miércoles, 16 de octubre de 2019

El tiovivo




Ana María Matute - España


El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Solo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
FIN


martes, 15 de octubre de 2019

Bernardino

 







Ana María Matute - España


Siempre oímos decir en casa, al abuelo y a todas las personas mayores, que Bernardino era un niño mimado.
Bernardino vivía con sus hermanas mayores, Engracia, Felicidad y Herminia, en “Los Lúpulos”, una casa grande, rodeada de tierras de labranza y de un hermoso jardín, con árboles viejos agrupados formando un diminuto bosque, en la parte lindante con el río. La finca se hallaba en las afueras del pueblo y, como nuestra casa, cerca de los grandes bosques comunales.
Alguna vez, el abuelo nos llevaba a “Los Lúpulos”, en la pequeña tartana, y, aunque el camino era bonito por la carretera antigua, entre castaños y álamos, bordeando el río, las tardes en aquella casa no nos atraían. Las hermanas de Bernardino eran unas mujeres altas, fuertes y muy morenas. Vestían a la moda antigua -habíamos visto mujeres vestidas como ellas en el álbum de fotografías del abuelo- y se peinaban con moños levantados, como roscas de azúcar, en lo alto de la cabeza. Nos parecía extraño que un niño de nuestra edad tuviera hermanas que parecían tías, por lo menos. El abuelo nos dijo:
-Es que la madre de Bernardino no es la misma madre de sus hermanas. Él nació del segundo matrimonio de su padre, muchos años después.
Esto nos armó aún más confusión. Bernardino, para nosotros, seguía siendo un ser extraño, distinto. Las tardes que nos llevaban a “Los Lúpulos” nos vestían incómodamente, casi como en la ciudad, y debíamos jugar a juegos necios y pesados, que no nos divertían en absoluto. Se nos prohibía bajar al río, descalzarnos y subir a los árboles. Todo esto parecía tener una sola explicación para nosotros:
-Bernardino es un niño mimado -nos decíamos. Y no comentábamos nada más.
Bernardino era muy delgado, con la cabeza redonda y rubia. Iba peinado con un flequillo ralo, sobre sus ojos de color pardo, fijos y huecos, como si fueran de cristal. A pesar de vivir en el campo, estaba pálido, y también vestía de un modo un tanto insólito. Era muy callado, y casi siempre tenía un aire entre asombrado y receloso, que resultaba molesto. Acabábamos jugando por nuestra cuenta y prescindiendo de él, a pesar de comprender que eso era bastante incorrecto. Si alguna vez nos lo reprochó el abuelo, mi hermano mayor decía:
-Ese chico mimado… No se puede contar con él.
Verdaderamente no creo que entonces supiéramos bien lo que quería decir estar mimado. En todo caso, no nos atraía, pensando en la vida que llevaba Bernardino. Jamás salía de “Los Lúpulos” como no fuera acompañado de sus hermanas. Acudía a la misa o paseaba con ellas por el campo, siempre muy seriecito y apacible.
Los chicos del pueblo y los de las minas lo tenían atravesado. Un día, Mariano Alborada, el hijo de un capataz, que pescaba con nosotros en el río a las horas de la siesta, nos dijo:
-A ese Bernardino le vamos a armar una.
-¿Qué cosa? -dijo mi hermano, que era el que mejor entendía el lenguaje de los chicos del pueblo.
-Ya veremos -dijo Mariano, sonriendo despacito-. Algo bueno se nos presentará un día, digo yo. Se la vamos a armar. Están ya en eso Lucas, Amador, Gracianín y el Buque… ¿Queréis vosotros?
Mi hermano se puso colorado hasta las orejas.
-No sé -dijo-. ¿Qué va a ser?
-Lo que se presente -contestó Mariano, mientras sacudía el agua de sus alpargatas, golpeándolas contra la roca-. Se presentará, ya veréis.
Sí: se presentó. Claro que a nosotros nos cogió desprevenidos, y la verdad es que fuimos bastante cobardes cuando llegó la ocasión. Nosotros no odiábamos a Bernardino, pero no queríamos perder la amistad con los de la aldea, entre otras cosas porque hubieran hecho llegar a oídos del abuelo andanzas que no deseábamos que conociera. Por otra parte, las escapadas con los de la aldea eran una de las cosas más atractivas de la vida en las montañas. 
Bernardino tenía un perro que se llamaba “Chu”. El perro debía de querer mucho a Bernardino, porque siempre le seguía saltando y moviendo su rabito blanco. El nombre de “Chu” venía probablemente de Chucho, pues el abuelo decía que era un perro sin raza y que maldita la gracia que tenía. Sin embargo, nosotros le encontrábamos mil, por lo inteligente y simpático que era. Seguía nuestros juegos con mucho tacto y se hacía querer en seguida.
-Ese Bernardino es un pez -decía mi hermano-. No le da a “Chu” ni una palmada en la cabeza. ¡No sé cómo “Chu” le quiere tanto! Ojalá que “Chu” fuera mío…
A “Chu” le adorábamos todos, y confieso que alguna vez, con mala intención, al salir de “Los Lúpulos” intentábamos atraerlo con pedazos de pastel o terrones de azúcar, por ver si se venía con nosotros. Pero no: en el último momento “Chu” nos dejaba con un palmo de narices y se volvía saltando hacia su inexpresivo amigo, que le esperaba quieto, mirándonos con sus redondos ojos de vidrio amarillo.
-Ese pavo… -decía mi hermano pequeño-. Vaya un pavo ese…
Y, la verdad, a qué negarlo, nos roía la envidia.
Una tarde en que mi abuelo nos llevó a “Los Lúpulos” encontramos a Bernardino raramente inquieto.
-No encuentro a “Chu” -nos dijo-. Se ha perdido, o alguien me lo ha quitado. En toda la mañana y en toda la tarde que no lo encuentro…
-¿Lo saben tus hermanas? -le preguntamos.
-No -dijo Bernardino-. No quiero que se enteren…
Al decir esto último se puso algo colorado. Mi hermano pareció sentirlo mucho más que él.
-Vamos a buscarlo -le dijo-. Vente con nosotros, y ya verás como lo encontraremos.
-¿A dónde? -dijo Bernardino-. Ya he recorrido toda la finca…
-Pues afuera -contestó mi hermano-. Vente por el otro lado del muro y bajaremos al río… Luego, podemos ir hacia el bosque. En fin, buscarlo. ¡En alguna parte estará!
Bernardino dudó un momento. Le estaba terminantemente prohibido atravesar el muro que cercaba “Los Lúpulos”, y nunca lo hacía. Sin embargo, movió afirmativamente la cabeza.
Nos escapamos por el lado de la chopera, donde el muro era más bajo. A Bernardino le costó saltarlo, y tuvimos que ayudarle, lo que me pareció que le humillaba un poco, porque era muy orgulloso.
Recorrimos el borde del terraplén y luego bajamos al río. Todo el rato íbamos llamando a “Chu”, y Bernardino nos seguía, silbando de cuando en cuando. Pero no lo encontramos.
Íbamos ya a regresar, desolados y silenciosos, cuando nos llamó una voz, desde el caminillo del bosque:
-¡Eh, tropa!…
Levantamos la cabeza y vimos a Mariano Alborada. Detrás de él estaban Buque y Gracianín. Todos llevaban juncos en la mano y sonreían de aquel modo suyo, tan especial. Ellos sólo sonreían cuando pensaban algo malo.
Mi hermano dijo:
-¿Habéis visto a “Chu”?
Mariano asintió con la cabeza:
-Sí, lo hemos visto. ¿Queréis venir?
-Bernardino avanzó, esta vez delante de nosotros. Era extraño: de pronto parecía haber perdido su timidez.
-¿Dónde está “Chu”? -dijo. Su voz sonó clara y firme.
Mariano y los otros echaron a correr, con un trotecillo menudo, por el camino. Nosotros les seguimos, también corriendo. Primero que ninguno iba Bernardino.
Efectivamente: ellos tenían a “Chu”. Ya a la entrada del bosque vimos el humo de una fogata, y el corazón nos empezó a latir muy fuerte. Habían atado a “Chu” por las patas traseras y le habían arrollado una cuerda al cuello, con un nudo corredizo. Un escalofrío nos recorrió: ya sabíamos lo que hacían los de la aldea con los perros sarnosos y vagabundos. Bernardino se paró en seco, y “Chu” empezó a aullar, tristemente. Pero sus aullidos no llegaban a “Los Lúpulos”. Habían elegido un buen lugar.
-Ahí tienes a “Chu”, Bernardino -dijo Mariano-. Le vamos a dar de veras.
Bernardino seguía quieto, como de piedra. Mi hermano, entonces, avanzó hacia Mariano.
-¡Suelta al perro! -le dijo-. ¡Lo sueltas o…!
-Tú, quieto -dijo Mariano, con el junco levantado como un látigo-. A vosotros no os da vela nadie en esto… ¡Como digáis una palabra voy a contarle a vuestro abuelo lo del huerto de Manuel el Negro!
Mi hermano retrocedió, encarnado. También yo noté un gran sofoco, pero me mordí los labios. Mi hermano pequeño empezó a roerse las uñas.
-Si nos das algo que nos guste -dijo Mariano- te devolvemos a “Chu”.
-¿Qué queréis? -dijo Bernardino. Estaba plantado delante, con la cabeza levantada, como sin miedo. Le miramos extrañados. No había temor en su voz.
Mariano y Buque se miraron con malicia.
-Dineros -dijo Buque.
Bernardino contestó:
– No tengo dinero.
Mariano cuchicheó con sus amigos, y se volvió a él:
-Bueno, pos cosa que lo valga…
Bernardino estuvo un momento pensativo. Luego se desabrochó la blusa y se desprendió la medalla de oro. Se la dio.
De momento, Mariano y los otros se quedaron como sorprendidos. Le quitaron la medalla y la examinaron.
-¡Esto no! -dijo Mariano-. Luego nos la encuentran y… ¡Eres tú un mal bicho! ¿Sabes? ¡Un mal bicho!
De pronto, les vimos furiosos. Sí; se pusieron furiosos y seguían cuchicheando. Yo veía la vena que se le hinchaba en la frente a Mariano Alborada, como cuando su padre le apaleaba por algo.
-No queremos tus dineros -dijo Mariano-. Guárdate tu dinero y todo lo tuyo… ¡Ni eres hombre ni… ná!
Bernardino seguía quieto. Mariano le tiró la medalla a la cara. Le miraba con ojos fijos y brillantes, llenos de cólera. Al fin, dijo:
-Si te dejas dar de veras tú, en vez del chucho…
Todos miramos a Bernardino, asustados.
-No… -dijo mi hermano.
Pero Mariano gritó:
-¡Vosotros a callar, o lo vais a sentir…! ¡Qué os va en esto? ¿Qué os va…?
Fuimos cobardes y nos apiñamos los tres juntos a un roble. Sentí un sudor frío en las palmas de las manos. Pero Bernardino no cambió de cara. (“Ese pez…”, que decía mi hermano). Contestó:
-Está bien. Dadme de veras.
Mariano le miró de reojo, y por un momento nos pareció asustado. Pero en seguida dijo:
-¡Hala, Buque…!
Se le tiraron encima y le quitaron la blusa. La carne de Bernardino era pálida, amarillenta, y se le marcaban mucho las costillas. Se dejó hacer, quieto y flemático. Buque le sujetó las manos a la espalda, y Mariano dijo:
-Empieza tú, Gracianín…
Gracianín tiró el junco al suelo y echó a correr, lo que enfureció más a Mariano. Rabioso, levantó el junco y dio de veras a Bernardino, hasta que se cansó.
A cada golpe mis hermanos y yo sentimos una vergüenza mayor. Oíamos los aullidos de “Chu” y veíamos sus ojos, redondos como ciruelas, llenos de un fuego dulce y dolorido que nos hacía mucho daño. Bernardino, en cambio, cosa extraña, parecía no sentir el menor dolor. Seguía quieto, zarandeado solamente por los golpes, con su media sonrisa fija y bien educada en la cara. También sus ojos seguían impávidos, indiferentes. (“Ese pez”, “Ese pavo”, sonaba en mis oídos).
Cuando brotó la primera gota de sangre Mariano se quedó con el mimbre levantado. Luego vimos que se ponía muy pálido. Buque soltó las manos de Bernardino, que no le ofrecía ninguna resistencia, y se lanzó cuesta abajo, como un rayo.
Mariano miró de frente a Bernardino.
-Puerco -le dijo-. Puerco.
Tiró el junco con rabia y se alejó, más aprisa de lo que hubiera deseado.
Bernardino se acercó a “Chu”. A pesar de las marcas del junco, que se inflamaban en su espalda, sus brazos y su pecho, parecía inmune, tranquilo, y altivo, como siempre. Lentamente desató a “Chu”, que se lanzó a lamerle la cara, con aullidos que partían el alma. Luego, Bernardino nos miró. No olvidaré nunca la transparencia hueca fija en sus ojos de color de miel. Se alejó despacio por el caminillo, seguido de los saltos y los aullidos entusiastas de “Chu”. Ni siquiera recogió su medalla. Se iba sosegado y tranquilo, como siempre.
Sólo cuando desapareció nos atrevimos a decir algo. Mi hermano recogió del suelo la medalla, que brillaba contra la tierra.
-Vamos a devolvérsela -dijo.
Y aunque deseábamos retardar el momento de verle de nuevo, volvimos a “Los Lúpulos”. Estábamos ya llegando al muro, cuando un ruido nos paró en seco. Mi hermano mayor avanzó hacia los mimbres verdes del río. Le seguimos, procurando no hacer ruido.
Echado boca abajo, medio oculto entre los mimbres, Bernardino lloraba desesperadamente, abrazado a su perro.

FIN


Pecado de omisión

  

               Ana María Matute - España

A los trece años se le murió la madre, que era lo último que le quedaba. Al quedar huérfano ya hacía lo menos tres años que no acudía a la escuela, pues tenía que buscarse el jornal de un lado para otro. Su único pariente era un primo de su madre, llamado Emeterio Ruiz Heredia. Emeterio era el alcalde y tenía una casa de dos pisos asomada a la plaza del pueblo, redonda y rojiza bajo el sol de agosto. Emeterio tenía doscientas cabezas de ganado paciendo por las laderas de Sagrado, y una hija moza, bordeando los veinte, morena, robusta, riente y algo necia. Su mujer, flaca y dura como un chopo, no era de buena lengua y sabía mandar. Emeterio Ruiz no se llevaba bien con aquel primo lejano, y a su viuda, por cumplir, la ayudó buscándole jornales extraordinarios. Luego, al chico, aunque le recogió una vez huérfano, sin herencia ni oficio, no le miró a derechas, y como él los de su casa.

La primera noche que Lope durmió en casa de Emeterio, lo hizo debajo del granero. Se le dio cena y un vaso de vino. Al otro día, mientras Emeterio se metía la camisa dentro del pantalón, apenas apuntando el sol en el canto de los gallos, le llamó por el hueco de la escalera, espantando a las gallinas que dormían entre los huecos:

–¡Lope! Lope bajó descalzo, con los ojos pegados de legañas. Estaba poco crecido para sus trece años y tenía la cabeza grande, rapada.

–Te vas de pastor a Sagrado.

Lope buscó las botas y se las calzó. En la cocina, Francisca, la hija, había calentado patatas con pimentón. Lope las engulló deprisa, con la cuchara de aluminio goteando a cada bocado.

–Tú ya conoces el oficio. Creo que anduviste una primavera por las lomas de Santa Áurea, con las cabras de Aurelio Bernal.

–Sí, señor.

–No irás solo. Por allí anda Roque el Mediano. Iréis juntos.

–Sí, señor.

Francisca le metió una hogaza en el zurrón, un cuartillo de aluminio, sebo de cabra y cecina.

–Andando –dijo Emeterio Ruiz Heredia.

Lope le miró. Lope tenía los ojos negros y redondos, brillantes.

–¿Qué miras? ¡Arreando!

Lope salió, zurrón al hombro. Antes, recogió el cayado, grueso y brillante por el uso, que guardaba, como un perro, apoyado en la pared.

Cuando iba ya trepando por la loma de Sagrado, lo vio don Lorenzo, el maestro. A la tarde, en la taberna, don Lorenzo fumó un cigarrillo junto a Emeterio, que fue a echarse una copa de anís.

–He visto a Lope –dijo–. Subía para Sagrado. Lástima de chico.

–Sí –dijo Emeterio, limpiándose los labios con el dorso de la mano–. Va de pastor. Ya sabe: hay que ganarse el currusco. La vida está mala. El «esgraciado» del Pericote no le dejó ni una tapia en que apoyarse y reventar.

–Lo malo –dijo don Lorenzo, rascándose la oreja con su uña larga y amarillenta– es que el chico vale. Si tuviera medios podría sacarse partido de él. Es listo. Muy listo. En la escuela…

Emeterio le cortó, con la mano frente a los ojos:

–¡Bueno, bueno! Yo no digo que no. Pero hay que ganarse el currusco. La vida está peor cada día que pasa.

Pidió otra de anís. El maestro dijo que sí, con la cabeza. Lope llegó a Sagrado, y voceando encontró a Roque el Mediano. Roque era algo retrasado y hacía unos quince años que pastoreaba para Emeterio. Tendría cerca de cincuenta años y no hablaba casi nunca. Durmieron en el mismo chozo de barro, bajo los robles, aprovechando el abrazo de las raíces. En el chozo sólo cabían echados y tenía que entrar a gatas, medio arrastrándose. Pero se estaba fresco en el verano y bastante abrigado en el invierno.

El verano pasó. Luego el otoño y el invierno. Los pastores no bajaban al pueblo, excepto el día de la fiesta. Cada quince días un zagal les subía la «collera»: pan, cecina, sebo, ajos. A veces, una bota de vino. Las cumbres de Sagrado eran hermosas, de un azul profundo, terrible, ciego. El sol, alto y redondo, como una pupila impertérrita, reinaba allí. En la neblina del amanecer, cuando aún no se oía el zumbar de las moscas ni crujido alguno, Lope solía despertar, con la techumbre de barro encima de los ojos. Se quedaba quieto un rato, sintiendo en el costado el cuerpo de Roque el Mediano, como un bulto alentante. Luego, arrastrándose, salía para el cerradero. En el cielo, cruzados, como estrellas fugitivas, los gritos se perdían, inútiles y grandes. Sabía Dios hacia qué parte caerían. Como las piedras. Como los años. Un año, dos, cinco.

Cinco años más tarde, una vez, Emeterio le mandó llamar, por el zagal. Hizo reconocer a Lope por el médico, y vio que estaba sano y fuerte, crecido como un árbol. –¡Vaya roble! –dijo el médico, que era nuevo. Lope enrojeció y no supo qué contestar. Francisca se había casado y tenía tres hijos pequeños, que jugaban en el portal de la plaza. Un perro se le acercó, con la lengua colgando. Tal vez le recordaba. Entonces vio a Manuel Enríquez, el compañero de la escuela que siempre le iba a la zaga. Manuel vestía un traje gris y llevaba corbata. Pasó a su lado y les saludó con la mano.

Francisca comentó:

–Buena carrera, ése. Su padre lo mandó estudiar y ya va para abogado.

Al llegar a la fuente volvió a encontrarlo. De pronto, quiso llamarle. Pero se le quedó el grito detenido, como una bola, en la garganta.

–¡Eh! –dijo solamente. O algo parecido.

Manuel se volvió a mirarle, y le conoció. Parecía mentira: le conoció. Sonreía.

–¡Lope! ¡Hombre, Lope…!

¿Quién podía entender lo que decía? ¡Qué acento tan extraño tienen los hombres, qué raras palabras salen por los oscuros agujeros de sus bocas! Una sangre espesa iba llenándole las venas, mientras oía a Manuel Enríquez.

Manuel abrió una cajita plana, de color de plata, con los cigarrillos más blancos, más perfectos que vio en su vida. Manuel se la tendió, sonriendo.

Lope avanzó su mano. Entonces se dio cuenta de que era áspera, gruesa. Como un trozo de cecina. Los dedos no tenían flexibilidad, no hacían el juego. Qué rara mano la de aquel otro: una mano fina, con dedos como gusanos grandes, ágiles, blancos, flexibles. Qué mano aquélla, de color de cera, con las uñas brillantes, pulidas. Qué mano extraña: ni las mujeres la tenían igual. La mano de Lope rebuscó, torpe. Al fin, cogió el cigarrillo, blanco y frágil, extraño, en sus dedos amazacotados: inútil, absurdo, en sus dedos. La sangre de Lope se le detuvo entre las cejas. Tenían una bola de sangre agolpada, quieta, fermentando entre las cejas. Aplastó el cigarrillo con los dedos y se dio media vuelta. No podía detenerse, ni ante la sorpresa de Manuelito, que seguía llamándole: –¡Lope! ¡Lope!

Emeterio estaba sentado en el porche, en mangas de camisa, mirando a sus nietos. Sonreía viendo a su nieto mayor, y descansando de la labor, con la bota de vino al alcance de la mano. Lope fue directo a Emeterio y vio sus ojos interrogantes y grises.

–Anda, muchacho, vuelve a Sagrado, que ya es hora…

En la plaza había una piedra cuadrada, rojiza. Una de esas piedras grandes como melones que los muchachos transportan desde alguna pared derruida. Lentamente, Lope la cogió entre sus manos. Emeterio le miraba, reposado, con una leve curiosidad. Tenía la mano derecha metida entre la faja y el estómago. Ni siquiera le dio tiempo de sacarla: el golpe sordo, el salpicar de su propia sangre en el pecho, la muerte y la sorpresa, como dos hermanas, subieron hasta él así, sin más.

Cuando se lo llevaron esposado, Lope lloraba. Y cuando las mujeres, aullando como lobas, le querían pegar e iban tras él con los mantos alzados sobre las cabezas, en señal de indignación, «Dios mío, él, que le había recogido. Dios mío, él, que le hizo hombre. Dios mío, se habría muerto de hambre si él no lo recoge…», Lope sólo lloraba y decía:

–Sí, sí, sí…

                                                        FIN

Paraíso inhabitado

 

                        Ana María Matute - España


Nací cuando mis padres ya no se querían. Cristina, mi hermana mayor, era por entonces una jovencita displicente, cuya sola mirada me hacía culpable de alguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nunca conseguí descifrar. En cuanto a mis hermanos Jerónimo y Fabián, gemelos y llenos de acné, no me hacían el menor caso. De modo que los primeros años de mi vida fueron bastante solitarios.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso, blanquísimo y enigmático.
Nunca supe por qué razón el Unicornio había intentado escapar del cuadro y durante mucho tiempo me intrigó, y aun me atemorizó un poco. Por aquellos días yo no debía de tener más de cinco años —quizá sólo cuatro—, pero ese recuerdo tiene un lugar relevante entre los primeros de mi vida. A veces, los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente inútiles, por los que se siente un confuso apego. Sin saber muy bien por qué razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se desea, o incluso se teme vagamente.
Más o menos por aquellos tiempos en que vi echar a correr al Unicornio, fui enterándome, poco a poco, de que había nacido a destiempo. La primera noticia concreta la tuve durante mis prolongadas escuchas bajo la mesa del cuarto de la plancha. Junto a la cocina y el antiguo cuarto de jugar —ahora convertido en cuarto de estudio, porque Jerónimo y Fabián estudiaban allí, y aparentemente ya nadie jugaba en aquella familia— eran mis espacios habituales.
Las personas más cercanas a mí eran precisamente las que los frecuentaban y ocupaban: Tata María y la cocinera Isabel. Escondida debajo de la mesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan misteriosas que, cuando hablaban del mundo y la vida en general, me despertaban innumerables preguntas, pero si se referían a mí resultaban muy claras. De este modo tuve el temprano conocimiento de que había nacido tarde y en el momento menos oportuno para la familia.
—Ésta no ha tenido la suerte de sus hermanos, pobrecilla —murmuraba Isabel, siempre sentimental, mientras recogía y guardaba  alguna cosa. Tata María se limitaba a levantar  los ojos al techo y, de cuando  en cuando, acompañado de un golpe de plancha, murmurar algo ininteligible.
A pesar de todo, mis primeros años no fueron desgraciados. Incluso me atrevo a decir que fueron más felices que los de algunos niños nacidos en circunstancias más favorables. Entre otras cosas, yo ya me había fabricado un mundo propio, donde vivía sumergida en algún elemento nebuloso, y a veces extraordinariamente cálido, con la calidez que —por lo oído bajo la mesa de la plancha— me había sido de algún modo regateada. Esconderme bajo aquella mesa —aun con el convencimiento de que las dos mujeres sabían, o sospechaban, mi presencia— no era el único de mis refugios. No puedo recordar exactamente cuándo empecé a saltar de la cama y re- correr el mundo nocturno de la casa. Suponía a todos dormidos. Y lo estaban, o no estaban, o estaban en algún lugar muy alejado de mí. Pero la casa, no. La casa despertaba precisamente entonces.
Tata María, y la cocinera Isabel, me habían leído, la primera, y contado, la segunda, muchos cuentos. Los libros desechados ya por mis hermanos fueron, primero en sus labios y poco más tarde leídos por mí misma, lo más revelador y dichoso de mi primera infancia. Y no es extraño —o no lo era entonces— que en alguna de aquellas correrías nocturnas, descalza y en camisón, viera una bandada de príncipes cisnes —once, exactamente— volar cielo arriba, o escuchara suavemente, entre el vaivén de las cortinas de mi ventana, la llamada de un conocido caramillo.
Cristina me había aceptado a regañadientes en su cuarto. Casi lloró pidiendo que no la obligaran a compartir sus cosas con las mías (yo no tenía nada, excepto el osito Celso). Y mamá dijo que Cristina tenía razón: ella era una mujercita, y yo, un «gorgojo». Así que por aquellas noches ya tenía un dormitorio propio, claro que mucho más pequeño que el que hasta entonces había compartido con Cristina. Era una habitación, no en la llamada parte «noble» de la casa, sino en la zona del cuarto de estudio, el de las Tatas, el de la plancha, la cocina… En fin allí donde yo me movía libremente y sin temor. Se trataba de un cuarto pequeño, con una ventana de cortinas azules y amarillas, y gruesos visillos blancos, con un casi invisible zurcidito en una esquina, que había cosido Tata María. Cuando se corrían los visillos, se podía apreciar, en su amplitud, el patio interior que tanta importancia tuvo para mi primera infancia, y mis recuerdos. No era precisamente un jardín encantador, era un espacioso patio interior con el suelo cubierto de lositas hexagonales de color gris. Al fondo del portal de la casa, había una puerta grande que sólo se abría para dar paso a ese patio y al garaje —minigaraje—, donde guardaban los dos o tres únicos coches de los vecinos de la casa. En una plaquita dorada, de otros tiempos, aún se leía: «ENTRADA  DE CARRUAJES».
Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto, contemplaba el ir y venir de los chóferes. Entre ellos estaba Paco, mi primer amigo, porque fue la primera persona con la que entablé conversación fuera de la familia. Visto desde mi ventanita, Paco era un hombre para mí gigantesco, que calzaba botas altas, como si fuera a montar a caballo. Era mi amigo, porque él me llamaba su novia, y me lanzaba besos con la mano.
También consideraba amigo mío al farolero, aunque jamás había cruzado una palabra con él, pero en mis escapadas al salón, le veía desde el balcón, allá abajo. En los atardeceres iba encendiendo, con una larga pértiga, llamitas azuladas, temblorosas, dentro de sus fanales. Era un hombre bajito, vestido de azul marino, con gorra adornada de una cinta roja, a quien nunca vi la cara, porque en la ciudad era siempre otoño, o invierno, y a esas horas ya no se veía con claridad lo que ocurría más allá de los balcones. Eran precisamente los balcones del llamado Salón —nombrado así, con cierto deleite en boca de Tata María y la cocinera Isabel— allí a donde yo acudía, noctámbula y rodeada de una niebla cálida que sólo transparentaba  cuanto yo deseaba ver, y jamás he vuelto a recuperar. Ahora la niebla sólo es niebla, conocida y húmeda, fría y casi desprovista de misterio.
Pero no entonces.
Entonces, el mundo empezaba cuando yo saltaba sigilosa de la cama, me asomaba a la puerta y vigilaba cautelosamente el largo pasillo que conducía a la otra puerta, la que me llevaría a la habitación más misteriosa de la casa: el salón, tan respetado por las dos mujeres que componían, entonces, lo más parecido a mi familia, y, para mí, el umbral del mundo en que realmente vivía. La noche era mi lugar, el que yo me había creado, o él me había creado a mí, allí donde yo verdaderamente habitaba. Despertar en la noche, adormecer en la mañana, y aquel vivir a contrapelo, fue quizá la razón de la tenue felicidad que me salvó de cosas como saber que nunca fui deseada, de haber nacido a destiempo en una familia que había ya perdido la ilusión y la práctica del amor.
Al salón se llegaba cruzando el pasillo. Cuando se atravesaban las puertas encristaladas que conducían a la zona donde el parquet se enceraba y cubría a trechos por gruesas alfombras. Aquellas alfombras (aún hoy soñadas) donde se hundían a placer los pies descalzos. A veces yo creía que el pasillo era un río, y que por él se deslizaban barcos de papel de periódico, como los que hacía a veces Tata María, cuando yo era aún muy pequeña, con las páginas de los ABC atrasados. Y en uno de aquellos barcos, llenos de sucesos y anuncios, yo navegaba, con un dedo sobre los labios para imponer silencio a todas las invisibles y visibles criaturas que me acompañaban o espiaban en la travesía. La oscuridad no era total, como en el dormitorio. Apenas se cruzaba la puerta encristalada empezaba la noche de las luces apagadas y las luces que se encienden de trecho en trecho, a veces repentinamente; un súbito cuadro de luz amarilla sobre el suelo, que poco después desaparecía; y un poco más allá, el reflejo de la luna en algún objeto cristalino. Hasta llegar al otro lado de la puerta en vaivén, como las de las películas de vaqueros, pero de cristal. Y empezaba mi noche, con el salón y las llamitas que había encendido mi amigo el farolero y teñían los visillos de un tenue resplandor azul.
El salón era, quizá, la habitación más importante de la casa. Yo desembarcaba a sus puertas y lo contemplaba temiendo, con el golpeteo de mi corazón, que llegara uno de aquellos altos y extraños seres Gigantes que me atemorizaban —entre los que se contaban también, pese a mí misma, papá y mamá— y me devolvieran al temible reino del sol. El desapego de los Gigantes favorecía, de todos modos, el éxito de aquellas incursiones nocturnas. Si no tenía acceso a sus vidas, ellos no la tendrían a la mía: y la mía era infinitamente mejor. Eso me parecía entonces (y aún puedo afirmar ahora, cuando estoy a punto de decir adiós a cuanto me rodea y me rodeó). No puedo permitirme el disimulo ni la falsedad, porque estoy recuperando recuerdos, retazos de un barco de papel arrinconado al fondo de un cajón que nunca tuve valor para abrir.
Acostumbraba a instalarme agazapada bajo un sofá de altas patas torneadas, hermoso e incómodo —como casi todo lo hermoso—. No era un espionaje, más bien un refugio.
Se trataba de la más espaciosa de las habitaciones. Para mí, entonces, tan enorme como lo eran sus muebles y todo cuanto allí se acumulaba. A menudo tomaban formas de animales o montañas, y hasta cascadas, que caían suavemente y sin ruido sobre los dibujos de la alfombra. Olía de un modo especial, distinto al resto de la casa. Yo le llamo ahora «olor al salón», una mezcla de olor a alfombra calentada por los radiadores, y a cera de parquet, y a madera de caoba. Del techo colgaban dos grandes lámparas, como árboles de cuyas ramas, en lugar de hojas, nacían cristales. Reflejaban estrellitas móviles, como si tuvieran vida y su vida fuera el resplandor que emanaba de allá abajo, de la acera donde, a su vez, otras llamitas azules temblaban en sus fanales.
Tata María y la cocinera Isabel sentían un respeto casi reverencial hacia aquellas dos lámparas a las que, ante mi desconcierto, llamaban «arañas». La única araña que yo había visto apareció un día en el cuarto trastero, junto a la cocina. Fue una verdadera conmoción en el mundo en que yo me movía (la cocina, el cuarto de plancha, la despensa). Apareció provocando gritos histéricos. Ante mi asombro, Tata María, siempre tan seria y mesurada, se subió a una silla, sofocando gritos con la mano sobre la boca, hasta que Isabel mató a la araña de un palmetazo. Era un animal pequeño, negro y peludo, que me despertó más curiosidad que asco y, finalmente,  una cierta compasión. Isabel recogió en un papel lo que quedaba de ella y lo tiró a la basura. Así que poca cosa tenía que ver con las dos lámparas que tanta admiración, y hasta veneración, despertaban en las dos mujeres. Cosas como éstas contribuían a aumentar día a día la distancia que me separaba del mundo de las personas mayores: Gigantes lejanos, impredecibles y un poco ridículos.
No sé si los cristales-hojas de aquellas lámparas-arañas tenían vida propia, pero lo cierto es que yo creía oír un tintineo lejano y misterioso entre sus ramas, y que los fulgores que de unas a otras iban comunicándose formaban parte de alguna conversación, en un idioma que aún yo no conocía, pero estaba a punto de aprender. Había también un reloj, dorado, con la esfera de porcelana blanca y dibujos azules rodeada de brillantes falsos, que me atraía especialmente, por asociarlo a uno de los inapreciables tesoros que mencionaban los cuentos, aún leídos por la Tata o contados por Isabel, con que se nutría mi imaginación. A través de los cristales, visillos y cortinas que impedían la visión de la calle, la calle estaba ahí abajo, muy próxima, porque vivíamos en un entresuelo, que entonces se llamaba principal, y quizá ahora también. Cuando me deslizaba suavemente sobre la alfombra  y llegaba a uno de aquellos dos balcones que se abrían al mundo exterior, descorría los visillos y me asomaba al de los faroles y el farolero. Enfrente, al otro lado de la calle, veía la pared de ladrillos rojos que bordeaba los jardines de la iglesia-convento de la Milagrosa, adonde me llevaba la Tata los domingos. Por encima de la tapia, sobresalían las copas de los árboles y, cuando hacía viento, veía y oía su balanceo nocturno, como una voz que quisiera comunicar algo a alguien en alguna parte, en algún tiempo. Sentía entonces un leve escalofrío, no sé aún si de temor o de placer, sobre todo en las noches de luna, como aquella en que vi echar a correr al Unicornio. En los cuentos de Andersen, el gran cómplice de mis primeros años, había aprendido que las flores tenían su lenguaje, sus bailes nocturnos, donde reinaban, y poco después languidecían hasta acabar en la basura. Pero sobre todo, aprendí que existía un lenguaje secreto, un lenguaje al que yo tenía acceso. Un día en que nos visitó la tía Eduarda, oí decir a mamá, preocupada: «Esta niña no habla… es un tormento conseguir que diga una sola palabra», y Eduarda —no le gustaba que la llamáramos tía, sólo Eduarda— le contestó: «Mejor para ella». Me miró por primera vez, con sus grandes ojos azules, parecidos o quizá iguales a los del Unicornio, y añadió: «Tendrá otro lenguaje». Con otro lenguaje, y sabiendo que las flores marchitas pueden resucitar en la noche, y también cuentan sus historias las tazas, los tenedores, las agujas de zurcir y las sartenes, recalaba yo, en mi barquito de papel de periódico, hasta la gruta bajo el alto e incómodo sofá, donde me permitían ver, oír y oler todas aquellas criaturas que fingían no verme, pero me querían. O así me gustaba creerlo. Ya, tiempo atrás, un par de estatuillas, una blanca, la otra negra, me habían hecho señas. A veces levantaban la mano y la agitaban como un saludo, otras sonreían. Y, cosa rara, sonreía más la oscura, aquella a la que apenas podía ver la cara. Pero sobre todas estas cosas, había como un viento bajo, secreto, que avanzaba conmigo a ras de suelo, rozando la alfombra, hacia los balcones: como cuando en otoño oí crepitar las hojas caídas, bajo las pezuñas del Unicornio. Todavía no había estado nunca en un bosque y, sin embargo, lo presentí, tal como fue años después: cuando ya leía, y no sólo escuchaba historias de labios de María o Isabel, sino que podía levantarlas yo misma de entre las páginas de aquellos libros que tanta importancia tuvieron para mí.
Allí, bajo el sofá, o bajo cualquier otro mueble donde pudiera ovillarme, asistía a ecos, susurros y chispazos de luz que iban comunicándose, unos a otros. Una conversación entre destellos que yo, poco a poco, iba entendiendo. Sí, existía otro lenguaje, y era el mío. Eduarda tenía razón.
Aunque también, en ocasiones, hacía, precipitadamente, la travesía a la inversa: cuando oía conversaciones de Gigantes en el salón, con las arañas encendidas, las cortinas cerradas, ruido de copas y extrañas y casi sofocadas risas que para mí, entonces, eran únicamente sonidos guturales, ligeramente punzantes. Recuerdo ahora algo que entonces no sabía: yo, en mi primera infancia, además de no hablar no me reí nunca. Ignoraba lo que era la risa, y la verdad es que también a mis hermanos Jerónimo y Fabián tardé mucho en oírles reír. Ni siquiera cuando llegaban del colegio, entraban en el cuarto de estudio y vaciaban las carteras encima de la mesa. Ceñudos, incómodos consigo mismos, ya no demasiado niños ni todavía hombres, en esa tierra de nadie que se llama adolescencia. Se enfrascaban en sus libros, rodaban lápices, se abrían y cerraban cuadernos, intercambiaban frases, preguntas, y a veces, se levantaban y se enzarzaban en un simulacro de pelea —que acababa siempre sin vencido ni vencedor— y retornaban a sus estudios. O así lo parecía, de nuevo rodeados de lápices, cuadernos, gomas de borrar y algún que otro sacapuntas de hoja demasiado gastada. Pero nunca, entonces, les oí reírse. Cristina, por supuesto, quedaba muy lejos de estas cosas, encastillada en su habitación. Y sonreía.
Pues bien, cuando había risas en el salón, y las luces amarillas en las arañas ya no eran chispazos de luz comunicándose mensajes entre sí, sombras y reflejos reproducidos misteriosamente en el techo o en la pared, palabra silenciosa, lenguaje secreto, entonces, como dije, hacía la travesía al revés, daba la vuelta a mi barco de papel, con sus noticias de jarabe para la tos, aceite de hígado de bacalao, píldoras para aumentar los senos y Cerebrino Mandri, y me dirigía a la cocina, porque sus habitantes de carne y hueso, ya ni siquiera se reían, dormían profundamente, e incluso podía oírse el zumbido de algún que otro ronquido a través de la puerta del llamado cuarto de las Tatas. Y en la cocina, también existía otro retazo del mundo en que yo habitaba. Andersen me había dicho que las tazas, las teteras, los tenedores y hasta las sartenes tienen también su vida nocturna. Me asomaba a la alacena, y creía escuchar la afónica voz, lastimera y resentida de la vieja tetera cruzada por una grieta apenas visible, pero que anunciaba su rotura inminente. Y oía las quejas de las cucharillas y tenedores mezclados al tuntún en el cajón más variopinto de la cocina: allí donde iban a parar todos los desparejados, derrotados soldados de alguna perdida batalla contra el tiempo, retirados ya para siempre del comedor de los Gigantes. Lloraban, por sentirse separados de algún compañero o amigo que habían creído inseparable, y yo oía su llanto. Y recuerdo muy bien una cucharilla puesta a secar en una taza, por la que se deslizaba una lágrima como una diminuta estrella, tan despacio que parecía que no acababa de caer. También el grillo despertaba, las noches de verano, en su diminuta jaula, junto a los restos de una hoja de lechuga amorosamente colocada por Isabel. Y el vaso de cristal, al borde de la ventana, con su verde y exultante ramo de perejil. A veces, desde el patio de la cocina —no era como el de mi novio Paco—, me llegaba algún ruido. Por la abierta ventana, otra ventana de luz amarilla, se encendía en la pared de enfrente. Algún grifo goteaba. Luego, otra vez el silencio de la noche, con todo su esplendor, aquel que ponía al descubierto —por lo menos entonces y para mí— los mil mundos ocultos de la casa y quizá de todas las casas.
Y así fue como una noche vi echar a correr al Unicornio. Fue una carrera fugaz, como los destellos de cristal, hasta desaparecer en un ángulo del cuadro, seguido de un leve rumor de follaje pisoteado, y olor a hojas caídas. Al poco, regresó. Volvió a colocarse mansamente, bajo las manos de una mujercita rubia, que, según me parecía, lo contemplaba entre amorosa, divertida o estupefacta.
Tengo muy presente aquella noche, porque precisamente a la mañana siguiente me vi cara a cara, por vez primera, en el mundo de los Gigantes. Quiero decir, que me llevaron al colegio del paseo del Cisne: Saint Maur.
El colegio del paseo del Cisne había sido antes el colegio de Cristina. Fue esto lo primero que oí apenas crucé aquel umbral y subí sus escaleras. Tata María secó con la punta del delantal una lágrima de mi mejilla, me recomendó que fuera buena, que obedeciera siempre, y que cuando me pasara algo malo dijera el Jesusito de mi vida, pero que no haría falta, porque aquellas señoras eran muy buenas y muy santas y ya vería yo qué bien. Pero cuando nos separaron, de la mano de sor Monique, volví la cara y la vi que también se llevaba la punta del delantal a los ojos, y tenía la boca fruncidita, como aquellos calcetines que llevaba en una bolsa y zurcía junto a la merienda, cuando íbamos al parque, que entonces se llamaba Los Jardines del Museo. Porque había un museo, con un enorme esqueleto dentro, que se llamaba Mamut, y yo lo relacionaba, sin motivo ni sentido alguno, con la palabra mamá.
En cuanto estuve sentada en la clase de párvulos, Madame Saint Genis —nada de sor, eso era para las tatas del colegio— se inclinó afectuosamente hacia mí, que estaba sentada en primera fila, en un pupitre doble —quiero decir que era para dos pero yo aún no tenía compañera— y, en tanto me invadía una vaharada indefinible, mezcla de incienso, velas y aliento a café con leche (seguramente acababa de desayunar), me comunicó que Cristina, la gran Cristina que me había arrojado de su dormitorio y me hacía sentir culpable de haber nacido, o por lo menos de haber nacido a destiempo, había sido una alumna ejemplar, intachable, piadosa, aplicada y dulce. Que esperaban de mí un comportamiento que no desentonara del de ella y que mi familia era muy querida por ellas. Yo tenía entonces cinco años.
Lo que saqué en limpio de aquella conversación —mejor dicho, monólogo— fue una serie de preguntas. ¿Aplicada?, y me dije: ¿aplicada a qué? Hasta entonces esta palabra era muy concreta y específica. Por ejemplo, a una cataplasma que me habían puesto el año anterior, una vez que tosía mucho.
Jerónimo  y Fabián tenían pocas y brevísimas conversaciones conmigo pero mostraban hacia mí una cierta simpatía, o quizá ternura, que entonces yo no lograba apreciar. Una vez, viéndoles vaciar sus carteras sobre la mesa, les pregunté: «¿Cómo es el colegio?». Ellos se miraron, y Jerónimo me dijo: «¡Es el ejército!». Fabián añadió: «Es el ejército: tú formas parte de un batallón, y tienes capitanes, tenientes, generales…». Jerónimo se inclinó hacia mí, y por primera vez me acarició la cabeza.
Pero yo no lo había olvidado, y poco después me encontré con mi teniente, o capitán, o general… Todas aquellas señoras que Tata María había calificado como buenas y santas. Y que todo iría bien.
                               
                                                  FIN


Ana María Matute Ausejo (Barcelona, España, 26 de julio de 1925 -  25 de junio de 2014, Barcelona). Novelista y académica de la lengua, ocupó un lugar preferente en la literatura infantil y juvenil española. Desde  2014  miembro de la Real Academia. Escribió en una manera muy sencilla y clara, con muchos detalles y un ritmo casi poético. Considerada como una de las más grandes figuras de la literatura española de postguerra, su estilo narrativo es delicado, poderoso, y muy franco.  Fue dotada de un gran poder de fabulación.