo -dijo su esposa, lanzándole una mirada ansiosa. 
-Hemos estado ausentes durante un año -dijo Davidson, paseándose a lo largo de la veranda-. La misión ha estado a cargo de misioneros nativos, y estoy nervioso al pensar que pueden haber descuidado sus labores. Son hombres buenos, no quiero decir una palabra contra ellos; temen a Dios, son devotos y verdaderos cristianos (su espíritu religioso pondría en vergüenza a muchos supuestos cristianos de nuestra patria), pero tienen una lamentable falta de energía. Pueden levantarse una vez, pueden hacerlo dos veces, pero no pueden mantenerse erguidos todo el tiempo. Si uno deja una misión a cargo de un misionero nativo, aunque sea hombre de toda confianza, al poco tiempo se descubre que ha dejado surgir abusos nuevamente. El señor Davidson quedó inmóvil. Con su cuerpo alto y delgado, con sus ojos grandes que brillaban en su rostro pálido, era una figura impresionante. Su sinceridad evidente se traslucía en el fuego de sus gestos y en su voz profunda y sonora. 
-Supongo que encontraré el trabajo esperándome. Procederé con toda energía. Si el árbol está podrido, será cortado y lanzado a las llamas. 
 Y en la tarde, después del té, que constituía su última comida del día, mientras permanecían sentados en el severo salón, las señoras trabajando y el doctor Macphail fumando su pipa, el misionero les habló de su trabajo en las islas. 
-Cuando llegamos allí, no tenían idea de lo que era el pecado -dijo-. Faltaban a los mandamientos, uno tras otro, y no sabían que obraban mal. Y creo que la más dura de mis tareas fue dar a conocer a los nativos la idea de lo que era el pecado. Los Macphail sabían ya que Davidson había trabajado en las islas Salomón durante cinco años antes de conocer a su esposa. Ella había sido misionera en China, y se conocieron en Boston, ciudad en que ambos pasaban una parte de sus vacaciones con el objeto de concurrir a un congreso de misioneros . Al casarse, se les habían designado las islas en que habían trabajado desde entonces. En el transcurso de todas las conversaciones sostenidas con el señor Davidson habían podido apreciar una cosa que descollaba entre todas las demás, y era su valor inquebrantable. Era un misionero médico, y estaba expuesto a ser llamado en cualquier momento desde alguna de sus islas. Aun la ballenera no es un vehículo seguro en el Pacífico en la temporada lluviosa; pero con frecuencia se le mandaba a buscar en una canoa, y entonces el peligro era grande. En casos de enfermedad o accidente, nunca vacilaba. En numerosas ocasiones había pasado noches enteras disparando por salvar su vida, y más de una vez la señora Davidson le había dado por perdido. -Algunas veces le rogaba que no fuera -decía-, o, por lo menos, que esperara hasta que el tiempo calmara un poco más; pero nunca me escuchaba. Es obstinado, y una vez que se ha decidido, no hay fuerza capaz de conmoverle. 
-¿Cómo puedo pedirles a los nativos que confíen en Dios si yo mismo no me atreviera a hacerlo? -preguntó Davidson-. Y no temo, no temo. Saben que si me llaman cuando sufren, yo acudiré a su lado si es humanamente posible. ¿Y creen ustedes que el Señor puede abandonarme cuando me ocupo de sus asuntos? Los vientos soplan obedeciendo su palabra, y las olas saltan y se agitan cuando Él lo manda. El doctor Macphail era un hombre tímido. Nunca había podido acostumbrarse al zumbar de las                                                         granadas sobre las trincheras, y cuando estaba operando en una ambulancia de avanzada, el sudor corría desde su frente, empañando sus anteojos, debido al esfuerzo que hacía por controlar sus manos temblorosas. Se estremeció un poco al mirar al misionero. 
-Me agradaría poder decir que nunca he tenido miedo -dijo. -Me agradaría que usted pudiera decir que cree en Dios -replicó el otro. Pero, por alguna razón, esa noche los pensamientos del misionero volvían a los primeros días que él y su mujer habían pasado en las islas. -Algunas veces la señora Davidson y yo nos mirábamos, y las lágrimas nos corrían por el rostro. Trabajábamos sin cesar, día y noche, y no parecíamos avanzar nada. No sé qué habría hecho sin ella entonces. Cuando sentía mi corazón oprimido, cuando estaba casi desesperado, ella me daba valor y esperanzas.

     La señora Davidson miró su labor, y un ligero rubor apareció en sus mejillas. Sus manos temblaban un poco. No parecía sentirse capaz de hablar. 
-No teníamos a nadie que nos ayudara. Estábamos solos, a miles de millas de personas de nuestra raza, rodeados por las tinieblas. Cuando me sentía roto y cansado, ella dejaba a un lado su labor, tomaba la Biblia y me leía hasta que volvía la paz y se cernía sobre mí como el sueño sobre los párpados de un niño, y cuando por fin cerraba el libro, me decía: "Los salvaremos a pesar de sí mismos." Y yo me sentía otra vez fuerte en el Señor, y contestaba: "Sí, con la ayuda de Dios, los salvaré. Debo salvarlos." Se acercó a la mesa y permaneció inmóvil frente a ella, como si fuera un púlpito. 
-Ve usted, eran tan depravados por naturaleza, que no podían comprender su maldad. Tuvimos que censurar todo lo que ellos pensaban que eran actos naturales. Tuvimos que convertir en pecado no sólo cometer adulterio, mentir y robar, sino también exponer sus cuerpos, bailar y no venir a la iglesia. Convertí en pecado el que una muchacha mostrara su pecho y que un hombre no llevara pantalones. 
-¿Cómo? -preguntó el doctor Macphail, sorprendido. -Instituí multas. Es evidente que la única forma de hacer comprender a la gente lo pecaminoso de un acto es castigándola si lo cometen. Los multé si no venían a la iglesia, si bailaban y si no se vestían con decencia. Fijé una tarifa, y todo pecado tenía que pagarse, ya fuera en dinero o en trabajo. Por fin les hice comprender. 
-Pero ¿nunca rehusaron pagar? 
-¿Cómo habrían podido negarse? -preguntó el misionero. 
-Tendría que ser un hombre muy valiente el que se atreviera a hacer frente al señor Davidson -dijo su esposa, apretando los labios. El doctor Macphail miró a Davidson con ojos turbados. Lo que oyó le dejó confundido, aunque no se atrevió a manifestar su desaprobación. 
-Usted debe recordar que, como último recurso, yo podía expulsarlos de la hermandad de la Iglesia. 
-¿Les importaba mucho eso? Davidson sonrió, frotándose las manos suavemente. 
-No podrían vender su copra. Cuando los hombres salían de pesca, no obtenían su parte. Era algo parecido a morirse de hambre. Sí, les importaba bastante. 
-Cuéntele el caso de Fred Ohlson -dijo la señora Davidson. -Fred Ohlson era un comerciante danés que había estado en esas islas durante muchos años. Era un hombre muy rico, para ser comerciante, y no se sintió muy satisfecho cuando llegué. Ve usted, hasta entonces había hecho su voluntad en todo. Les pagaba su copra a los nativos  cuando quería, y les pagaba en provisiones y "whisky". Tenía una esposa nativa, pero le era completamente infiel. Era un borracho. Le ofrecí una oportunidad de enmendarse, pero no la aceptó. Se rió de mí. Davidson pronunció esas últimas palabras con profunda voz de bajo, y permaneció callado unos instantes. El silencio parecía lleno de amenazas. 
-En dos años, era un hombre arruinado. Perdió todo lo que había ganado en un cuarto de siglo. Lo arruiné, y por fin se vio obligado a dirigirse a mi como un mendigo, rogándome que le consiguiera un pasaje a Sydney. 
-Me habría gustado que usted hubiera podido verle cuando vino a ver al señor Davidson - dijo la esposa del misionero-. Había sido un hombre robusto y fuerte, muy gordo y con una voz potente; pero ahora parecía reducido a la mitad de su tamaño y temblaba entero. Repentinamente se había convertido en un anciano. Con mirada distraída, Davidson contemplaba la noche. Había comenzado a llover otra vez. Repentinamente, desde abajo, se oyó un sonido, y Davidson se volvió, lanzando una mirada interrogadora a su esposa. Era el sonido de un fonógrafo, áspero y fuerte, que tocaba una melodía sincopada. 
-¿Qué es eso? -preguntó. La señora Davidson se colocó el "pince-nez" con más firmeza en la nariz. 
-Una de las pasajeras de segunda clase está alojada en esta casa. Supongo que viene de allí. Escucharon en silencio y pronto pudieron oír el ruido de bailes. Entonces la música cesó y oyeron el chasquido de corchos y voces levantadas en animada conversación. 
-Supongo que estará dando una fiesta de despedida a sus amigos de a bordo -dijo el doctor Macphail-. El barco parte a las doce, ¿verdad? Davidson no contestó, mirando su reloj. 
-¿Está usted lista? -preguntó a su esposa. Ésta se levantó, guardando su labor. 
-Sí, me parece que sí. 
-¿No es demasiado temprano para acostarse? -preguntó el doctor. 
-Tenemos mucho que leer -explicó la señora Davidson-. Dondequiera que estemos, leemos un capítulo de la Biblia antes de retirarnos a descansar, y lo estudiamos con los comentarios, discutiéndolo ampliamente. Es un espléndido ejercicio mental. Las dos parejas se desearon buenas noches. El doctor y la señora Macphail quedaron solos. Durante dos o tres minutos no hablaron. 
 -Voy a ir a buscar los naipes -dijo por fin el doctor. La señora Macphail le miró con aire de duda. La conversación con los Davidson la había dejado un poco inquieta; pero prefirió no decir que sería mejor que no jugaran a las cartas cuando los Davidson podían volver a salir en cualquier momento. El doctor las trajo, y ella le miró, aunque con una vaga sensación de culpabilidad, mientras tendía su solitario. Abajo, el ruido de la orgía continuaba. El día siguiente fue bastante bueno, y los Macphail, condenados a pasar una semana de ocio en Pago-Pago, se dedicaron a instalarse lo mejor posible. Fueron al muelle y sacaron de sus cajones una cantidad de libros. El doctor visitó al cirujano jefe del Hospital Naval y recorrió las diversas camas en su compañía. Dejaron sus tarjetas en casa del gobernador. En el camino pasaron junto a la señorita Thompson. El doctor se quitó el sombrero, mientras ella le lanzaba un "Buenos días, "doc"" con voz alegre y fuerte. Iba vestida como el día antes, con un traje blanco, y sus botines brillantes y sus piernas gordas, que se expandían sobre el borde superior, eran cosas extrañas en ese escenario exótico. 
-No puedo decir que la encuentro correctamente vestida -dijo la señora Macphail-. Me parece una mujer vulgar. Cuando volvieron a casa la encontraron en la veranda, jugando con uno de los pequeñuelos morenos del comerciante. 
-Dile unas palabras -murmuró el doctor Macphail a su esposa-. Está sola, y no me parece justo despreciarla. La señora Macphail era tímida, pero tenía la costumbre de hacer siempre lo que le indicaba su marido. 
-Me parece que somos compañeros de alojamiento -dijo, un poco tontamente. 
-Terrible, ¿no es cierto?, tener que estar encerrada en un cuchitril semejante -contestó la señorita Thompson-. Y me dicen que he tenido suerte al obtener una pieza. No me veo viviendo en una choza nativa, y eso es lo que tienen que hacer algunos. No sé por qué no tienen un hotel. Cambiaron unas cuantas palabras más. Era evidente que la señorita Thompson, hablando en voz alta y ronca, estaba muy dispuesta a seguir; pero la señora Macphail no estaba muy bien provista de frases corrientes, y pronto dijo: 
-Bueno, me parece que ya tendremos que subir. En la tarde, cuando se sentaron a tomar el té, Davidson dijo al entrar: 
-Veo que hay abajo dos marineros sentados conversando con esa mujer. Me pregunto cómo habrá entablado relaciones con ellos. 
-No creo que sea muy exigente -observó la señora Davidson. Todos se sentían cansados después de un día ocioso y vacío. 
-Si vamos a seguir así durante una quincena, no sé cómo vamos a estar al término de ese tiempo -dijo Macphail.
 -Lo único que se puede hacer es dividir el día en diversas actividades -contestó el misionero- . Dejaré cierto número de horas para el estudio, otras cuantas para el ejercicio, ya llueva o haga buen tiempo (en la época lluviosa uno no puede preocuparse de la humedad), y otras pocas para el recreo. El doctor Macphail miró a su compañero con aire de duda. El programa de Davidson le parecía deprimente. Otra vez estaban comiendo asado hamburgués. Parecía el único plato que era capaz de preparar la cocinera. De pronto, abajo, comenzó el fonógrafo. Davidson se sobresaltó al oírlo, pero no dijo una palabra. Se oyeron voces de hombres. Los invitados de la señorita Thompson cantaban una canción muy conocida, y pronto pudieron oír su voz, fuerte y ronca, junto a la de ellos. Hubo muchas risas y gritos. Las cuatro personas del piso superior, tratando de conversar, escuchaban a pesar suyo el tintinear de copas y el crujir de sillas. Era evidente que habían llegado otras personas y que la señorita Thompson estaba dando una fiesta. 
-¿Cómo se habrá relacionado con ellos? -dijo de pronto la señora Macphail, interrumpiendo una conversación médica entre su esposo y el misionero. Sus palabras dejaban ver el giro que tomaban sus pensamientos. El gesto que hizo Davidson probó que, a pesar de que hablaba de cosas científicas, su mente se ocupaba del mismo tema. Repentinamente, mientras el doctor contaba una parte de sus experiencias en el frente de Flandes, se puso en pie, dando un grito. 
-¿Qué sucede, Alfredo? 
-¡Naturalmente! No se me había ocurrido. Viene de Iweili. 
-No puede ser. -Subió a bordo en Honolulú. Es evidente. Y continúa su negocio aquí. Pronunció la última palabra con voz indignada. 
-¿Qué es Iweili? -preguntó la señora Macphail. Volvió hacia ella sus ojos sombríos, y habló con voz que temblaba de indignación: 
-El lugar maldito de Honolulú. El distrito de la "Luz Roja". Era una mancha de nuestra civilización. Iweili estaba al borde de la ciudad. Uno bajaba por calles laterales situadas junto a la bahía; en la oscuridad atravesaba un puente desvencijado, hasta llegar a un camino desierto lleno de agujeros, y repentinamente salía a la luz. Había lugar de estacionamiento para automóviles a ambos lados del camino, salones brillantes y llenos de adornos de mal gusto, cada uno con su piano mecánico, y se veían también peluquerías y tiendas de tabacos. Había inquietud en el aire, y una sensación indefinible de alegría al acecho. Uno caminaba a lo largo de una callejuela estrecha, volviendo a la derecha o a la izquierda, pues el camino dividía a Iweili en dos partes, y se encontraba en el distrito. Se veían hileras de pequeños "bungalows", bonitos y cuidadosamente pintados de verde, y la calzada entre ellos era ancha y recta. Estaba construido como una ciudad-jardín. En su respetable regularidad, 14 en su orden y limpieza, daba una impresión de horror sardónico, pues nunca pudo haber sido más sistematizada y ordenada la búsqueda del amor. Los caminos estaban iluminados por lámparas escasas, y habrían estado a oscuras al no alumbrarlos la luz que salía por las ventanas abiertas de los "bungalows". Por todas partes vagaban hombres, mirando a las mujeres sentadas en las ventanas, que leían o cosían, sin prestar la menor atención a los transeúntes, los que, como las mujeres, eran de todas las nacionalidades. Había americanos, marineros de los barcos del puerto, tripulantes de los cañoneros, sombríamente borrachos, y soldados de los regimientos, blancos y negros, acuartelados en la isla; había japoneses, caminando en parejas o en grupos de tres o cuatro: hawaianos, chinos de largas túnicas y filipinos de sombreros enormes. Estaban callados y, como si dijéramos, oprimidos. El deseo es triste. 
-¡Era el escándalo más desvergonzado del Pacífico! -exclamó Davidson con vehemencia-. Los misioneros habían estado luchando contra él durante años, y por fin la prensa local tomó cartas en el asunto. La Policía se negaba a proceder. Usted conoce su argumento. Dicen que el vicio es inevitable, y que, por tanto, es mejor localizarlo y controlarlo. La verdad es que les pagaban. ¡Pagaban! Les pagaban los dueños de salones, les pagaban los matones, les pagaban las mujeres mismas. Por fin, fueron obligados a tomar medidas. 
-Recuerdo haberlo visto en los diarios que recibimos al tocar en Honolulú -dijo Macphail. 
-Iweili, con su pecado y su vergüenza, dejó de existir el mismo día en que llegamos. La población entera fue llevada ante los Jueces. No sé como no me di cuenta inmediatamente de quién era esa mujer. 
-Ahora que usted lo dice -interpuso la señora Macphail-, recuerdo haberla visto subir a bordo pocos minutos antes que partiéramos. Recuerdo haber pensado en que casi perdió el barco por llegar en el último momento. 
-¡Cómo se atreve a venir aquí! -exclamó Davidson, indignado-. No voy a permitirlo. Caminó hacia la puerta. 
-¿Qué va usted a hacer? -preguntó Macphail. 
-¿Qué espera usted que haga? Voy a poner término al asunto. No voy a permitir que esta casa se transforme en... Buscaba una palabra que no ofendiera los oídos de las señoras. Sus ojos brillaban, y su pálido rostro lo estaba aún más a causa de la emoción. 
A juzgar por el ruido, parece que hay abajo tres o cuatro hombres -dijo el doctor-. ¿No piensa usted que tal vez es demasiado precipitado bajar inmediatamente? El misionero le lanzó una mirada de desprecio y, sin responder, salió de la pieza. 
-Usted conoce muy poco al señor Davidson, si piensa que el temor al peligro personal puede detenerle cuando se trata de cumplir con su deber -dijo su esposa. Permanecía sentada con las manos nerviosamente enlazadas, con una mancha de rubor en cada mejilla, esperando lo que estaba a punto de suceder abajo. Todos escuchaban. Le oyeron bajar por la escalera de madera y abrir violentamente la puerta. El canto cesó al momento, pero el fonógrafo siguió tocando su música vulgar.  Oyeron la voz de Davidson, y luego algo pesado que caía. La música cesó. Había lanzado el fonógrafo al suelo. Otra vez oyeron la voz de Davidson, sin lograr entender las palabras; después, la de la señorita Thompson, fuerte y chillona; por último, un clamor confuso, como si varias personas estuvieran gritando al mismo tiempo. La señora Davidson lanzó un grito débil, apretando aún más las manos. El doctor miraba a ella y a su mujer con aire indeciso. No quería bajar, pero se preguntaba qué esperarían que hiciera. Entonces se oyó un ruido de lucha. Ahora se oía con más claridad. Tal vez era que estaban expulsando a Davidson de la pieza. La puerta se cerró con un golpazo. Hubo un instante de silencio, y entonces oyeron al misionero que subía la escalera. Se dirigió a su pieza. 
-Me parece conveniente reunirme con él -dijo su esposa. Se levantó y salió. 
-Si me necesita para algo, llame -dijo la señora Macphail; y agregó, cuando la otra hubo salido: Espero que no le hayan herido. 
-¿Por qué no se preocupa de sus propios asuntos? -dijo el doctor. Permanecieron sentados un momento en silencio. De pronto se sobresaltaron, porque el gramófono había comenzado a tocar una vez más, desafiante, y voces burlonas y roncas cantaban a gritos las palabras de una canción obscena. Al día siguiente, la señora Davidson estaba muy pálida y cansada. Se quejó de dolores de cabeza, y parecía vieja y arrugada. Le dijo a la señora Macphail que el misionero no había dormido un instante; había pasado la noche en un estado de terrible agitación, y a las cinco se había levantado, saliendo al momento. Le habían arrojado un vaso de cerveza y sus ropas estaban manchadas y malolientes. Pero un fuego sombrío brillaba en los ojos de la señora Davidson cuando habló de la señorita Thompson. 
-Lamentará largamente el día en que se burló del señor Davidson -dijo-. El señor Davidson tiene un gran corazón, y ninguno que haya estado en dificultades se ha dirigido a él sin ser reconfortado: pero no tiene piedad cuando se trata del pecado, y cuando se halla excitada su justa ira, es terrible. 
-¿Cómo? ¿Qué piensa hacer? -preguntó la señora Macphail. 
-No lo sé, pero por nada del mundo quisiera encontrarme en el lugar de esa mujer. La señora Macphail se estremeció. Había algo verdaderamente alarmante en la triunfal seguridad de esta mujercita. Iban a salir juntas esa mañana, y bajaron la escalera una al lado de la otra. La puerta de la señorita Thompson estaba abierta, y pudieron verla, cubierta con una bata vieja y arrugada, cocinando algo en una sartén. 
-Buenos días -les gritó-. ¿Está mejor el señor Davidson esta mañana?  Pasaron frente a ella en silencio, mirando hacia adelante como si no existiera. Se sonrojaron, sin embargo, cuando estalló en una carcajada burlona. La señora Davidson se volvió hacia ella repentinamente. 
-¡No se atreva a hablarme! -chilló-. Si me insulta, la haré expulsar de aquí. 
-Dígame, ¿le pedí acaso al señor Davidson que me visitara? 
-No le conteste -murmuró apresuradamente la señora Macphail. Siguieron caminando hasta quedar fuera del alcance de su voz. 
-¡Es desvergonzada, desvergonzada! -exclamó la señora Davidson. Su ira casi la sofocaba. Y cuando volvían a casa se encontraron con ella que caminaba hacia el malecón. Iba vestida con toda su elegancia. Su gran sombrero blanco, con flores vulgares y chillonas, era una afrenta. Las saludó alegremente al pasar, y un par de marineros americanos que estaban cerca se rieron al ver la frígida ex presión que tomaron los rostros de las dos damas. Entraron a la casa momentos antes que comenzara a llover. 
-Me parece que todas sus ropas elegantes van a quedar inutilizadas -dijo la señora Davidson, con una sonrisa amarga. Davidson llegó cuando ya iban en la mitad de la comida. Estaba completamente mojado, pero se negó a cambiar sus ropas. Se sentó, moroso y huraño, comiendo apenas un bocado, y se quedó mirando la lluvia que caía a torrentes. Cuando la señora Davidson le habló de sus dos encuentros con la señorita Thompson, no contestó. Sólo su ceño fruncido daba a entender que había escuchado. 
-¿No piensa usted que sería conveniente que le pidiéramos al señor Horn que la haga salir de aquí? -preguntó la señora Davidson-. No podemos permitir que siga insultándonos. 
-Parece que no hay ninguna otra parte a la cual pueda ir -interpuso el doctor Macphail. -Puede vivir con alguno de los nativos. 
-Con un tiempo como éste, me parece que una choza nativa debe de ser un lugar bastante incómodo. 
-Yo viví en una durante años -dijo el misionero. Cuando la muchachita nativa les trajo los plátanos fritos, que eran el postre de todos los días, Davidson se volvió hacia ella. -Dígale a la señorita Thompson que deseo verla cuando le sea conveniente -dijo. La muchachita asintió tímidamente, y salió. 
-¿Para qué desea usted verla, Alfredo? -preguntó su esposa. 
-Es mi deber hablar con ella.  No obraré sin haberle dado antes la oportunidad de enmendarse. 
-Usted no sabe lo que es. Le insultará. 
-No importa que me insulte. Que me escupa, si quiere. Tiene un alma inmortal, y debo hacer todo lo posible por salvarla. En los oídos de la señora Davidson aún resonaban las risotadas burlonas de la prostituta. 
-Ha ido demasiado lejos. 
-¿Demasiado lejos para la piedad de Dios? -sus ojos se encendieron y su voz se hizo tierna y suave-. ¡Nunca! El pecador puede estar sumido en el pecado hasta las profundidades del infierno, pero el amor de nuestro Señor Jesucristo siempre puede llegar a él. La muchacha volvió con el mensaje: 
-La señorita Thompson le saluda, y siempre que el reverendo Davidson no la visite durante horas de trabajo, tendrá mucho gusto en recibirle. El grupo lo escuchó en silencio, y el doctor Macphail hizo desaparecer inmediatamente la sonrisa que se había asomado a sus labios. Sabía que su esposa se enojaría con él si se daba cuenta de que la desfachatez de la señorita Thompson le parecía divertida. Terminaron la comida en silencio. Las dos señoras se levantaron, reanudando sus labores - la señora Macphail estaba haciendo otra de las innumerables bufandas que había tejido desde que comenzó la guerra-, y el doctor encendió su pipa. Pero Davidson permanecía en su silla, con su mirada distraída clavada en la mesa. Por fin se levantó y, sin decir una palabra, salió de la pieza. Le oyeron bajar, y después un "¡Entre!" que en tono de desafío lanzó la señorita Thompson cuando golpeó a su puerta. Permaneció con ella durante una hora. El doctor Macphail miraba la lluvia. Comenzaba a crisparle los nervios. No era como nuestra suave lluvia inglesa que cae dulcemente sobre la tierra: era implacable y, en cierto modo, terrible. Se sentía la malignidad de las fuerzas primitivas de la naturaleza. No parecía caer, sino que corría a torrentes. Era como un diluvio del cielo, y resonaba sobre el techo de fierro acanalado con una persistencia enloquecedora. Parecía tener una furia propia. Y algunas veces uno sentía que tendría que gritar si no cesaba; y entonces se sentía impotente, como si los huesos se hubieran reblandecido repentinamente, y se dejaba dominar por el desaliento y la angustia. Macphail se volvió cuando el misionero entró otra vez a la pieza. Las dos mujeres le miraron. 
-Le he dado todas las oportunidades posibles. La he exhortado al arrepentimiento. Es una mujer mala. Se calló, y el doctor Macphail pudo ver que sus ojos parecían más oscuros y que su pálido rostro tenía un aspecto duro y severo. 
-Ahora, cogeré los látigos con que nuestro Señor Jesucristo expulsó a los mercaderes del Templo del Supremo.  Comenzó a pasearse a lo largo de la pieza. Sus labios estaban apretados, y sus negras cejas, fruncidas. 
-Aunque huyera a los extremos más lejanos de la tierra, la perseguiría. Bruscamente, dio media vuelta y salió de la pieza. Le oyeron bajar la escalera otra vez. 
-¿Qué va a hacer? -preguntó la señora Macphail. 
-No lo sé -la señora Davidson se quitó el "pince-nez" y limpió los vidrios-. Cuando está ocupado en un trabajo del Señor, nunca le hago preguntas. Suspiró suavemente. 
-¿Qué hay? -Se agotará. No sabe lo que es cuidarse. El doctor Macphail conoció los primeros resultados de la actividad del misionero de boca del mestizo en cuya casa se alojaban. Detuvo al doctor cuando pasaba frente al almacén, y salió a hablarle a la pequeña escalinata. Su rostro estaba preocupado. 
-El reverendo Davidson me ha estado reprochando haber dado una pieza a la señorita Thompson -dijo-. Pero yo no sabía lo que era cuando se la arrendé. Cuando viene una persona a preguntar si puedo arrendarle una pieza, lo único que me interesa saber es si tiene el dinero suficiente para pagar. Y me pagó una semana adelantada por la suya. El doctor Macphail no quería comprometerse: -Después de todo, esta casa es suya. Le estamos muy agradecidos por habernos dado alojamiento. Horn le miró con aire de duda. No podía sentirse seguro del punto hasta el cual el doctor estaría de parte del misionero. 
-Los misioneros se ayudan mutuamente -dijo con voz vacilante-. Si comienzan a hostilizar a un comerciante, lo mejor que puede hacer es cerrar la tienda y mandarse cambiar. 
-¿Le pidió que la hiciera salir? 
-No; dijo que mientras ella se comportara en debida forma, no podía pedirme que hiciera eso. Dijo que quería ser justo conmigo. Le prometí que no tendría más visitantes. Acabo de entrar a comunicárselo a ella. 
-¿Cómo recibió la noticia? -Me puso de vuelta y media.  El comerciante se estremeció al recordar la escena desagradable que había tenido con la señorita Thompson. 
-¡Ah, bueno!; supongo que se irá. No creo que quiera quedarse aquí si no le permiten recibir a nadie. 
-No hay ninguna parte donde pueda ir, excepto a la choza de algún nativo; y ninguno de éstos querrá recibirla ahora que se sabe que los misioneros están contra ella. El doctor Macphail miró la lluvia que caía. 
-Supongo que es inútil esperar que escampe. En la tarde, mientras estaban sentados en su salón, Davidson les habló de sus días de colegial. No había tenido dinero, y tuvo que seguir los cursos trabajando en cualquier cosa durante las vacaciones. Abajo reinaba el silencio. La señorita Thompson estaba sentada a solas en su pequeño cuarto. Pero de pronto el fonógrafo comenzó a tocar. Lo había echado a andar en un gesto de desafío, para burlarse de su soledad; pero nadie había que cantara, y la música parecía melancólica. Hacía pensar en un llamado de socorro. Davidson no prestó atención. Estaba en mitad de una anécdota, y la continuó sin el menor cambio de expresión. El fonógrafo seguía. La señorita Thompson ponía un disco tras otro. Parecía que el silencio de la noche le hubiera crispado los nervios. No había viento y el calor era sofocante. Cuando los Macphail se retiraron, no pudieron dormir. Permanecían tendidos uno al lado del otro, con los ojos abiertos, escuchando el canto de los mosquitos fuera del velo protector. 
-¿Qué es eso? -murmuró por fin la señora Macphail. Oían una voz, la voz de Davidson, a través del tabique de madera. Continuaba con insistencia seria y monótona. Estaba rezando en alta voz. Rezando por el alma de la señorita Thompson. Pasaron dos o tres días. Ahora, cuando se encontraban con la señorita Thompson en el camino, no los saludaba con irónica cordialidad, ni siquiera sonreía. Pasaba arrogante, con una expresión huraña en su rostro pintado, frunciendo el ceño, como si no los viera. El comerciante le dijo a Macphail que había tratado de obtener alojamiento en otra parte, sin tener éxito. En las tardes tocaba todos los discos de su fonógrafo, pero ahora era evidente que su pretendida alegría era falsa. La música alocada tenía un ritmo roto, triste, como si fuera un "onestep" de la desesperación. Cuando comenzó a tocar el domingo, Davidson envió a Horn a rogarle que cesara inmediatamente, pues era el día del Señor. El disco fue retirado y la casa quedó en silencio, oyéndose sólo el monótono caer de la lluvia sobre el techo de fierro. 
-Creo que se está poniendo nerviosa -dijo el comerciante a Macphail al día siguiente-. No sabe qué medidas va a tomar el señor Davidson, y está asustada.  Macphail la había visto esa mañana, observando que su expresión arrogante había cambiado. Su rostro parecía el de una persona perseguida. El mestizo le dirigió una mirada de reojo. -¿Supongo que usted no sabe qué va a hacer el señor Davidson? -preguntó. 
-No sé. Era extraño que Horn le hiciera esa pregunta, porque él también tenía la impresión de que Davidson estaba ocupado en un trabajo misterioso. Tenía la idea de que estaba tendiendo una red alrededor de la mujer, cuidadosa y sistemáticamente, y que cuando todo estuviera listo, tiraría de las cuerdas. 
-Me encargó que le dijera -continuó el comerciante- que si alguna vez le necesitaba, le llamara, y que él acudiría a su lado. 
-¿Qué dijo ella cuando usted le dio el recado? 
-Ni una palabra. No esperé respuesta. Sólo dije lo que me había encargado, y me retiré. Pensé que podía echarse a llorar. 
-No dudo de que la soledad comienza a atacarle los nervios -dijo el doctor-. Y la lluvia.., eso sólo basta para volver loco a cualquiera -continuó, irritado-. ¿No deja nunca de llover en este maldito lugar? 
-Cae continuamente durante la estación de las lluvias. Tenemos un promedio de trescientas pulgadas al año. Ve usted, es la forma de la bahía. Parece atraer la lluvia de todo el Pacífico. 
-¡Al diablo con la forma de la bahía! -exclamó el doctor. Se rascó las picaduras de mosquitos. Se sentía de muy mal humor. Cuando dejaba de llover y brillaba el sol, era como estar en un conservatorio: húmedo, lleno de vapor, pesado, sin viento; y uno tenía la impresión de que todo estaba creciendo con violencia salvaje. Los nativos, alegres y de reputación infantil, parecían entonces, con sus tatuajes y su pelo teñido, tener algo siniestro en su aspecto; y cuando uno oía el suave ruido de pies desnudos, volvía instintivamente la cabeza, pues sentía que en cualquier momento podían acercarse y hundirle un puñal por la espalda. No se podían adivinar los pensamientos que bullían detrás de sus ojos alargados. Tenían algo del aspecto de antiguos egipcios pintados en el muro de un templo, y había en sus gestos el terror de lo que es inconmensurablemente antiguo. El misionero iba y venía. Estaba ocupado, pero los Macphail no sabían qué hacía. Horn dijo al doctor que veía al gobernador todos los días, y una vez Davidson lo mencionó. 
-Parece un hombre decidido -dijo-. Pero cuando se trata de tomar medidas, se muestra indeciso. -Supongo que usted quiere decir que no hace lo que usted le pide -dijo el doctor, con tono de broma. El misionero no sonrió. -Le pido que haga lo que está bien. No debiera ser necesario tener que convencer a un hombre cuando se trata de que cumpla con su deber. 21 -Pero puede haber diferencias de opinión acerca de lo que es el deber. -Si un hombre tuviera un pie gangrenado, ¿tendría usted paciencia si alguien vacilara al amputárselo? -La gangrena es un hecho. -¿Y el mal? Pronto se vio qué era lo que Davidson había estado haciendo. Los cuatro terminaban recién su comida de mediodía, y todavía no se habían separado para la siesta que el calor imponía a las señoras y al doctor. Davidson no era partidario de esta costumbre ociosa. La puerta se abrió violentamente y entró la señorita Thompson. Miró alrededor de la pieza y se acercó a Davidson. -¡Maldito sinvergüenza! ¿Qué ha estado contándole de mí al gobernador? Hervía de rabia. Hubo un instante de silencio. El misionero acercó una silla. 
-Haga el favor de sentarse, señorita Thompson. Estaba esperando tener otra conversación con usted. 
-¡Perro canalla! Comenzó a lanzar una lluvia de insultos, groseros e insolentes. Davidson la miraba tranquilamente con sus ojos serios. 
-Me son indiferentes los insultos que usted amontona sobre mí, señorita Thompson -dijo-. Pero deseo recordarle que hay señoras presentes. Ahora las lágrimas luchaban con su ira. Su rostro estaba rojo e hinchado, como si se ahogara. 
-¿Qué ha sucedido? -preguntó el doctor Macphail. 
-Acaba de estar aquí un tipo, diciendo que tengo que mandarme cambiar en el próximo barco. ¿Se vio un destello en los ojos del misionero? Su rostro permaneció impasible. 
-Usted no podía esperar que el gobernador le permitiera seguir aquí en estas circunstancias. 
-¡Usted lo hizo! -chilló ella-. No puede engañarme. ¡Usted lo hizo! 
-No quiero engañarla. Recomendé al gobernador que tomara la única medida concerniente a sus obligaciones. 
-¿Por qué no me dejó tranquila? No le estaba haciendo daño alguno. 
-Puede usted estar segura de que yo habría sido el último en quejarme de eso. 
-¿Cree usted que pensaba quedarme en este pueblucho miserable? No tengo aspecto de campesina, ¿verdad? -En ese caso, no veo de qué puede usted quejarse.  Lanzó un grito de rabia incoherente y salió de la pieza. Hubo unos instantes de silencio. 
-Es una felicidad saber que por fin ha obrado el gobernador -dijo Davidson-. Es un hombre débil de carácter, y alargaba demasiado el asunto. Decía que sólo estaría aquí quince días; que si iba a Apia, estaría bajo la jurisdicción británica, y que eso no tenía nada que ver con él. Davidson se puso en pie y comenzó a pasear por la pieza. 
-Es terrible la forma en que los hombres que gozan de autoridad tratan de evadir sus responsabilidades. Hablan como si el mal que está fuera de su vista dejara de ser mal. La existencia misma de esa mujer es un escándalo, y no es solución trasladarla a otra isla. Al fin, me vi obligado a hablarle de frente. Davidson frunció el ceño, adelantando su mentón. Parecía duro y decidido. -¿Qué quiere usted decir con eso? 
-Nuestra misión no deja de tener cierta influencia en Washington. Le indiqué al gobernador que no le haría ningún bien una queja acerca de la forma en que maneja los asuntos de esta isla. 
-¿Cuándo tiene que irse? -preguntó el doctor, después de una pausa. 
-El barco que va de Sydney a San Francisco es esperado aquí el martes próximo. Partirá en él. Faltaban cinco días. Fue al siguiente, cuando volvía del hospital -donde, por falta de algo mejor que hacer, Macphail pasaba casi todas sus mañanas-, que el mestizo le detuvo al subir la escalera. 
-Perdone, doctor Macphail; la señorita Thompson está enferma. ¿Puede usted verla? 
-Naturalmente. Horn le condujo a su pieza. Estaba sentada en una silla, inmóvil, mirando fijamente. Llevaba puestos su traje blanco y el sombrero adornado con flores. Macphail notó que bajo sus polvos su piel estaba amarillenta y barrosa, y que sus ojos estaban pesados. 
-Siento mucho saber que usted está enferma -dijo. 
-¡Oh!, no estoy verdaderamente enferma. Sólo dije eso porque quería verle. Tengo que embarcarme en un vapor que va a San Francisco. La miró, y el doctor pudo ver que sus ojos tenían una expresión de terror. Abría y empuñaba las manos espasmódicamente. El comerciante estaba de pie en la puerta, escuchando. 
-Así he sabido -dijo Macphail. Ella contuvo un sollozo. 
-Me parece que no es muy conveniente para mí ir a San Francisco por ahora. Fui a ver al gobernador ayer en la tarde, pero no pudo recibirme. Hablé con el secretario, y me dijo que 23 tendría que tomar ese barco, y nada más. Tenía que ver al gobernador; así es que esperé frente a su casa esta mañana hasta que salió y le hablé. No quería contestarme, es cierto; pero no lo dejé irse, y por fin dijo que no tenía inconveniente en que me quedara aquí hasta que pase el próximo vapor a Sydney, si lo permite el reverendo Davidson. Se calló, mirando al doctor Macphail con ansiedad. 
-No veo qué puedo hacer en este caso -dijo él. 
-Bueno, pensé que tal vez usted tendría la bondad de preguntarle. Le juro por Dios que no haré nada aquí si me permite quedarme. Si lo ordena, ni siquiera saldré de la casa. No son más que quince días. 
-Hablaré con él. 
-No lo permitirá -interpuso Horn-. La hará partir el martes; así es que lo mejor que puede hacer es prepararse. 
-Dígale que puedo conseguir trabajo en Sydney; trabajo decente, quiero decir. No es mucho lo que le pido. 
-Haré lo que pueda. 
-Y me vendrá a decir inmediatamente, ¿verdad? No podré estar tranquila mientras no sepa lo que hay. No era una comisión que le agradara mucho al doctor, y la desempeñó en forma indirecta. Le contó a su esposa lo que había dicho la señorita Thompson, pidiéndole que hablara con la señora Davidson. La actitud del misionero parecía bastante arbitraria, y no podía haber daño alguno en permitir a la muchacha que permaneciera en Pago-Pago otros quince días. Pero no estaba preparado para los resultados de su diplomacia. El misionero se dirigió a él inmediatamente. 
-La señora Davidson me dice que la señorita Thompson ha estado hablando con usted. Atacado en forma directa, el doctor Macphail sintió el resentimiento que experimenta todo hombre tímido cuando se le obliga a salir a terreno abierto. Se sonrojó. 
-No veo qué diferencia puede haber entre enviarla a San Francisco o a Sydney, y siempre que prometa comportarse bien mientras permanezca aquí, es una crueldad perseguirla. El misionero le miró con ojos severos. 
-¿Por qué no quiere ella volver a San Francisco? 
-No le pregunté -contestó el doctor, con aspereza-. Y pienso que es mejor que uno se preocupe de sus propios asuntos. Tal vez no era una respuesta muy apropiada. 
-El gobernador ha ordenado que sea deportada por el primer barco que parta de la isla. No ha hecho más que cumplir con su deber, y no intercederé. Su presencia es aquí un peligro. 
-Pienso que usted es muy duro y tiránico.  Las dos señoras miraron al doctor, alarmadas; pero no había motivo para temer un altercado, pues el misionero sonrió dulcemente. 
-Siento mucho que usted tenga esa opinión de mí, doctor Macphail. Créame, mi corazón sangra por esa pobre mujer, pero solamente trato de cumplir con mi deber. El doctor no contestó. Miraba por la ventana, ceñudo. En esos momentos no llovía, y a través de la bahía se divisaban entre los árboles las chozas de una aldea nativa. 
-Aprovecharé que ha cesado la lluvia para salir -dijo. 
-Le ruego que no me guarde rencor porque no puedo acceder a lo que me pide -dijo Davidson, con sonrisa melancólica-. Le respeto mucho, doctor, y me afligiría que usted pensara mal de mí. 
-No dudo de que usted tiene una opinión bastante buena de sí mismo, que le permita soportar la mía con ecuanimidad -replicó. 
-A eso no puedo contestarle -rió Davidson. Cuando el doctor Macphail, furioso consigo mismo por haberse mostrado grosero sin objeto, llegó al piso bajo, la señorita Thompson le esperaba con su puerta entreabierta. -Bueno -dijo-, ¿le habló? 
-Sí. Lo siento, no quiere hacer nada -contestó sin mirarla para no dejar ver su confusión. Pero le lanzó una rápida mirada al oír que dejaba escapar un sollozo. Vio que su rostro estaba blanco de miedo. Se sintió afligido. Y de pronto tuvo otra idea. 
-No se desanime todavía. Creo que es vergonzosa la forma en que la tratan, e iré a ver personalmente al gobernador. 
-¿Ahora? Asintió. La mujer sonrió, esperanzada. 
-Vaya; es usted muy bueno. Estoy segura de que me permitirá quedarme si usted le habla. No haré ninguna cosa que no debiera mientras esté aquí. El doctor Macphail no podía comprender por qué había decidido apelar al gobernador. Sentía una completa indiferencia hacia los asuntos de la señorita Thompson, pero el misionero le había irritado, y era rencoroso por temperamento. Encontró al gobernador en casa. Era un hombre alto, de buena figura; un marino, con bigote espeso y gris, y vestía un uniforme blanco inmaculado. 
-He venido a verle para hablarle acerca de una mujer que está alojada en la misma casa que nosotros -dijo-. Se llama Thompson. 
-Me parece que ya he oído bastante acerca de ella, doctor Macphail -contestó el gobernador, sonriendo-. Le he dado la orden de partir el próximo martes, y eso es todo lo que puedo hacer.  
-Quería pedirle que hiciera el favor de permitirle permanecer aquí hasta que pase el barco que viene de San Francisco, para que pueda ir a Sydney. Yo garantizaré su buen comportamiento. El gobernador siguió sonriendo, pero sus ojos se achicaron. 
-Me sentiría feliz si pudiera hacerle ese favor, doctor; pero he dado la orden, y debe cumplirse. El doctor presentó el caso en la forma más razonable que pudo, pero ahora el gobernador ni siquiera sonreía. Macphail pudo darse cuenta de que no le hacía la menor impresión. 
-Siento tener que molestar a una mujer, pero tendrá que partir el martes, y no hay más. -Pero ¿qué diferencia puede haber? 
-Perdone, doctor, pero no me siento obligado a explicar mis actos oficiales, excepto a las autoridades correspondientes. Macphail le miró astutamente. Recordó que Davidson había dicho que empleó una amenaza, y en la actitud del gobernador podía ver cierta confusión. 
-Davidson es un maldito intruso -dijo, enojado. 
-Entre nosotros, doctor Macphail, no diré que me he formado una opinión muy favorable del señor Davidson; pero me veo obligado a confesar que estaba en su perfecto derecho al señalarme el peligro de la presencia de una mujer de los antecedentes de la señorita Thompson en un lugar como éste, donde hay gran cantidad de marineros además de la población nativa. Se levantó, y el doctor Macphail se vio obligado a hacer lo mismo. -Debo pedirle que me excuse. Tengo un compromiso. Le ruego que salude de mi parte a la señora Macphail. El doctor se alejó alicaído. Sabía que la señorita Thompson le estaría esperando y, no queriendo decirle él mismo que había fracasado, entró a la casa por la puerta trasera, subiendo la escalera como si tuviera algo que ocultar. Durante la comida estuvo inquieto y callado, pero el misionero estaba alegre y animado. El doctor Macphail pensó que sus ojos se fijaban en él de cuando en cuando con alegre expresión de triunfo. Se le ocurrió repentinamente que Davidson estaba enterado de su visita al gobernador y de su fracaso. Pero ¿cómo podía haberlo sabido? Había algo siniestro acerca del poder de ese hombre. Después de la comida vio a Horn en la veranda, y, como si deseara hablar unas palabras con él, salió. 
-Quiero saber si usted ha visto al gobernador -murmuró el comerciante. 
-Sí. No quiere hacer nada. Lo siento mucho, pero yo tampoco puedo hacer más. 
-Ya sabía que era inútil. No se atreven a ir en contra de los misioneros. 
-¿De qué están hablando? -dijo amablemente Davidson, saliendo a reunirse con ellos. -Estaba diciendo que no hay esperanzas de que puedan seguir viaje a Apia hasta dentro de una semana más -mintió al momento el comerciante. Los dejó, y los dos hombres volvieron al salón. El señor Davidson dedicaba una hora después de cada comida al recreo. De pronto oyeron un tímido golpe en la puerta. 
-Entre -dijo la señora Davidson con su voz aguda. La puerta no se abrió. Ella se levantó a abrirla. Vieron a la señorita Thompson de pie en el umbral. Pero el cambio en su aspecto era extraordinario. Ya no era la que se había burlado y reído de ellas en el camino, sino una pobre mujer rota y asustada. Su cabello, por lo general tan cuidadosamente peinado, caía en desorden sobre el cuello. Vestía zapatillas, y una falda y blusa que estaban sucias y arrugadas. Permanecía de pie en la puerta, con el rostro lleno de lágrimas y sin atreverse a entrar. 
-¿Qué necesita? -dijo la señora Davidson duramente. 
-¿Puedo hablar con el señor Davidson? -preguntó con voz entrecortada. El misionero se levantó, acercándose a la puerta. 
-Pase adelante, señorita Thompson -dijo con tono cordial-. ¿En qué puedo servirle? Ella entró a la pieza. 
-Oiga, siento mucho lo que le dije a usted el otro día, y... y todo lo demás. Creo que estaba un poco afarolada. Le pido perdón. 
-¡Oh!, no importa. Me parece que mi espalda es bastante ancha para soportar unas cuantas palabras duras. La señorita se adelantó hacia él con un movimiento horriblemente rastrero. -Me tiene derrotada. Nada puedo hacer. ¿No me obligará a volver a San Francisco? El amable aspecto de Davidson desapareció, y su voz tomó de pronto un timbre duro y severo: 
-¿Por qué no quiere usted volver allá? Ella se encogió. 
-Es que mis parientes viven allí. No quiero que me vean así. Iré a cualquiera otra parte que usted me diga. 
-¿Por qué no quiere usted volver a San Francisco? 
-Ya le he dicho. Él se inclinó hacia adelante, mirándola fijamente, y sus grandes ojos parecían atravesarla hasta el alma. De pronto exclamó: 
 -¡La penitenciaría! La mujer lanzó un chillido y entonces cayó a sus pies, abrazándole las piernas. -¡No me haga volver allá! ¡Le juro ante Dios que seré una mujer buena! ¡Me alejaré de todo esto! Estalló en un torrente de súplicas confusas, y las lágrimas corrían por sus mejillas pintadas. Davidson se inclinó sobre ella y, levantando su rostro, la obligó a mirarle. 
-¿Es, pues, la penitenciaria? 
-Me escapé antes que pudieran cogerme -dijo ella, con voz entrecortada-. Si me alcanza la Policía, son tres años los que me esperan. Davidson la soltó, y ella cayó al suelo como una cosa informe, sollozando amargamente. El doctor Macphail se levantó. 
-Esto lo cambia todo -dijo-. Usted no puede obligarla a volver sabiéndolo. Déle otra oportunidad. Quiere empezar una nueva vida. 
-Voy a darle la mejor oportunidad que ha tenido hasta ahora. Si está arrepentida, que acepte su castigo. Ella no comprendió bien las palabras del misionero, y levantó la vista. En sus ojos hinchados brillaba una luz de esperanza. 
-¿No me obligará a ir allá? 
-Sí. Usted partirá a San Francisco el martes. Lanzó un grito de horror, y entonces prorrumpió en chillidos bajos y roncos que parecían casi inhumados, al mismo tiempo que se azotaba violentamente la cabeza contra el suelo. El doctor Macphail saltó hacia ella, levantándola. 
-Vamos, no haga eso. Sería mejor que se retirara a su pieza a descansar. Yo le daré algo. La obligó a pararse y, mitad llevándola, mitad arrastrándola, consiguió llegar con ella al piso bajo. Estaba furioso con la señora Davidson y con su esposa porque no le ayudaban. El mestizo estaba en el descansillo, y con su ayuda logró tenderla sobre la cama. Estaba quejándose y llorando, casi insensible. Tuvo que ponerle una inyección calmante. Estaba acalorado y exhausto cuando subió otra vez. 
-Logré tranquilizarla un poco. Las dos mujeres y Davidson estaban en la misma posición que cuando los había dejado. No parecían haberse movido ni hablado desde entonces. 
-Estaba esperándole -dijo Davidson, con voz extraña y lejana-. Quiero que todos ustedes recen conmigo por el alma de nuestra hermana descarriada. Cogió la Biblia, que estaba sobre un estante, y se sentó ante la mesa en que habían comido. Para colocar sobre ella el libro tuvo que apartar la tetera. Con voz potente, resonante y profunda, leyó el capítulo en que se relata el encuentro de Jesucristo con la mujer adúltera.  
-Ahora, arrodíllense conmigo y recemos por el alma de nuestra querida hermana, Sadie Thompson. Comenzó a recitar una plegaria larga y apasionada, en la que imploraba a Dios que tuviera piedad de la mujer pecadora. La señora Macphail y la señora Davidson se arrodillaron cubriéndose los ojos. El doctor, tomado por sorpresa, torpe y avergonzado, se arrodilló también. La oración del misionero era de una elocuencia salvaje. Hablaba extraordinariamente emocionado, y mientras rezaba las lágrimas le corrían por las mejillas. Afuera caía la lluvia implacable, sin descanso, con una especie de malignidad humana. Por fin se calló. Se detuvo un momento y dijo: -Ahora repetiremos la oración del Señor. (El Padrenuestro). Lo recitaron, y entonces, siguiendo su ejemplo, se levantaron. El rostro de la señora Davidson estaba pálido y tranquilo. Estaba reconfortada y en paz, pero los Macphail se sintieron repentinamente tímidos. No sabían hacia dónde mirar. 
-Ahora bajaré a ver cómo se encuentra -dijo el doctor. Cuando golpeó a su puerta, le fue abierta por Horn. La señorita Thompson estaba sentada en una silla mecedora, sollozando suavemente. 
-¿Qué hace usted ahí? -preguntó Macphail-. Le dije que se tendiera en la cama. 
-No puedo tenderme. Quiero ver al señor Davidson. 
-Pobre muchacha, ¿de qué servirá eso? No logrará conmoverlo. 
-Dijo que vendría si yo lo llamaba. Macphail le hizo una señal al comerciante. 
-Vaya a buscarle. Esperó con ella en silencio mientras Horn subía. Davidson entró. 
-Perdóneme por pedirle que viniera aquí -dijo ella, mirándole con ojos sombríos.
 -Esperaba su llamado. Sabía que el Señor contestaría a mi plegaria. Se miraron fijamente durante unos instantes. Ella miró hacia otro lado. Habló sin levantar la vista: 
-He sido una mujer mala. Quiero arrepentirme. 
-¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios! Ha oído nuestras oraciones. Se volvió a los dos hombres. -Déjenme solo con ella. Díganle a la señora Davidson que nuestros ruegos han sido oídos. 29 Salieron, cerrando cuidadosamente la puerta. 
-¡Caramba! -fue el comentario del comerciante. Esa noche el doctor Macphail no pudo dormir hasta muy tarde, y cuando oyó subir al misionero miró su reloj. Eran las dos de la madrugada. Pero ni siquiera entonces se acostó inmediatamente, pues, a través del delgado tabique que separaba sus piezas, pudo oírlo rezar en alta voz, hasta que él mismo, agotado, se durmió. Cuando lo vio a la mañana siguiente, se sintió sorprendido ante su aspecto. Estaba más pálido que nunca, cansado; pero sus ojos brillaban con un fuego inhumano. Parecía que se sintiera dominado por una alegría abrumadora. 
-Quiero que más tarde baje usted y vea a Sadie -dijo-. No puedo esperar que su cuerpo esté mejor, pero su alma.., su alma está transformada. El doctor se sentía débil y nervioso. -Usted estuvo con ella hasta muy tarde anoche -dijo. 
-Sí; no podía soportar la idea de que la abandonara. 
-Usted parece estar feliz -dijo Macphail, irritado. Los ojos de Davidson tenían un brillo extático. 
-He recibido una gran recompensa. Anoche tuve el privilegio de conducir a un alma descarriada a los brazos amantes de Jesús. La señorita Thompson estaba otra vez en la mecedora. La cama no había sido hecha. La pieza estaba en desorden. No se había tomado la molestia de vestirse; sólo llevaba puesta una bata vieja y sucia, y su cabello estaba anudado en un moño mal hecho. Se había pasado una toalla húmeda por la cara, pero estaba toda hinchada y arrugada a causa del llanto. Parecía un harapo. Cuando el doctor entró, lo miró con ojos apagados. Estaba aplastada y recogida. 
-¿Dónde está el señor Davidson? -preguntó. 
-Pronto vendrá, si usted lo necesita -contestó Macphail agriamente-. Vine a ver cómo seguía usted. 
-¡Oh!, yo estoy bien. No se preocupe por mí. 
-¿Ha comido algo? 
-Horn me trajo un poco de café. Miró ansiosamente hacia la puerta. 
-¿Cree usted que vendrá pronto? Me parece que estuviera mejor cuando me acompaña. 
-¿Va usted siempre a partir el martes? 
-Sí, él dice que debo partir. Haga el favor de decirle que venga pronto. Él es el único que puede ayudarme ahora.
-Muy bien -dijo el doctor Macphail. Durante los tres días siguientes el misionero estuvo casi continuamente con Sadie Thompson. Sólo se reunía con los otros a las horas de comer. Macphail observó que no comía casi nada. 
-Se está agotando -dijo la señora Davidson con tono de lástima-. Va a sufrir una crisis si no se cuida. Es inútil decírselo. Ella también estaba muy pálida. Le dijo a la señora Macphail que no podía dormir. Cuando el misionero subía de la pieza de la señorita Thompson, rezaba hasta quedar exhausto, pero ni siquiera entonces se quedaba dormido. Después de una o dos horas de sueño, se levantaba a pasear a lo largo de la bahía. Le perseguían sueños extraños. 
-Esta mañana me dijo que había estado soñando con las montañas de Nebraska -dijo la señora Davidson. 
-Es curioso -dijo Macphail. Recordaba haberlas visto desde las ventanillas del tren cuando cruzaba los Estados Unidos. Eran como enormes hormigueros, redondas y lisas, y brotaban abruptamente en medio de la llanura. El doctor Macphail recordaba que le habían hecho pensar en unos pechos de mujer. La inquietud de Davidson resultaba intolerable aun para sí mismo. Pero le animaba una inmensa alegría. Estaba arrancando de raíz los últimos vestigios de pecado que aún quedaban en el corazón de la pobre mujer. Leía y rezaba con ella. 
-Es maravilloso -les dijo una noche mientras comían-. Es un verdadero renacimiento. Su alma, que estaba negra como la noche, ahora es blanca y pura como la nieve recién caída. Me siento humilde y temeroso. El remordimiento por sus pecados es magnífico. No soy digno de tocar el borde de su vestido. 
-¿Y tiene usted corazón para enviarla a San Francisco? -dijo el doctor-. Tres años en una prisión americana. Creo que usted fácilmente pudo haberla librado de eso. 
-¡Ah!, ¿pero no ve usted? Es necesario. ¿Cree usted que mi corazón no sangra por ella? La amo como amo a mi esposa y a mi hermana. Todo ese tiempo que pase en la cárcel sufriré los mismos dolores que ella sufra. 
-¡Tonterías! -exclamó el doctor, impaciente. 
-Usted no comprende, porque está ciego. Ella ha pecado y debe sufrir. Sé lo que tendrá que soportar. Será torturada y humillada y pasará hambre. Quiero que acepte el castigo del hombre como sacrificio ante Dios. Tiene una oportunidad que se ofrece a muy pocos de entre nosotros. Dios es bueno y misericordioso. La voz de Davidson temblaba de emoción. Apenas podía articular las palabras que caían apasionadamente de su boca.  
-Todo el día rezo con ella, y cuando la dejo rezo otra vez, rezo con toda mi alma, para que Jesús le conceda esta gran misericordia. Quiero que entre en su corazón el deseo de ser castigada, para que al fin, aunque yo le ofreciera la libertad, se niegue. Quiero que sienta que el terrible castigo de la prisión es la acción de gracias que coloca a los pies de nuestro Señor, que dio su vida por ella. Los días pasaban lentamente. Todos los habitantes de la casa, pendientes de la mujer desgraciada y atormentada del piso bajo, vivían en un estado anormal de excitación. Era como una víctima que se estuviera preparando para los ritos de una idolatría sanguinaria. El terror la dominaba. No podía soportar que Davidson se alejara de ella. Era sólo cuando estaba con él que tenía valor, y se aferraba a él con dependencia de esclava. Lloraba mucho, leía la Biblia o rezaba. Algunas veces estaba exhausta y apática. En esos momentos pensaba en lo que la esperaba, pues parecía ofrecerle un medio de escapar, directo y concreto, de la angustia que estaba sufriendo. No podría soportar mucho tiempo más los vagos terrores que la aplastaban. Junto con sus pecados había abandonado todo pensamiento de vanidad personal, y vagaba por su pieza, descuidada y mal vestida, con su bata vieja. Durante cuatro días no se había quitado el traje de noche ni se había puesto medias. Entre tanto, la lluvia caía con cruel persistencia. Uno sentía que por fin los cielos estarían vacíos de agua, pero seguía cayendo pesadamente, con enloquecedora monotonía, sobre el techo de fierro. Todo estaba húmedo y pegajoso. Había moho sobre las paredes y botas abandonadas sobre el suelo. Durante las noches interminables los mosquitos zumbaban con su canto furioso. Todos esperaban con ansiedad el martes en que llegaría procedente de Sydney el barco de San Francisco. La tensión era intolerable. En lo que al doctor Macphail se refiere, tanto su lástima como su resentimiento se habían borrado ante el deseo de verse libre de la desgraciada mujer. Lo inevitable tenía que ser aceptado. Pensaba que podría respirar con más libertad cuando el barco hubiera zarpado. Sadie Thompson iba a ser escoltada a bordo por un empleado de la oficina del gobernador. Esa persona la visitó el lunes en la tarde, diciéndole que estuviera lista el martes a las once de la mañana. Davidson estaba con ella. 
-Yo me encargaré de que esté lista. Tengo pensado acompañarla también a bordo. La señorita Thompson no dijo una palabra. Cuando el doctor Macphail apagó su vela y se deslizó cautelosamente bajo su mosquitero, lanzó un suspiro de alivio. 
-Bueno, gracias a Dios que esto ha terminado. A estas horas mañana ya se habrá ido. -La señora Davidson se sentirá también contenta. Dice que está convertida en una sombra - dijo la señora Macphail-. Es una mujer distinta. 
-¿Quién? 
-Sadie. Nunca lo hubiera creído posible. Una se siente humilde ante una cosa así. El doctor no contestó, y pronto estaba dormido. Se hallaba cansado y su sueño fue más profundo que de costumbre.  Fue despertado en la mañana por una mano que se apoyaba en su brazo y, levantándose, vio a Horn de pie al lado de la cama. El comerciante se colocó un dedo sobre la boca para evitar cualquier exclamación del doctor, y le hizo una señal de que le siguiera. Por regla general, vestía pantalones blancos, pero ahora iba descalzo y sólo llevaba el "lava-lava" de los nativos. Tenía un aspecto salvaje, y el doctor Macphail observó que estaba cubierto de tatuajes. Horn le indicó con un gesto que saliera a la veranda. El doctor salió de la cama y siguió al comerciante. 
-No haga ruido -murmuró-. Lo necesitan. Póngase un abrigo y zapatos. Pronto. En el primer momento el doctor Macphail pensó que algo habría sucedido a la señorita Thompson. 
-¿Qué ha sucedido? ¿Llevo mis instrumentos? 
-¡Pronto, por favor, pronto! El doctor Macphail volvió al dormitorio, colocándose un impermeable sobre el pijama, y un par de zapatillas de suela de goma. Se reunió al comerciante y juntos bajaron la escalera. La puerta que daba al camino estaba abierta, y una media docena de nativos estaba frente a ella. 
-¿Qué ha sucedido? -repitió el doctor. 
-Venga conmigo -dijo Horn. Salió, seguido del doctor. Los nativos caminaban detrás de ellos formando un pequeño grupo. Cruzaron el camino, llegando a la playa. Otros nativos rodeaban algo que estaba al borde del agua. Avanzaron otras pocas yardas, y los nativos se separaron cuando llegaba el doctor. El comerciante le empujó hacia adelante. Entonces vio, tendido mitad dentro del agua, mitad fuera de ella, algo horrible: el cuerpo de Davidson. El doctor Macphail se inclinó -no era hombre que perdiera la cabeza en un caso de apuro- y dio vuelta al cadáver. La garganta estaba cortada de oreja a oreja, y en la mano derecha se veía todavía la navaja con que se había cometido el hecho. 
-Está completamente frío -dijo el doctor-. Debe de haber muerto hace algunas horas. -Uno de los muchachos lo vio recién, cuando se dirigía al trabajo, y corrió a decírmelo. ¿Cree usted que lo hizo él mismo? -Sí. Envíe a alguien en busca de la Policía. Horn dijo algo en la lengua nativa, y dos jóvenes se alejaron corriendo. 
-Debemos dejarle aquí hasta que lleguen -dijo el doctor. 
-No deben llevarlo a mi casa. No quiero que lo lleven a mi casa -se lamentaba Horn. -Usted hará lo que le digan las autoridades -replicó secamente el doctor-. La verdad es que supongo que lo llevarán a la "morgue".  Permanecieron esperando donde estaban. El comerciante sacó un cigarrillo de un pliegue de su "lava-lava" y dio otro a Macphail. Fumaron, mirando el cadáver. El doctor Macphail no comprendía. 
-¿Por qué cree usted que lo hizo? -preguntó Horn. El doctor se encogió de hombros. Al poco rato llegaban policías indígenas bajo las órdenes de un soldado de marina, con una camilla, seguidos de cerca por dos oficiales y un doctor naval. Lo arreglaron todo rápidamente. 
-¿Y la esposa? -preguntó uno de los oficiales. 
-Ahora que han llegado ustedes volveré a la casa a vestirme. Yo me encargo de que le comuniquen la noticia. Es mejor que ella no lo vea hasta que lo arreglen. 
-Muy bien -dijo el doctor naval. Cuando el doctor Macphail llegó a su pieza, encontró a su esposa que acababa de vestirse. 
-La señora Davidson está muy asustada a causa de su marido -le dijo apenas apareció-. No se acostó en toda la noche. Le oyó dejar la pieza de la señorita Thompson a las dos y después salir. Si ha estado caminando desde esa hora, debe de estar agotado. El doctor Macphail le contó lo que había sucedido, pidiéndole que le comunicara la noticia a la señora Davidson. 
-Pero ¿por qué lo hizo? -preguntó ella, horrorizada. 
-No lo sé. -Pero no puedo decírselo a ella. No puedo. 
-Es preciso. Le dirigió una mirada de susto y salió. El doctor la oyó entrar a la pieza de la señora Davidson. Esperó un instante para dominarse, y después comenzó a lavarse y afeitarse. Cuando terminó de vestirse, se sentó en la cama a esperar a su esposa. -Quiere verle -dijo ésta cuando volvió. 
-Lo han llevado a la "morgue". -Sería mejor que fuéramos con ella. -¿Cómo recibió la noticia? 
-Me parece que está atontada. No lloró, pero está temblando como una hoja. 
-Sería mejor que fuéramos inmediatamente. Cuando golpearon a su puerta, salió la señora Davidson. Estaba palidísima, pero sus ojos estaban secos. Al doctor le pareció que se dominaba en forma extraordinaria. No cambiaron una  palabra, y partieron en silencio a lo largo del camino. Cuando llegaron a la "morgue", la señora Davidson dijo: -Quiero entrar sola a verlo. Se quedaron inmóviles, mientras un nativo abría la puerta y la cerraba tras ella. Se sentaron a esperar. Unos hombres blancos se acercaron a ellos, hablando en voz baja. El doctor Macphail relató otra vez lo que sabía de la tragedia. Por fin la puerta se abrió suavemente y salió la señora Davidson. Todos se callaron. 
-Ya estoy lista para volver -dijo. Su voz era dura y firme. El doctor Macphail no podía comprender la expresión de sus ojos. Su pálido rostro estaba severo. Regresaron lentamente, sin decir una palabra, y por fin llegaron al recodo a la vuelta del cual se encontraba la casa. La señora Davidson lanzó un grito apagado, y durante un momento permanecieron inmóviles. Un sonido increíble llegaba a sus oídos. El fonógrafo, que había estado callado tanto tiempo, estaba tocando, tocando música de baile fuerte y chillona. 
-¿Qué es eso? -preguntó la señora Macphail, horrorizada. 
-Sigamos -dijo la señora Davidson. Subieron la escalinata, entrando al "hall". La señorita Thompson estaba de pie en su puerta, conversando con un marinero. En ella había tenido lugar un cambio repentino. Ya no era la mujer aterrorizada de los días anteriores. Iba vestida con sus ropas de dudosa elegancia: su traje blanco, sus botines altos y brillantes, por sobre cuya caña se veían sus piernas gordas cubiertas de medias de algodón. Su cabello estaba cuidadosamente peinado, y llevaba aquel enorme sombrero cubierto de flores chillonas. Su rostro estaba pintado, sus cejas eran de un color negro atrevido, sus labios eran de escarlata. Estaba muy erguida. Era la mujer presuntuosa que habían conocido en los primeros días. Cuando se acercaban, estalló en una carcajada fuerte, burlona. Entonces, cuando la señora Davidson se detuvo involuntariamente, recogió saliva en su boca y escupió. La señora Davidson retrocedió, mientras dos manchas rojas aparecían en sus mejillas pálidas. Luego, cubriéndose el rostro con las manos, se alejó, corriendo escalera arriba. El doctor Macphail se sintió enfurecido. Apartó a la mujer, entrando a su pieza. 
-¿Qué diablos está usted haciendo? -gritó-. ¡Pare esa maldita máquina! Se acercó a ella y arrancó el disco violentamente. La mujer se volvió hacia él: 
-¡Oiga, "doc", a mí no me viene con eso! ¿Qué diablos hace usted en mi pieza? 
-¿Qué quiere usted decir? -gritó él-. ¿Qué quiere usted decir? La mujer se irguió. Nadie podría describir el desprecio de su expresión ni el odio burlón con que contestó: -¡Ustedes los hombres! ¡Puercos sucios, asquerosos! Todos son iguales, todos. ¡Puercos! ¡Puercos! El doctor Macphail lanzó una exclamación. Había comprendido.

                                                       FIN

William Somerset Maugham escritor británico, autor de novelas, ensayos, cuentos y obras de teatro, médico y agente secreto. Durante la década de 1930 fue considerado el escritor más popular y mejor pagado del mundo. "Servidumbre humana", " El filo de la navaja".
(25 de enero de 1874, París, Francia
16 de diciembre de 1965, Niza, Francia)