jueves, 11 de agosto de 2016

María a las cuatro de la tarde


                  Pèdro Gómez Valderrama - Colombia

   Acaba de pasar por esa calle un ciclista que llevaba en la mano derecha una guitarra, lo cual demuestra que es un hombre pacífico. Iba rodando lentamente; al principio partía en dos la calzada, pero después se inclinó sobre la izquierda, porque apareció un automóvil oscuro, tal vez negro, a cierta velocidad, lo cual en este barrio y a las cuatro de la tarde es sorprendente. Me convencí más todavía de que se trataba de un ser pacífico, porque, además de llevar la guitarra en la mano, lo cual le hacía tener especial cuidado para conservar el equilibrio, al llegar a la esquina evitó felizmente el grupo de muchachos agresivos que después de las seis de la tarde crean extenso terror, rompen vidrios, pinchan neumáticos y persiguen a las criadas que van a hacer la compra vespertina. No le vi hacer ninguna de estas cosas; se limitaba a llevar la guitarra suspendida en alto para que no golpease contra la rueda trasera.
   Eran apenas las cuatro de la tarde, pero de una tarde oscura que amenazaba lluvia, y yo estaba desoladamente solo porque María no había venido, a pesar de haberme prometido hacerlo a esa hora, y yo contaba los minutos y me impacientaba sin saber qué hacer, mirando la cama abierta, y me inclinaba sobre la calle para ver pasar a la gente y ver venir a María, con su contoneo particular y su manera arrogante de alzar la barbilla, que deja sorprendidos incluso a los muchachos del barrio. Pero no llegaba María, y en cambio el ciclista de la guitarra pasó, con la mano rígida, y el instrumento alcanzaba a balancearse un poco; y yo me puse a pensar en lo que le pasaría si un hueco de la calle lo hacía caer, la guitarra aplastada, hundida, y el sonido de las cuerdas en el momento de romperse la caja; pero luego pensé que una silueta a lo lejos era la de María, y resultó ser la muchacha de la esquina, esa a la cual sorprendieron una noche haciendo el amor en un automóvil con un tipo barbudo y la policía casi se los lleva y, sin embargo, dicen que ellos acabaron mientras los policías miraban sin saber qué hacer y golpeaban los vidrios del auto.
   Yo me sentía desazonado en la ventana, porque el día tenía algo incómodo, porque era apenas viernes, no era sábado, y el sábado es redondo, es puro; todos los otros tienen aristas especialmente a esta hora, y era peor porque esperaba con desánimo, casi convencido de que no iba a llegar. Alcancé a ponerme a mirar en la pared el cuadrito que alguien dejó puesto hace mucho tiempo sobre el papel de flores, una reproducción tosca de algún cuadro famoso en que un militar con bigotín y perilla sonríe suficiente al paso de una mujer de faldas largas y trasero redondo y pomposo como un sábado.
   Y alcancé a pensar más, mucho más en el ciclista, y sobre todo en su aire pacífico demostrado por la guitarra, que ahora es desusado porque ¿qué hubiera hecho, por ejemplo, si lo hubieran atacado los muchachos? ¿O si el perro de las solteronas hubiera intentado morderlo? Pero sospecho que nada de eso pasó porque su mismo aire pacífico contagiaba a la demás gente.
   En cambio alcancé a ver después al cura que subía, vestido de sotana como ya casi no va ninguno. Y tuve la impresión de que el cura, a pesar de no llevar ningún arma, emanaba un aire provocador. Y temí por un momento que los muchachos lo atacaran, pero se limitaron a sonreír y hablar en voz baja. En cambio, el perro de las solteronas se lanzó al ataque, y una de ellas tuvo que salir, sofocada, a detenerlo, y pedir excusas al cura. Después vi a lo lejos una figura de vestido rojo, y pensé que era María. Pero al acercarme me dio vergüenza de haberla imaginado, porque era la fea de la casa rosada.
   Y María no llegaba, y me puse a pensar cómo sería yo llevándola en bicicleta, alzada como lleva el hombre la guitarra, cómo el viento le levantaría la falda a María y se le verían las piernas, y a lo mejor la falda podía enredarse en los radios de la rueda, y caeríamos los dos, y al caer María, María a las cuatro de la tarde, sonaría como la guitarra rota; pensando en todo esto llegó María sin que yo la viera, y entró a la habitación y con un beso apresurado empezó a desnudarse, hazlo rápido porque tengo que volver a las seis, ¿por qué te demoraste?, desvístete, ven pronto. Está atravesada en la cama, y las piernas abiertas se balancean como la guitarra y cuando me acuesto sobre ella me siento otra vez como el ciclista que lleva la guitarra y cuando María se viste a toda prisa, María a las cinco y media de la tarde, me asomo a verla salir y me asombro al ver que vuelve a pasear el ciclista con la guitarra, mejor dicho, con María atravesada balanceándose como la guitarra, exactamente como debo llevarla todavía por mucho tiempo.

Pedro Gómez Valderrama  (Colombia, 1923-1992) fue un escritor y diplomático colombiano. 

El pan ajeno




Varlam Tíjonovich Shalámov -  Rusia

Aquel era un pan ajeno, el pan de mi compañero. Éste confiaba sólo en mí. Al compañero lo pasaron a trabajar al turno de día y el pan se quedó conmigo en un pequeño cofre ruso de madera. Ahora ya no se hacen cofres así, en cambio en los años veinte las muchachas presumían con ellos, con aquellos maletines deportivos, de piel de “cocodrilo” artificial. En el cofre guardaba el pan, una ración de pan. Si sacudía la caja, el pan se removía en el interior. El baulillo se encontraba bajo mi cabeza. No pude dormir mucho. El hombre hambriento duerme mal. Pero yo no dormía justamente porque tenía el pan en mi cabeza, un pan ajeno, el pan de mi compañero.

Me senté sobre la litera… Tuve la impresión de que todos me miraban, que todos sabían lo que me proponía hacer. Pero el encargado de Día se afanaba junto a la ventana poniendo un parche sobre algo. Otro hombre, de cuyo apellido no me acordaba y que trabajaba como yo en el turno de noche, en aquel momento se acostaba en una litera que no era la suya, en el centro del barracón, con los pies dirigidos hacia la cálida estufa de hierro. Aquel calor no llegaba hasta mí. El hombre se acostaba de espaldas, cara arriba. Me acerqué a él, tenía los ojos cerrados. Miré hacia las literas superiores; allí en un rincón del barracón, alguien dormía o permanecía acostado cubierto por un montón de harapos. Me acosté de nuevo en mi lugar con la firme decisión de dormirme.
Conté hasta mil y me levanté de nuevo. Abrí el baúl y extraje el pan. Era una ración, una barra de trescientos gramos, fría como un pedazo de madera. Me lo acerqué en secreto a la nariz y mi olfato percibió casi imperceptible olor a pan. Di vuelta a la caja y dejé caer sobre mi palma unas cuantas migas. Lamí la mano con la lengua, y la boca se me llenó al instante de saliva, las migas se fundieron. Dejé de dudar. Pellizqué tres trocitos de pan, pequeños como la uña del meñique, coloqué el pan en el baúl y me acosté. Deshacía y chupaba aquellas migas de pan.
Y me dormí, orgulloso de no haberle robado el pan a mi compañero.
Varlam Tíjonovich Shalámov (Vólogda, 1907 – Moscú, 1982) fue un escritor, periodista y poeta ruso. Se le ha rendido homenaje poniendo su apellido a un asteroide descubierto en 1977 por el astrónomo Nikolái Chernyj. La obra de este autor está muy ligada a su dramática biografía, lastrada por los años que pasó como prisionero en el gulag soviético.

miércoles, 10 de agosto de 2016

Cinco cuentos



                                               Slawomir Mrozek - Polonia
El socio

Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el hombre, de modo que esperaba hacer un negocio colosal.

El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico, la cola arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como roído por las polillas, los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto podía dar un desgraciado así por mi inapreciable alma?

-¿Seguro que es usted el diablo?- pregunté.

- Sí, ¿por que lo duda?

- Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como una chapuza.

- A tal alma tal diablo -contestó-. Vayamos al negocio.


*****

El agujero en el puente*

Érase una vez un río, y en cada una de las orillas de este río había un pueblo. Los dos pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por un puente.


Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía arreglarse, en cuanto a esto la opinión pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una disputa sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba que el camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla izquierda había de arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en ello. El pueblo de la orilla izquierda consideraba que era el objetivo de cualquier viaje, de modo que el arreglo del puente debía de ser el interés para el pueblo de la orilla derecha.


La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba,  tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.

Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o bien de la izquierda a la derecha, ya que de esto dependía cuál de los dos pueblos era responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho.

Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, y cayó al agujero y se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos -no iba ni del primero al segundo, ni del segundo al primero-, los habitantes de ambos pueblos se mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje, preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo:

- Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario? #1

Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero.

- O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que demostrar que lo es.

- Pero ¿cómo?- preguntaron al unísono los representantes de ambas comunidades.

- Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a arreglarlo. Lo compraré al que arregle el puente.

Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra, mientras el viajero se fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron el puente en un santiamén y se presentaron para cobrar por el agujero.

-¿Qué agujero?- se sorprendió el viajero-. Yo no veo aquí ningún agujero. Hace tiempo que buscó un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar por él un dineral, pero vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me estáis tomando el pelo o qué ?.

Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen y lo zurran. 

*****

La soledad


Limamos la reja y saltamos al patio interior. Luego, brincamos el muro y nos encontramos en un bosque. Corrimos por el bosque. Mi compañero corría cada vez más 
despacio.

—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Te duelen las piernas?

—No.

—¿Por qué entonces reduces la velocidad?

—Porque no nos están persiguiendo.

—Ahora empezarán, apenas se den cuenta de que hemos huido. ¡Date prisa! Pero en 

vez de acelerar, se detuvo.

—¿No se han dado cuenta, dices?

—Probablemente no. ¿Por qué sigues parado? ¡Muévete, rápido!

Se sentó bajo un árbol.

—Nadie se preocupa por mí —dijo melancólicamente.

—¿De qué estás hablando?

—Nadie se interesa, a nadie le importa.

—¿Quién? ¿A quién?

—Si yo les importara, me vigilarían mejor.

—¿Te estas lamentando?

—El hombre no le da importancia a otro hombre, ni siquiera cuando le pagan por 

ello. Podrían darse cuenta, por lo menos.

—¿Te vas a mover o no?

—No. ¿Para qué huir si nadie te persigue? ¿Para qué tener cuidado, si a nadie le 

importa? Ay, qué vida... #4

—¿Sabes qué? Tengo una pregunta para ti. ¿Por qué no regresas?

Se levantó de un salto y gritó:

—¡Oh, no! ¡Eso, no! Yo tengo mi dignidad, no voy a imponerme a nadie. ¡Me iré a mi 

soledad existencial!

Y con su paso lento, la cabeza levantada, se fue adelante, al bosque. Y yo tras él.
En cierto modo, me daba vergüenza tener prisa.

*****

La palabra y la acción*

Nowosadecki, Majer y yo estábamos reunidos en torno a una botella abierta. A pesar de que nos habíamos tomado ya la mitad, la cosa seguía bastante aburrida.

—Es porque bebemos irreflexivamente—dijo Nowosadecki—. Discutamos algún problema intelectual y ya veréis cómo nos animamos.
—Se puede probar —accedió Majer bostezando—. ¿Qué, por ejemplo?
—Pues, por proponer algo, el problema mismo de esta botella. ¿Está medio llena o medio vacía?
—Las dos cosas. ¿Acaso no hay dos mitades? Una mitad está llena y la otra, vacía; problema solucionado.
—Esto es huir en un relativismo trivial, evitar el compromiso. El hombre debe elegir, como enseñaba Sartre, debe, a pesar de la libertad de elección. La obligación de elegir, he aquí la paradoja existencialista.
—¿Y qué tengo que elegir? —preguntó Majer.
—El punto de vista, o sea: la ideología. O miramos la botella desde arriba, o la miramos desde abajo. Si la miramos desde arriba, somos nihilistas, porque esa es la mitad vacía. En cambio, si la miramos desde abajo, mostramos una actitud positiva frente a la vida.
—Un momento —me entrometí—, y, ¿qué pasa con el cuello?
—¿Con qué cuello?
—Con el cuello de la botella. Se vierte por el cuello, y el cuello pertenece a la mitad vacía. Entonces qué, ¿el cuello también es nihilista?
—Cierto, es un nuevo problema.
—Propongo que echemos un trago. Así no habrá más problemas con lo de las mitades porque ya no estará igual y, al menos, nos habremos quitado de encima este asunto.
Mi propuesta fue aprobada por unanimidad. Y, en efecto, el nivel del líquido en la botella descendió muy por debajo de la mitad.
—Tú sí que piensas —me alabó Majer—. Empezaba a creer que no saldríamos de ésta.
—Ahora, en cambio, tenemos otra cosa —comentó Nowosadecki contemplando la botella—. A saber, el problema de la verticalidad y la horizontalidad. Parece que no pertenecen a la misma categoría conceptual.
—¿El problema de qué? —preguntó Majer.
—Hablando más claro, el problema del nivel y de la plomada.
—Tienes razón —admitió Majer. Queda ya poco.
—Exacto. Y es que el nivel puede estar más alto o más bajo, pero la plomada siempre cae igual. Observad, amigos, que la verticalidad ni se ha movido. De ahí se concluye que la horizontalidad entra dentro de la física, pues se puede influir en ella físicamente a través de la regulación del nivel (con respecto a la verticalidad, por supuesto). En cambio, la verticalidad es metafísica.
—¿Y si la inclino? —propuse.
—¿La verticalidad? Imposible. Eso ya va con la definición misma.
—No sé si la verticalidad, pero sí puedo inclinar la botella.
—Que la incline —apoyó Majer—. A ver qué pasa.
La incliné y resultó que aquel problema estaba ya también resuelto. La horizontalidad había desaparecido por completo, puesto que se vislumbró el fondo.
—¿Lo ves, Nowosadecki? —dije—. Sólo la acción cuenta. Tú ideas, debates, y yo actúo. Si no fuera por mí, estaríamos discutiendo todavía y no habríamos solucionado nada. Dejemos, pues, de discutir y entreguémonos a la acción.
—¡Sí, actuemos!—exclamó Majer con entusiasmo—. ¡Llena! ¡A la acción!
—A qué acción, so tontos —dijo Nowosadecki—. Ésta era la última botella.

*****

El árbol

Vivo en una casa no lejos de la carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.

Cuando yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos. Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.

Cuando yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos.

Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde. Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela. Recibí un escrito de la Autoridad. "Existe el peligro -decía el escrito- de que un coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo".

Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé.

Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio. Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada. No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando.¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un accidente? Y no les costaría nada, aparte de la munición.

¿Acaso es un gasto excesivo?

Slawomir Mrozekdramaturgo, maestro de la narrativa breve y del microrrelato.
(Borzęcin, 29 de junio de 1930 – Niza, 15 de agosto de 2013)

Revolución



         Slawomir Mrozek - Polonia

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.
Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.
Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.
Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.
La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.
Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.
Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.
Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.
Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la  vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.
Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.
Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.
De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.
Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.
Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

Slawomir Mrozek, dramaturgo, maestro de la narrativa breve y del microrrelato.
(Borzęcin, 29 de junio de 1930 – Niza, 15 de agosto de 2013)

martes, 9 de agosto de 2016

Una mano sobre las aguas



 William Faulkner- EE.UU.



I
Los dos hombres siguieron el sendero que corría entre el río y la espesa cortina de cipreses, cañaverales, gomeros y zarzas. Uno de ellos llevaba una bolsa de arpillera que había sido aparentemente lavada y planchada. El otro era un joven de menos de veinte años, a juzgar por su rostro. El río estaba bajo, con el nivel propio de mediados de julio.
-Tendría que haber estado pescando, con este nivel de agua -observó el joven.
-Siempre que quisiera pescar en este momento -repuso el mayor-. Él y Joe tienden la línea solo cuando Lonnie tiene ganas, no cuando los peces pican.
-De todos modos estarán junto a la línea -dijo el joven-. No creo que a Lonnie le importe quién los retire.
A corta distancia el suelo se elevaba ligeramente, formando una punta que se proyectaba, casi como una península. Sobre ella había una choza cónica, de techo puntiagudo, hecha en parte con lonas enmohecidas y tablones, en parte con latas de querosén aplanadas a martillazos. Sobre ella se elevaba fantásticamente una herrumbrada chimenea de cocina; cerca de la choza había una pequeña pila de leña y un hacha, y, apoyadas contra aquella, unas cañas. Luego vieron sobre el suelo, frente a la puerta abierta, una docena más o menos de trozos de cuerda recién cortados de su carretel, y una lata herrumbrada llena de anzuelos grandes, algunos de los cuales habían sido ya unidos a las cuerdas. Pero no había nadie.
-El bote no está -dijo el hombre que llevaba la bolsa-, de modo que no ha ido a la tienda.
En ese instante descubrió que el joven había seguido avanzando, y luego de aspirar profundamente estaba ya por gritar, cuando de pronto salió corriendo un hombre de entre la maleza y se detuvo junto a él, emitiendo un sonido insistente, semejante al llanto de un niño pequeño: era un muchacho no muy alto, pero con tremendos brazos y hombros; un adulto, pero, al mismo tiempo, con algo infantil en su aspecto, en la forma de moverse; estaba descalzo, tenía el mameluco deshecho, y los ojos expresivos de los sordomudos.
-¡Hola, Joe! -dijo el hombre de la bolsa, levantando la voz como se acostumbra hacerlo con quienes no nos entienden-. ¿Dónde está Lonnie? -y levantando la bolsa, añadió-: ¿Hay pescado?
Pero el otro lo miró, simplemente, haciendo aquel ruido rápido, como un lloriqueo. Luego se volvió y tomó el sendero por donde había desaparecido el muchacho, quien en aquel instante gritó:
-¡Pero miren esa línea!
El mayor los siguió. El joven estaba inclinado peligrosamente sobre el agua, junto a un árbol desde el cual pendía, en tirante línea oblicua hacia el medio del río, una delgada cuerda de algodón. El sordomudo se detuvo junto a él, siempre emitiendo sus sonidos quejumbrosos y levantando uno y otro pie alternativamente; pero cuando el otro llegó hasta él, dio media vuelta y salió corriendo en dirección a la choza. Dada la altura del río, la cuerda debía haber estado totalmente fuera del agua, extendida de una orilla a la otra, entre los dos árboles, con solo los anzuelos de las líneas secundarias sumergidos. Estaba, en cambio, curvada hacia el centro, con una profunda desviación río abajo, y hasta el hombre de mayor edad pudo advertir su movimiento.
-¡Es tan grande como un hombre! -gritó el muchacho.
-Y allá está el bote -comentó el mayor. El joven lo vio a su vez, del otro lado del río, enganchado en un tronco de sauce, contra una saliente-. Cruza y tráelo, y veremos de qué tamaño es el pez.
El muchacho se quitó los zapatos, el mameluco y la camisa; y luego de vadear un trecho, comenzó a nadar, manteniendo una dirección transversal para que la corriente lo llevara hasta el bote; luego se metió en él y lo trajo remando, de pie en la embarcación, mientras miraba atentamente la curva descendente de la línea, cerca de cuyo centro el agua se arremolinaba rítmicamente contra el movimiento del objeto sumergido. Trajo el bote a la altura donde estaba su compañero, quien en aquel instante advirtió que el sordomudo estaba nuevamente a su lado, siempre emitiendo sus extraños sonidos guturales, y ahora tratando de subir al bote.
-¡Vete! -le dijo, empujándolo con el brazo-. ¡Vete, Joe!
-Apúrate -dijo el muchacho, escudriñando la línea sumergida, donde, mientras miraba, algo subió lentamente a la superficie y luego se hundió una vez más- ¡Allí hay algo, como que hay cerdos en Georgia! ¡Y es grande como un hombre!
Su compañero subió al bote. Sirviéndose de la línea, lo desplazó a lo largo de ella, tomándola alternativamente con ambas manos.
De pronto, en la orilla, a sus espaldas, el sordomudo dejó oír un fuerte alarido gutural.
II
-¿Indagación? -preguntó Stevens.
-Lonnie Grinnup -el médico forense era un viejo médico rural-. Dos individuos lo encontraron ahogado esta mañana, enredado en su propia línea de pesca.
-¡No! -dijo Stevens-. ¡Pobre tonto! Lo acompañaré, doctor.
Como fiscal del distrito no tenía nada que hacer allí, aun cuando no se hubiera tratado de un accidente. Él lo sabía, pero deseaba contemplar el rostro del muerto por una razón sentimental. Lo que era ahora el distrito de Yoknapatawpha había sido fundado, no por un colonizador, sino por tres simultáneamente. Llegaron juntos a caballo, a través del Paso de Cumberland, desde las Carolinas, cuando Jefferson era todavía un puesto de la Agencia Chickasaw; compraron tierras a los indios, establecieron familias, prosperaron y desaparecieron; de modo que ahora, cien años más tarde, quedaba en todo el distrito que contribuyeran a fundar un solo representante de los tres apellidos.
Este era Stevens, porque el último descendiente de la familia Holston había muerto a fines del siglo pasado, y Louis Grenier -y era para contemplar su rostro sin vida que Stevens se disponía a recorrer ocho millas en automóvil en medio del calor de una tarde de julio- nunca supo que era Louis Grenier. Ni siquiera sabía escribir el Lonnie Grinnup con que se llamaba a sí mismo. Huérfano también, como Stevens, era un hombre de unos treinta y cinco años de edad, de estatura inferior a la común, a quien todo el distrito conocía: tenía un rostro que, al contemplarlo por segunda vez, revelaba ser casi delicado, pacífico, sereno, siempre alegre, con la eterna pelusa de una suave barba dorada que nunca conociera una navaja, y ojos límpidos y tranquilos. “Tocado”, decían, pero sea lo que fuere, tocado muy suavemente, sin quitarle mucho de lo que fuera lamentable perder. Año tras año Lonnie vivía en la cueva que él mismo había construido con lonas de una carpa vieja, tablas desiguales y latas de querosén aplanadas; lo acompañaba el huérfano sordomudo que había recogido diez años atrás, y que no había crecido mentalmente ni siquiera como él.
En realidad su choza y su línea de pesca estaban en el centro mismo de los mil acres o más que poseyeran sus antepasados en otra época. Pero Lonnie nunca lo supo.
Stevens creía que no le habría importado, y que nunca habría aceptado que ningún hombre pudiera o debiera poseer tanto, de la tierra que es de todos, de todos los hombres para su uso y placer; en su propio caso, en los treinta o cuarenta pies cuadrados donde se levantaba su choza y en el trecho de río sobre el cual se tendía su línea, todos eran bienvenidos en cualquier momento, estuviese él presente o no, y podían usar sus aparejos y compartir la comida que hubiera.
A veces solía asegurar su puerta contra los animales vagabundos y aparecer sin aviso previo con su compañero sordomudo en casas o cabañas a diez y quince millas de distancia; se quedaba en ellas varias semanas, afable, tranquilo, sin exigir nada y sin servilismo; dormía donde fuera conveniente para sus huéspedes, en la paja de los silos, o en camas, en las habitaciones de la familia o de los huéspedes, mientras el sordomudo dormía en el corredor o en el suelo, afuera, pero lo más cerca posible, donde pudiese percibir la respiración de quien era para él padre y hermano a la vez. Aquel era el único sonido que percibía en medio de un vasto mundo silencioso. Infaliblemente lo percibía.
Eran las primeras horas de la tarde. Los espacios aparecían azulados de calor. Luego, a través del largo terreno llano donde la carretera comenzaba a correr como el lecho de un río, Stevens vio el almacén de ramos generales. Habitualmente estaba desierto a esta hora, pero ahora pudo ver, amontonados frente al edificio, los automóviles arruinados y sin capotas, los caballos y mulas ensillados y los carros, los jinetes y los conductores a quienes conocía por su nombre de pila. Y lo que es mejor, lo conocían a él, votaban por él año tras año y lo llamaban familiarmente, a pesar de que no comprendían el significado de la insignia, la Phi Beta Kappa, máxima condecoración académica de las universidades del país, que pendía de la cadena de su reloj. Stevens detuvo su automóvil junto al del médico forense.
Aparentemente la indagación no tendría lugar en el almacén, sino en el molino harinero contiguo, delante de cuya puerta, con los mamelucos limpios y las camisas domingueras, las cabezas descubiertas, y los cuellos curtidos por el sol y surcados por las líneas blancas de las prolijas afeitadas del sábado, había grupos más densos y silenciosos. Le abrieron paso cuando entró. En el interior había una mesa y tres sillas, donde estaban sentados el médico forense y dos testigos.
Stevens vio a un hombre de unos cuarenta años, con una bolsa de arpillera sumamente limpia, doblada y vuelta a doblar tantas veces que parecía un libro, y un muchacho cuyo rostro tenía una expresión de asombro fatigado pero indomable. El cadáver yacía bajo un acolchado, sobre la baja plataforma a la cual estaba fijada la muela, ahora silenciosa. Stevens se aproximó, levantó una esquina del acolchado, miró el rostro, y bajando nuevamente el acolchado se volvió, dispuesto a seguir su viaje al pueblo. Pero de pronto decidió quedarse. Se movió entre los hombres apoyados contra las paredes, con los sombreros en la mano, y escuchó a los dos testigos. Fue causa de su decisión la declaración del muchacho, con su voz asombrada, fatigada, incrédula, mientras terminaba de describir el hallazgo del cadáver. Vio cómo el médico firmaba el certificado de defunción y guardaba su lapicera en el bolsillo; entonces supo que no iría al pueblo aquella tarde.
-Creo que eso es todo -dijo el médico, mirando en dirección a la puerta-. Muy bien, Ike, puedes llevártelo.
Stevens se apartó del resto y contempló a los cuatro hombres que se dirigían hacia el acolchado.
-¿Lo llevarás tú, Ike? -dijo.
El mayor de los cuatro lo miró un instante.
-Sí. Le había dejado el dinero para el entierro a Mitchell, en el almacén.
-Tú, y Pose, y Matthew, y Jim Blake -murmuró Stevens.
Esta vez el otro lo observó con extrañeza, con impaciencia.
-Podemos pagar la diferencia entre todos -dijo.
-Quisiera contribuir -dijo Stevens.
-Gracias -repuso el otro-. Tenemos bastante.
A continuación el médico se acercó al grupo rezongando.
-Bueno, muchachos. Abran paso.
Con los otros, Stevens salió al aire libre, al calor de la tarde. Había ahora un carro muy cerca de la puerta, que no había estado allí antes. La puerta trasera estaba baja, el piso cubierto de paja, y Stevens permaneció descubierto como todos, contemplando a los cuatro hombres salir del molino, cargados con el bulto envuelto en el acolchado, y dirigirse al carro. Tres o cuatro se adelantaron para ayudar, y Stevens se movió a su vez y tocó el hombro del muchacho; vio nuevamente en el rostro de este aquella expresión de asombro intrigado e incrédulo.
-Fuiste a traer el bote antes de saber que ocurría algo -dijo.
-Es verdad -dijo el muchacho. Al principio habló tranquilamente-. Nadé hasta el bote y luego lo traje remando. Yo sabía que había algo en esa línea. Estaba tirando…
-Querrás decir que lo trajiste nadando -dijo Stevens.
-… hacia el fondo de… ¿Cómo, señor?
-Que trajiste el bote nadando. Nadaste hasta él, lo asiste y lo trajiste nadando.
-¡No, señor! Lo traje remando. Remando desde la otra orilla. Y vi esos peces…
-¿Con qué? -dijo Stevens. El muchacho lo miró ofendido-. ¿Con qué remabas?
-¡Con el remo! Recogí el remo y traje el bote remando, y todo el tiempo los veía moverse en el agua. ¡No querían dejarlo! ¡Estaban adheridos a él aun después de sacarlo del agua, comiéndolo! ¡Los peces, digo! ¡Yo sabía que las tortugas comen gente, pero estos eran peces! ¡Comiéndolo! ¡Por supuesto, creímos que eran peces lo que había allí! ¡Sí que eran peces! ¡No comeré pescado nunca más! ¡Nunca!
Aparentemente no había transcurrido mucho tiempo, pero, con todo, la tarde había llegado a su fin, llevándose consigo parte del calor. Una vez más en su automóvil, con la mano en el arranque, Stevens contemplaba el carro, listo para ponerse en marcha. “Algo anda mal”, pensó. “Algo no coincide. Algo más que no advertí, que no vi. O bien, algo que no ha ocurrido todavía.”
El carro había partido ya, y cruzaba el polvoriento terreno llano en dirección a la carretera, con dos hombres en el pescante y los otros dos a su lado montados en mulas. La mano de Stevens dio vuelta a la llave. El vehículo se puso en marcha y en seguida pasó al carro a regular velocidad.
Al cabo de una milla, Stevens dobló por un camino de tierra, y se dirigió hacia las colinas. El terreno se elevaba, y el sol era intermitente ahora; pues en ciertos puntos de las estribaciones montañosas se estaba poniendo ya. A poco el camino se bifurcaba, y en el vértice de esta bifurcación había una iglesia sin torre, pintada de blanco, junto a un grupo desordenado y sin cerco de losas de mármol barato y otras tumbas señaladas solo por hileras de cascos de botellas, fragmentos de loza y ladrillos enterrados en la tierra.
Sin vacilar se detuvo frente a la iglesia, luego de ubicar el automóvil frente a la V formada por las carreteras y al camino que acababa de recorrer, el cual era visible hasta la curva, donde desaparecía. Debido a esa curva pudo oír el rumor del carro antes de verlo, y en aquel momento oyó, asimismo, el camión. Estaba descendiendo velozmente la colina a sus espaldas, y luego de pasar rápidamente junto a él, disminuyó la marcha. Era un automóvil convertido en una especie de furgón, con un depósito de poca profundidad cubierto por una lona.
Al llegar al vértice se detuvo, una vez más se oyó el rumor del carro, y luego Stevens lo vio con los dos jinetes, doblando la curva en la penumbra; ahora había un hombre de pie junto al camión, y Stevens lo reconoció: Tyler Ballenbaugh, un chacarero, casado y con familia, con fama de arrogante y violento, que había nacido en el distrito, partido hacia el oeste y regresado, trayendo consigo, a manera de lastre, rumores de sumas ganadas en el juego. Se había casado, adquirido tierras, y no jugaba ya; pero en determinados años, hipotecaba su cosecha para comprar o vender cosechas futuras de algodón con el dinero. Ballenbaugh, de pie en el camino, junto al carro, conversaba con los hombres sin levantar la voz ni hacer un gesto. Había otro hombre con él, un hombre con camisa blanca, a quien Stevens no reconoció ni miró dos veces.
Su mano oprimió el botón del arranque, y una vez más el automóvil se puso en marcha. Encendió los faros, salió rápidamente del cementerio, descendió hasta llegar a la carretera y colocarse detrás del camión; en aquel momento el hombre de la camisa blanca saltó sobre el guardabarros y le gritó algo, y Stevens lo reconoció: era un hermano menor de Ballenbaugh que se había ido a Memphis años atrás, donde se decía que había actuado como guardia armado durante una huelga textil; en los tres años últimos se estaba ocultando en casa del hermano, según decían, no de la policía, sino de algunos de sus amigos y relaciones comerciales de Memphis. De tiempo en tiempo, su nombre aparecía en grescas y riñas registradas en bailes y fiestas campestres. En una oportunidad fue sujetado y detenido por dos agentes policiales en Jefferson, donde los sábados, ebrio, solía jactarse de sus hazañas pasadas o bien maldecía su situación actual y al hermano mayor que lo obligaba a trabajar en la chacra.
-¿A quién diablos está espiando? -dijo.
-Boyd -dijo el otro Ballenbaugh. No levantó la voz, siquiera-. Sube al camión.
Él no se había movido: era un hombre grande, de rostro sombrío, que miró a Stevens con ojos claros, fríos, sin la menor expresión.
-¿Cómo estás, Gavin? -dijo.
-Bien, ¿y tú, Tyler? ¿Te llevas a Lonnie?
-¿Alguien se opone?
-Yo no -dijo Stevens, bajando del automóvil-. Te ayudaré a trasladarlo.
Luego subió nuevamente al vehículo. El carro reanudó la marcha. El camión retrocedió y viró, cobrando en seguida velocidad; los dos rostros pasaron fugazmente, y el que vio Stevens ahora no era belicoso, sino asustado; el otro no expresaba nada, con sus ojos fijos, fríos, claros. La lámpara, que estaba rajada, desapareció tras la colina. “El número de la chapa es del distrito de Okatoba”, pensó Stevens.
Enterraron a Lonnie Grinnup al día siguiente por la tarde, partiendo el cortejo fúnebre de casa de Tyler Ballenbaugh.
Stevens no estuvo presente.
-Tampoco estaría allí Joe, supongo -comentó-. El mudo de Lonnie.
-No, tampoco estaba allí. Los que fueron al campamento de Lonnie el domingo por la mañana, para examinar la línea de pesca, dijeron que todavía merodeaba por el campamento, buscando a Lonnie. Cuando lo encuentre, esta vez, podrá acostarse a su lado, pero no percibirá su respiración.
-No -dijo Stevens.
III
Estaba en Mottstown, capital del distrito de Okatoba, aquella tarde. Y aunque era domingo, y aunque no sabía, hasta que lo encontró, qué estaba buscando, lo encontró antes de la noche: era el agente de la compañía de seguros que, once años atrás, vendió una póliza por cinco mil dólares, con doble indemnización por muerte accidental; Tyler Ballenbaugh era el beneficiario de esa póliza.
Todo estaba en regla. El médico examinador nunca había visto a Lonnie Grinnup, pero conocía a Tyler Ballenbaugh desde hacía años; Lonnie había hecho una cruz en la solicitud; Ballenbaugh abonó la cuota inicial, y efectuó todos los pagos desde entonces.
No se había mantenido mayor secreto acerca de ello, salvo el de realizar la transacción en otro pueblo; y Stevens comprendía que tampoco eso era muy extraño.
El distrito de Okatoba estaba en la orilla opuesta del río, a tres millas del domicilio de Ballenbaugh, y Stevens sabía de otros hombres, además de Ballenbaugh, que poseían tierras en un distrito y adquirían sus camiones y automóviles y depositaban su dinero en otro, obedeciendo quizás a una sutil desconfianza atávica, inherente al hombre de campo, no tanto frente a los hombres de cuello duro como frente a las calles asfaltadas y la electricidad.
-¿Entonces no deberé certificar la póliza, por ahora? -preguntó el agente de seguros.
-No. Quiero que acepte la solicitud cuando él venga a presentarla, que le explique que necesitará una semana aproximadamente para arreglarlo todo, y luego espere tres o cuatro días antes de comunicarle que pase a verlo en esta oficina a las nueve o diez de la mañana siguiente. No le diga por qué ni para qué. Luego telefonéeme a Jefferson, cuando sepa que ha recibido el mensaje.
A la mañana siguiente muy temprano, casi al amanecer, cedió la ola de calor. Stevens estaba acostado, contemplando los resplandores y escuchando los rugidos de la tormenta eléctrica y la ruidosa furia de la lluvia; pensaba en su implacable golpeteo y en los profundos surcos de agua color de arcilla que debían formarse sobre la árida y solitaria tumba de Lonnie Grinnup, junto a la iglesia sin torre, sobre aquella colina desnuda; también pensaba en el ruido que debía hacer sobre el torbellino del creciente caudal del río, y al golpear la choza de latas y lona donde el sordomudo seguía esperando, probablemente, que él volviese a casa, sabiendo que algo había ocurrido, pero sin saber cómo, ni por qué. “No sabe cómo”, pensó Stevens. “De alguna manera lo engañaron. Ni siquiera se molestaron en atarlo. Lo engañaron, simplemente.”
El miércoles por la noche recibió el aviso telefónico del agente de Mottstown: Tyler Ballenbaugh había presentado su solicitud.
-Muy bien -dijo Stevens-. Envíele el mensaje el lunes, para que vaya a su oficina el martes; quiero que me avise cuando sepa que lo ha recibido. “Estoy jugando al póker con un hombre que ha demostrado ser un jugador, en tanto que yo no lo soy”, pensó. “Pero por lo menos le he obligado a arrojar su carta. Y sabe quién está en el pozo con él.”
Así, pues, cuando llegó el segundo mensaje el lunes por la tarde, solo sabía lo que él, Stevens, pensaba hacer. Durante un momento se le ocurrió pedir un empleado al sheriff, o bien llevar a un amigo. “Pero ni un amigo creerá que lo que tengo entre manos es una carta marcada”, se dijo, “a pesar de que yo estoy seguro de ello: es decir, que un hombre, aun tratándose de un aficionado en materia de asesinatos, tendría que haber borrado las huellas, luego de cometer el hecho. Pero cuando se trata de dos asesinos, ninguno de los dos está seguro de que el otro no ha dejado huellas.”
Por fin Stevens fue solo. Tenía una pistola. Pero luego de haberla sacado, la guardó nuevamente en el cajón. “Por lo menos, nadie disparará contra mí con esta pistola”, se dijo. Salió del pueblo al oscurecer.
Esta vez pasó junto al almacén de ramos generales, oscuro junto a la carretera. Cuando llegó al camino de tierra, que siguió nueve días atrás, tomó esta vez a la derecha y siguió manejando un cuarto de milla más, hasta desembocar en un potrero muy sucio, y alumbró con los faros una cabaña oscura. No los apagó, sino que avanzó a pie en medio del haz luminoso, en dirección a la cabaña, gritando: “¡Nate! ¡Nate!”
Al cabo de un rato oyó la voz de un negro, si bien no vio luz alguna.
-Voy al campo de Lonnie Grinnup. Si no he regresado antes del amanecer, es mejor que vayas hasta el almacén y les avises.
No hubo respuesta. Luego una voz de mujer dijo:
-¡Apártate de esa puerta!
La voz del hombre murmuró algo.
-¡No me importa! -exclamó la mujer-. Sal de ahí y deja a los blancos tranquilos.
“De modo que hay otros, además de mí”, pensó Stevens, recordando cuán a menudo, casi siempre, hay en los negros un instinto, no para el mal, sino para intuirlo inmediatamente cuando está cerca. Volvió al automóvil, apagó los faros y sacó su linterna del asiento.
Encontró el camión. Bajo el tenue haz de luz leyó una vez más el número de la patente que vio alejarse nueve días atrás colina abajo. Apagó la linterna y la guardó en el bolsillo.
Veinte minutos más tarde advirtió que no debió haberse preocupado por la luz. Estaba en el sendero, entre la negra pared de monte y el río; veía el leve resplandor detrás de la pared de lona de la choza, y oía ya las dos voces: una fría, monótona y firme; la otra, alta y áspera. Tropezó con la pila de leña y luego con algo más; halló la puerta, la abrió rápidamente y se encontró frente a la devastación de la casa del muerto: los colchones de chala retirados de las tarimas de madera, la cocina volcada y los utensilios de cocina desparramados, y, en medio de todo ello, Tyler Ballenbaugh enfrentándolo con una pistola, y su hermano menor, arqueado como si fuera a saltar, junto a un cajón volcado.
-¡Atrás, Gavin! -gritó Ballenbaugh.
-Retrocede tú, Tyler -dijo Stevens-. Has llegado tarde.
El joven se enderezó. Stevens advirtió que lo había reconocido.
-¡Pero, por…! -exclamó.
-¿No hay salida, Gavin? -dijo Ballenbaugh-. Dime la verdad.
-Creo que no. Baja esa pistola.
-¿Quién más está contigo?
-Los suficientes. Baja esa pistola, Tyler.
-¡Miente! -dijo el más joven. Empezó a moverse. Stevens vio que sus ojos se dirigían hacia la puerta a sus espaldas-. ¡Miente, te digo! No hay nadie más. Está espiando, como el otro día, metiendo la nariz donde muy pronto lamentará haberla metido. Porque esta vez se la vamos a cortar.
Avanzaba ahora hacia Stevens, algo inclinado, los brazos separados del cuerpo.
-¡Boyd! -dijo Tyler. El otro siguió avanzando, sin sonreír, pero con una expresión extraña, una especie de brillo o fulgor en el rostro-. ¡Boyd! -repitió Tyler, y a su vez se movió con sorprendente rapidez, y alcanzando a su hermano, con un solo movimiento del brazo lo hizo caer trastabillando sobre uno de los camastros. Ambos se miraron: el uno, frío, inmóvil, sin expresión, con la pistola apuntando al vacío; el otro, arqueado, gruñendo.
-¿Qué diablos pretendes hacer? ¿Dejar que nos lleve al pueblo como dos corderos?
-Eso lo decidiré yo -dijo Tyler. Y luego, mirando a Stevens-: Nunca pensé en esto, Gavin. Yo aseguré su vida, pagué las primas, sí. Pero era un buen negocio: si él hubiese vivido más que yo, el dinero no me habría servido, de todos modos; en caso contrario, yo me habría beneficiado al morir él. No había ningún secreto. Lo hicimos a la luz del día. Cualquiera habría podido saberlo. Quizás él habló de ello. Yo nunca se lo prohibí. ¿Y quién podía criticarlo, de todos modos? Siempre le daba de comer cuando venía a casa, se quedaba tanto como quería, y venía cuando tenía ganas. Pero yo no planeé esto.
De pronto el muchacho empezó a reír, reclinado a medias en el camastro donde lo empujara el otro.
-¡Ah! ¡Conque ese es el asunto, ahora! ¡Conque así andan las cosas! -y entonces no hubo más risa, si bien la transición fue leve, imperceptible. Estaba de pie, frente a su hermano-. Yo no aseguré su vida en cinco mil dólares -dijo-. A mí no iban a tocarme…
-Calla -dijo Tyler.
-… cinco mil dólares cuando lo hallasen muerto en esa…
Tyler avanzó firmemente y lo abofeteó dos veces, con la palma y el dorso de la mano, sin dejar la pistola que sostenía en la otra.
-Te digo que te calles, Boyd -dijo. Miró a Stevens una vez más-. Nunca preví esto. Ahora no quiero el dinero, aunque me lo paguen, porque nunca planeé obtenerlo de esa manera. Yo no juego así. ¿Qué piensas hacer?
-¿Me lo preguntas? Quiero hacer una denuncia por asesinato.
-¡Y luego probarlo! -gritó el otro-. ¡Trate de probarlo! Yo no aseguré su vida por…
-¡Calla! -repitió Tyler, casi con suavidad, mirando a Stevens con aquellos ojos en los que no se reflejaba absolutamente nada-. No puedes hacer eso, Stevens. Tenemos un nombre limpio. Lo ha sido. Quizás nadie haya hecho nada por engrandecerlo todavía, pero hasta ahora nadie lo dañó mucho. Nunca he debido nada a nadie, ni tomado lo que no es mío. No debes hacer eso, Gavin.
-No debo hacer otra cosa, Tyler.
El otro lo miró. Stevens oyó que aspiraba y espiraba profundamente. Pero su expresión no cambió.
-De modo que lo que quieres es ojo por ojo y diente por diente.
-Lo quiere la justicia. Tal vez, Lonnie. ¿No lo querrías tú?
El otro lo miró un instante más. Luego se volvió e hizo un gesto a su hermano y otro a Stevens, los dos firmes y perentorios.
En seguida se encontraron fuera de la choza, alumbrados por la luz que pasaba por la puerta abierta. Arriba, una leve ráfaga se agitó entre el follaje y luego cesó. Al principio Stevens no comprendió la intención de Ballenbaugh. Vio que se volvía hacia su hermano, con la mano extendida, hablándole con un tono severo:
-Este es el fin del escándalo. Lo temí desde la noche que llegaste a casa y me lo dijiste. Debí criarte mejor, pero no lo hice. Ven. Decídete de una vez.
-¡Cuidado, Tyler! ¡No hagas eso! -dijo Stevens.
-No intervengas, Gavin. Si quieres una vida por una vida, la tendrás.
Seguía mirando a su hermano, sin reparar siquiera en Stevens.
-Ven. Tómala y acaba de una vez.
Entonces fue demasiado tarde. Stevens vio que el muchacho saltaba hacia atrás, que Tyler avanzaba un paso, y percibió en la voz de este la sorpresa, la incredulidad, y por fin la comprensión súbita del error cometido.
-¡Deja esa pistola, Boyd! ¡Déjala!
-Conque la quieres, ¿eh? -dijo Boyd-. Cuando aquella noche te dije que tendrías cinco mil dólares en el momento en que alguien descubriese la línea de pesca, y te pedí diez, rehusaste. Diez dólares, y me los negaste. Sí que te la daré. ¡Aquí la tienes! El fogonazo partió desde muy abajo, y el fuego rojizo trazó un surco descendente al caer el otro. “Ahora me toca a mí”, pensó Stevens. Estaban frente a frente; una vez más se sintió la ráfaga que agitaba el follaje sobre su cabeza.
-¡Corre mientras puedas, Boyd! -dijo-. Ya has hecho bastante. ¡Corre!
-Sí que correré. Preocúpese por mí, ahora, porque dentro de un minuto ya no tendrá preocupaciones. Sí que correré, después de decir algo a estos señores que meten la nariz donde se lamentarán…
“Ahora tirará”, pensó Stevens, y saltó. Por un segundo tuvo la ilusión óptica de verse a sí mismo saltando, en el aire, sobre la cabeza de Boyd Ballenbaugh, reflejado de alguna manera por la tenue luz del río, por esa luminosidad que devuelve el río a las tinieblas. Y entonces advirtió que no era él mismo a quien veía; no, no había sido una ráfaga lo que percibió, cuando la criatura, la forma que no tenía lengua ni la necesitaba, que durante nueve días había esperado el regreso de Lonnie Grinnup, se dejó caer sobre las espaldas del asesino, las manos crispadas y el cuerpo rígido y curvado, con silenciosa y mortal determinación.
“Estaba en el árbol”, pensó Stevens. La pistola relució en la oscuridad. Vio el fogonazo, pero no oyó nada.
IV
Estaba sentado en el corredor con su aseado vendaje quirúrgico, después de la comida, cuando llegó el sheriff por el sendero del jardín: era un hombre muy alto, agradable, afable, con ojos más pálidos, más fríos y más inexpresivos aun que los de Tyler Ballenbaugh.
-No llevará más de unos minutos -dijo-. De lo contrario, no te habría molestado.
-¿Cómo, molestarme? -dijo Stevens.
El sheriff apoyó un muslo sobre la barandilla del corredor.
-¿Cómo va tu cabeza?
-Muy bien.
-Me alegro. Creo que oíste decir dónde hallamos a Boyd.
Stevens lo miró con la misma expresión impasible.
-No he recordado nada en todo el día, salvo mi dolor de cabeza.
-Tú nos dijiste dónde debíamos buscar. Cuando llegué ahí, estabas consciente todavía, y tratando de dar agua a Tyler. Nos dijiste que miráramos la línea de pesca.
-¿Sí? ¡Bueno, bueno! ¿Qué no dice un borracho, o un loco? Y a veces dice la verdad.
-La dijiste. Examinamos la línea y allí estaba Boyd muerto, colgado de uno de los anzuelos, exactamente como Lonnie Grinnup. Y Tyler Ballenbaugh, con una pierna rota y otro balazo en el hombro; y tú con una herida en la cabeza, en la cual podría haber escondido un cigarro. ¿Cómo quedó colgado en la línea, Gavin?
-No lo sé.
-Muy bien. Supongamos que en este momento no soy el sheriff. ¿Cómo apareció Boyd en esa línea?
-No lo sé.
El otro lo miró; se miraron mutuamente.
-¿Es eso lo que contestas a un amigo cuando te pregunta algo?
-Sí. Yo estaba herido, como bien sabes. No lo sé.
El sheriff sacó un cigarro del bolsillo y lo estudió un rato.
-Joe, el sordomudo que crió Lonnie… se ha ido, aparentemente. El domingo pasado todavía andaba merodeando, pero nadie lo ha visto desde entonces. Podría haberse quedado. Nadie lo molestaría.
-Quizás extrañaba a Lonnie demasiado para quedarse.
-Quizás lo extrañaba -murmuró el sheriff, poniéndose de pie. Luego cortó el extremo del cigarro con los dientes y lo encendió-. ¿Ese balazo te hizo olvidar también esto? ¿Qué te hizo sospechar que algo andaba mal? ¿Qué era lo que el resto de nosotros no había advertido?
-El remo -repuso Stevens.
-¿El remo?
-¿Nunca tendiste una línea de pesca, una línea en tu propio campamento? No se usa el remo, sino que se empuja el bote con las manos, alternativamente, a lo largo de la línea, desde un anzuelo hasta el otro. Lonnie nunca usaba el remo; dejaba el bote atado al mismo árbol del que partía la línea, y el remo quedaba siempre en la choza. Si alguna vez hubieses ido allí, lo habrías observado. Pero el remo estaba en el bote cuando el muchacho lo encontró.
FIN
  1. William Faulkner, narrador y poeta estadounidense. En sus obras destacan el drama psicológico y la profundidad emocional, utilizó para ello una larga y serpenteada prosa. 
  2. 25 de septiembre de 1897, Estados Unidos - 6 de julio de 1962, Estados Unidos