lunes, 24 de octubre de 2016

El mismo río


Ana María Shua -  Argentina



Mientras manejaba por la zona oscura de la ciudad pensó que a pesar de todos los cambios había cosas que perduraban, valores inmutables, se dijo. El canto de los pájaros en el obelisco. Al llegar a una zona iluminada el avance se hizo más lento. Dudó un momento antes de añadir a la lista la tele y el bugui. Maldijo el exceso de parque automotor hasta que en la esquina de Mitre y Mitre descubrió las causas del entorpecimiento del tránsito: una larga fila de vehículos esperaba su turno para cargar combustible en una estación. Los que se agregaban ahora, al final de la cola, tendrían que esperar toda la noche. Decidió no usar su transportador por unos días: descansar. Se preguntó si Clari habría alcanzado a cargar antes de que anunciaran ¿la huelga?, ¿el aumento de precio? No tenía ganas de encender las noticias.

Ya estaba muy cerca de su casa cuando tuvo que dejar el vehículo y seguir a pie. Había varias calles cortadas a causa de las obras: reconstruían el Obelisco. Allí volvería a erguirse, pensó, el Inmutable. En su nuevo emplazamiento, como en cualquiera de los anteriores, seguiría siendo como un símbolo de la ciudad. Los taxistas, como siempre, iban a quejarse: tampoco eso cambiaba.

Llegó cansado. Los chicos estaban en el bugui-bugui: Lobito y Adelaida. Patricio debía estar en su pieza. Echó una mirada a las caras extasiadas, a los cuerpos estremecidos y lo que vio en las pantallas le pareció bien. Se sacó los zapatos, que le apretaban un poco, y llevó la bolsa de las compras a la cocina. Clarita todavía no había llegado. Leyendo las instrucciones empezó a pelar los frutos kiwi y a cortarlos en rodajas. Segunda vez que comían frutos kiwi con pollo: una alegría para Patricio.

—¿Otra vez lo mismo? —protestó Clarita, entrando de pronto en la cocina.

—Sí, ¿viste qué raro? Pero Patricio se va a poner contento, sabés como le gusta repetir.

—Muy exigente tu hijo, che, si fuera por él habría que hacer el mismo menú una vez por semana.

—No exageres, Clarita. Vení, ayudame, que hoy vienen a comer los abuelos.

—Pero si hoy es martes.

—Bueno, en esta familia los abuelos vienen los martes, ¿no?

—Me había olvidado —dijo Clari con un suspiro. Se puso el delantal, colocó el pollo en una fuente de horno y empezó a condimentarlo.

A Félix no le pareció bien que condimentara el pollo en la misma fuente en que lo iban a cocinar. Prolijo y ordenado: así era él. Sacó la tabla y se la ofreció. Siempre estaba proponiendo sistemas de ordenamiento científico en la cocina, métodos de trabajo racionales. La tabla: una cosa más para meter y sacar del lavaplatos. Cuando Clarita trabajaba sola la comida estaba lista más rápido y la cocina quedaba convertida en un campo de batalla.

Clarita aceptó la tabla sin discutir. Estaba pensando en Patricio. Le costaba entenderlo: ella nunca se cansaba de probar cosas nuevas. Patricio, en cambio, se aferraba a sus zapatillas de la semana pasada, se negaba a empezar cada día con un nuevo cepillo de dientes, insistía en lavar él mismo sus propias prendas con tal de que no lo obligaran a usar ropa descartable. Pero, la adolescencia era una edad difícil: los cambios físicos, la adaptación al nuevo esquema corporal, al mundo de los grandes. Y vaya a saber por qué, había gente que encajaba, pensó, gente que encajaba fácil en el mundo, y a otros les costaba más. Patricio era un tímido absoluto, uno de esos muchachos que enfrentan con una sonrisa sardónica, despectiva, la caudalosa alegría de un mundo a cuya corriente no logran integrarse. Una especie de inválido que se mantenía al margen de la vida con su sonrisita de costado, como juzgando crímenes en los que le hubiese gustado participar. Su propio pasaje a la adultez, el de Clarita, había sido casi indoloro, recordó: le gustaba el mundo en el que le había tocado existir, y había aceptado sus reglas sin objeciones. La vida le calzaba como un guante. Pero aunque no pudiera ponerse en su lugar, compartir sus emociones, podía, desde un punto de vista intelectual, aceptar lo que le pasaba a su hijo mayor. Era un caso bastante común; volvían a comentarlo periódicamente en los programas para padres. Y, además, no era una sorpresa: sus dificultades figuraban, naturalmente, en el informe.

—¿Cuánto te salieron los frutos kiwi? —le preguntó a Félix.

—Siete, en el mercado.

—¿Siete? ¿La última vez no estaban a...? ¿Cuánto era? ¿Treinta y dos, no?

—Puede ser, ¿treinta y dos qué?

Pero Clarita no se acordaba. Después, mientras terminaban de preparar la comida, hablaron de sus respectivos trabajos. Clarita sintió una agradable sensación de intimidad en su casa, en su cocina, conversando juntos marido y mujer. Pensó que después recordaría este momento como uno de los más felices de su vida, miró fijamente la cáscara verde de los frutos kiwi para unirlos a su recuerdo por si volvía a verlos alguna vez. Félix regresaba a casa muy cansado desde que trabajaba en esa dirección de obra, un edificio que debía estar terminado en pocos meses para poder comenzar con la demolición.

—¿Ya se sabe qué van a hacer con el terreno? —le preguntó. Y se arrepintió cuando vio la expresión de desaliento de Félix. No se sabía, por supuesto: era una obra como todas. Se haría lo que conviniera en el momento.

—Por ahí, resulta que ni siquiera deciden tirarla abajo y, mientras tanto, a mí me apuran como si mañana tuviera que entrar con las piquetas.

Félix estaba de mal humor. A Clari le extrañó (uno de esos hombres enamorado de su trabajo, ese era él) oírlo quejarse. Habló con envidia (sorprendente) de los arquitectos que trabajaban en la empresa encargada de trasladar el Obelisco. Ese tema los llevó naturalmente al de su proyectada mudanza. Las obras del Obelisco, con el ruido y las calles cortadas, eran una molestia para todo el barrio y añadían un motivo racional a sus deseos.

Félix quería una casa con jardín. Clari estaba de acuerdo, pero por ahora no les alcanzaba el cadmio, dijo. Habían comprado un par de toneladas de lana que, por suerte, no tuvieron que cambiar de depósito. La lana subió y, gracias a Clarita, que por su trabajo estaba al tanto de todo, cambiaron la lana por cadmio antes de que empezara a bajar. Pero por el momento la relación cadmio-metrocuadrado era mala, él también lo sabía, y les convenía esperar unos quince días antes de mudarse.

—¡Quince días! —dijo ella—. Una eternidad: quién sabe si duramos quince días.

—Yo creo que sí, mirá vos —sonrió él, mirándola con afecto—. Yo creo que quince días más duramos.

Ella le respondió con un golpecito cariñoso en el mentón. Pronto llegarían los abuelos y había que sacar a los chicos del bugui-bugui.

—¿Cuánto hace que están metidos ahí? —preguntó Félix.

—No sé, vos viniste antes que yo. Unas tres horas, supongo, desde que vinieron del colegio.

—¿No es mucho, Clari, tres horas en el bugui?

—¿Cuánto estabas vos a esa edad? ¡Ya te olvidaste!

—Yo creo que más de dos horas no me dejaban nunca. —Pero mientras expresaba su enfática observación, atenuada apenas por el yo creo, Félix no pudo dejar de pensar en las trampas de la memoria. ¿Cuánto estaba él en el bugui, a esa edad? Ahora se cansaba mucho más rápido.

—Hay que ver cómo quedan sedados, después —dijo Clari, sabiendo que estaba usando un argumento egoísta—. Se duermen a las nueve como dos benditos.

Con todo, decidió Félix, tres horas en orgasmo eran más que suficientes para cualquiera.

—A los chicos hay que ponerles límites —dijo—. Por ellos mismos: para que se sientan más seguros.

Antes de desenchufar el aparato volvió a controlar las fantasías sexuales de los chicos que, proyectadas en las pantallas, acompañaban el infinitamente lento y maravilloso orgasmo del bugui. En la de Lobito había una mujer joven que le pareció muy bonita. La acción se desarrollaba en una de las aulas del colegio. Dedujo que la muchacha debía ser la nueva profesora de matemáticas, de la que Lobito hablaba a veces con entusiasmo. Se alegró de no ver a otros compañeros varones tomando parte de la acción, como sucedía a veces.

La imagen en la pantalla de Adelaida parecía tomada de una película de piratas. Ocurría en la cubierta de un barco a vela. ¿Una fragata? ¿Un galeón? Pero los conocimientos náuticos de Adelinda (como le gustaba llamarla) no debían ser mayores que los suyos, porque el ambiente estaba apenas esbozado, un esquema difuso en el que se movían las figuras. En todo caso, la escena era muy cruel, había marineros, y era Adelinda la que manejaba el látigo con una fuerza que sólo en su fantasía podía llegar a tener una chiquita de diez años.

Qué imaginación tienen los chicos, pensó Félix, envidiándolos un poco. Qué libertad. Cuántas veces era el bugui mismo, él mismo en el bugui, lo que aparecía en su propia pantalla. Todo estaba bien con Lobito y con Ade: las escenas fantaseadas concordaban con lo que se podía esperar de chicos de esa edad. Sabía que las fantasías homosexuales o las sadomasoquistas no debían preocuparlo. Se aconsejaba, en cambio, pedir ayuda, si se reiteraban en los chicos las fantasías incestuosas sin objeto sustituto. Por suerte Félix nunca había tenido ese problema con ninguno de sus hijos.

Lobito y Adelaida salieron del orgasmatrón un poco fastidiados por la interrupción, pero se los veía satisfechos y cansados. Se pusieron contentos de ver a sus padres en casa. Adelaida dijo que tenía mucho hambre.

—Van a tener que esperar un poquito —les pidió Clarita—. En seguida llegan los abuelos y cenaremos todos juntos.

En el colegio Adelaida había aprendido un poema sobre Sarmiento con muchas palabras difíciles. No lo entendía bien y le pidió a su mamá que le explicara si, de acuerdo al poema, Sarmiento era de los buenos o de los malos.

A Clarita le molestó el exceso de simplificación que introducían los modernos métodos de enseñanza, empezó a explicar y, de pronto, sin quererlo, se encontró criticando esa forma de vida con la que hacía apenas un rato, pensando en Patricio, se había sentido tan plenamente satisfecha: la caudalosa alegría del mundo. La historia, trató de contarle a su hija, no es como las series de televisión: no están por un lado los buenos y por otro los villanos. Hay gente con distintas ideas de lo que debe ser un país, de lo que debe ser el mundo, y a veces, esas personas o grupos... Pero mientras hablaba supo que estaba mintiendo, ella misma tenía sus propias ideas acerca de los buenos y los malos en la historia, y más todavía, en el presente. Por suerte, la rapidez con que los distintos grupos se alternaban en el gobierno (y en las cárceles del gobierno) no daban tiempo a quejas (y Clari volvía a reconciliarse con su mundo, con su tierra), aunque ciertos excesos pretendieron compensar la brevedad del paso por el poder. Los nombres de las calles, por ejemplo, todas esas calles con el nombre de Mitre que confundían, en ese momento, a los habitantes de la ciudad.

Pero Adelaida no estaba escuchando su explicación. Impaciente, sosteniendo a pura fuerza de voluntad las lágrimas que le colgaban de las pestañas, golpeaba con su piecito en el suelo. ¿Por qué mamá no podía simplemente contestar a sus preguntas? Ella necesitaba saber algo muy concreto, necesitaba saberlo para mañana y lo demás no le interesaba: palabras y palabras sin sentido que no le servirían para la lección. Se tranquilizó cuando Clari le ofreció buscar las palabras difíciles en el diccionario. En el poema, decididamente, Sarmiento era de los buenos, y Adelaida contestó: con esa cara, dijo, queda mucho mejor cuando le toca ser de los malos.

En ese momento se escuchó una detonación que venía del piso de arriba.

—Metí la pata con el juego de química que le regalé a Patricio —dijo Félix—. Un día nos va a hacer volar a todos.

—Hace tiempo que no lo veo en el bugui, a Patricio —dijo Clari—. Te quería comentar.

El ruido había sido muy violento. Subieron por la escalera alarmados. Clari entró antes que los demás a la pieza de Patricio y salió pálida. Le pidió a Félix que llevara a los chicos abajo y subiera a ayudarla. Cuando Félix entró a la habitación con un trapo de piso en la mano se dio cuenta de que no sabía por dónde empezar.

Clari ya estaba guardando en el placard la ropa de Patricio. Había una valija abierta dada vuelta en el piso y prendas de tela, no descartables, tiradas por todas partes, como si hubiera empezado a empacar y se hubiera arrepentido de golpe. Patricio estaba sentado contra un ángulo de la pared en una posición que parecía incómoda y, sobre todo, precaria. En efecto, un momento después empezó a resbalar lentamente, de costado, con la cabeza colgando de un modo muy feo. La sangre le ensuciaba el pelo y hacía un charco en el piso. Félix decidió no tocar el revólver y, sin saber muy bien lo que hacía, metió el trapo en el charco de sangre.

—¡No hagas eso! —gritó Clari—. ¿Para qué vas a ensuciar también el trapo? Esperá que pare la sangre y después limpiamos todo con Asprex. Andá trayendo el toallón grande que lo vamos a poner sobre la cama.

—¿Habrá que dar parte? —preguntó Félix, dejando que ella se hiciera cargo de la situación.

—Sí, claro —dijo Clarita. Y después lo pensó mejor—. Pero después de la cena. Cuando se vayan los abuelos damos parte y llamamos a la asistencia.

—A los abuelos les decimos después de la cena también —razonó Felix—. Si no, se les va a cortar el apetito.

Cuando se dio vuelta para ir a buscar el toallón lo vio a Lobito. Estaba parado en la puerta del dormitorio. Lloraba.

—¡Zoncito! —le dijo el padre, con cariño—. Lobito zoncito. No llorés. Un hombre de doce años, qué vergüenza. Vení, no mires. Dale che, que mañana vamos juntos a la cancha. Y el juego de química de Patricio ahora te va a quedar a vos...

—¿No te dije que lleves a los chicos abajo? —Clari estaba muy alterada, su tono de voz era histérico—. ¡Pero qué animal que sos, se mata el hermano y vos lo querés consolar con un partido de fútbol. —Y abrazó a Lobito que, sin embargo, desde la mención del juego de química, había amainado considerablemente sus sollozos.

Había mucho que hacer. Félix se lo llevó a Lobito abajo. Le dijeron a Adelaida, que se impresionó mucho y, después de un rato, pidió permiso en voz baja para entrar un poquito más al Orgasmatrón.

—Vos, con cualquier excusa, ¿eh? —sonrió el padre—. No, el bugui no. Por hoy ya tuvieron bastante y si empezamos con las excepciones sonamos. Vamos todos a mirar la tele.

Clari limpió la pieza de Patricio y se las arregló sin ayuda para poner el cuerpo (tan flaco y tan pesado) sobre la cama. En mitad de la tarea se interrumpió para dar parte: era mejor no dejar nada pendiente. Pidió que por favor no mandaran gente de la asistencia antes de las once. Vendría también un inspector del Servicio. Calculó que a esa hora ya habrían terminado de cenar.

Por qué a ella una cosa así, se preguntaba, por qué justo en la familia. La culpa, la maldita culpa siempre mezclándose en la vida de la gente. Se sentía muy mal, incómoda, irritada. Ser humano es ser culpable, pensó, mientras limpiaba la sangre con el Asprex: la frase le gustó y decidió recordarla para decírsela a Félix después de que se durmieran los chicos. El pecado original, abundó. El águila de Prometeo comiéndole el hígado, orgullosa de sus conocimientos generales. Y un martes, además. La cena iba a resultar un fracaso. Sabía que ni en el bugui iba a poder sacarse de la cabeza la cara blanca y ensangrentada de su hijo mayor. Quién sabe si alguna vez tendría otro como él. ¿Sentiría Félix lo mismo que ella? ¿También él Prometeo y águila? Por primera vez sintió la necesidad de conocerlo mejor. Compartían, ahora, mucho más de lo que estaba previsto.

Estaban poniendo la mesa cuando sonó el timbre. Lobito fue a abrir la puerta. Eran los abuelos.

—Hola, vieja chota —dijo Lobito—. ¿Por qué no te vas un poco a la mierda?

—Hola, lindo —dijo la abuela. El abuelo venía unos pasos más atrás con una torta para el café.

Besaron a los chicos y le dieron la torta a Félix, que la puso en la heladera. Se sentaron a comer enseguida: a pesar del mal pronóstico de Clari todos tenían hambre. Mientas comían, Félix recordó con fastidio que los abuelos ni siquiera habían notado la ausencia de Patricio en la mesa familiar. La abuela, que estaba muy gorda, comía en forma desagradable, tragando enormes trozos, casi sin masticar, y empujándolos con pan. Como reaccionando ante la sensación de mal humor de su padre (y más de una vez Félix se preguntaba si no habría entre ellos alguna forma de comunicación telepática) Lobito volvió a atacar a la abuela.

—Cómo comés, chancha asquerosa —le dijo—. ¿Por qué no te metés un poco de pollito por el culo, también?

—¿Qué le pasa a Lobito? —preguntó la abuela, a nadie en particular—. Lo noto bastante agresivo, hoy.

—Está nervioso —dijo Clari.

—¡Vamos! —dijo la abuela— Si los chicos no tienen nervios.

—¡No soy un chico! —saltó Lobito

—Tiene motivo —contestó Félix, olvidándose, por defender a su hijo, del pacto de silencio—. Hoy se suicidó el hermano.

—¡Delfín! ¡No me digas que se mató Delfín! —gritó el abuelo.

La abuela cambió de color y dejo los cubiertos sobre la mesa, un gesto inusual que denotaba hasta qué punto la había afectado la noticia.

—Mi Delfincito —dijo— Mi Delfincito chiquito...

—¡Aquí no vive ningún Delfín! —explotó Félix, furioso—. El que se mató fue Patricio.

—¡Entonces tampoco vive aquí ningún Patricio! —terminó, triunfalmente el abuelo, que nunca perdía su sentido del humor.

Y ya que había surgido el tema, intentaron descubrir entre todos los motivos que podría haber tenido Patricio para matarse. A Félix lo intrigaba, además, cómo se las había arreglado para conseguir el arma. Adelaida, que lo conocía mejor que los demás, dijo que Patricio se aburría. Clari se enojó. La vida era, declaró, muy linda y muy variada, estaba el sol y el bugui-bugui, y era imposible que nadie jamás se sintiese aburrido en un país como las Provincias.

—¿Qué provincias? —preguntó el abuelo, al que le estaba empezando a fallar la memoria y se le mezclaban los nombres y los recuerdos— ¿Otra vez las Provincias Unidas? ¿No Argentia?

Las Provincias del Plata, le recordaron. ¿Acaso no miraba él la tele? ¿No leía los diarios? ¿Es que se pasaba todo el día en el bugui para no saber siquiera el nombre del país en que vivía? El abuelo se sintió avergonzado.

Clari recordó que en la mesa de luz de Patricio había encontrado un libro. Era una antología de autores rioplatenses y estaba abierto en la primera página de un cuento que se llamaba La lotería en Babilonia. La palabra lotería le dio a Félix una pista: deudas de juego. Se preguntó en voz alta si Patricio podría haber tenido deudas de juego. A los otros esa posibilidad les pareció ridícula.



—Sos bueno pero muy boludo, papi —dijo Lobito.

—En mis tiempos —comentó la abuela— no se le hablaba así a un padre.

—¿Cuántos padres tuviste vos, abuelita? —desafió Lobito.

—Tres. Tres padres y tres madres. De chica, por lo menos.

—¡Tres padres nada más! ¡Qué disparate! —se burló Lobito.

—Debe ser raro pero lindo, ¿no? Estar en una misma familia todo el tiempo —dijo tímidamente Adelaida. (Su Adelinda, volvió a pensar el padre).

—No crean —dijo el abuelo—. Nosotros no somos de esos que piensan que todo tiempo pasado fue mejor.

—¡Esas familias tan complicadas! ¿Te acordás? —dijo la abuela—. Con tíos y primos y sobrinos. Las personas grandes también tenían hermanos —les explicó a los chicos, que estaban asombrados.

—Sí que me acuerdo. ¡Y los problemas que había! De otra clase pero problemas al fin —recordó el abuelo.

—Ustedes tendrían que haber conocido a los abuelos que les tocaron a mis hijos del año pasado. ¡A mis hijos y a mí! ¡Uf! Se me ponen los pelos de punta de pensar en padres así para más de un año.

La observación inocente de Clari creó un clima de tensión en la mesa. Por un momento todos se quedaron callados, recordando inevitablemente a los familiares difíciles con los que habían tenido que tratar en sus muchos o pocos años. Pero, además, Clari había puesto sin querer sobre el mantel, junto a los restos de pollo y la ensaladera vacía, una cuestión más grave: la de los montos de afecto o antipatía que habían depositado unos en otros los miembros de esa misma familia, y que harían más difícil la despedida o más duro de soportar el tiempo que debían pasar juntos hasta el próximo Reparto. De una u otra forma, Clarita supo que todos estaban pensando en Patricio. Otra vez fue Lobito quien rompió el silencio con un exabrupto que alivió la situación.

—¡La puta genetronic que te remil parió! —le gritó a Adelaida, que había dejado caer un pedazo de torta con crema sobre su ropa. Todos se rieron a carcajadas de esa divertida versión de un viejo insulto.

Era muy tarde ya cuando vinieron a llevarse el cadáver. Los chicos estaban dormidos y los abuelos se habían ido. Félix y Clarita pasaron un mal rato con los empleados del Servicio y de la Asistencia. Tuvieron que responder a muchas preguntas y el inspector de la Zona les recordó su responsabilidad en el caso. Era posible que no volvieran a tener hijos adolescentes por un tiempo y, sin duda, la inclusión del suicidio de Patricio en sus informes no iba a mejorar su situación en el próximo reparto.

Era tardísimo cuando por fin pudieron acostarse y cada uno se metió en su cama sin hablar.

—¿No te prendés el bugui esta noche? —preguntó Clari.

—No —dijo Félix—. Esta noche no, estoy muy cansado y no me siento bien.

—Yo sí, aunque sea un ratito, a ver si me puedo desconectar del todo. Si no, esta noche no me duermo.

Félix la vio encender el aparato incorporado a la cama, percibió el débil resplandor de su pantalla en la oscuridad y por primera vez sintió una intensa curiosidad de ver las imágenes en el bugui de su mujer. No lo haría, por supuesto. Era de pésimo gusto espiar la pantalla de un adulto y lo que viera le resultaría, sin duda, incomprensible y chocante. Así pasaba siempre con las fantasías de los otros. Pero, además, Clari iba a molestarse mucho si se diera cuenta, y para qué darle otro disgusto en un día así.

Siguió acumulando argumentos contra su deseo mientras trataba de dormirse. La almohada de plumas verdaderas que había comprado con tanto orgullo se aplastaba demasiado con el peso de su cabeza y tuvo que darla vuelta para buscar otra vez la altura deseada. Le dolía el cuello. Sabía que a veces las mujeres fantaseaban con embarazos en el bugui, y aunque nunca había visto mujeres embarazadas en la vida real, la idea le resultaba nauseabunda.

Su cuerpo busco un lugar más fresco en la cama, tenía ganas de levantarse para tomar algo, mirar la tele, pero se lo prohibió. Aunque no lograra dormirse, estar acostado iba a descansarlo más que andar dando vueltas por la casa, tenía que levantarse temprano. No le faltaba sueño, pero una tensión sorda le mantenía los ojos abiertos por debajo de los párpados que su voluntad cerraba. Las muelas de arriba se apretaban y se frotaban contra los de abajo. Intentó relajarse. El suicidio de Patricio los había alterado a todos. Miró con afecto hacia la cama de Clarita.

El bugui lo tentaba. Sin saber por qué, quiso resistirlo, seguir pensando. Los que no tenían bugui. Difícil de imaginar. Gente miserable, gente que ni siquiera intervenía en el Reparto. Se decía que hasta en las Provincias del Plata, fuera de las ciudades (pero Félix no lo creía), se usaban métodos de reproducción naturales, como los animales. ¿Como los animales?

Una noche (ella era su primera esposa) se había deslizado en la cama de al lado y había abrazado por detrás a la mujer ¿dormida? Ella nunca le dijo nada. Una extraña sensación que había alimentado durante mucho tiempo sus fantasías de bugui. Se revolvió en la cama. No encontraba posición para sus brazos, sus piernas. Como si no pertenecieran a su cuerpo, se interponían, incómodos, en el camino del sueño. El codo en las costillas, como una piedrita en el zapato. La puta genetronic que te remil parió, pensó, riéndose en silencio. Al final supo que también él tendría que prenderse el bugui si quería dormir esa noche.


Ana María Shua,Exitosa escritora argentina, comenzó a escribir a los 16 años, lleva publicados 48 libros, entre novelas cuentos y minicuentos. Nació en Buenos Aires el 22 de abril de 1951.

domingo, 23 de octubre de 2016

Encuentro clandestino




                                              Ana María Shua - Argentina


Encuentro clandestino (minicuentos)

Es un bar o quizás un restorán. Algunas mesas tienen manteles blancos con servilletas en forma de acordeón, otras están desnudas.
Quiero un tostado de queso.
De jamón y queso, como todos me corrige él.
A pesar de su cabeza de camello estoy segura de que hemos sido amantes. Me gustan los ojos profundos y tristes. En cambio el pelo corto y áspero, amarillento, me confunde un poco.
No insisto, con imprudencia. De queso solo.
Él sacude sus belfos, indignado, acalorado.
Debería regresar al desierto me dice de mal humor.
Entonces me pongo a llorar porque sé que todo ha terminado, que no volveremos a vernos hasta el próximo oasis, un poco por culpa de mí terquedad y otro poco porque la vida nos separa.

El niño terco

En un apartado de su obra dedicado a las leyendas infantiles, los
 hermanos Grimm refieren un cuento popular alemán que la sensibilidad de la época consideraba particularmente adecuado para los niños. Un niño terco fue castigado por el Señor con la enfermedad y la muerte. Pero ni aun así logró enmendarse. Su bracito pálido, con la mano como una flor abierta, insistía en asomar fuera de la tumba. Sólo cuando su madre le dio una buena tunda con una vara de avellano, el bracito se retiró otra vez bajo tierra y fue la prueba de que el niño había alcanzado la paz.
Los que hemos pasado por ese cementerio, sabemos, sin embargo, que se sigue asomando cuando cree que nadie lo ve. Ahora es el brazo recio y peludo de un hombre adulto, con los dedos agrietados y las uñas sucias de tierra por el trabajo de abrirse paso hacia abajo y hacia arriba. A veces hace gestos obscenos, curiosamente modernos, que los filólogos consideran dirigidos a los hermanos Grimm.

En un circo pobre cada artista tiene que cumplir varias funciones. Si nos fijamos bien, sin dejarnos engañar por el cambio de traje y maquillaje, veremos que muchos tratan de aprovechar sus habilidades en varias suertes. Por ejemplo, la equilibrista es la écuyère, los acróbatas son contorsionistas, el director del circo es el boletero y también el mago (ante el público, ante los acreedores). Algunos son más difíciles de descubrir, porque eligen papeles muy distintos entre sí, como la trapecista que hace de mono amaestrado (o al revés), los elefantes que trabajan de acomodadores, los payasos convertidos en aro de fuego. Pero la prueba más difícil es la del domador, que es también el tigre, cuando tiene que meter la cabeza adentro de su propia boca.


¡Arriad el  Foque!


¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.


 Programa de entretenimientos

Es un programa de juegos por la tele. Los niños se ponen zapatillas de la marca que auspicia el programa. Cada madre debe reconocer a su hijo mirando solamente las piernitas a través de una ventana en el decorado. El país es pobre, los premios son importantes. Los participantes se ponen de acuerdo para ganar siempre. Si alguna madre se equivoca, no lo dice. Después, cada una se lleva al hijo que eligió, aunque no sea el mismo que traía al llegar. Es necesario mantener la farsa largamente porque la empresa controla con visitadoras sociales los hogares de los concursantes. Hay hijos que salen perdiendo, pero a otros el cambio les conviene. También se dice que algunas madres hacen trampa, que se equivocan adrede.


Ana María Shua,Exitosa escritora argentina, comenzó a escribir a los 16 años, lleva publicados 48 libros, entre novelas cuentos y minicuentos. Nació en Buenos Aires el 22 de abril de 1951.

La sueñera


                        Ana María Shua - Argentina


Para poder dormirme, cuento ovejitas. Las ocho primeras saltan ordenadamente por encima del cerco. Las dos siguientes se atropellan, dándose topetazos. La número once salta más alto de lo debido y baja planeando. A continuación saltan cinco vacas, dos de ellas voladoras. Las sigue un ciervo y después otro. Detrás de los ciervos viene corriendo un lobo. Por un momento la cuenta vuelve a regularizarse: un ciervo, un lobo, un ciervo, un lobo. Una desgracia: el lobo número treinta y dos me descubre por el olfato. Inicio rápidamente la cuenta regresiva. Cuando llegue a uno, ¿logrará despertarme la última oveja?

2

Un grito entra por la ventana. Si lo dejo salir, volverá a molestarme. Rápidamente bajo las persianas y me entiendo con él. Le propongo sonar libremente en los horarios que prevé el reglamento. El es frugal. Yo soy generosa. Sin embargo, la convivencia resulta imposible. A la larga, dormir toda la noche con un grito reprimido suele traer dolores de cabeza.

3

Estoy bien despierta por ahora, acostada en el borde de un sueño hondo. El fondo no se ve. El agua es viscosa y corrupta. A veces, salen monstruos. Sin embargo, no me asusto. En la vigilia estoy seca y segura: un palazo bien dado y zácate, monstruo al agua. Lástima que con tanto ajetreo no voy a poder dormirme nunca.

4

Quiero dormir. Ante los Dioses del Sueño, postrada, imploro. Este es tu sueño me responden furiosos. Entonces, quiero despertar. Caminarás, me ordenan, por un largo pasillo. Hallarás dos puertas. Una de ellas guarda tu despertar. La otra, la más monótona de tus pesadillas, que es la muerte. Debes abrir una: el azar o tu ingenio pueden favorecerte. Camino por un largo pasillo hasta alejarme de los Dioses del Sueño. Veo dos puertas. Junto a ellas, inmóvil, espero. Creado por Dioses tan poderosos como los del sueño, tarde o temprano sonará el despertador.

5

Apenas cierro los ojos, me caigo. Con los ojos abiertos, busco la grieta. No encuentro la solución de continuidad en el aire. En las sábanas hay hormigas, pero no huecos. Al colchón no lo reviso: para mí es como un hermano. Todo bajo control, vuelvo a dormirme. Apenas cierro los ojos, me caigo.

6

En la selva del insomnio no es necesario internarse. Crece a mi alrededor. No hay bestias más feroces que los grillos. En un claro, creo divisar el sueño. Me acerco lentamente, acallando, para no despertarlo, el rumor de mis pasos. Sin embargo, cuando recojo la red, está vacía. Para volver a encontrar la pista tengo muchos recursos: enumerar los árboles del bosque, olvidarlos, concentrarme en el curso de las aguas de un río, tomar café con leche (varias tazas), recordar hacia atrás o hacia adelante. Entretanto, por un momento, me distraigo, y el sueño se arroja sobre mí. Me duermo tan feliz que no recuerdo ya quién era el cazador y quién la presa.

7

Quebrado su frágil sueño, se levanta. De un extremo a otro recorre la habitación, desesperado. Una y otra vez ataca la fuente del ruido, tratando de eliminarla o alejarla. Ojeroso, vencido, cae por fin y se duerme, acunado por su propio agotamiento. Qué poco dura tu frágil sueño, mi pobre mosquito. Qué pronto lo quiebran de nuevo mis pasos insomnes. 



Ana María Shua,Exitosa escritora argentina, comenzó a escribir a los 16 años, lleva publicados 48 libros, entre novelas cuentos y minicuentos. Nació en Buenos Aires el 22 de abril de 1951.




sábado, 8 de octubre de 2016

Veinte poemas de amor y una canción desesperada



                              Pablo Neruda - Chile



Poema 1

Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,

te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
Ah los vasos del pecho! Ah los ojos de ausencia!
Ah las rosas del pubis! Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistirá en tu gracia.
Mi sed, mi ansia sin limite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.

Poema 2

En su llama mortal la luz te envuelve.

Absorta, pálida doliente, así situada
contra las viejas hélices del crepúsculo
que en torno a ti da vueltas.
Muda, mi amiga,
sola en lo solitario de esta hora de muertes
y llena de las vidas del fuego,
pura heredera del día destruido.
Del sol cae un racimo en tu vestido oscuro.
De la noche las grandes raíces
crecen de súbito desde tu alma,
y a lo exterior regresan las cosas en ti ocultas.
de modo que un pueblo pálido y azul
de ti recién nacido se alimenta.
Oh grandiosa y fecunda y magnética esclava
círculo que en negro y dorado sucede:
erguida, trata y logra una creación tan viva
que sucumben sus flores, y llena es de tristeza.

Poema 3


Ah vastedad de pinos, rumor de olas quebrándose,

lento juego de luces, campana solitaria,
crepúsculo cayendo en tus ojos, muñeca,
caracola terrestre, en ti la tierra canta!
En ti los ríos cantan y mi alma en ellos huye
como tú lo desees y hacia donde tú quieras.
Márcame mi camino en tu arco de esperanza
y soltaré en delirio mi bandada de flechas.
En torno a mí estoy viendo tu cintura de niebla
y tu silencio acosa mis horas perseguidas,
y eres tú con tus brazos de piedra transparente
donde mis besos anclan y mi húmeda ansia anida.
Ah tu voz misteriosa que el amor tiñe y dobla
en el atardecer resonante y muriendo!
Así en horas profundas sobre los campos he visto
doblarse las espigas en la boca del viento.

Poema 4

Es la mañana llena de tempestad

en el corazón del verano.
Como pañuelos blancos de adiós viajan las nubes,
el viento las sacude con sus viajeras manos.
Innumerable corazón del viento
latiendo sobre nuestro silencio enamorado.
Zumbando entre los árboles, orquestal y divino,
como una lengua llena de guerras y de cantos.
Viento que lleva en rápido robo la hojarasca
y desvía las flechas latientes de los pájaros.
Viento que la derriba en ola sin espuma
y sustancia sin peso, y fuegos inclinado.
Se rompe y se sumerge su volumen de besos
combatido en la puerta del viento del verano.

Poema 5

Para que tú me oigas

mis palabras
se adelgazan a veces
como las huellas de las gaviotas en las playas.
Collar, cascabel ebrio
para tus manos suaves como las uvas.
Y las miro lejanas mis palabras.
Más que mías son tuyas.
Van trepando en mi viejo dolor como las yedras.
Ellas trepan así por las paredes húmedas.
Eres tú la culpable de este juego sangriento.
Ellas están huyendo de mi guarida oscura.
Todo lo llenas tú, todo lo llenas.
Antes que tú poblaron la soledad que ocupas,
y están acostumbradas más que tú a mi tristeza.
Ahora quiero que digan lo que quiero decirte
para que tú las oigas como quiero que me oigas.
El viento de la angustia aún las suele arrastrar.
Huracanes de sueños aún a veces las tumban
Escuchas otras voces en mi voz dolorida.
Llanto de viejas bocas, sangre de viejas súplicas.
Ámame, compañera. No me abandones. Sígueme.
Sígueme, compañera, en esa ola de angustia.
Pero se van tiñendo con tu amor mis palabras.
Todo lo ocupas tú, todo lo ocupas.
Voy haciendo de todas un collar infinito
para tus blancas manos, suaves como las uvas.

Poema 6

Te recuerdo como eras en el último otoño.

Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo
Y las hojas caían en el agua de tu alma.

Apegada a mis brazos como una enredadera.

las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.

Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:

boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.

Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma!
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.



Poema 7
Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes

a tus ojos oceánicos.
Allí se estira y arde en la más alta hoguera
mi soledad que da vueltas los brazos como un
náufrago.
Hago rojas señales sobre tus ojos ausentes
que olean como el mar a la orilla de un faro.
Solo guardas tinieblas, hembra distante y mía,
de tu mirada emerge a veces la costa del espanto.
Inclinado en las tardes echo mis tristes redes
a ese mar que sacude tus ojos oceánicos.
Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas
que centellean como mi alma cuando te amo.
Galopa la noche en su yegua sombría
desparramando espigas azules sobre el campo.

Poema 8


Abeja blanca zumbas –ebria de miel en mi alma

y te tuerces en lentas espirales de humo.
Soy el desesperado, la palabra sin ecos,
el que lo perdió todo, y el que todo lo tuvo.
Última amarra, cruje en ti mi ansiedad última.
En mi tierra desierta eres tú la última rosa.
Ah silenciosa!
Cierra tus ojos profundos. Allí aletea la noche.
Ah desnuda tu cuerpo de estatua temerosa.
Tienes ojos profundos donde la noche alea.
Frescos brazos de flor y regazo de rosa.
Se parecen tus senos a los caracoles blancos.
Ha venido a dormirse en tu vientre una mariposa de sombra.
Ah silenciosa!
He aquí la soledad de donde estás ausente.
Llueve. El viento del mar caza errantes gaviotas.
El agua anda descalza por las calles mojadas.
De aquel árbol se quejan, como enfermos, las hojas.
Abeja blanca, ausente, aún zumbas en mi alma.
Revives en el tiempo, delgada y silenciosa.
Ah silenciosa !

Poema 9


Ebrio de trementina y largos besos,

estival, el velero de las rosas dirijo,
torcido hacia la muerte del delgado día,
cimentado en el solido frenesí marino.
Pálido y amarrado a mi agua devorante
cruzo en el agrio olor del clima descubierto.
aún vestido de gris y sonidos amargos,
y una cimera triste de abandonada espuma.
Voy, duro de pasiones, montado en mi ola única,
lunar, solar, ardiente y frío, repentino,
dormido en la garganta de las afortunadas
islas blancas y dulces como caderas frescas.
Tiembla en la noche húmeda mi vestido de besos
locamente cargado de eléctricas gestiones,
de modo heroico dividido en sueños
y embriagadoras rosas practicándose en mí.
Aguas arriba, en medio de las olas externas,
tu paralelo cuerpo se sujeta en mis brazos
como un pez infinitamente pegado a mi alma
rápido y lento en la energía subceleste.

Poema 10

Hemos perdido aún este 
crepúsculo.
Nadie nos vio esta tarde con las manos unidas
mientras la noche azul caía sobre el mundo.
He visto desde mi ventana
la fiesta del poniente en los cerros lejanos.
A veces como una moneda
se encendía un pedazo de sol entre mis manos.
Yo te recordaba con el alma apretada
de esa tristeza que tú me conoces.
Entonces, dónde estabas?
Entre qué gentes?
Diciendo qué palabras?
Por qué se me vendrá todo el amor de golpe
cuando me siento triste, y te siento lejana?
Cayó el libro que siempre se toma en el crepúsculo,
y como un perro herido rodó a mis pies mi capa.
Siempre, siempre te alejas en las tardes
hacia donde el crepúsculo corre borrando estatuas.

Poema 11


Casi fuera del cielo ancla entre dos montañas

la mitad de la luna.
Girante, errante noche, la cavadora de ojos.
A ver cuántas estrellas trizadas en la charca.
Hace una cruz de luto entre mis cejas, huye.
Fragua de metales azules, noches de las calladas luchas,
mi corazón da vueltas como un volante loco.
Niña venida de tan lejos, traída de tan lejos,
a veces fulgurece su mirada debajo del cielo.
Quejumbre, tempestad, remolino de furia,
cruza encima de mi corazón, sin detenerte.
Viento de los sepulcros acarrea, destroza, dispersa tu raíz soñolienta.
Desarraiga los grandes árboles al otro lado de ella.
Pero tú, clara niña, pregunta de humo, espiga.
Era la que iba formando el viento con hojas iluminadas.
Detrás de las montañas nocturnas, blanco lirio de incendio,
allá nada puedo decir! Era hecha de todas las cosas.
Ansiedad que partiste mi pecho a cuchillazos,
es hora de seguir otro camino, donde ella no sonría.
Tempestad que enterró las campanas, turbio revuelo de tormentas
para qué tocarla ahora, para qué entristecerla.
Ay seguir el camino que se aleja de todo,
donde no está atajando la angustia, la muerte, el invierno,
con sus ojos abiertos entre el rocío.


Poema 12

Para mi corazón basta tu pecho,

para tu libertad bastan mis alas.
Desde mi boca llegará hasta el cielo
lo que estaba dormido sobre tu alma.
Es en ti la ilusión de cada día.
Llegas como el rocío a las corolas.
Socavas el horizonte con tu ausencia.
Eternamente en fuga como la ola.
He dicho que cantabas en el viento
como los pinos y como los mástiles.
Como ellos eres alta y taciturna.
Y entristeces de pronto como un viaje.
Acogedora como un viejo camino.
Te pueblan ecos y voces nostálgicas.
Yo desperté y a veces emigran y huyen
pájaros que dormían en tu alma.

Poema 13


He ido marcando con cruces de fuego

el atlas blanco de tu cuerpo.
Mi boca era una araña que cruzaba escondiéndose.
En ti, detrás de ti, temerosa, sedienta.
Historias que contarte a la orilla del crepúsculo,
muñeca triste y dulce, para que no estuvieras triste.
Un cisne, un árbol, algo lejano y alegre.
El tiempo de las uvas, el tiempo maduro y frutal.
Yo que viví en un puerto desde donde te amaba.
La soledad cruzada de sueño y de silencio.
Acorralado entre el mar y la tristeza.
Callado, delirante, entre dos gondoleros inmóviles.
Entre los labios y la voz, algo se va muriendo.
Algo con alas de pájaro, algo de angustia y de olvido.
Así como las redes no retienen el agua.
Muñeca mía, apenas quedan gotas temblando.
Sin embargo, algo canta entre estas palabras fugaces.
Algo canta, algo sube hasta mi ávida boca.
oh poder celebrarte con todas las palabras de alegría.
Cantar, arder, huir, como un campanario en las manos de un loco.
Triste ternura mía, qué te haces de repente?
Cuando he llegado al vértice más atrevido y frío
mi corazón se cierra como una flor nocturna.

Poema 14


Juegas todos los días con la luz del universo.

Sutil visitadora, llegas en la flor y en el agua.
Eres más que esta blanca cabecita que aprieto
como un racimo entre mis manos cada día.
A nadie te pareces desde que yo te amo.
Déjame tenderte entre guirnaldas amarillas.
Quién escribe tu nombre con letras de humo entre las estrellas del sur?
Ah déjame recordarte como eras entonces cuando aún no existías.
De pronto el viento aúlla y golpea mi ventana cerrada.
El cielo es una red cuajada de peces sombríos.
Aquí vienen a dar todos los vientos, todos.
Se desviste la lluvia.
Pasan huyendo los pájaros.
El viento. El viento.
Yo solo puedo luchar contra la fuerza de los hombres.
El temporal arremolina hojas oscuras
y suelta todas las barcas que anoche amarraron al cielo.
Tú estás aquí. Ah tú no huyes
Tú me responderás hasta el último grito.
Ovíllate a mi lado como si tuvieras miedo.
Sin embargo alguna vez corrió una sombra extraña por tus ojos.
Ahora, ahora también, pequeña, me traes madreselvas,
y tienes hasta los senos perfumados.
Mientras el viento triste galopa matando mariposas
yo te amo, y mi alegría muerde tu boca de ciruela.
Cuanto te habrá dolido acostumbrarte a mí,
a mi alma sola y salvaje, a mi nombre que todos ahuyentan.
Hemos visto arder tantas veces el lucero besándonos los ojos
y sobre nuestras cabezas destorcerse los crepúsculos en abanicos girantes.
Mis palabras llovieron sobre ti acariciándote.
Amé desde hace tiempo tu cuerpo de nácar soleado.
Hasta te creo dueña del universo.
Te traeré de las montañas flores alegres, copihues,
avellanas oscuras, y cestas silvestres de besos.
Quiero hacer contigo
lo que la primavera hace con los cerezos.

Poema 15

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,

y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.
Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía;
Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
déjame que me calle con el silencio tuyo.
Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.
Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Poema 16
En mi cielo al crepúsculo eres como una nube
y tu color y forma son como yo los quiero
Eres mía, eres mía, mujer de labios dulces
y viven en tu vida mis infinitos sueños.
La lámpara de mi alma te sonrosa los pies,
el agrio vino mío es más dulce en tus labios:
oh segadora de mi canción de atardecer,
Cómo te sienten mía mis sueños solitarios!
Eres mía, eres mía, voy gritando en la brisa
de la tarde, y el viento arrastra mi voz viuda.
Cazadora del fondo de mis ojos, tu robo
estanca como el agua tu mirada nocturna.
En la red de mi música estás presa, amor mío,
y mis redes de música son anchas como el cielo.
Mi alma nace a la orilla de tus ojos de luto.
En tus ojos de luto comienza el país del sueño.


Poema 17

Pensando, enredando sombras en la profunda soledad.
Tú también estás lejos, ah más lejos que nadie.
Pensando, soltando pájaros, desvaneciendo imágenes, enterrando lámparas.
Campanario de brumas, qué lejos, allá arriba!
Ahogando lamentos, moliendo esperanzas sombrías, molinero taciturno,
se te viene de bruces la noche, lejos de la ciudad.
Tu presencia es ajena, extraña a mí como una cosa.
Pienso, camino largamente, mi vida antes de ti.
Mi vida antes de nadie, mi áspera vida.
El grito frente al mar, entre las piedras,
corriendo libre, loco, en el vaho del mar.
La furia triste, el grito, la soledad del mar.
Desbocado, violento, estirado hacia el cielo.
Tú, mujer, qué eras allí, qué raya, qué varilla
de ese abanico inmenso? Estabas lejos como ahora.
Incendio en el bosque! Arde en cruces azules.
Arde, arde, llamea, chispea en árboles de luz.
Se derrumba, crepita. Incendio. Incendio.
Y mi alma baila herida de virutas de fuego.
Quién llama? Qué silencio poblado de ecos?
Hora de la nostalgia, hora de la alegría, hora de la soledad.



Poema 18

Aquí te amo.
En los oscuros pinos se desenreda el viento.
Fosforece la luna sobre las aguas errantes.
Andan días iguales persiguiéndose.
Se descine la niebla en danzantes figuras.
Una gaviota de plata se descuelga del ocaso.
A veces una vela. Altas, altas estrellas.
O la cruz negra de un barco.
Solo.
A veces amanezco, y hasta mi alma esta húmeda.
Suena, resuena el mar lejano.
Este es un puerto.
Aquí te amo.
Aquí te amo y en vano te oculta el horizonte.
Te estoy amando aún entre estas frías cosas.
A veces van mis besos en esos barcos graves,
que corren por el mar hacia donde no llegan.
Ya me veo olvidado como estas viejas anclas.
son más tristes los muelles cuando atraca la tarde.
Se fatiga mi vida inútilmente hambrienta.
Amo lo que no tengo. Estás tú tan distante.
Mi hastío forcejea con los lentos crepúsculos.
Pero la noche llega y comienza a cantarme.
La luna hace girar su rodaje de sueño.
Me miran con tus ojos las estrellas más grandes.
Y como yo te amo, los pinos en el viento,
quieren cantar tu nombre con sus hojas de alambre.

Poema 19

Niña morena y ágil, el sol que hace las frutas,
el que cuaja los trigos, el que tuerce las algas,
hizo tu cuerpo alegre, tus luminosos ojos
y tu boca que tiene la sonrisa del agua.
Un sol negro y ansioso se te arrolla en las hebras
de la negra melena, cuando estiras los brazos.
Tú juegas con el sol como con un estero
y él te deja en los ojos dos oscuros remansos.
Niña morena y ágil, nada hacia ti me acerca.
Todo de ti me aleja, como del mediodía.
Eres la delirante juventud de la abeja,
la embriaguez de la ola, la fuerza de la espiga.
Mi corazón sombrío te busca, sin embargo,
y amo tu cuerpo alegre, tu voz suelta y delgada.
Mariposa morena dulce y definitiva,
como el trigal y el sol, la amapola y el agua.

Poema 20

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Escribir, por ejemplo: “La noche esta estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”.
El viento de la noche gira en el cielo y canta.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.
En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.
Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.
Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.
Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.
La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.
Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.
De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.
Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.
Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
mi alma no se contenta con haberla perdido.
Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.


Pablo Neruda, seudónimo de Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto (Parral, 12 de julio de 1904-Santiago de Chile, 23 de septiembre de 1973), fue un poeta chileno, considerado entre los más destacados e influyentes artistas de su siglo.
Premio Nobel de Literatura en 1971 y Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Oxford. Además, fue un destacado activista político, senador, miembro del Comité Central del Partido Comunista, precandidato a la presidencia de su país y embajador en Francia.