Autor: Miguel de Cervantes Saavedra - España | |
|
miércoles, 24 de junio de 2015
El enamorado portugués
martes, 16 de junio de 2015
Por las azoteas
(Texto completo) Julio Ramón Ribeyro Zúñiga - Perú | |
|
viernes, 5 de junio de 2015
El camaleón
Antón Chéjov - Ucrania
(Texto completo)
El inspector de policía Ochumélov, con su capote nuevo y un hatillo en la mano, cruza la plaza del mercado. Tras él camina un municipal pelirrojo con un cedazo lleno de grosellas decomisadas. En torno reina el silencio... En la plaza no hay ni un alma... Las puertas abiertas de las tiendas y tabernas miran el mundo melancólicamente, como fauces hambrientas; en sus inmediaciones no hay ni siquiera mendigos. -¿A quién muerdes, maldito? -oye de pronto Ochumélov-. ¡No lo dejen salir, muchachos! ¡Ahora no está permitido morder! ¡Sujétalo! ¡Ah... ah! Se oye el chillido de un perro. Ochumélov vuelve la vista y ve que del almacén de leña de Pichuguin, saltando sobre tres patas y mirando a un lado y a otro, sale corriendo un perro. Lo persigue un hombre con camisa de percal almidonada y el chaleco desabrochado. Corre tras el perro con todo el cuerpo inclinado hacia delante, cae y agarra al animal por las patas traseras. Se oye un nuevo chillido y otro grito: «¡No lo dejes escapar!» Caras soñolientas aparecen en las puertas de las tiendas y pronto, junto al almacén de leña, como si hubiera brotado del suelo, se apiña la gente. -¡Se ha producido un desorden, señoría!... -dice el municipal. Ochumélov da media vuelta a la izquierda y se dirige hacia el grupo. En la misma puerta del almacén de leña ve al hombre antes descrito, con el chaleco desabrochado, quien ya de pie levanta la mano derecha y muestra un dedo ensangrentado. En su cara de alcohólico parece leerse: «¡Te voy a despellejar, granuja!»; el mismo dedo es como una bandera de victoria. Ochumélov reconoce en él al orfebre Jriukin. En el centro del grupo, extendidas las patas delanteras y temblando, está sentado en el suelo el culpable del escándalo, un blanco cachorro de galgo de afilado hocico y una mancha amarilla en el lomo. Sus ojos lacrimosos tienen una expresión de angustia y pavor. -¿Qué ha ocurrido? -pregunta Ochumélov, abriéndose paso entre la gente-. ¿Qué es esto? ¿Qué haces tú ahí con el dedo?... ¿Quién ha gritado? -Yo no me he metido con nadie, señoría... -empieza Jriukin, y carraspea, tapándose la boca con la mano-. Venía a hablar con Mitri Mítrich, y este maldito perro, sin más ni más, me ha mordido el dedo... Perdóneme, yo soy un hombre que se gana la vida con su trabajo... Es una labor muy delicada. Que me paguen, porque puede que esté una semana sin poder mover el dedo... En ninguna ley está escrito, señoría, que haya que sufrir por culpa de los animales... Si todos empiezan a morder, sería mejor morirse... -¡Hum!... Está bien... -dice Ochumélov, carraspeando y arqueando las cejas-. Está bien... ¿De quién es el perro? Esto no quedará así. ¡Les voy a enseñar a dejar los perros sueltos! Ya es hora de tratar con esos señores que no desean cumplir las ordenanzas. Cuando le hagan pagar una multa, sabrá ese miserable lo que significa dejar en la calle perros y otros animales. ¡Se va a acordar de mí!... Eldirin -prosigue el inspector, volviéndose hacia el guardia-, infórmate de quién es el perro y levanta el oportuno atestado. Y al perro hay que matarlo. ¡Sin perder un instante! Seguramente está rabioso... ¿Quién es su amo? -Es del general Zhigálov -dice alguien. -¿Del general Zhigálov? ¡Hum!... Eldirin, ayúdame a quitarme el capote... ¡Hace un calor terrible! Seguramente anuncia lluvia... Aunque hay una cosa que no comprendo: ¿cómo ha podido morderte? -sigue Ochumélov, dirigiéndose a Jriukin-. ¿Es que te llega hasta el dedo? El perro es pequeño, y tú, ¡tan grande! Has debido de clavarte un clavo y luego se te ha ocurrido la idea de decir esa mentira. Porque tú... ¡ya nos conocemos! ¡Los conozco a todos, diablos! -Lo que ha hecho, señoría, ha sido acercarle el cigarro al morro para reírse, y el perro, que no es tonto, le ha dado un mordisco... Siempre está haciendo cosas por el estilo, señoría. -¡Mientes, tuerto! ¿Para qué mientes, si no has visto nada? Su señoría es un señor inteligente y comprende quién miente y quién dice la verdad... Y, si miento, eso lo dirá el juez de paz. Él tiene la ley... Ahora todos somos iguales... Un hermano mío es gendarme... por si quieres saberlo... -¡Basta de comentarios! -No, no es del general. observa pensativo el municipal-. El general no tiene perros como éste. Son más bien perros de muestra... -¿Estás seguro? -Sí, señoría... -Yo mismo lo sé. Los perros del general son caros, de raza, mientras que éste ¡el diablo sabe lo que es! No tiene ni pelo ni planta... es un asco. ¿Cómo va a tener un perro así? ¿Dónde tienen la cabeza? Si este perro apareciese en Petersburgo o en Moscú, ¿saben lo que pasaría? No se pararían en barras, sino que, al momento, ¡zas! Tú, Jriukin, has salido perjudicado; no dejes el asunto... ¡Ya es hora de darles una lección! -Aunque podría ser del general... -piensa el guardia en voz alta-. No lo lleva escrito en el morro... El otro día vi en su patio un perro como éste. -¡Es del general, seguro! -dice una voz. -¡Hum!... Ayúdame a ponerme el capote, Eldirin... Parece que ha refrescado... Siento escalofríos... Llévaselo al general y pregunta allí. Di que lo he encontrado y que se lo mando... Y di que no lo dejen salir a la calle... Puede ser un perro de precio, y si cualquier cerdo le acerca el cigarro al morro, no tardarán en echarlo a perder. El perro es un animal delicado... Y tú, imbécil, baja la mano. ¡Ya está bien de mostrarnos tu estúpido dedo! ¡Tú mismo tienes la culpa!... -Por ahí va el cocinero del general; le preguntaremos... ¡Eh, Prójor! ¡Acércate, amigo! Mira este perro... ¿Es de ustedes? -¡Qué ocurrencias! ¡Jamás ha habido perros como éste en nuestra casa! -¡Basta de preguntas! -dice Ochumélov-. Es un perro vagabundo. No hay razón para perder el tiempo en conversaciones... Si yo he dicho que es un perro vagabundo, es un perro vagabundo... Hay que matarlo y se acabó. -No es nuestro -sigue Prójor-. Es del hermano del general, que vino hace unos días. A mi amo no le gustan los galgos. A su hermano... -¿Es que ha venido su hermano? ¿Vladímir Ivánich? -pregunta Ochumélov, y todo su rostro se ilumina con una sonrisa de ternura-. ¡Vaya por Dios! No me había enterado. ¿Ha venido de visita? -Sí... -Vaya... Echaba de menos a su hermano... Y yo sin saberlo. ¿Así que el perro es suyo? Lo celebro mucho... Llévatelo... El perro no está mal... Es muy vivo... ¡Le ha mordido el dedo a éste! Ja, ja, ja... Ea, ¿por qué tiemblas? Rrrr... Rrrr... Se ha enfadado, el muy pillo... Vaya con el perrito... Prójor llama al animal y se aleja con él del almacén de leña... La gente se ríe de Jriukin. -¡Ya nos veremos las caras! -le amenaza Ochumélov, y, envolviéndose en el capote, sigue su camino por la plaza del mercado. Antón Pávlovich Chéjov, médico, escritor y dramaturgo ruso. Maestro del relato corto, siendo considerado como uno de los más importantes escritores de cuentos de la historia de la literatura. (29 de enero de 1860, Taragob, Imperio ruso. - 15 de julio de 1904, Bandenweiler, Imperio Alemán) |
martes, 2 de junio de 2015
Hombres animales enredaderas
Silvina Ocampo - Argentina
Al caer perdí sin duda el conocimiento. Sólo recuerdo dos ojos que me
miraban y el último vaivén del avión, como si una enorme nodriza me acunara
en sus brazos. Así agradará a un niño que lo acunen. Cerré los párpados, vagué
por mundos desconocidos. Después un ruido ensordecedor y luego un golpe seco
me devolvieron a la realidad: el encuentro duro de la tierra. Después nada me
comunicaba con esa tierra, salvo la sensación de una hoguera que se apaga y
deja la ceniza gris parecida al silencio. No comprendo en qué forma sucedió el
accidente: que yo esté solo en esta selva con los víveres y que no quede ningún
rastro a la vista de la máquina donde viajé, me desconcierta. Alguien vendrá a
buscarme, confío en la astucia de los aviadores que, más que buscarme a mí y a
los demás tripulantes y pasajeros, buscarán la máquina. Me encontrarán por
casualidad; la casualidad existe y a veces conviene. Estas provisiones,
cuidándolas, alcanzarán para veinte días. Mi cálculo podría ser inexacto.
Además algún roedor, algún pájaro o una bestia cualquiera podrían devorar
los víveres que no están adecuadamente envasados; entonces, mi dieta se
reduciría considerablemente. Me quedarían, asimismo, las conservas y las
galletitas con gusto a cartón que están en latas, el lomito ahumado, las
lengüitas, los dátiles y las ciruelas, las repugnantes castañas de Cajú, el maní.
Pero aquellos ojos, ¿dónde estarán?.
Veinte días es mucho, es casi un mes. Víveres para veinte días, ¿qué más
puedo pedir?. Compartirlos. ¿me será dada esa felicidad?. No sé dónde leí que
algunos monjes se alimentaban durante mucho tiempo de dos o tres dátiles por
día. Las botellas de vino también me ayudarán a mantenerme sano y fuerte.
Pero aquellos ojos que me miraban, ¿qué beberán?.
A ningún animal le interesa tomar vino, ¿por qué será?. Y hablando de
animales, pienso en la posible existencia de fieras.
Oigo a veces crujir las ramas y me parece que hay olor a fiera, pero
entiendo que si doy curso a mis cavilaciones me volveré loco, y entonces me
echo de bruces en la tierra, la beso y trato de imaginar un mundo de corderos,
como en las estampas de primera comunión, y de mariposas, como en los libros
de lectura infantil. Mi cama es tan cómoda que después de haber dormido ocho
horas, me despierto plácidamente creyendo que estoy en casa. Extiendo el brazo
y con mano segura, trato de encender la lámpara de mi mesa de luz; me demoro
un rato en esa ilusión. Si la noche está muy oscura, me apresa una gran
angustia, pero si hay luna, contemplo la luz que brilla en las hojas de los árboles
y en los troncos cubiertos de musgo y me imagino que estoy en un jardín bien
6
cuidado. Me tranquiliza esta imagen tan tonta en realidad, ya que siempre preferí
la selva a un jardín civilizado. Por eso mismo andaba siempre despeinado, me
dejaba crecer la barba y, a veces, el aseo de mi ropa no era impecable. Ahora
que estoy rodeado de una vegetación que se expande al azar, ¿preferiría estar
rodeado de las más disciplinadas plantas? No, de ningún modo. Todos mis
pensamientos me llevan a la ciudad que odié; a los alrededores de la ciudad que
desprecié. Recuerdo con rencor su olor a nafta, a naftalina, a farmacia, a sudor,
a vómito, a pies, a sótano, a viejo, a insecticida, a mingitorio, a recién nacido, a
escupitajo, a excrementos, a cocina. No cometo la equivocación de redimir la
imagen de la ciudad con la imagen de las personas queridas. Trato de no echar
de menos ni la letrina ni el lavatorio. Me acostumbro a esta vida. Uno se
acostumbra a todo, me decía mamá y tenía razón.
No conozco el clima de este sitio; eso sí, me molesta un poco mi ignorancia.
Sería difícil conocerlo sin nada que me oriente: ni barómetro, ni indicación
geográfica, ni estudios botánicos ni climáticos. Por culpa de una tormenta el
avión tuvo que cambiar de rumbo, de modo que no sé ni siquiera
aproximadamente dónde cayó. Podría consultar el cielo, pero tampoco entiendo
mucho de estrellas, temo equivocarme. Creo que este lugar es húmedo porque
hay ciertas lianas y cierta variedad de madreselvas que crecen en lugares
húmedos. No sé si el calor que siento es del trópico o simplemente del verano.
Hay bajo los árboles ciertos helechos que se amontonan entre el musgo.
¿De qué color eran aquellos ojos?. Del color de las bolitas de vidrio que yo
elegía, cuando era chico, en la juguetería.
De noche hay luciérnagas y grillos ensordecedores. Un perfume suave y
penetrante me seduce, ¿de dónde proviene?. Aún no lo sé. Creo que me hace
bien. Se desprende de obres o de árboles o de hierbas o de raíces o de todo a la
vez (¿no será de un fantasma?); es un perfume que no aspiré en ninguna otra
parte del mundo, un perfume embriagador y a la vez sedante. Husmeando como
un perro ¿me volveré perro?, estrujo las hojas, las hierbas, las flores silvestres
que encuentro. Estudio las hojas para averiguar si ese perfume emana de ellas.
Arranco y pruebo la corteza de los árboles. Finalmente he descubierto lo que
perfuma el aire con tanta vehemencia: es una enredadera, tal vez de flores
insignificantes. Nada en su aspecto la distingue de las otras, salvo su impetuoso
follaje. Mientras la miro me parece que crece. Me alimento metódicamente de
acuerdo con el cálculo de cantidades diarias que me he propuesto comer para
que los alimentos me alcancen hasta la llegada del avión o del helicóptero que
espero de los hombres y de Dios. Como varias veces por día pequeñas dosis de
alimentos. Hay algunas frutas silvestres que enriquecen mi dieta. Soy una
porquería. ¿Por qué me cuido tanto?. No hace ni un mes que pensaba
suicidarme; ahora metódicamente me alimento, trato de descansar, como si
cuidara a un niño. Hay personas que tardan mucho en saber quiénes son. El
canto de los pájaros a mediodía (lo que yo calculo que es el mediodía) se vuelve
ensordecedor. Hubiera podido fabricar una honda con elásticos que tengo en la
cintura de mi anorak y dos ramas que he recortado. ¿Para qué cazar un pájaro?,
me pregunto. Lo natural sería matarlo y comerlo. No podría. Mi voluntad se
debilita, tal vez. Duermo mucho. Cuando me despierto, saco fotografías de los
árboles, de mi mano, de mi pie, del follaje, pues ¿qué otras fotografías podría
sacar?. No tengo disparador automático para fotografiarme. Además no sé si mi
cámara fotográfica funciona, porque ha recibido un golpe. En algunos momentos
pronuncio mi nombre varias veces, dando a mi voz tonalidades diferentes.
¿Tendré miedo de olvidarlo?. Descubro que hay un eco en el bosque. Nada me
da tanto miedo. A veces oigo, o creo oír, el motor de un avión: entonces miro el
cielo desesperadamente.
7
¿Dónde estarán aquellos ojos que me miraban tanto?. ¿De qué
conversarán?. ¿Habrán caído al mar atraídos por su propio color?. ¿Si llegaran de
improviso?.
Poco a poco me acostumbro a esta vida. Prefiero dormir, es lo que hago
mejor, a veces demasiado. Si una fiera me atacara durante mi sueño no podría
defenderme y cometo todos los días la imprudencia de dormir profundamente a
la hora de la siesta; es claro que no sé a ciencia cierta cuándo es la hora de la
siesta, porque mi reloj se ha parado y por primera vez he perdido la noción del
tiempo. A través de tantos árboles la luz del sol me llega indirectamente.
Después de perder el hilo de la hora, si así puede decirse, difícil sería orientarme
de acuerdo con esa luz. No sé si es otoño, invierno, primavera o verano. ¿Cómo
podría saberlo si no sé en qué sitio estoy?. Creo que los árboles que me rodean
son de hojas perennes. No me atrevo a aventurarme por el bosque: podría
perder mis provisiones. Ésta ya es mi casa. Las ramas son mis perchas. Extraño
mucho el jabón y el espejo, las tijeras y el peine. Empieza a preocuparme la
cuestión del sueño, me parece que duermo casi todo el tiempo y creo que las
culpables son estas flores que perfuman tanto el aire. El aspecto anodino que
tienen, engaña: forman una glorieta que observándola bien es diabólica.
Vanamente las arranco de la tierra: vuelven a crecer con más ímpetu. Traté de
destruir algunas enterrándolas, pero no tengo herramientas para cavar la tierra y
me serví de un trozo de madera chato, cuyo manejo me resultó engorroso. Pobre
Robinson Crusoe, o más bien dicho, feliz Robinson Crusoe que sabía
desempeñarse en las tareas que impone la soledad. Yo no sirvo para una
situación como ésta. Vanamente traté de destruir las flores, como estaba
diciendo, pues muchas de ellas se trepan a los árboles y se pierden en la altura
tapándome el cielo. No podría destruir con nada su perfume, ya que este lugar
es como un cuarto cerrado. A veces me he dormido observando una rama con
dos o tres flores; al despertar he advertido que la misma rama ya tenía nueve
flores más. ¿Cuánto tiempo yo habría dormido?. No lo sé. Nunca sé el tiempo
que duermo, pero supongo que duermo como en los días en que llevo una vida
normal. ¿Cómo en ese tiempo tan corto han podido florecer tantas flores? Si
pienso en estas cosas me volveré loco. Observo la flor culpable de mi sueño: es
como una campanilla, y es dulce (la he probado). Las ramas en que brota van
tejiendo extrañas canastitas. Nunca observé una enredadera tan de cerca. Se
enrosca en troncos y en ramas, con un tejido tan apretado que a veces resulta
imposible arrancarla. Es como un forro, como una cascada, como una serpiente.
Sedienta de agua, busca mis ojos, se aproxima. Ahora tengo miedo de dormir.
Tengo pesadillas. Ya van varias noches que sueño lo mismo: la madreselva me
confunde con un árbol y comienza a tejer alrededor de mis piernas una red que
me aprisiona. No creo que estoy mal de salud. Creo, por lo contrario, que estoy
perfectamente bien. Sin embargo, este estado de somnolencia no parece tan
normal. A veces me pregunto: ¿no habré perdido totalmente la noción del
tiempo?. ¿Duermo más de lo que es habitual para un ser humano, o creo que
duermo más?. ¿Es el perfume que me da sueño?. A la hora en que más se
expande, empiezo a parpadear, se me cierran los ojos, y caigo en un letargo que
al despertar me asusta. El progreso que hace la enredadera sobre el árbol fue
durante unos días mi reloj. Como una tejedora iba tejiendo sus puntos alrededor
de cada rama. Al despertar, por los nudos que había hecho yo podía calcular el
tiempo de mi sueño, pero ahora, últimamente, se apresura. ¿Soy yo o el
tiempo?. Pasar de una idea a la otra sin orden alguno, es una de mis
características actuales, pero la verdad es que nunca dispuse de tanto tiempo ni
de tanta inactividad física. Jamás creí que me encontraría en una situación
semejante. La abstinencia, además, me causó siempre horror. Ayer ¿sería ayer
8
ayer? bebí dos botellas de vino para desquitarme, y después de vagar por el
bosque, embriagado, caí dormido no sé por cuánto tiempo.
Soñé que decía: ¿Dónde estarán aquellos ojos que tanto me miraban?.
¿Qué beberán?. Hay personas que son manos; otras, bocas; otras, cabellera;
otras, pecho donde uno se recuesta; otras, cuello; otras, ojos, nada más que
ojos. Como ella. Trataba de explicárselo cuando íbamos en el avión, pero ella no
entendía. Entendía sólo con los ojos y preguntaba: "¿Cómo? ¿Cómo dice?".
Desperté lejos de los víveres creyendo que jamás volvería a encontrarlos.
Me amonesté cruelmente. Tuve discusiones conmigo mismo. Volví guiado por
una gracia divina, sin duda, al lugar de salvación: mis alimentos. ¡Qué ironía de
la suerte!. ¡Depender de alimentos cuando me jactaba entre los hombres de
poder pasar veinte días ayunando y me reía de las huelgas de hambre!. Ahora,
por un dátil o por una repugnante castaña de Cajú, vendería mi alma. Sin duda
todos los hombres son iguales y reaccionarían del mismo modo. No me muevo,
estoy encerrado como en una celda. No supuse que celda y selva se parecieran
tanto, que sociedad y soledad tuvieran tantos puntos de contacto. Dentro de mi
oreja un millón de voces discuten, se enemistan, se dedican a destruirme. Tra ra
ra ra ra estoy harto.
Dios mío, que me sea dado no olvidarme de aquellos ojos. Que el iris viva
en mi corazón como si mi corazón fuese de tierra y el iris una planta.
Esas voces contradictorias (volviendo a las voces que siento dentro de mi
oreja) se dedican a destruirme.
Amaos los unos a los otros. Nunca me resultó tan difícil seguir ese precepto.
Asimismo no hay que despreciar la soledad. Un día el mundo se poblará tanto,
que mi actual guarida no será solitaria. Pensar en transformaciones me da
vértigo. Con los ojos cerrados pienso todos esos disparates y es una
imprudencia: la enredadera aprovecha mi descuido para treparse por mi pierna
izquierda, teje una red minuciosa en cada dedo de mi pie. El dedo más chiquito
me hace reír. Con qué artimaña lo envuelve. No hablemos del dedo gordo que
parece un hisopo. La enredadera avanza rápidamente en su trabajo con distintos
métodos: para los dedos chicos de mi pie utiliza simplemente un punto que se
parece mucho a los barrotes de las sillas de mimbre modernas, para superficies
grandes utiliza una amalgama extraña de arabescos que imitan los asientos
plásticos de los automóviles. Arranco de mi pie la trenza con cierta dificultad.
Recuerdo una enredadera de mi casa que se llama enamorada del muro, y que
tiene patitas con garras que se adhieren a los muros. Recuerdo haber arrancado,
de niño, algunas ramas y haber sentido la resistencia de la planta en cada una
de las hojas como gatitos que no quieren soltar su presa. Esta enredadera no
tiene patitas como la enamorada del muro. Mayor es su mérito. Infatigablemente
va tejiendo y tejiendo lazos. ¡Pobres árboles, pobres plantas que caen bajo sus
garras!. Dichoso el árbol que es apenas sensitivo. Se lo decía a alguien (por
quien ya no siento ningún amor) para conmoverla. Me quedó el verso. No estoy
tan seguro de ese apenas sensitivo. De noche me parece que oí a los árboles
quejarse, abrazarse, rechazarse o suspirar, arrodillarse frente a otros de su
familia o de otros que habían sucumbido bajo la enredadera. Ingresé en este
mundo vegetal desconociéndolo totalmente. El único árbol que conocí, fuera del
sauce, se entiende, fue la tipa. Una vez mamá dijo al cruzar la plaza San Martín:
—¡Qué lindas tipas! —pasaban en ese momento dos mujeres horribles y me
reí.
—¿De qué te reís? —protestó mamá mirando el follaje de las tipas y
añadió—: ¿Acaso ahora no se puede admirar ni los árboles? —¿Qué árboles? —
interrogué.
9
—Las tipas, ignorante. Todavía no sabés lo que son las tipas. —¡Ah!, las
tipas —respondí con debido asombro—, "yo creí que hablabas de las tipas".
—Ya no sabés ni hablar. Tendrías que irte a la selva para hablar con los
monos.
Pobre mamá, cómo se habrá arrepentido del insulto. A veces me desvela
ese recuerdo pero no puedo evitarlo. Miro en la oscuridad las tipas. Tenían flores
amarillas: el vestido de mamá parecía más celeste. ¿Y yo tendré siempre mi cara
gris de Buenos Aires?.
¿Qué mirarán aquellos ojos?.
Cara de pan crudo, decía la modista que venía a coser para mis hermanas
en casa y que siempre pensaba que yo tenía doce años cuando ya había
cumplido los veinte. ¡Qué opio tener veinte años!. No extraño mi casa; eso sí que
no, pero un espejo es una compañía, mala o buena, como todas las compañías, y
allí tenía mi espejo redondo como una luna. He dormido esta vez más que todas
las otras veces, más que el día de la borrachera; es claro que no puedo estar
seguro de no equivocarme.
¿Dónde estarán aquellos ojos?. ¿Los estaré olvidando?. No recuerdo muy
bien la forma del lagrimal.
A veces uno duerme cinco minutos y parecería que ha dormido toda una
noche. Me dormí al atardecer, me desperté con una luz de atardecer. ¿Habría
dormido cinco minutos?. Pero tengo una prueba contundente de que no fue así:
la enredadera tuvo tiempo de tejer su trenza alrededor de mi pierna izquierda y
de llegar hasta el muslo; ¡la tiene con mi pierna izquierda!. Como si no fuera
bastante hizo otro tanto con mi brazo izquierdo. Esta vez la arranqué con mayor
dificultad pero con menos urgencia que la vez anterior, diciéndole animal, como
a una de mis amigas que siempre me embroma. He resuelto cambiar de guarida.
Cargo mis víveres y me mudo en busca de un sitio sin enredaderas pero no lo
encuentro y la caminata me cansa. A veces pienso que han pasado varios años y
que soy viejo; pero si fuera así no me quedarían provisiones. Ahora me quedé en
un lugar tal vez peor, pero no tengo ánimo para volver sobre mis pasos. Toda
esta selva es una enredadera. ¿Para qué preocuparme?. Hay que preocuparse
sólo por lo que tiene solución. El perfume seguirá embriagándome, dándome
sueño. La enredadera seguirá haciendo sus trenzas. Ahora raras veces me
despierto sin que haya tejido alguna trenza alrededor de mi brazo o de mi
pierna. Ayer no más, se trepó a mi cuello. Me fastidió un poco. No es que me
diera miedo, ni siquiera cuando se me enroscó alrededor de la lengua. Recuerdo
que al soñar grité y abrí imprudentemente la boca. Es extraño. Nunca pensé que
una enredadera podía introducirse tan fácilmente adentro de mi boca.
—Anormal. ¿Qué te has creído?. Uno no se puede fiar de nadie —le dije—.
Me hace gracia porque pienso en la risa que les va a dar a mis amigos esta
anécdota. No me creerán. Tampoco creerán que no puedo estar ociosa.
Últimamente trato de tejer trenzas como la enredadera alrededor de las ramas:
es un experimento bastante interesante, pero difícil. ¿Quién puede competir con
una enredadera?. Estoy tan ocupada que me olvido de aquellos ojos que me
miraban; con mayor razón me olvido hasta de beber y de comer. ¡Variable
género humano!. Envolví la lapicera en mis tallos verdes, como las lapiceras
tejidas con seda y lana por los presos.
- Silvina Inocencia Ocampo fue una escritora, cuentista y poeta argentina.
- ( 28 de julio de 1903, Buenos Aires, Argentina
- 14 de diciembre de 1993, Buenos Aires, Argentina)
lunes, 1 de junio de 2015
La puerta condenada
Autor: Julio Cortázar - Argentina
A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerancia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
Julio Florencio Cortázar fue un escritor nacido en Bélgica, nacionalizado argentino. Traductor e intelectual argentino. Optó por la nacionalidad francesa en 1981,
(26 de agosto de 1914, Ixelles, Bélgica - 12 de febrero de 1984, París, Francia)
A Petrone le gustó el hotel Cervantes por razones que hubieran desagradado a otros. Era un hotel sombrío, tranquilo, casi desierto. Un conocido del momento se lo recomendó cuando cruzaba el río en el vapor de la carrera, diciéndole que estaba en la zona céntrica de Montevideo. Petrone aceptó una habitación con baño en el segundo piso, que daba directamente a la sala de recepción. Por el tablero de llaves en la portería supo que había poca gente en el hotel; las llaves estaban unidas a unos pesados discos de bronce con el número de habitación, inocente recurso de la gerancia para impedir que los clientes se las echaran al bolsillo.
El ascensor dejaba frente a la recepción, donde había un
mostrador con los diarios del día y el tablero telefónico. Le bastaba caminar
unos metros para llegar a la habitación. El agua salía hirviendo, y eso
compensaba la falta de sol y de aire. En la habitación había una pequeña ventana
que daba a la azotea del cine contiguo; a veces una paloma se paseaba por ahí.
El cuarto de baño tenía una ventana más grande, que se habría tristemente a un
muro y a un lejano pedazo de cielo, casi inútil. Los muebles eran buenos, había
cajones y estantes de sobra. Y muchas perchas, cosa rara.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acentyo alemásn. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su ahbitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedastal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníendose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierrto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.
El gerente resultó ser un hombre alto y flaco, completamente calvo. Usaba anteojos con armazón de oro y hablaba con la voz fuerte y sonora de los uruguayos. Le dijo a Petrone que el segundo piso era muy tranquilo, y que en la única habitación contigua a la suya vivía una señora sola, empleada en alguna parte, que volvía al hotel a la caída de la noche. Petrone la encontró al día siguiente en el ascensor. Se dio cuenta de que era ella por el número de la llave que tenía en la palma de la mano, como si ofreciera una enorme moneda de oro. El portero tomó la llave y la de Petrone para colgarlas en el tablero, y se quedó hablando con la mujer sobre unas cartas. Petrone tuvo tiempo de ver que era todavía joven, insignificante, y que se vestía mal como todas las orientales.
El contrato con los fabricantes de mosaicos llevaría más o menos una semana. Por la tarde Petrone acomodó la ropa en el armario, ordenó sus papeles en la mesa, y después de bañarse salió a recorrer el centro mientras se hacía hora de ir al escritorio de los socios. El día se pasó en conversaciones, cortadas por un copetín en Pocitos y una cena en casa del socio principal. Cuando lo dejaron en el hotel era más de la una. Cansado, se acostó y se durmió en seguida. Al despertarse eran casi las nueve, y en esos primeros minutos en que todavía quedan las sobres de la noche y del sueño, pensó que en algún momento lo había fastidiado el llanto de una criatura.
Antes de salir charló con el empleado que atendía la recepción y que hablaba con acentyo alemásn. Mientras se informaba sobre líneas de ómnibus y nombres de calles, miraba distraído la enorme sala en cuyo extremo estaban la puerta de su ahbitación y la de la señora sola. Entre las dos puertas había un pedastal con una nefasta réplica de la Venus de Milo. Otra puerta, en la pared lateral daba a una salida con los infaltables sillones y revistas. Cuando el empleado y Petrone callaban el silencio del hotel parecía coagularse, caer como cenizas sobre los muebles y las baldosas. El ascensor resultaba casi estrepitoso, y lo mismo el ruido de las hojas de un diario o el raspar de un fósforo.
Las conferencias terminaron al caer la noche y Petrone dio una vuelta por 18 de Julio antes de entrar a cenar en uno de los bodegones de la plaza Independencia. Todo iba bien, y quizá pudiera volverse a Buenos Aires antes de lo que pensaba. Compró un diario argentino, un atado de cigarrillos negros, y caminó despacio hasta el hotel. En el cine de al lado daban dos películas que ya había visto, y en realidad no tenía ganas de ir a ninguna parte. El gerente lo saludó al pasar y le preguntó si necesitaba más ropa de cama. Charlaron un momento, fumando un pitillo, y se despidieron.
Antes de acostarse Petrone puso en orden los papeles que había usado durante el día, y leyó el diario sin mucho interés. El silencio del hotel era casi excesivo, y el ruido de uno que otro tranvía que bajaba por la calle Soriano no hacía más que pausarlo, fortalecerlo para un nuevo intervalo. Sin inquietud pero con alguna impaciencia, tiró el diario al canasto y se desvistió mientras se miraba distraído en el espejo del armario. Era un armario ya viejo, y lo habían adosado a una puerta que daba a la habitación contigua. A Petrone lo sorprendió descubrir la puerta que se le había escapado en su primera inspección del cuarto. Al principio había supuesto que el edificio estaba destinado a hotel pero ahora se daba cuenta de que pasaba lo que en tantos hoteles modestos, instalados en antiguas casas de escritorios o de familia. Pensándolo bien, en casi todos los hoteles que había conocido en su vida —y eran muchos— las habitaciones tenían alguna puerta condenada, a veces a la vista pero casi siempre con un ropero, una mesa o un perchero delante, que como en este caso les daba una cierta ambigüedad, un avergonzado deseo de disimular su existencia como una mujer que cree taparse poníendose las manos en el vientre o los senos. La puerta estaba ahí, de todos modos, sobresaliendo del nivel del armario. Alguna vez la gente había entrado y salido por ella, golpeándola, entornándola, dándole una vida que todavía estaba presente en su madera tan distinta de las paredes. Petrone imaginó que del otro lado habría también un ropero y que la señora de la habitación pensaría lo mismo de la puerta.
No estaba cansado pero se durmió con gusto. Llevaría tres o cuatro horas cuando lo despertó una sensación de incomodidad, como si algo ya hubiera ocurrido, algo molesto e irritante. Encendió el velador, vio que eran las dos y media, y apagó otra vez. Entonces oyó en la pieza de al lado el llanto de un niño.
En el primer momento no se dio bien cuenta. Su primer movimiento fue de satisfacción; entonces era cierrto que la noche antes un chico no lo había dejado descansar. Todo explicado, era más fácil volver a dormirse. Pero después pensó en lo otro y se sentó lentamente en la cama, sin encender la luz, escuchando. No se engañaba, el llanto venía de la pieza de al lado. El sonido se oía a través de la puerta condenada, se localizaba en ese sector de la habitación al que correspondían los pies de la cama. Pero no podía ser que en la pieza de al lado hubiera un niño; el gerente había dicho claramente que la señora vivía sola, que pasaba casi todo el día en su empleo. Por un segundo se le ocurrió a Petrone que tal vez esa noche estuviera cuidando al niño de alguna parienta o amiga. Pensó en la noche anterior. Ahora estaba seguro de que ya había oído el llanto, porque no era un llanto fácil de confundir, más bien una serie irregular de gemidos muy débiles, de hipos quejosos seguidos de un lloriqueo momentáneo, todo ello inconsistente, mínimo, como si el niño estuviera muy enfermo. Debía ser una criatura de pocos meses aunque no llorara con la estridencia y los repentinos cloqueos y ahogos de un recién nacido. Petrone imaginó a un niño — un varón, no sabía por qué— débil y enfermo, de cara consumida y movimientos apagados. Eso se quejaba en la noche, llorando pudoroso, sin llamar demasiado la atención. De no estar allí la puerta condenada, el llanto no hubiera vencido las fuertes espaldas de la pared, nadie hubiera sabido que en la pieza de al lado estaba llorando un niño.
Por la mañana Petrone lo pensó un rato mientras tomaba el desayuno y fumaba un cigarrillo. Dormir mal no le convenía para su trabajo del día. Dos veces se había despertado en plena noche, y las dos veces a causa del llanto. La segunda vez fue peor, porque a más del llanto se oía la voz de la mujer que trataba de calmar al niño. La voz era muy baja pero tenía un tono ansioso que le daba una calidad teatral, un susurro que atravesaba la puerta con tanta fuerza como si hablara a gritos. El niño cedía por momentos al arrullo, a las instancias; después volvía a empezar con un leve quejido entrecortado, una inconsolable congoja. Y de nuevo la mujer murmuraba palabras incomprensibles, el encantamiento de la madre para acallar al hijo atormentado por su cuerpo o su alma, por estar vivo o amenazado de muerte.
«Todo es muy bonito, pero el gerente me macaneó» pensaba Petrone al salir de su cuarto. Lo fastidiaba la mentira y no lo disimuló. El gerente se quedó mirándolo.
—¿Un chico? Usted se habrá confundido. No hay chicos pequeños en este piso. Al lado de su pieza vive una señora sola, creo que ya se lo dije.
Petrone vaciló antes de hablar. O el otro mentía estúpidamente, o la acústica del hotel le jugaba una mala pasada. El gerente lo estaba mirando un poco de soslayo, como si a su vez lo irritara la protesta. «A lo mejor me cree tímido y que ando buscando un pretexto para mandarme mudar», pensó. Era difícil, vagamente absurdo insistir frente a una negativa tan rotunda. Se encogió de hombros y pidió el diario.
—Habré soñado —dijo, molesto por tener que decir eso, o cualquier otra cosa.
El cabaret era de un aburrimiento mortal y sus dos anfitriones no parecían demasiado entusiastas, de modo que a Petrone le resultó fácil alegar el cansancio del día y hacerse llevar al hotel. Quedaron en firmar los contratos al otro día por la tarde; el negocio estaba prácticamente terminado.
El silencio en la recepción del hotel era tan grande que Petrone se descubrió a sí mismo andando en puntillas. Le habían dejado un diario de la tarde al lado de la cama; había también una carta de Buenos Aires. Reconoció la letra de su mujer.
Antes de acostarse estuvo mirando el armario y la parte sobresaliente de la puerta. Tal vez si pusiera sus dos valijas sobre el armario, bloqueando la puerta, los ruidos de la pieza de al lado disminuirían. Como siempre a esa hora, no se oía nada. El hotel dormía las cosas y las gentes dormían. Pero a Petrone, ya malhumorado, se le ocurrió que era al revés y que todo estaba despierto, anhelosamente despierto en el centro del silencio. Su ansiedad inconfesada debía estarse comunicando a la casa, a las gentes de la casa, prestándoles una calidad de acecho, de vigilancia agazapada. Montones de pavadas.
Casi no lo tomó en serio cuando el llanto del niño lo trajo de vuelta a las tres de la mañana. Sentándose en la cama se preguntó si lo mejor sería llamar al sereno para tener un testigo de que en esa pieza no se podía dormir. El niño lloraba tan débilmente que por momentos no se lo escuchaba, aunque Petrone sentía que el llanto estaba ahí, continuo, y que no tardaría en crecer otra vez. Pasaban diez o veinte lentísimos segundos; entonces llegaba un hipo breve, un quejido apenas perceptible que se prolongaba dulcemente hasta quebrarse en el verdadero llanto.
Encendiendo un cigarrillo, se preguntó si no debería dar unos golpes discretos en la pared para que la mujer hiciera callar al chico. Recién cuando los pensó a los dos, a la mujer y al chico, se dio cuenta de que no creía en ellos, de que absurdamente no creía que el gerente le hubiera mentido. Ahora se oía la voz de la mujer, tapando por completo el llanto del niño con su arrebatado —aunque tan discreto— consuelo. La mujer estaba arrullando al niño, consolándolo, y Petrone se la imaginó sentada al pie de la cama, moviendo la cuna del niño o teniéndolo en brazos. Pero por más que lo quisiera no conseguía imaginar al niño, como si la afirmación del hotelero fuese más cierta que esa realidad que estaba escuchando. Poco a poco, a medida que pasaba el tiempo y los débiles quejidos se alternaban o crecían entre los murmullos de consuelo, Petrone empezó a sospechar que aquello era una farsa, un juego ridículo y monstruoso que no alcanzaba a explicarse. Pensó en viejos relatos de mujeres sin hijos, organizando en secreto un culto de muñecas, una inventada maternidad a escondidas, mil veces peor que los mimos a perros o gatos o sobrinos. La mujer estaba imitando el llanto de su hijo frustrado, consolando al aire entre sus manos vacías, tal vez con la cara mojada de lágrimas porque el llanto que fingía era a la vez su verdadero llanto, su grotesco dolor en la soledad de una pieza de hotel, protegida por la indiferencia y por la madrugada.
Encendiendo el velador, incapaz de volver a dormirse, Petrone se preguntó qué iba a hacer. Su malhumor era maligno, se contagiaba de ese ambiente donde de repente todo se le antojaba trucado, hueco, falso: el silencio, el llanto, el arrullo, lo único real de esa hora entre noche y día y que lo engañaba con su mentira insoportable. Golpear en la pared le pareció demasiado poco. No estaba completamente despierto aunque le hubiera sido imposible dormirse; sin saber bien cómo, se encontró moviendo poco a poco el armario hasta dejar al descubierto la puerta polvorienta y sucia. En pijama y descalzo, se pegó a ella como un ciempiés, y acercando la boca a las tablas de pino empezó a imitar en falsete, imperceptiblemente, un quejido como el que venía del otro lado. Subió de tono, gimió, sollozó. Del otro lado se hizo un silencio que habría de durar toda la noche; pero en el instante que lo precedió, Petrone pudo oír que la mujer corría por la habitación con un chicotear de pantuflas, lanzando un grito seco e instantáneo, un comienzo de alarido que se cortó de golpe como una cuerda tensa.
Cuando pasó por el mostrador de la gerencia eran más de las diez. Entre sueños, después de las ocho, había oído la voz del empleado y la de una mujer. Alguien había andado en la pieza de al lado moviendo cosas. Vio un baúl y dos grandes valijas cerca del ascensor. El gerente tenía un aire que a Petrone se le antojó de desconcierto.
—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.
Petrone se encogió de hombros. No quería insistir, cuando apenas le quedaba por pasar otra noche en el hotel.
—De todas maneras ahora va a estar más tranquilo — dijo el gerente, mirando las valijas—.La señora se nos va a mediodía.
Esperaba un comentario, y Petrone lo ayudó con los ojos.
—Llevaba aquí mucho tiempo, y se va así de golpe. Nunca se sabe con las mujeres.
—No —dijo Petrone—. Nunca se sabe.
En la calle se sintió mareado, con un mareo que no era físico. Tragando un café amargo empezó a darle vueltas al asunto, olvidándose del negocio, indiferente al espléndido sol. Él tenía la culpa de que esa mujer se fuera del hotel, enloquecida de miedo, de vergüenza o de rabia. Llevaba aquí mucho tiempo...Era una enferma, tal vez, pero inofensiva. No era ella sino él quien hubiera debido irse del Cervantes. Tenía el deber de hablarle, de excusarse y pedirle que se quedara, jurándole discreción. Dio unos pasos de vuelta y a mitad del camino se paró. Tenía miedo de hacer un papelón, de que la mujer reaccionara de alguna manera insospechada. Ya era hora de encontrarse con los dos socios y no quería tenerlos esperando. Bueno, que se embromara. No era más que una histérica, ya encontraría otro hotel donde cuidar a su hijo imaginario.
Pero a la noche volvió a sentirse mal, y el silencio de la habitación le pareció todavía más espeso. Al entrar al hotel no había podido dejar de ver el tablero de las llaves, donde faltaba ya la de la pieza de al lado. Cambió unas palabras con el empleado, que esperaba bostezando la hora de irse, y entró en su pieza con poca esperanza de poder dormir. Tenía los diarios de la tarde y una novela policial. Se entretuvo arreglando sus valijas, ordenado sus papeles. Hacía calor, y abrió de par en par la pequeña ventana. La cama estaba bien tendida, pero la encontró incómoda y dura. Por fin tenía todo el silencio necesario para dormir a pierna suelta, y le pesaba. Dando vueltas y vueltas, se sintió como vencido por ese silencio que había reclamado con astucia y que le devolvían entero y vengativo. Irónicamente pensó que extrañaba el llanto del niño, que esa calma perfecta no le bastaba para dormir y todavía menos para estar despierto. Extrañaba el llanto del niño, y cuando mucho más tarde lo oyó, débil pero inconfundible a través de la puerta condenada, por encima del miedo, por encima de la fuga en plena noche supo que estaba bien y que la mujer no había mentido, no se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse.
Julio Florencio Cortázar fue un escritor nacido en Bélgica, nacionalizado argentino. Traductor e intelectual argentino. Optó por la nacionalidad francesa en 1981,
(26 de agosto de 1914, Ixelles, Bélgica - 12 de febrero de 1984, París, Francia)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)