lunes, 18 de mayo de 2015

La paridora

 Patricia Highsmith -  Estados Unidos

(Cuento completo)

Para Elaine el matrimonio significaba niños. Por supuesto, el matrimonio significaba un montón de cosas más, como crear un hogar, ser un apoyo moral para su marido, alegre compañía, todo eso. Pero sobre todo niños… para eso servía el matrimonio, de eso trataba la cosa.
Elaine, cuando se casó con Douglas, trató de convertirse en la criatura que había soñado, y en cuatro meses lo había conseguido con bastante acierto. Su casa centelleaba limpia y encantadora, sus fiestas eran un éxito, y Douglas obtuvo un pequeño ascenso en su empresa, Seguros Atenas S.A. Sólo faltaba una cosa: Elaine todavía no estaba embarazada. Una consulta al médico pronto arregló el problema, algo que no había funcionado bien, pero después de otros tres meses todavía no había concebido. ¿Podría ser problema de Douglas? A regañadientes, con cierta timidez, Douglas visitó al médico y fue declarado sano. ¿Qué podría estar fallando? Hicieron pruebas más detenidas, y se descubrió que el huevo fertilizado (al menos un huevo fue de hecho fertilizado) había viajado hacia arriba en vez de hacia abajo, en una aparente desafío a la gravedad, y en vez de desarrollarse en alguna parte, simplemente se había desvanecido.
—Debería levantarse de la cama y ponerse cabeza abajo — dijo un bromista en la oficina de Douglas, tras tomar un par de copas en un almuerzo.
Douglas sonrió educadamente. Pero igual tenía algo de razón. ¿No había dicho el médico algo por el estilo? Esa noche Douglas sugirió a Elaine hacer el pino.
Sobre medianoche, Elaine saltó de la cama y se mantuvo cabeza abajo, con los pies contra la pared. Su cara se puso rosa brillante. Douglas se alarmó, pero Elaine aguantó espartana, desplomándose finalmente sobre el suelo, en una masa sonrosada, después de casi diez minutos.
Su primer hijo, Edward, nació así. Edward puso a rodar la maquinaria, y en algo menos de un año llegaron gemelos, dos niñas. Los padres de Elaine y Douglas estaban encantados. Convertirse en abuelos fue una alegría tan grande como ser padres, y las dos parejas de abuelos organizaron fiestas. Douglas y Elaine eran sólo unos chiquillos, así que los abuelos se alegraron de que sus apellidos fueran a tener continuidad. Elaine no tuvo que ponerse bocabajo nunca más, y diez meses después nació un segundo hijo, Peter. Luego llegó Philip, luego Madeleine.
Eran ya seis niños pequeños en la casa, y Elaine y Douglas tuvieron que mudarse a un apartamento algo mayor, con una habitación más. Se mudaron con prisas, sin advertir que su casero odiaba profundamente a los niños (le mintieron y le dijeron que tenían cuatro), especialmente a los pequeños que berrean por las noches. A los seis meses les pidió que se marcharan… siendo entonces bastante obvio que Elaine iba a tener pronto otro niño. Por entonces Douglas estaba un poco justo de dinero, pero sus padres le dieron 2000 euros y los padres de Elaine se presentaron con 3000 euros, y Douglas dio la entrada de una casa a quince minutos en coche de su trabajo.
—Estoy contento de tener una casa, querida —le dijo a Elaine—. Pero me temo que tendremos que controlar los gastos si queremos pagar la hipoteca. Creo que, al menos por un tiempo, tendríamos que dejar de tener niños. Después de todo, siete…— había llegado el Pequeño Thomas.
Antes Elaine le había dicho que la planificación de la familia dependía de ella, y no de él.
—Lo entiendo, Douglas, tienes toda la razón.
Ay, Elaine reveló un día nublado de invierno que estaba de nuevo embarazada.
— No me lo esperaba. Me estoy tomando la píldora, tú lo sabes.
En realidad Douglas suponía que era así. Se quedó sin habla durante unos instantes. ¿Cómo se las arreglarían? Hacía tiempo que se notaba que Elaine estaba embarazada, aunque llevaba días convenciéndose de que sólo lo imaginaba a causa de su ansiedad. Sus padres ya repartían regalos de cincuenta y cien dólares en los cumpleaños ―con nueve cumpleaños en la familia, éstos eran bastante frecuentes―, y sabía que no podrían contribuir mucho más. Era asombroso sólo lo que costaban los zapatos para siete chiquillos.
No obstante, cuando Douglas vio la beatífica, la alegre sonrisa en la cara de Elaine, echada entre almohadas en el hospital, con un niño en sus brazos y una niña en la otra, no pudo arrepentirse de estos nacimientos, que ya llegaban a nueve.
Pero se habían casado hacía algo más que siete años. Si esto se mantenía…
Una mujer de su círculo social observó en una fiesta:
—¡Oh, Elaine se queda preñada cada vez que Douglas la mira!.
A Douglas no le divirtió el implícito tributo a su virilidad.
—¡Entonces deberían hacer el amor con las luces apagadas!— respondió el bromista—. ¡Ja, ja, ja! ¡Es fácil de comprobar que la única razón es que Douglas la mira!
—¡Esta noche ni una sola miradita a Elaine, Douglas! —gritó otro, y hubo un vendaval de risas.
Elaine sonrío con gracia. Imaginaba, qué digo, estaba segura de que las mujeres la envidiaban. Las mujeres con un niño sólo, o sin niños, eran en opinión de Elaine vainas de guisantes desecadas. Vainas de guisantes inmaduras.
Las cosas empeoraban por momentos a ojos de Douglas. Hubo un intervalo de seis meses completos en los que Elaine estuvo tomando la píldora y no se quedó embarazada, pero de pronto se quedó.
—No puedo entenderlo —le dijo a Douglas y también a su médico. Elaine realmente no podía entenderlo, porque había olvidado que había olvidado acordarse de la píldora… un fenómeno con el que su médico se había tropezado antes.
El médico no hizo comentarios. Sus labios estaban éticamente sellados.
Como en venganza por la ausencia temporal de fecundidad de Elaine, por su intento de tapar el cuerno natural de la abundancia, la naturaleza le endosó quintillizos. Douglas ni siquiera pudo acudir al hospital, y se metió en cama durante cuarenta y ocho horas. Entonces tuvo una idea: telefonearía a algunos periódicos, les pediría un dinerillo por las entrevistas y por algunas fotografías que también podrían tomar de los quintillizos. LO intentó con todo el dolor de su corazón, ya que esta forma de explotación iba contra sus principios. Pero los periódicos no picaron. Dijeron que mucha gente tenía quintillizos en aquellos tiempos. Los sextillizos sí podían interesarles, pero los quintillizos no. Tomarían alguna foto, pero no pagarían nada. La fotografía sólo consiguió que les enviaran información de organizaciones de Planificación Familiar y desagradables, groseras e insultantes cartas de ciudadanos privados que le decía a Douglas y Elaine cuánto estaban contribuyendo a la contaminación. Los periódicos habían mencionado que sus niños ya eran catorce, después de aproximadamente ocho años de matrimonio.
Puesto que la píldora no parecía funcionar, Douglas propuso hacerse algo. Elaine se opuso completamente.
—¡Pero las cosas no serán ya lo mismo! —gritó.
—Cariño, todo será igual. Sólo que…
Elaine lo interrumpió. No llegaron a ningún acuerdo.
Tuvieron que mudarse de nuevo. La casa era bastante grande para dos adultos y catorce niños, pero los gastos añadidos de los quintillizos hicieron imposible pagar la hipoteca. Así que Douglas, Elaine y Edward, Susan y Sarah, Peter, Thomas, Philip y Madeleine, los gemelos Ursula y Paul, y los  quintillizos Louise, Pamela, Helen, Samantha y Brigid se mudaron a una casa de vecinos en la ciudad… una casa de vecinos tenía una serie de condiciones legales para cualquier estructura que albergara más de dos familias, pero en lenguaje coloquial una casa de vecinos era una pocilga, como ésta. Ahora estaban rodeados de familias que tenían casi los mismos niños que ellos. Douglas se llevaba a veces papeles de la oficina a casa, se tapaba los oídos con algodones y pensaba que se volvería loco.
—No habrá peligro de que me vuelva loco si ya creo que estoy loco —se decía a sí mismo, y trataba de alegrarse. Después de todo, Elaine estaba otra vez tomando la píldora.
Pero se volvió a quedar embarazada. A estas alturas, los abuelos ya no se sentían tan encantados. Estaba claro que el número de retoños había disminuido la calidad de vida de Douglas y Elaine… la última cosa que los abuelos hubieran deseado. Douglas vivía con un ardiente resentimiento hacia el destino, y con el desesperado anhelo de que algo, algo desconocido y quizás imposible pudiera ocurrir, mientras veía a Elaine engordar día a día. ¿Serían otra vez quintillizos? ¿Incluso sextillizos? Terrorífico pensamiento. ¿Qué pasaba con la píldora? ¿Era Elaine alguna excepción en las leyes de la química? Douglas dio vueltas en su cabeza a la ambigua respuesta que el médico dio a la pregunta que le hizo al respecto. El médico había sido tan vago, y Douglas había olvidado no sólo las palabras del médico, sino incluso el sentido de lo que dijo. De todas formas, ¿quién podía pensar con todo aquel ruido? Enanos con pañales tocaban pequeños xilófonos y soplaban una variedad de bocinas y silbatos. Edward y Peter reñían sobre quién se montaría primero en el caballito mecedor. Todas las niñas estallaban en llanto por nada, esperando obtener la atención de su madre y el apoyo a sus causas. Philip era propenso a los cólicos. Todos los quintillizos estaban echando los dientes a la vez.
Esta vez fueron trillizos. ¡Increíble! Tres habitaciones del apartamento sólo tenían dentro cunas, más una cama individual en cada una de ellas, en las que dormían al menos dos niños. Con sólo que sus edades variasen un poco más, pensó Douglas, sería en cierto modo más tolerable, pero la mayoría de ellos todavía gateaban por el suelo, y al abrir la puerta principal se diría que uno entraba por error en una guardería. Pero no. Todos los diecisiete eran tarea suya. Los nuevos trillizos colgaban en un ingenioso parque suspendido, porque no había espacio en el suelo para ellos. Los alimentaban y les cambiaban sus pañales a través de los barrotes del parque, lo que hizo pensar a Douglas en un zoo.
Los fines de semana eran un infierno. Sus amigos ya no aceptaban sus invitaciones. ¿Y quién podía culparlos? Elaine tenía que pedirles a los invitados que estuvieran muy quietos, e incluso así, algo despertaba siempre a uno de los pequeños sobre las nueve de la noche, y entonces el lote entero empezaba a aullar, incluso los de siete y ocho años, que querían unirse a la fiesta. Así, su vida social llegó a ser cero, lo que no dejaba de estar bien, porque no tenían dinero para entretenimientos.
—Pero yo me siento realizada, querido —dijo Elaine una tarde de domingo, posando una tranquilizadora mano sobre la frente de Douglas, mientras él se sentaba enfrascado en papeles de la oficina.
Douglas, transpirando por los nervios, trabajaba en un pequeño rincón de lo que llamaban su salón. Elaine estaba a medio vestir, su estado habitual, porque en el acto de vestirse siempre había un niño que la interrumpía pidiendo algo, y además Elaine estaba amamantando aún a los recién llegados. De pronto, algo se rompió en Douglas, y se levantó y se encaminó al teléfono más cercano. Él y Elaine no tenían teléfono, y también tuvieron que vender su coche.
Douglas telefoneó a una clínica y preguntó por la vasectomía. Le dijeron que había una lista de espera de cuatro meses si quería la operación sin cargos. Douglas dijo que sí y dio su nombre. Entretanto, la castidad estuvo a la orden del día. Nada de apuros. ¡Dios santo! ¡Ya eran diecisiete! Douglas inclinó la cabeza en la oficina. Incluso los chistes se habían hecho reiterativos. Sintió que la gente sentía pena de él, y que evitaban el tema niños. Sólo Elaine era feliz. Parecía estar en otro mundo. Incluso comenzó a hablar como los niños. Douglas contaba los días hasta la operación. No iba a decirle nada a Elaine sobre ello, simplemente se la haría. Llamó una semana ante de la fecha para confirmarla, y le dijeron que tendría que esperar otros tres meses, porque la persona que le había dado cita se había equivocado.
Douglas colgó el teléfono con un golpe. No era la abstinencia el problema, sino la maldita fatalidad, sólo el fastidio de esperar otros tres meses. Tenía un miedo enfermizo de que Elaine pudiera queda embarazada una vez más pero por sus propios medios.
Ocurrió que lo primero que vio al entrar en el apartamento aquella tarde fue a la pequeña Ursula andando como un pato por aquí y por allá con sus calzones elásticos, empujando diligentemente un carrito en miniatura en el que estaba sentada una pequeña réplica de ella misma.
—¡Mira qué bien! —gritó Douglas dirigiéndose a nadie—. ¡Ya es madre y apenas puede andar!
Sacó bruscamente la muñeca del carro de juguete y la arrojó por una ventana.
—¡Doug! ¿Qué te pasa?
Elaine se le acercó con rapidez y un pecho fuera, con el pequeño Charles adherido a él como una lamprea.
Douglas incrustó un pie en el lateral de una cuna, y luego agarró el caballito balancín y lo estampó contra la pared. De una patada, levantó por los aires la casita de una muñeca, y cuando cayó se derrumbó con un estrépito.
—¡Mamiii… mamiiii!
—¡Papi!
—Uuuuuu… uuuu.
—¡Bu-huuu-uu-uu-huu-uu! ―de media docena de gargantas.
Entonces el casero montó un jaleo con quince niños al menos gritando, más Elaine. El objetivo de Douglas eran los juguetes. Pelotas de todos los tamaños salieron a través de los cristales de las ventanas, seguidas de trompetas de plástico y pequeños pianos, coches y teléfonos, luego ositos de peluche, sonajeros, pistolas, espadas de goma y cerbatanas, chupadores y rompecabezas. Exprimió dos biberones preparados y rió con ojos de lunático mientras la leche salía a chorros de las tetinas. La expresión de Elaine cambió de la sorpresa al horror. Se asomó por una ventana rota y gritó.
A Douglas tuvieron que arrastrarlo lejos de un set de construcción Erector, al que estaba golpeando con la pesada base de un payaso tentetieso. Un médico le dio un golpe en el cuello que lo tumbó. Lo siguiente que Douglas supo fue que estaba en una celda acolchada quién sabe dónde. Pidió la vasectomía. En vez de eso, le trajeron una aguja. Cuando despertó, volvió a pedir la vasectomía. Su deseo fue satisfecho ese mismo día.
Entonces se sintió mejor, más tranquilo. Sin embargo, estaba lo suficientemente cuerdo como para advertir que, por así decirlo, había perdido la cabeza. Se daba cuenta de que no quería volver a trabajar, que no quería hacer nada. No quería ver a ninguno de sus amigos, a los que, de todas formas, sentía que había perdido. Especialmente, no quería seguir viviendo. Débilmente, recordó que tenía una alegre descendencia, por haber procreado diecisiete niños en bastante menos años. ¿O eran diecinueve? ¿O veintiocho? Había perdido la cuenta.
Elaine vino a verlo. ¿Estaba de nuevo embarazada? No. Imposible. Era sólo que estaba tan acostumbrado a verla embarazada. Parecía distante. Se sentía realizada, recordó Douglas.
—Haz el pino de nuevo. Ponlo todo boca abajo —dijo Douglas con una estúpida sonrisa.
—Está loco —le dijo Elaine al médico, y pausadamente se dio la vuelta y se marchó.
                                               FIN
  1. Patricia Highsmith fue una novelista estadounidense famosa por sus obras de suspenso.. 
  2.  19 de enero de 1921, Fort Worth, Texas, Estados Unidos
  3.  4 de febrero de 1995, Locarno, Suiza

viernes, 8 de mayo de 2015

La pensión

                                James Joyce - Irlanda 

La señora Mooney, hija de un carnicero, era lo que se dice una mujer resuelta; para arreglar sus cosas se bastaba y se sobraba sin dar un cuarto al pregonero. Casó con el dependiente principal de su padre y abrió una carnicería cerca de Spring Gardens. Pero no bien hubo muerto su suegro, el señor Mooney empezó a andar en malos pasos. Bebía, metía mano a la caja registradora del dinero y se entrampó hasta los ojos. De nada servía hacerle prometer enmienda: a los pocos días, infaliblemente, quebrantaba el solemne juramento. A fuerza de reñir con su mujer en presencia de los parroquianos y de comprar carne mala, terminó por arruinar el negocio. Una noche persiguió a su mujer con la cuchilla, y ella tuvo que dormir en casa de un vecino.

Desde entonces vivieron separados. La mujer acudió al cura y obtuvo una separación en regla con cargo de los hijos. No daba dinero al marido, ni alimento, ni morada; y así el hombre se vio obligado a entrar como oficial de justicia. Era un borrachín astroso, encorvado, de cara blanca y bigote blanco, y blancas cejas dibujadas sobre sus ojillos surcados de venas rojizas, ribeteados y tiernos; y se pasaba todo el santo día sentado en el cuarto del alguacil, en espera de que le encomendaran algún servicio. La señora Mooney, que se había llevado el dinero remanente tras la liquidación de la carnicería, instalando con ello una pensión en Hardwicke Street, era una mujer grande e imponente. Su casa albergaba una población flotante compuesta de turistas de Liverpool y de la isla de Man, y, de vez en cuando, artistas de vodevil. Su clientela con residencia fija se componía de empleados de oficinas y del comercio. La señora Mooney gobernaba la pensión con diplomacia y mano firme; sabía cuándo procedía dar crédito, actuar con severidad o hacer la vista gorda. Los residentes mozos, cuando hablaban de ella, la llamaban todos la Patrona.

Los jóvenes pupilos de la señora Mooney pagaban quince chelines semanales por la pensión completa (cerveza en las comidas aparte). Eran todos de los mismos gustos y ocupaciones, y por esta razón reinaba entre ellos franca camaradería. Discutían entre sí las probabilidades de sus caballos favoritos. Jack Mooney, el hijo de la Patrona, empleado con un agente comercial en Fleet Street, tenía reputación de ser un tipo difícil. Era aficionado a soltar obscenidades de cuartel, y por lo general llegaba a casa de madrugada. Cuando veía a sus amigos, siempre tenía alguna diablura que contarles, y siempre estaba seguro de hallarse sobre la pista de algo bueno: un caballo o una artista con posibilidades. También el boxeo se le daba de maravilla. Y las canciones cómicas. Las noches de los domingos solía haber reunión en la sala principal de la señora Mooney. Los artistas de vodevil participaban con gusto, y Sheridan tocaba valses y polkas e improvisaba acompañamientos. También solía cantar Polly Mooney, la hija de la señora. Cantaba:

Soy una... niña traviesa.
No tienen por qué fingir:
Ya saben que soy así.

Polly era una muchachita delgada, de diecinueve años; tenía el pelo rubio, delicado y suave, y una boca pequeña y rotunda. Sus ojos, grises con un tornasol verde, tenían el hábito de echar miraditas hacia arriba cuando hablaba con alguien, lo cual le daba el aspecto de una pequeña madonna perversa. La señora Mooney colocó en principio a su hija en la oficina de un tratante en granos, de mecanógrafa; mas como cierto oficial de justicia de pésima reputación diera en presentarse en el despacho un día sí y otro no rogando le permitieran hablar una palabra con su hija, la madre volvió a llevársela a casa y la puso a trabajar en las faenas domésticas. Como Polly era muy alegre y pizpireta, la intención era darle el gobierno de los pupilos jóvenes. Además, a los mozos les gusta sentir que ande una hembra moza no muy lejos. Polly, como es natural, flirteaba con los mancebos, pero la señora Mooney, juez perspicaz, sabía que los tales mancebos se lo tomaban sólo como pasatiempo: ninguno de ellos iba en serio. Así continuaron las cosas mucho tiempo, y la señora Mooney empezaba a pensar en mandar a Polly otra vez de mecanógrafa, cuando observó que entre su hija y uno de los jóvenes había algo. Vigiló a la pareja y no dijo esta boca es mía.

Polly sabía que la vigilaban; sin embargo, el persistente silencio de su madre no podía interpretarse erróneamente. No había existido complicidad manifiesta entre la madre y la hija, connivencia de ninguna clase; pero aunque los huéspedes empezaban a hablar del asunto, la señora Mooney continuaba sin intervenir. Polly empezó a volverse un poco rara en su comportamiento, y el joven, evidentemente, andaba desazonado. Por fin, cuando estimó que era el momento oportuno, la señora Mooney intervino. Contendió con los problemas morales como cuchilla con la carne; y en aquel caso concreto había tomado ya su decisión.

Era una luminosa mañana de principios de verano, prometedora de calor, mas con un soplo de brisa fresca. Todas las ventanas de la pensión estaban abiertas y las cortinas de encaje se inflaban suavemente hacia la calle bajo las vidrieras levantadas. Era domingo. El campanario de San Jorge repicaba sin cesar, y los fieles, solos o en grupos, cruzaban la pequeña glorieta que se extiende ante la iglesia, dejando ver de intento su propósito en el pío recogimiento con que iban no menos que en los libritos que llevaban en sus manos enguantadas. En la pensión habían terminado de desayunar, y aún estaban los platos en la mesa con amarillas rebañaduras de huevo, piltrafas y cortezas de tocino. La señora Mooney, sentada en el sillón de mimbre, vigilaba a la criada Mary que estaba retirando las cosas del desayuno. Le mandó recoger las cortezas y mendrugos de pan que servirían para hacer el budín del martes. Una vez despejada la mesa, recogidos los mendrugos, guardados bajo llave y candado el azúcar y la mantequilla, la dueña de la pensión se puso a reconstruir la entrevista que había tenido con Polly la noche de la víspera. Todo era, en efecto, como ella sospechaba: se había mostrado franca en sus preguntas, y Polly no lo había sido menos en sus respuestas. Las dos pasaron su apuro, desde luego. Ella por deseo de no recibir la noticia de una manera demasiado franca y desconsiderada, ni parecer que había hecho la vista gorda, y Polly no sólo porque las alusiones de ese género siempre se lo causaban, sino también porque no quería dar pie a la sospecha de que ella, en su sabia inocencia, había adivinado la intención oculta tras la tolerancia de su madre.

Cuando advirtió, en su ensimismamiento, que las campanas de San Jorge habían dejado de tocar, la señora Mooney echó una mirada instintiva al relojito dorado que había sobre la repisa de la chimenea. Pasaban diecisiete minutos de las once: tenía tiempo más que de sobra de solventar el asunto con el señor Doran y plantarse antes de las doce en la calle Marlborough. Estaba segura de su triunfo. Para empezar, tenía de su parte todo el peso de la opinión social: era una madre agraviada. Había permitido al seductor vivir bajo su techo, dando por supuesto que era hombre de honor, y él había abusado de su hospitalidad. Tenía treinta y cuatro o treinta y cinco años, de modo que no podía alegarse como excusa la irreflexión de la juventud; tampoco podía ser disculpa la ignorancia, ya que era hombre con sobrado conocimiento del mundo. Sencillamente se había aprovechado de la juventud y la inexperiencia de Polly; eso era evidente. ¿Qué reparación estaría dispuesto a hacer? He aquí el problema.

En tales casos se debe siempre una reparación. Para el varón todo marcha sobre ruedas: puede largarse tan fresco, después de haberse holgado, como si no hubiera ocurrido nada, pero la chica tiene que pagar el precio. Algunas madres se avenían a componendas mediante sumas de dinero; había conocido casos. Pero ella no haría tal cosa. Para ella, por la pérdida de la honra de su hija sólo cabía una reparación: el matrimonio.

Repasó de nuevo todas sus cartas antes de enviar a Mary arriba, al cuarto del señor Doran, a decir que deseaba hablar con él. Estaba segura de su triunfo. Él era un joven serio, no un libertino ni un escandaloso como los otros. Si se hubiera tratado del señor Sheridan o del señor Meade o de Bantam Lyons, su tarea habría sido mucho más ardua. No creía ella que Doran arrostrase la divulgación del caso. Todos los huéspedes de la pensión sabían algo del asunto; algunos hasta habían inventado pormenores. Además, llevaba trece años empleado en la oficina de un comerciante en vinos, católico cien por cien, y la divulgación tal vez significara para él la pérdida del empleo. Mientras que si se avenía a razones, todo podría ser para bien. Sabía ella que el galán cobraba un buen sueldo, y por otra parte sospechaba que debía de tener un buen pico ahorrado.

¡Casi la media hora! Se levantó y se miró en el espejo de luna. La expresión resuelta de su rostro grande y rubicundo la satisfizo, y pensó en algunas madres conocidas suyas incapaces de quitarse a sus hijas de encima.

El señor Doran estaba en realidad muy nervioso aquel domingo por la mañana. Había intentado por dos veces afeitarse, pero tenía el pulso tan inseguro que se vio obligado a desistir. Una barba rojiza de tres días orlaba sus mandíbulas, y cada dos o tres minutos se le empañaban los lentes, de suerte que tenía que quitárselos y limpiarlos con el pañuelo. El recuerdo de su confesión de la pasada noche le causaba profunda congoja; el cura le había sonsacado hasta el último detalle ridículo del asunto, y al final había exagerado tanto su pecado que casi daba gracias que se le concediera un respiradero, una posibilidad de reparación. El daño estaba hecho. ¿Qué podría hacer él ahora sino casarse con la chica o huir de la ciudad? No iba a tener la desfachatez de negar su culpa. Era seguro que se hablaría del caso, y sin duda alguna llegaría a oídos de su patrón. Dublín es una ciudad tan pequeña..., todo el mundo está informado de los asuntos de los demás. En su excitada imaginación oyó al viejo señor Leonard que con su bronca voz ordenaba: «Que venga el señor Doran, por favor», y sólo de pensarlo le dio un vuelco tan grande el corazón que casi se le sale por la boca.

¡Todos sus largos años de servicio para nada! ¡Sus trabajos y afanes malogrados! De joven la había corrido en grande, por supuesto; había blasonado de librepensador y negado la existencia de Dios en las tabernas ante sus compañeros. Mas todo eso pertenecía al pasado; había concluido totalmente... o casi totalmente. Todavía compraba el Reynolds's Newspaper cada semana, pero cumplía con sus deberes religiosos y durante nueve décimas partes del año llevaba una vida metódica y ordenada. Tenía dinero suficiente para tomar estado; no se trataba de eso. Pero la familia miraría a la chica con menosprecio. Estaba primero la pésima reputación de su padre, y por si fuera poco, la pensión de su madre empezaba a adquirir cierta fama. Tenía sus barruntos de que le habían cazado. Imaginaba a sus amigos hablando del asunto y riéndose. Ella era un poquillo vulgar; a veces decía «haiga» y «hubieron». ¿Mas qué importaba la gramática si él la quería? No podía decidir si apreciarla o despreciarla por lo que había hecho. Naturalmente él lo había hecho también. Su instinto le impelía a permanecer libre, a no casarse. Una vez que uno se casa es el fin, le decía.

Estaba sentado al borde de la cama, en camisa y pantalones, inerme ante la fatalidad que lo abrumaba, cuando ella dio unos golpecitos en su puerta y entró en la habitación. La muchacha se lo dijo todo, que había confesado los hechos a su madre desde la A hasta la Z, y que su madre hablaría con él esa misma mañana. Rompió a llorar y le echó los brazos al cuello, diciendo:

-¡Oh, Bob! ¡Bob! ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?

Terminaría de una vez con su existencia, dijo.

Él la consoló débilmente, diciéndole que no llorara, que todo se arreglaría, que no había que temer. Sintió la agitación del pecho femenino contra su camisa.

No fue del todo culpa suya que el hecho sucediera. Recordaba, con la singular y paciente memoria del soltero, los primeros roces fortuitos de su vestido, su aliento, sus dedos, que habían sido como caricias para él. Luego, una noche, ya avanzada la hora, cuando se desvestía para acostarse, la joven dio unos tímidos golpecitos a su puerta. Quería encender su vela en la de él, pues una corriente de aire se la había apagado. Se había bañado esa noche, y llevaba un peinador suelto y abierto de franela estampada. Su blanco empeine relucía en la abertura de sus zapatillas de piel, y bajo su epidermis perfumada bullía cálida la sangre. También de sus manos y de sus muñecas, mientras encendía la vela, se desprendía un delicado aroma.

Cuando volvía tarde por las noches, era ella quien le calentaba la cena. Apenas si se daba cuenta de lo que comía, sintiéndola tan cerca, a solas y de noche, mientras todos dormían. ¡Y lo solícita que se mostraba! Si la noche era fría, o húmeda, o borrascosa, sin dudas habría allí un vasito de ponche preparado para él. Tal vez pudieran ser felices juntos...

Solían subir la escalera de puntillas, cada cual con una vela, y en el tercer rellano se daban muy a disgusto las buenas noches. Tomaron la costumbre de besarse. Recordaba bien sus ojos, el contacto de su mano, el delirio en que aquello terminó por precipitarlo...

Pero el delirio pasa. Se hizo eco ahora de la frase de ella: «¿Qué voy a hacer?» Su instinto de célibe le advertía que no se comprometiese. Pero el pecado allí estaba; su propio sentido del honor le decía que por tal pecado debía efectuarse una reparación.

Sentado así con ella en el borde de la cama, apareció Mary en la puerta y dijo que la patrona quería verlo en la sala. Se levantó para ponerse el chaleco y la chaqueta, más desamparado que nunca. Una vez vestido, se acercó a ella para consolarla. Todo se arreglaría, no había que temer. La dejó llorando en la cama y gimiendo débilmente: «¡Oh, Dios mío!»

Cuando bajaba por la escalera se le empañaron de tal forma los lentes que tuvo que quitárselos y limpiarlos. Hubiera querido salir por el tejado y volar lejos, a otro país donde jamás volviera a saber nada de aquel lío, y sin embargo una fuerza lo empujaba escalera abajo, peldaño por peldaño.

Las caras implacables de su patrón y de la señora parecían mirarlo inquisitivas, en su frustración y desconcierto. En el último tramo de escaleras se cruzó con Jack Mooney que subía de la despensa con dos botellas de cerveza amorosamente abrazadas. Se saludaron con frialdad, y los ojos del galán se detuvieron un par de segundos en una recia fisonomía de perro de presa y dos brazos cortos y vigorosos. Al llegar al pie de la escalera, echó una furtiva ojeada hacia arriba y vio a Jack mirándolo desde la puerta del recibimiento.

Entonces recordó la noche en que uno de los artistas de vodevil, cierto rubio londinense, hizo una alusión a Polly bastante desenfadada. La reunión casi terminó de mala manera debido a la violenta reacción de Jack. Todos se extremaron por aplacarle. El artista de vodevil, un poco más pálido que de costumbre, no hacía más que sonreír y repetir que no lo había dicho con mala intención. Pero Jack no hacía más que gritarle que si cualquier individuo intentaba llevar adelante tales devaneos con su hermana, por su alma que le iba a hacer tragarse las muelas, como lo estaban oyendo.


***

Polly continuó un rato sentada en el borde de la cama, llorando. Luego se enjugó los ojos y se acercó al espejo. Mojó la punta de la toalla en el jarro del lavabo y se refrescó los ojos con el agua fría. Se miró en el espejo de perfil y se ajustó una horquilla en el pelo por encima de la oreja. Luego volvió a la cama y se sentó a los pies. Miró un largo rato las almohadas, y esta contemplación suscitó en su ánimo secretos y dulces recuerdos. Apoyó la nuca en el frío barandal metálico de la cama y se abandonó a sus ensueños. Toda perturbación visible había desaparecido de su rostro.

Siguió esperando paciente, casi alegremente, sin sobresalto, dejando que sus recuerdos dieran paso poco a poco a esperanzas y visiones del futuro. Tan intrincadas eran estas esperanzas y visiones que ya no veía las almohadas blancas donde tenía fija la mirada ni recordaba que estaba esperando algo.

Por fin oyó a su madre que la llamaba. Se puso de pie automáticamente y corrió al pasamano de la escalera.

-¡Polly! ¡Polly!

-Aquí estoy, mamá.

-Baja, hija mía. El señor Doran quiere hablar contigo.

Entonces recordó lo que estaba esperando.


James Joyce
escritor irlandés, en lengua inglesa, reconocido como uno de los más importantes siglo XX. Nacido en el seno de una familia de arraigada tradición católica, estudió en el colegio de jesuitas de Belvedere entre 1893 y 1898, año en que se matriculó en la National University de Dublín. Su formación jesuítica, que siempre reivindicó, le inculcó un espíritu riguroso y metódico que se refleja incluso en sus composiciones literarias más innovadoras y experimentales.
Su obra maestra: Ulises 1922 y posterior: Finnegans Wake. Dublín, 1882 - Zurich, 1941


domingo, 3 de mayo de 2015

El regreso



[Cuento. Texto completo.]

Emilio Díaz Valcárcel - Puerto Rico


Se detuvo frente al balconcito sin saber qué hacer. Miró por un instante el viejo sillón de mimbre, la escalera de tablas carcomidas, las puertas cerradas y pegadas a la faz de la casa como dos ojos enormes. Se quedó inmóvil, la mirada perpleja, en el mismo momento en que una patrulla de recuerdos lo asaltaba. Debe de estar en el rosario, dijo, y se volvió para ver si lo habían escuchado. Pero solo un perro vagabundo cruzaba la callejuela solitaria, veteándose de luz al pasar bajo las bombillas que se encarnizaban contra la noche. Volvió a contemplar el balcón destartalado, el viejo sillón de mimbre, rechazando un recuerdo. (El cuarto femenino, el olor a cold cream, el suave y voluptuoso olor a cold cream que él siempre llevó dentro aun sin tener que percibirlo con los sentidos; el cuarto femenino en penumbras, las piernas blancas, la mano sobre la redonda rodilla, la madre ausente... ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Cuándo?) “Todavía no”, le había dicho Catalina. “Cuando vuelvas seré tuya.”
El hombre se llevó las manos a la frente, donde comenzaban a destellar diminutas gotas. ¿Por qué tengo que volver a esto?, se dijo.
Cuando llegó al pueblo embutido en su nítido uniforme, lo recibió la metralla de preguntas: “¿Cuándo llegaste?” “¿Peleaste mucho?” “¿Y las coreanas, cómo son las coreanas?” Pero no hizo otra cosa que emprender la retirada. Alguien disparó una interrogación a sus espaldas y él se apresuró a explicar: “Si me notan algo raro, es la alegría que siento.”
Eso, una hora antes. Ahora se dio a caminar sin rumbo, saltando la alambrada de su desánimo, sin atreverse a mirar a las mujeres que de rato en rato lo rozaban con sus miradas.
-Date la fría, mi hermano.
Se había encontrado emboscado entre aquel alborozo de amigos, con música de vellonera de fondo. Tenía una cerveza pegada a los labios, el cogote hacia atrás, los ojos fijos al batallón de botellas del mostrador. Frente a él, borroso, el rostro del dependiente reía y reía, había mucha alegría. Pero él no comprendía el porqué de aquellos dientes pelados.
-Me invitas a la boda, panita.
Se dio vuelta de repente, alzando un puño con lentitud hasta la altura de la cabeza. Ya empiezan, se dijo; deben de saberlo. Bajó el puño y desvió la mirada, avergonzado.
-Están todos invitados -dijo forzando una sonrisa.
Salió a la calle fumando un cigarrillo. Mejor es que le hable, pensó; no sabe que estoy en el pueblo. Caminó hasta el frente de la casa, nuevamente. Si lo supiera, se dijo, me hubiera esperado en el balcón, como siempre. Se detuvo sin saber qué hacer. Allí estaba el viejo sillón de mimbre otra vez, la escalera un poco deteriorada, las puertas siempre abiertas para él, el cuarto en penumbra, el espejo de luna donde él se había mirado de reojo al mirarla a ella... “Cuando vuelvas”, había dicho ella retirándolo con las manos sobre el pecho de él. “No, ahora, Catalina, vamos a hacerlo ahora.” Encendió otro cigarrillo, lanzando el fósforo sobre el lomo de un perro que le olfateaba los ruedos del pantalón. “Yo regresaré pronto.” Chupó hasta colmarse los pulmones. El perro lo miraba receloso, las orejas tiesas y el rabo erguido. “Cuando vuelvas, no ahora”, sonó la voz de Catalina. Se estrujó el pañuelo por la frente y miró a todos lados. El perro continuaba estático, con los ojos como luces de bengala. “Pero yo te quiero ahora, nena.”
Un gato saltó de una lata de basura y se perdió tras una casa. El perro ladró sin moverse de su sitio y el hombre, sobresaltado, lo amenazó con un puntapié. Huyó el animal, minando parte del silencio con su aullido. Miró su reloj pulsera: las ocho y treinta.
Dos mujeres venían hablando animadamente. Cerca ya, dejaron de hablar y lo miraron de soslayo, rehuyéndole un tanto. Cuando sus figuras comenzaron a desdibujarse en la distancia recomenzaron su charla, mirando hacia atrás de rato en rato. Lo último que percibió de ellas fue algo como un leve silbido de admiración.
Chupó hondamente del cigarrillo que ya le quemaba los dedos. “Vendré enterito para ti”, le había dicho a ella, en el cuarto oloroso a cold cream y a sueño, tasándola de reojo en el espejo, de pie contra su cuerpo, mientras la madre estaba en el rosario. Luego vino la lucha inútil sobre la cama, las piernas cerradas con obstinación para rechazarlo. Y meses más tarde la notificación de la marcha hacia la guerra, la despedida junto al sillón de mimbre, el eterno viaje de treinta días por mar, el asalto a la colina Kelly con las luces de bengala en lo alto, en una noche que ahora es el recuerdo de una pesadilla; los hombres cayendo por montones, unos sobre otros, como sacos de arroz en una trastienda. Y él escondido tras un arbusto, haciendo fuego bajo un cielo negro, apedreado por el miedo, con el recuerdo de ella palpitando en lo más hondo. El estallido de la mina aquella, casi debajo suyo, y la bruma que le entró por los ojos hasta llenarlo sordamente como el guano a la almohada. Las luces pálidas del hospital, el olor mareante del éter, el médico de rostro esculpido en madera vieja diciendo una y otra vez: “Mal sitio para una herida, mal sitio para una herida.” Y su grito ahogado: “¡Catalina!” “Cuando vuelvas seré tuya.” Debo hablar con ella, se dijo el hombre encendiendo otro cigarrillo. No me va a querer, pensó; ninguna mujer quiere a un hombre así. Caminó en círculo frente a la casa, pisoteándose la sombra.
Un perro ladró en la esquina. El hombre columbró una silueta en la punta de la callejuela y se pegó a una pared, el aliento contenido. La vio cruzar bajo un chorro de luz con aquel paso resuelto que él conocía tan bien. El canto de un gallo se escuchó ronco y prolongado detrás de las últimas casas del barrio. La sentía avanzar, y el rumor de sus pasos quedaba suspendido en el aire lento y vacío de la noche. Ágiles reflejos de luz se agitaban en los pliegues de su falda; las sombras le apretaban la cintura.
La vio subir la escalera, contoneándose, abrir la puerta y encender la luz de la sala. Ahora cruzaba las piernas al sentarse a la mesa con papel y pluma en las manos. Me va a escribir, pensó él, recordando las cartas recibidas en Corea, y las recibidas luego en el campamento norteamericano.
Minutos después ella se levantó y puso la carta sobre el cristal del chinero. Él la vio hundirse ahora en la oscuridad de la cocina y salió de su escondite en el instante en que se encendía sobre ella una bombilla. He venido a hablarle, pensó, y así lo haré. Subió temblando al balcón, con pasos suaves como si temiese pisar el resorte de una mina, y acarició por un instante la baranda donde ambos se habían reclinado infinitas veces. “¿Por qué tengo que volver a esto”, se preguntó, dudando un momento. Luego se irguió con resolución y tocó a la puerta. La voz de la mujer serpenteó desde el fondo de la casa:
-¿Quién es?
“Cuando vuelvas.” No pudo contestar. Ella volvió a preguntar, al cabo de un largo minuto, un poco sobresaltada:
-¿Quién está ahí, ah?
Sintió resonar sus pasos, lentos, medrosos, a través de la sala. “Cuando vuelvas seré tuya.” Los pasos estaban ya junto a la puerta. “Cuando vuelvas...” El hombre saltó la baranda y se perdió entre los callejones. 
                                               FIN 
Emilio Díaz Valcárcel.  escritor novelista y cuentista de destacado nivel internacional.
16 de octubre de 1929, Trujillo Alto, Puerto Rico -  2 de febrero de 2015,San Juan, Puerto Rico)

viernes, 1 de mayo de 2015

Tobías Mindernickel





                          Thomas Mann - Alemania

                                 1                                                       (Cuento completo)

Una de las calles que llevan desde la Quaigasse, con una pendiente bastante empinada, a la parte media de la ciudad, se llama el Camino Gris. Hacia la mitad de esa calle y a mano derecha según se llega del río, está la casa número 47, un edificio estrecho y de color turbio, que no se distingue en nada de sus vecinos. En los bajos hay una mercería, donde puede comprarse lo mismo chanclos de goma que aceite de ricino. Si se entra en el portal, después de ver un patio en el que vagabundean los gatos, se encuentra una escalera de madera estrecha y desgastada (en la que se respira un olor indescriptible a humedad y pobreza) que conduce a los pisos. En el primero a la izquierda vive un carpintero, a la derecha una comadrona. En el segundo a la izquierda vive un zapatero remendón, a la derecha una señora que se pone a cantar en voz alta en cuanto oye pasos en la escalera. En el tercero izquierda el piso está vacío, y a la derecha vive un hombre llamado Mindernickel, cuyo nombre, para colmo, es Tobías. Sobre este hombre hay una historia que debe ser contada, pues es misteriosa y vergonzosa en demasía. El aspecto exterior de Mindernickel es llamativo, extraño y ridículo. Si se le ve, por ejemplo, cuando sale a dar un paseo, subiendo con su delgada figura por la calle, apoyándose en un bastón, nos daremos cuenta de que va vestido de negro de pies a cabeza. Lleva un sombrero de copa pasado de moda, campanudo y afieltrado, un gabán estrecho y rozado por el uso y pantalones igualmente miserables, desflecados por abajo y tan cortos que se ve el forro de goma de los botines. Por lo demás, debe decirse que esta indumentaria está cepillada con el mayor cuidado. Su cuello esquelético parece mucho más largo, por cuanto emerge de un cuello bajo y vuelto de la ropa. El canoso cabello es liso y está peinado sobre las sienes; la ancha ala del sombrero de copa sombrea un rostro afeitado y pálido de mejillas hundidas, ojos irritados que raras veces se alzan del suelo, y dos profundas arrugas que descienden desde la nariz hasta ambas comisuras de la boca, amargamente dirigidas hacia abajo.
Mindernickel sale muy pocas veces de casa, y tiene sus motivos, porque en seguida que aparece en la calle se reúnen muchos niños, lo persiguen durante un buen trecho y ríen, se burlan y cantan: “¡Jo, jo, Tobías!”, le tiran del gabán, y la gente sale a la puerta y se divierte. Mas él camina sin defenderse y mirando temerosamente a su alrededor, con los hombros encogidos y la cabeza gacha, como una persona que camina bajo un aguacero sin paraguas; y aunque se le ríen en la cara, de vez en cuando saluda con una humilde cortesía a algunas de las personas que están a la puerta de sus casas. Más tarde, cuando los mitos quedan atrás y nadie más lo conoce, y son pocos los que se vuelven a mirarlo, sigue sin modificar esencialmente su conducta: continúa mirando temerosamente y caminando encogido, como si sintiera sobre sí mil miradas irónicas. Y cuando alza la vista del suelo, vacilante y apocado, puede observarse el hecho extraño de que es incapaz de mirar con fijeza a persona o cosa alguna. Parece, aunque suene raro, que le falte aquella superioridad natural de la contemplación con que todo ser individual mira las cosas del mundo; parece que se siente inferior a todas esas cosas, y sus ojos inestables han de arrastrarse por el suelo frente a cualquier persona o cosa…
¿Qué ocurre con este hombre, que siempre está solo y parece ser desgraciado en un grado extraordinario? Su indumentaria que quiere ser burguesa, así como un cierto movimiento cuidadoso al pasarse la mano por la barbilla, parecen indicar que no pertenece en modo alguno a la clase social en cuyo seno vive. Dios sabe qué habrán hecho con él. Su rostro tiene un aspecto, como si la vida, con una risotada de desprecio, lo hubiera golpeado en él con el puño cerrado… Por otra parte, es muy posible que, sin haber recibido duros golpes del destino, no haya sido capaz de enfrentarse a la existencia; y la enfermiza inferioridad y estupidez de su aspecto produce la penosa impresión de que la naturaleza le hubiera negado la medida de equilibrio, fuerza y aguante necesarios para existir con la cabeza erguida.
Cuando, apoyado en su negro bastón, ha dado una vuelta por la ciudad, vuelve -recibido en el Camino Gris por los aullidos de los niños- a su vivienda; sube por la maloliente escalera a su habitación, que es pobre y está desprovista de adornos. Sólo la cómoda, un sólido mueble estilo Imperio con pesadas asas de metal, tiene belleza y valor. Ante su ventana, cuya vista está irremediablemente tapada por la gris pared posterior de la casa vecina, hay una maceta llena de tierra, en la que no crece nada; aun así, Tobías Mindernickel se acerca a veces a ella, contempla la maceta y huele la tierra.
Junto a esta habitación hay una pequeña alcoba.
Cuando entra, Tobías coloca el sombrero y el bastón sobre la mesa, se sienta sobre el sofá tapizado de verde, que huele a polvo, apoya la barbilla en la mano y contempla el suelo ante sí, con las cejas alzadas. Parece que no tenga otra cosa que hacer en el mundo.
Por lo que se refiere al carácter de Mindernickel, es muy difícil emitir una opinión; el siguiente incidente parece hablar en su favor. Cuando aquel hombre extraño salió cierto día de su casa y, como siempre, se reunió una pandilla de niños que lo perseguía con exclamaciones de burla y risas, un niño de unos diez años tropezó con el pie de un compañero y se cayó al suelo con tanta violencia, que le brotó la sangre de la nariz y de la frente y se quedó caído, llorando. Entonces Tobías se volvió, corrió hacia el niño caído, e inclinándose sobre él empezó a compadecerle con voz suave y temblorosa.
-Pobre niño -decía-, ¿te has hecho daño? ¡Estás sangrando! ¡Miren, le corre sangre por la frente! Sí, sí, has tenido una caída muy mala. Claro, duele tanto, y por eso llora, pobre niño. ¡Cuánta compasión te tengo! Ha sido culpa tuya, pero te voy a vendar la frente con mi pañuelo… así. Bueno, ahora tranquilízate; voy a levantarte…
Y con estas palabras, después de haber vendado efectivamente al pequeño con su propio pañuelo, lo puso en pie con cuidado y se alejó. Mas su actitud y su rostro mostraban en este instante una expresión muy distinta de la corriente. Caminaba con firmeza y erguido, y su pecho respiraba con fuerza bajo el estrecho gabán; sus ojos parecían haberse hecho más grandes, tenían brillo y se fijaban con firmeza en las personas y las cosas, mientras que en su boca había un gesto de dolorosa felicidad…
Este incidente tuvo como consecuencia que disminuyeran las burlas de la gente del Camino Gris durante unos días. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, se había olvidado su sorprendente conducta, y una multitud de gargantas sanas, alegres y crueles volvió a cantar detrás del hombre encogido y abúlico: “¡Jo, jo, Tobías!”
2
Una mañana soleada, a las once, Tobías abandonó la casa y cruzó toda la ciudad hasta el Lerchenberg, aquella colina alargada que durante las horas de la tarde constituía el paseo más distinguido de la ciudad, pero que, dada la excelente primavera que reinaba, también a aquella hora estaba concurrida por algunos coches y peatones. Bajo un árbol de la gran avenida principal había un hombre con un perro de caza de poca edad, sujeto por una correa, que aquél mostraba a los paseantes con la evidente intención de venderlo; era un animal pequeño y musculoso, de pelo amarillo, tendría unos cuatro meses, con un anillo negro en un ojo y una oreja negra.
Cuando Tobías observó esto, a una distancia de unos diez pasos, se detuvo, se pasó la mano varias veces por la barbilla y contempló pensativamente al vendedor y al pequeño can, que movía el rabo, alerta. Luego siguió caminando; dio tres vueltas al árbol, apretándose la boca con el puño del bastón, y finalmente se acercó al hombre y le dijo, mientras contemplaba fijamente al animal.
-¿Cuánto vale este perro?
-Son diez marcos -respondió el hombre.
Tobías permaneció silencioso durante un momento y dijo luego, indeciso:
-¿Diez marcos?
-Sí -dijo el hombre.
Entonces Tobías saco una bolsa de cuero negro del bolsillo, extrajo de la misma un billete de cinco marcos, una moneda de tres y una de dos, entregó rápidamente este dinero al vendedor, cogió la correa y tiró de ella rápidamente, encogido y mirando con temor a su alrededor, ya que algunas personas habían observado la compra y se reían, llevándose al animal, que chillaba y se resistía. Se resistió durante todo el camino, apoyando las patas delanteras en el suelo y contemplando con una temerosa interrogación a su nuevo dueño; pero éste siguió tirando con energía y en silencio, y cruzó con fortuna la ciudad.
Entre la juventud callejera del Camino Gris se produjo un enorme tumulto cuando apareció Tobías con el perro; pero él lo cogió en brazos, se inclinó sobre él y se apresuró a ganar las escaleras y su habitación, perseguido por los gritos burlones y las risotadas. Al llegar puso al perro, que lloriqueaba sin parar, en el suelo, lo acarició satisfecho y dijo luego, condescendiente:
-Bueno, bueno; ya ves que no tienes por qué tenerme miedo, perro.
A continuación sacó de un estante de la cómoda un plato con carne cocida y patatas, y lanzó al animal una parte, con lo que éste cesó en sus quejas y devoró la comida entre señales de satisfacción.
-Te llamarás Esaú -dijo Tobías-. ¿Me entiendes? Esaú. Te será fácil recordar un sonido tan sencillo…
Y, señalando el suelo a sus pies, exclamó en tono imperioso:
-¡Esaú!
El perro, esperando quizá recibir algo más de comida, se acercó y Tobías le palmeó el costado, satisfecho, mientras comentaba:
-Así es, amigo mío. Te estás portando bien.
Luego retrocedió unos pasos, señaló el suelo y repitió de nuevo:
-¡Esaú!
Y el animal, que se había animado, se acercó de un salto y lamió las botas de su amo.
Con la satisfacción de dar órdenes y verlas realizadas, Tobías repitió este ejercicio incansablemente, hasta doce o catorce veces; finalmente el perro pareció cansarse y tener ganas de descansar y hacer la digestión, y se echó en el suelo en la pose graciosa e inteligente de los perros de caza, estirando ante sí las dos patas delanteras, largas y de fina nerviación.
-¡Otra vez! -dijo Tobías-. ¡Esaú!
Pero Esaú volvió la cabeza a un lado y continuó en su lugar.
-¡Esaú! -exclamó Tobías con la voz alzada imperiosamente-. ¡Debes venir aunque estés cansado!
Pero Esaú apoyó la cabeza sobre sus patas, sin pensar siquiera en levantarse.
-Oye -dijo Tobías, y su voz estaba cargada de una sorda y terrible amenaza- ¡obedece o sabrás que no es bueno provocarme!
El animal se limitó a mover un poco el rabo.
Ahora se apoderó de Tobías una rabia infinita, injustificada y loca. Cogió su bastón negro, levantó a Esaú por la piel de la nuca y comenzó a apalear al animal sin hacer caso de sus aullidos, mientras repetía una y otra vez, fuera de sí y con voz terriblemente silbante:
-¿Cómo? ¿No obedeces? ¿Te atreves a desobedecerme?
Por fin arrojó el bastón a un lado, puso en el suelo al perro, que temblaba, y comenzó a pasearse arriba y abajo ante él, con las manos a la espalda y respirando hondamente, mientras que de vez en cuando dirigía al perro una mirada iracunda y orgullosa. Después de haberse paseado así durante algún tiempo, se detuvo junto al animal, que se volvió de espaldas al suelo y movía las patas implorante, cruzó las manos sobre el pecho y habló con la mirada terriblemente dura y fría y el tono con que Napoleón se dirigía a la compañía que perdía su bandera en la batalla:
-¿Cómo te has portado, si puede saberse?
El perro, agradecido sólo por esta aproximación, se acercó aún más a rastras, se apretó contra la pierna de su dueño y miró hacia arriba con sus ojos humildes. Durante un buen rato, Tobías contempló al humillado ser desde su altura y en silencio; mas luego, cuando sintió aquel calor conmovedor en su pierna, recogió a Esaú y lo levantó.
-Está bien, voy a tener compasión de ti -dijo, pero cuando el buen animal comenzó a lamerle la cara, su estado de ánimo se transformó en emoción y melancolía. Oprimió al perro contra sí con doloroso cariño, sus ojos se llenaron de lágrimas, y sin articular bien las frases comenzó a repetir con voz ahogada:
-Mira, eres mi único… mi único…
Luego acostó a Esaú con todo cuidado en el sofá, se sentó junto a él, apoyó la barbilla en la mano y lo contempló con gran dulzura y recogimiento.
3
Desde entonces Tobías Mindernickel abandonaba su casa aún menos que antes, pues no se sentía inclinado a mostrarse en público con Esaú. Dedicó toda su atención al perro; más aún, de la mañana a la noche no se ocupaba en otra cosa sino darle de comer, limpiarle los ojos, darle órdenes, reñirle y hablar con él como si de un ser humano se tratase. La cosa era que no siempre Esaú se portaba a su gusto. Cuando se echaba en el sofá, soñoliento por falta de aire y de libertad, y lo miraba con ojos melancólicos, Tobías se sentía lleno de contento; se sentaba en actitud recogida y satisfecha y acariciaba compasivamente el pelo de Esaú, diciéndole:
-¿Me miras dolorosamente, amigo mío? Sí, sí; la vida es triste, y así has de verlo, aunque seas tan joven…
Pero cuando el animal, enloquecido por el instinto de la caza y del juego, corría por la habitación, se peleaba con una zapatilla, saltaba a las sillas y daba vueltas de campana en su exceso de vitalidad, Tobías seguía sus movimientos de lejos, con una mirada de desorientación, disgusto e inseguridad, y una sonrisa desagradable y rabiosa, hasta que lo llamaba en tono iracundo, gritándole:
-Deja de hacer el loco. No hay motivo para danzar por ahí.
Una vez ocurrió incluso que Esaú se escapó de la habitación y bajó la escalera hasta la calle, donde empezó en seguida a perseguir un gato, devorar excrementos de caballo, a pelearse y jugar con los niños, ebrio de felicidad. Cuando apareció Tobías, entre el aplauso y las risas de toda la calle, con el rostro dolorosamente desencajado, ocurrió lo triste: que el perro huyó de su dueño a grandes saltos… Este día Tobías le pegó durante largo rato y con encarnizamiento.
Cierto día -el perro le pertenecía desde hacía algunas semanas- Tobías sacó un pan de la cómoda para dar de comer a Esaú, y comenzó a cortarlo en pequeños trozos -que dejaba caer al suelo-, por medio de un cuchillo de gran tamaño, con mango de hueso, que solía utilizar para este fin. El animal, loco de apetito y ganas de jugar, saltó hacia él a ciegas, clavándose el cuchillo torpemente manejado en la paletilla, y cayó al suelo, retorciéndose y sangrando.
Asustado, Tobías dejó todo de lado y se inclinó sobre el herido; pero de repente se transformó la expresión de su rostro, y es cierto que hubo en él un reflejo de alivio y alegría. Cuidadosamente llevó al perro a su sofá, y nadie podría imaginar con qué entrega comenzó a cuidar al enfermo. Durante el día no se separaba de él; por la noche lo dejaba dormir en su propia cama, lo lavaba y vendaba, y lo acariciaba, consolaba y compadecía con incansable afán y cuidado.
-¿Duele mucho? -decía-. Sí, sí; sufres amargamente, pobre animal. Pero calla, hemos de soportarlo.
Su rostro se veía sereno, melancólico y feliz al pronunciar tales palabras.
Mas en el mismo grado que Esaú fue recuperando fuerzas, volviéndose más alegre y curándose, el comportamiento de Tobías fue haciéndose inquieto y descontento. Ahora no consideraba necesario ocuparse de la herida, sino que se limitaba a expresar su compasión mediante palabras y caricias. Sólo que la curación fue progresando; Esaú tenía una buena naturaleza, y ya comenzaba a moverse por la habitación; cierto día, después de haber vaciado un plato de leche y gachas, saltó del sofá sintiéndose completamente sano y se puso a correr con alegres ladridos y el antiguo entusiasmo por las dos habitaciones, comenzando a tirar de las mantas, a cazar zapatillas y a dar alegres vueltas de campana.
Tobías estaba de pie ante la ventana, junto a la maceta, y mientras una de sus manos, que salía de las deshilachadas mangas larga y delgada, torcía un mechón del cabello peinado sobre las sienes, su figura se destacaba negra y extraña del muro gris de la casa vecina. Su rostro estaba pálido y desfigurado por la amargura, y seguía con la mirada rabiosa, confusa y llena de envidia y maldad las piruetas de Esaú. De súbito se dio un impulso, caminó hacia él y lo detuvo, tornándolo lentamente en sus brazos.
-Mi pobre animal -comenzó con voz lastimera; pero Esaú, lleno de ánimos y poco inclinado a seguir permitiendo aquel trato, cogió la mano que quería acariciarlo, se escapó de los brazos, saltó al suelo haciendo una alegre finta y con un ladrido salió corriendo. Lo que ocurrió entonces es algo tan incomprensible e infame, que me niego a relatarlo con detalle. Tobías Mindernickel se quedó de pie, adelantando un poco los brazos colgantes a lo largo del cuerpo. Sus labios estaban apretados y los ojos se movían de un modo terrible en sus órbitas. Y luego, repentinamente, en una especie de ataque de locura, cogió al animal; en su mano brilló un gran objeto metálico, y con un corte que llegaba desde el hombro derecho hasta muy hondo en el pecho el perro cayó al suelo sin proferir sonido alguno. Quedó caído de lado, tembloroso y sangrando… En el mismo instante fue depositado sobre el sofá, y Tobías estuvo arrodillado ante él, oprimiendo una tela contra la herida y balbuciendo:
-¡Mi pobre animal! ¡Mi pobre animal! ¡Qué triste es todo esto! ¡Qué tristes somos los dos! ¿Sufres? Sí, sí, sé que sufres… ¡qué lamentable estado el tuyo! Pero yo, yo estoy contigo. ¡Yo te consolaré! Mi mejor pañuelo…
Pero Esaú permanecía echado, con un estertor. Sus ojos, turbios e interrogantes, se volvían hacia su amo sin comprender, llenos de inocencia y de queja… y luego estiró un poco sus patas y murió.
Tobías permaneció inmóvil. Tenía la cabeza apoyada en el cuerpo de Esaú y lloraba amargamente.
Thomas Mann,  escritor alemán nacionalizado estadounidense. Considerado uno de los escritores europeos más importantes de su generación, ( Lübeck; 6 de junio de 1875 –  Zúrich; 12 de agosto de 1955)