Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.
Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras
corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la
cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un
hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro,
desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de
pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror
consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel
juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto
de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por
qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y
ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La
historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia
original.
Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me
hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de
la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el
pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su
odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil,
triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la
venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una
tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de
una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que
pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído
hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué
me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente
eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un
relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche
yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la
descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha
de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos
en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo
nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como
cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho
después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás
cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no
estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su
pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera
noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme,
me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi
propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las
sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a
su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que
¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me
transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra
parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede
conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los
cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje
de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente
me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo
de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y
deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo
se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo,
todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es
capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a
centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un
tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de
pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un
estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me
acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el
callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse
a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es
capaz un hombre a oscuras, en silencio.
Creí o simulé creer que después de aquel juego
disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los
ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradoja esperanza de haber estado loco la
noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que
pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero
más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No
la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca
de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi
biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un
libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en
el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite
siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la
ceremonia.
Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me
resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y
emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día
cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la
mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el
esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá
los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara.
La madre de Ernesto
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocía mos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar unas semanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a causa de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto? Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la ma dre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre… No dijo más que eso.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conse guir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos ani mábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamas madre vos?: una chancha tam bién pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado jun tos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos ve níamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de ma ternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos no sotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuel to. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo mons truosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés –me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aní bal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez mi nutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién… ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenes miedo –dije yo.
–Miedo no; otra cosa. Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son lar gos. Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estóma go: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepo tente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los prime ros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los ha bía visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acor daba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estre cha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
–Llévalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus pier nas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador) nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa –dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso co mo cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resopli do, agregó:
–¡Mira si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro sa lió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio preguntó:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocu rrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados– delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua salien do de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Er nesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Ru bia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vaga mente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a son reír y repitió “bueno”, y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella en tonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con qué caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al prin cipio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
Nunca
he podido dominar mis impulsos. En este sentido me reconozco un sujeto
primitivo, puro (o bestial), incapaz de adaptarse al florido mundo, donde para
tranquilidad de la hermosa gente se cultivan con sensatez todas las formas del
buen gusto, la hipocresía y el cinismo. Pero, al menos, hoy he comprendido
algo; lo he comprendido después de lo que paso esta noche; soy un hombre bueno.
No lo digo, no escribo esto, para justificar nada. No. De ocurrirme semejante
cosa debería admitir que yo mismo repudio lo que he hecho, y no es cierto, y
aunque fuera cierto: acabo de hacer feliz a un miserable, quién podría
juzgarme, quién sobre la tierra (quién en el Cielo) se atrevería a juzgarme.
Mejor,
vayamos por partes. Todavía estoy borracho perdido: pero tratare de ser
coherente.
Todo
empezó esta misma tarde, es decir: la tarde de ayer, puesto que ahora deben ser
las tres o las cuatro de la mañana. Madrugada del 25 de diciembre de 1956.
Navidad. Sobre la mesa, Todavía quedan restos de la insólita fiesta. El
candelabro de plata –más anacrónico que nunca en medio de la suciedad y la
pobreza que lo rodea– parece ocuparlo todo ahora. Nunca he comprendido por qué
este candelabro no ha ido a parar, como las otras pocas cosas heredadas de mi
padre, al Banco de Empeño, o al cambalache. En esto, pienso, se parece a la
conciencia. Creo que ya nunca voy a poder desprenderme de él.
Digo
que empezó a la tarde. Vagabundeaba yo por los zaguanes más sórdidos del Dock,
cuando, al escuchar unos gritos y risas que venían de un cafetín de los
muelles, reparé en la fecha. Paradójicamente, me vi en el viejo parque de
nuestra casa. Las luces, las esferas de colores: recordé todo eso, recordé el
portalito que yo mismo, mezclando hasta el absurdo ríos azules y arpilleras
nevadas, construía todos los años en mitad del jardín (me acuerdo ahora del
Dios-Niño, siempre espantosamente grande en relación a su divina madre, como
justificando al fin lo milagroso del alumbramiento), y sentí un asco tan
profundo por mi vida que –como quien se lava– decidí celebrar mi propia
Nochebuena.
La
idea parecerá trivial, pero a mi me apasionó y, antes de las diez, también había
fiesta en este innoble agujero donde vivo. Con orgullo pueril, de chico, me
senté a contemplar el espectáculo. El candelabro labrado, en el centro de la
mesa, parecía irradiar su antigua nobleza hacia todos los rincones. Al
principio me sentí bien: era una sensación extraña, como de paz –un gran
sosiego–, pero poco a poco empecé a preocuparme. Qué significaba todo esto,
para qué lo había hecho: para quién; podría jurar que en ese preciso instante
supe que estaba solo. Y por primera vez en muchos años necesité,
imperiosamente, de alguien. Una mujer. No. Rechacé la idea con repulsión. Hubo
una sola capaz de ser insustituible (capaz de no ser insoportable) y esa no
vendría ya. Nunca vendría.
Entonces
recordé al viejo checoslovaco.
Lo
había visto muchas veces en uno de esos torvos cafés del puerto que suelo
frecuentar cuando, embrutecido de ginebra, quiero divertirme con la degradación
de los demás, y con la mía. Pobre viejo: semioculto en un recoveco, siempre
igual, como si formase parte de la imagen infame de la cantina, fumando su
pipa, mirando fijamente un vaso de bebida turbia. Nunca habíamos hablado. Jamás
lo hago con nadie –llego y me emborracho solo, a veces también escribo alguna
cosa absurda que después arrojo al primer tacho de basuras que encuentro a mi
paso–; pero yo sabía que él me miraba. Era como si una ligazón muda, un vínculo
invisible y misterioso, nos uniera de algún modo. Al menos, teníamos una cosa
en común, dos cosas: la soledad y el fracaso. El viejo checoslovaco; ése era el
hombre que yo necesitaba.
Cuando
llegue frente a la roñosa vidriera del negocio, lo vi. Ahí estaba, tal como lo
había supuesto. Una atmósfera desacostumbrada rodeaba al viejo –también allí se
regocija uno de que nazca Dios, de que venga y vea cómo es esto–: una mujer
pintarrejeada se le acercó y, riendo, le dijo alguna cosa; él no pareció darse
cuenta. Sí, ése era mi hombre. Me abrí paso entre las parejas. Enormes
marineros de ropas mugrientas, abrazaban a mujerzuelas que se les echaban
encima y reían. Alguna de ellas, dijo: ''¿Quién te creés vos que soy?" y,
adornando con un insulto bestial, le respondieron quien se creían que era. No
podía soportar aquello: por lo menos, no esta noche; pensé que si me quedaba un
solo segundo más iba a vomitar, o a golpear a alguien o a llorar a gritos, no
sé. Llegué hasta el viejo y lo tomé del brazo:
–Te
venís conmigo –le dije.
Mi
voz debe de haber sido insólita, el hombre alzó los ojos, unos ojos celestes,
clarísimos, y balbuceó:
–¿Qué
dice usted, señor? ...
–Que
ahora mismo te venís conmigo, a mi casa, a pasar una Nochebuena decente.
–Pero,
¿cómo, yo... con usted? . . .
Casi
a rastras lo saqué de allí. Nadie, sin embargo, nos prestó atención.
Faltaba
algo más de una hora para la medianoche. El viejo, cohibido al principio, de
pronto empezó a hablar. Tenía un acento raro, dulce. Se llamaba Franta, y creo
no haberme sorprendido al darme cuenta de que no era un hombre vulgar: hablaba
con soltura, casi con corrección. Acaso yo le había preguntado algo, o acaso,
rota la frialdad del primer momento (para esa hora ya estábamos bastante
borrachos), la confesión surgió por si misma. El hecho es que habló. Habló de
su país, de una pequeña aldea perdida entre colinas grises, de una mujer rubia
cuyos ojos –así lo dijo– eran transparentes y azules como el cielo del
mediodía. Habló de un muchachito, también rubio, también de ojos azules.
–Ahora
será un hombre –había dicho–. Hace treinta años, cuando vine a América, el
apenas caminaba.
Dijo
que ese era su último recuerdo. Bebió un trago de champán y agregó:
–Y
pensar, señor, que ahora tiene un hijo... Qué cosa. Y yo me los imagino a los
dos iguales, qué cosa. Yo pensé entonces en aquel nieto: ojos de cielo al
mediodía, cabellos de trigo joven. De qué otro modo podía ser. Solo que el
viejo Franta, difícilmente iba a comprobarlo nunca.
Dije:
–Pero,
¿cómo te enteraste de ellos?
–El
capitán de un barco mercante, señor, me reconoció hace un mes. Yo pensaba, me
acuerdo, como era posible reconocer en ese pordiosero que tenía delante, en ese
viejo entregado, roto, la imagen que dejó en otro treinta años atrás. Y ahora
pienso que siempre queda algo donde hubo un hombre, y quién sabe: a lo mejor, a
mí también me va a quedar algo cuando, como el viejo, tenga la mirada turbia y
le diga "señor" al primer sinvergüenza bien vestido que me hable.
Pregunte:
–¿Y
no intentaste volver? ¿No trataste...?
Él
me miró, perplejo; después, a medida que hablaba, su cara fue endureciéndose.
–Volver.
¿Volver así? Usted lo dice fácil, señor; pero es.... es muy feo. Volver como un
mendigo –el tono de su voz empezó a ser rencoroso–, un mendigo borracho,
¿sabe?, que en la puerta de la iglesia pide por un Dios en el que ya no cree...
No, señor. Volver así, no. Ella, Mayenko, se murió hace mucho, y mejor si allá
piensan que yo también me morí hace mucho... –hizo una pausa, ahora hablaba
como quien escupe–. Yo me jugué la plata que había juntado para hacerla venir,
¿sabe?, y entonces ella se murió. Esperando. ¿No ve que todo es una porquería,
señor?
La
palabra es una caricatura miserable. Quién puede explicar con palabras, aunque
este contando su propia vida, todo lo que induce a un hombre a entregarse, a
venderse todos los días un poco, hasta llegar a ser como vos, viejo. Cuántas
pequeñas canalladas, cuántas porquerías imperceptibles, forman esa otra gran porquería
de la que él habló: el alma. Pobre alma de miserables tipos que ya han dejado
de ser hombres y son bestias, bestias caídas, arrodilladas de humillación.
Dijiste:
–Qué
vergüenza, señor.
Eso
dijo: qué vergüenza. Y después agregó no poder matarse.
Para
el viejo Franta yo era algo así como un millonario, tal vez un poco
desequilibrado y algo artista (mis ropas, la manía que tengo de escribir en los
tugurios, y acaso el candelabro, le habían hecho suponer semejante desatino),
yo era un loco con plata, digo, que buscaba literatura en los bajos fondos de
Buenos Aires.
Y
entonces empezó a darme vueltas en la cabeza aquella idea que, más tarde, se
transformaría en un colosal engaño. Pero antes quiero decir algo: miento
prodigiosamente. Y es natural. La fantasía del que está solo se desarrolla, a
veces, como una corcova de la imaginación, un poco monstruosamente; con ella
elabora un universo tramposo, exclusivo, inverificable que –como el creado por
Dios– suele acabar aniquilándose a si mismo. El suicidio o la locura son dos
formas del Apocalipsis individual: la venganza de la soledad.
Pero
este es otro asunto. Lo que quería explicar es que amo la mentira, la adoro, me
alimento de ella y ella es, si tengo alguna, mi mayor virtud. Miento, de
proponérmelo, con maestría ejemplar, casi genialmente. Y esta noche puse toda
mi alma en el engaño.
El
me creía rico y caprichoso, pues bien: lo fui. A medida que yo hablaba bebíamos
sin interrupción, y a medida que bebíamos, mi palabra se hacía más exacta, más
convincente, más brillante. Lo engañe, pobre viejo, lo engañe y lo emborraché
como si fuera un chico. De todos modos, no puedo arrepentirme de esto.
Conté
una historia inaudita, febril, en la que yo era (como él quiso) uno que no
entraría aunque un escuadrón de camellos se paseara por el ojo de la aguja. Mi
fortuna venía de generaciones. Jamás, ni con el más prolijo y concienzudo
derroche, podría desembarazarme de ella; esta forma de vivir que yo llevaba –él
lo había adivinado– no era más que una extravagancia, una manera de quitarme el
aburrimiento. El viejo, poco a poco, empezó a odiarme. Y yo, mientras
improvisaba, iba llenando una y otra vez nuestras copas. Ennoblecida por el
alcohol, la idea aquella se gestaba cada vez más precisa, fascinante, yo haría
feliz a ese pobre diablo. Aunque todavía no sabía cómo.
De
pronto dijo:
–Pero,
¿por qué señor, por qué...?
No
acabó de hablar: no se atrevió. Entendí que en ese instante me aborrecía con
toda su alma. Ah, si él, el mugriento vagabundo, hubiese tenido una parte,
apenas una parte de mi supuesta fortuna. Sí, yo sabía que él pensaba esto; yo
sabía que ahora solo pensaba en una aldea lejana, en un chico de mirada
transparente y pelo como trigo joven. Sin responder, me puse de pie. Fui a
buscar las dos últimas botellas que nos quedaban.
Le
estaba dando la espalda ahora, pero podía verlo: inconscientemente su mano se
había cerrado sobre el mango de un cuchillo que había sobre la mesa, pobre
viejo. Ni siquiera pensaba que, de una sola bofetada, yo podía arrojarlo a la
calle despatarrado por la escalera. Empezaba, el también, a ser una persona.
De
golpe, volví a la mesa: sus dedos se apartaron.
Dije:
–¿Sabés
por qué? ¿Querés saber por qué?...
Bebimos.
Hubo un silencio durante el cual miré rectamente sus ojos; después, bajando la
cabeza como aplastado por el peso de lo que iba a decir, agregué con
brutalidad:
–¿Sabés
lo que es el cáncer, vos?
El
viejo me miraba. Apoyé las manos sobre la mesa y, con mi cara al nivel de la
suya, dije:
–Por
eso. Porque yo también soy un pobre infeliz que no se anima a partirse la
cabeza contra una pared.
El
viejo, que me había estado mirando todo el tiempo, de pronto comprendió lo que
yo quería decir y sus ojos se hicieron enormes.
Concluí
secamente:
–Por
eso.
–Quiere
decir...
–Quiero
decir que estás hablando con uno que ya se murió. ¿Entendés? Y entonces, ni
toda mi plata ni toda la plata de veinte como yo, van a poder resucitarme –me
erguí, hablaba con voz serena y contenida–. Por eso vivo lo poco que me queda
como mejor me cuadra. Yo no pertenezco al mundo, viejo. El mundo es de ustedes,
los que pueden proyectar cosas, lo que tienen derecho a la esperanza, o a la
mentira. Yo soy menos que un cadáver.
Mis
últimas palabras eran tal vez demasiado teatrales, pero Franta no podía
advertirlo.
–Calle
usted, señor... –murmuró aterrado.
Entonces,
súbitamente, di el toque final a la idea que me torturaba:
–Un
cadáver –dije con voz ronca– que ahora, por una casualidad en la que se adivina
la mano de Dios, acaba de encontrar un motivo para justificarse.
De
pronto, la noche del puerto se hizo fiesta. En todos los muelles las sirenas
empezaron a entonar su histérico salmodio y el cielo reventó de petardos.
Brindamos con los ojos húmedos. Fuegos multicolores se abrían en las sombras,
desparramando sobre el mundo extravagantes flores de artificio. Fue como si una
enloquecida sinfonía universal acompañara mis últimas palabras absurdas y
solemnes.
–Por
Dios, Franta –dije, y creo que gritaba–; por ese Dios en el que vos no creés y
que acaba de nacer para todos los hombres, yo te juro que toda mi fortuna
servirá para que vuelvas a tu tierra. Es mi reconciliación con el mundo. Vas a
volver viejo, y vas a volver como un hombre.
La
Nochebuena se ardía. Pitos, sirenas y campanas se mezclaban con los perfumes
nocturnos y entraban en tumulto por la ventana abierta. A nadie le importaba,
es cierto, el muchachito que pataleaba en el pesebre, pero todos querían gozar
del minuto de felicidad que les ofrecía, él también, con su maravillosa
patraña. En la tierra bajo la estrella, los hombres de buena voluntad se
emborrachaban como cerdos y daban alaridos.
Franta
me miró un instante. Sus ojos brillaban desde lo más profundo, con un brillo
que ya no olvidaré nunca: me creía. Me creía ciegamente. En un arrebato de
gratitud incontenible me besó las manos y balbuceo llorando:
–No te olvidaré mientras viva.
Me
había tuteado. Había dejado de ser la bestia sometida y mustia. Era un hombre:
yo había cumplido mi obra.
Su cabeza cayó pesadamente sobre la
mesa. Estaba borracho de alcohol y de sueños. En esa misma posición, se quedó
dormido. Soñaba que volvía a la pequeña aldea de colinas grises y acariciaba
unos caballos rubios y miraba unos ojos tan claros como el cielo del mediodía.
Con
todo cuidado retiré mis manos de entre las suyas, y me levanté, tambaleante. Tu
cabeza era suave y blanca, viejo; yo la había acariciado.
Después levanté el pesado candelabro de plata. Amorosamente, con una ternura infinita, poniendo toda mi alma en aquel gesto y sin meditar más la idea que desde hacía un segundo me obsesionaba, dije: Feliz Nochebuena, Franta. Y le aplasté el cráneo.
FIN
Abelardo Castillo fue un escritor argentino. Considerado uno de los escritores
fundamentales de la literatura argentina del siglo XX. Ha sido traducido al
inglés, francés, italiano, alemán, eslovaco, ruso y polaco, entre otros.
Obtuvo premios nacionales e internacionales por su producción literaria.
Dramaturgo y novelista, Castillo ha sido uno de los grandes
defensores del relato breve. (27 de marzo de 1935, Argentina - 2 de mayo de 2017, Buenos Aires Argentina)