martes, 3 de julio de 2018

Narciso




[Cuento. Texto completo.]

Manuel Mujica Láinez - Argentina


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes, detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado, enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud, la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura, que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado, desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el interior.
Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado, conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.
FIN

Manuel Mujica Láinezescritor , biógrafo y crítico de arte.El lenguaje que emplea en sus obras es de una gran riqueza y perfección y establece una continuidad con la tradición literaria española, pues evita los giros populares y las formas coloquiales.

El hombrecito del azulejo






           Manuel Mujica Láinez - Argentina


Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
-Esta noche será la crisis.
-Sí -responde el doctor Eduardo Wilde-; hemos hecho cuanto pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche… Hay que esperar…
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el segundo con chisporroteos de ironía mordaz.
Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais, y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí, pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje, embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha. Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo, junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
-¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales, con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas “calaveras, ejemplos y corridos” ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y la gorra emplumada que un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. El ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro patio, en tanto que la señora y sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura.
La Muerte, entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
-Madame la Mort…
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: “Madame la Mort.” Eso la aproxima en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
-Madame la Mort…
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el brocal.
-Al fin -reflexiona la huesuda señora- pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla -los gatos, los perros, los ratones- huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto -los personajes pintados en los cuadros, las estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las porcelanas- fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. “rue de Poitiers”, y que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo, pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N’est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, “comme un gentilhomme”, y luego desaparece corneteando…
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los curvos cuernos marciales, “bastante diferentes, n’est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay”, sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
-Y además… -prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda, trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido, a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
-Él se ha salvado -castañetean los dientes amarillos de la Muerte-, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aun tiene mucho que hacer y esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo. Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos, ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto, en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia la frente, nostálgico, porque ha compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía, a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se consultan inútilmente. Nadie sabe nada. Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aun se ven los fragmentos del azulejo que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
-¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan burlarla las lágrimas de un niño.

Manuel Bernabé Mujica Lainez  -escritor , biógrafo y crítico de arte.El lenguaje que emplea en sus obras es de una gran riqueza y perfección y establece una continuidad con la tradición literaria española, pues evita los giros populares y las formas coloquiales.(Buenos Aires, 11 de noviembre de 1910 - La Cumbre, Córdoba, 21 de abril de 1984)


El hambre









Manuel Mujica Láinez - Argentina


Alrededor de la empalizada desigual que corona la meseta frente al río, las hogueras de los indios chisporrotean día y noche. En la negrura sin estrellas meten más miedo todavía. Los españoles, apostados cautelosamente entre los troncos, ven al fulgor de las hogueras destrenzadas por la locura del viento, las sombras bailoteantes de los salvajes. De tanto en tanto, un soplo de aire helado, al colarse en las casucas de barro y paja, trae con él los alaridos y los cantos de guerra. Y en seguida recomienza la lluvia de flechas incendiarias cuyos cometas iluminan el paisaje desnudo. En las treguas, los gemidos del Adelantado, que no abandona el lecho, añaden pavor a los conquistadores. Hubieran querido sacarle de allí; hubieran querido arrastrarle en su silla de manos, blandiendo la espada como un demente, hasta los navíos que cabecean más allá de la playa de toscas, desplegar las velas y escapar de esta tierra maldita; pero no lo permite el cerco de los indios. Y cuando no son los gritos de los sitiadores ni los lamentos de Mendoza, ahí está el angustiado implorar de los que roe el hambre, y cuya queja crece a modo de una marea, debajo de las otras voces, del golpear de las ráfagas, del tiroteo espaciado de los arcabuces, del crujir y derrumbarse de las construcciones ardientes.
Así han transcurrido varios días; muchos días. No los cuentan ya. Hoy no queda mendrugo que llevarse a la boca. Todo ha sido arrebatado, arrancado, triturado: las flacas raciones primero, luego la harina podrida, las ratas, las sabandijas inmundas, las botas hervidas cuyo cuero chuparon desesperadamente. Ahora jefes y soldados yacen doquier, junto a los fuegos débiles o arrimados a las estacas defensoras. Es difícil distinguir a los vivos de los muertos.
Don Pedro se niega a ver sus ojos hinchados y sus labios como higos secos, pero en el interior de su choza miserable y rica le acosa el fantasma de esas caras sin torsos, que reptan sobre el lujo burlón de los muebles traídos de Guadix, se adhieren al gran tapiz con los emblemas de la Orden de Santiago, aparecen en las mesas, cerca del Erasmo y el Virgilio inútiles, entre la revuelta vajilla que, limpia de viandas, muestra en su tersura el “Ave María” heráldico del fundador.
El enfermo se retuerce como endemoniado. Su diestra, en la que se enrosca el rosario de madera, se aferra a las borlas del lecho. Tira de ellas enfurecido, como si quisiera arrastrar el pabellón de damasco y sepultarse bajo sus bordadas alegorías. Pero hasta allí le hubieran alcanzado los quejidos de la tropa. Hasta allí se hubiera deslizado la voz espectral de Osorio, el que hizo asesinar en la playa del Janeiro, y la de su hermano don Diego, ultimado por los querandíes el día de Corpus Christi, y las otras voces, más distantes, de los que condujo al saqueo de Roma, cuando el Papa tuvo que refugiarse con sus cardenales en el castillo de Sant Angelo. Y si no hubiera llegado aquel plañir atroz de bocas sin lenguas, nunca hubiera logrado eludir la persecución de la carne corrupta, cuyo olor invade el aposento y es más fuerte que el de las medicinas. ¡Ay!, no necesita asomarse a la ventana para recordar que allá afuera, en el centro mismo del real, oscilan los cadáveres de los tres españoles que mandó a la horca por haber hurtado un caballo y habérselo comido. Les imagina, despedazados, pues sabe que otros compañeros les devoraron los muslos.
¿Cuándo regresará Ayolas, Virgen del Buen Aire? ¿Cuándo regresarán los que fueron al Brasil en pos de víveres? ¿Cuándo terminará este martirio y partirán hacia la comarca del metal y de las perlas? Se muerde los labios, pero de ellos brota el rugido que aterroriza. Y su mirada turbia vuelve hacia los platos donde el pintado escudo del Marqués de Santillana finge a su extravío una fruta roja y verde.
Baitos, el ballestero, también imagina. Acurrucado en un rincón de su tienda, sobre el suelo duro, piensa que el Adelantado y sus capitanes se regalan con maravillosos festines, mientras él perece con las entrañas arañadas por el hambre. Su odio contra los jefes se torna entonces más frenético. Esa rabia le mantiene, le alimenta, le impide echarse a morir. Es un odio que nada justifica, pero que en su vida sin fervores obra como un estímulo violento. En Morón de la Frontera detestaba al señorío. Si vino a América fue porque creyó que aquí se harían ricos los caballeros y los villanos, y no existirían diferencias. ¡Cómo se equivocó! España no envió a las Indias armada con tanta hidalguía como la que fondeó en el Río de la Plata. Todos se las daban de duques. En los puentes y en las cámaras departían como si estuvieran en palacios. Baitos les ha espiado con los ojos pequeños, entrecerrándolos bajo las cejas pobladas. El único que para él algo valía, pues se acercaba a veces a la soldadesca, era Juan Osorio, y ya se sabe lo que pasó: le asesinaron en el Janeiro. Le asesinaron los señores por temor y por envidia. ¡Ah, cuánto, cuánto les odia, con sus ceremonias y sus aires! ¡Como si no nacieran todos de idéntica manera! Y más ira le causan cuando pretenden endulzar el tono y hablar a los marineros como si fueran sus iguales. ¡Mentira, mentiras! Tentado está de alegrarse por el desastre de la fundación que tan recio golpe ha asestado a las ambiciones de esos falsos príncipes. ¡Sí! ¿Y por qué no alegrarse?
El hambre le nubla el cerebro y le hace desvariar. Ahora culpa a los jefes de la situación. ¡El hambre!, ¡el hambre!, ¡ay!; ¡clavar los dientes en un trozo de carne! Pero no lo hay… no lo hay… Hoy mismo, con su hermano Francisco, sosteniéndose el uno al otro, registraron el campamento. No queda nada que robar. Su hermano ha ofrecido vanamente, a cambio de un armadillo, de una culebra, de un cuero, de un bocado, la única alhaja que posee: ese anillo de plata que le entregó su madre al zarpar de San Lúcar y en el que hay labrada una cruz. Pero así hubiera ofrecido una montaña de oro, no lo hubiera logrado, porque no lo hay, porque no lo hay. No hay más que ceñirse el vientre que punzan los dolores y doblarse en dos y tiritar en un rincón de la tienda.
El viento esparce el hedor de los ahorcados. Baitos abre los ojos y se pasa la lengua sobre los labios deformes. ¡Los ahorcados! Esta noche le toca a su hermano montar guardia junto al patíbulo. Allí estará ahora, con la ballesta. ¿Por qué no arrastrarse hasta él? Entre los dos podrán descender uno de los cuerpos y entonces…
Toma su ancho cuchillo de caza y sale tambaleándose.
Es una noche muy fría del mes de junio. La luna macilenta hace palidecer las chozas, las tiendas y los fuegos escasos. Dijérase que por unas horas habrá paz con los indios, famélicos también, pues ha amenguado el ataque. Baitos busca su camino a ciegas entre las matas, hacia las horcas. Por aquí debe de ser. Sí, allí están, allí están, como tres péndulos grotescos, los tres cuerpos mutilados. Cuelgan, sin brazos, sin piernas… Unos pasos más y los alcanzará. Su hermano andará cerca. Unos pasos más…
Pero de repente surgen de la noche cuatro sombras. Se aproximan a una de las hogueras y el ballestero siente que se aviva su cólera, atizada por las presencias inoportunas. Ahora les ve. Son cuatro hidalgos, cuatro jefes: don Francisco de Mendoza, el adolescente que fuera mayordomo de don Fernando, Rey de los Romanos; don Diego Barba, muy joven, caballero de la Orden de San Juan de Jerusalén; Carlos Dubrin, hermano de leche de nuestro señor Carlos V; y Bernardo Centurión, el genovés, antiguo cuatralbo de las galeras del Príncipe Andrea Doria.
Baitos se disimula detrás de una barrica. Le irrita observar que ni aun en estos momentos en que la muerte asedia a todos han perdido nada de su empaque y de su orgullo. Por lo menos lo cree él así. Y tomándose de la cuba para no caer, pues ya no le restan casi fuerzas, comprueba que el caballero de San Juan luce todavía su roja cota de armas, con la cruz blanca de ocho puntas abierta como una flor en el lado izquierdo, y que el italiano lleva sobre la armadura la enorme capa de pieles de nutria que le envanece tanto. A este Bernardo Centurión le execra más que a ningún otro. Ya en San Lúcar de Barrameda, cuando embarcaron, le cobró una aversión que ha crecido durante el viaje. Los cuentos de los soldados que a él se refieren fomentaron su animosidad. Sabe que ha sido capitán de cuatro galeras del Príncipe Doria y que ha luchado a sus órdenes en Nápoles y en Grecia. Los esclavos turcos bramaban bajo su látigo, encadenados a los remos. Sabe también que el gran almirante le dio ese manto de pieles el mismo día en que el Emperador le hizo a él la gracia del Toisón. ¿Y qué? ¿Acaso se explica tanto engreimiento? De verle, cuando venía a bordo de la nao, hubieran podido pensar que era el propio Andrea Doria quien venía a América. Tiene un modo de volver la cabeza morena, casi africana, y de hacer relampaguear los aros de oro sobre el cuello de pieles, que a Baitos le obliga a apretar los dientes y los puños. ¡Cuatralbo, cuatralbo de la armada del Príncipe Andrea Doria! ¿Y qué? ¿Será él menos hombre, por ventura? También dispone de dos brazos y de dos piernas y de cuanto es menester…
Conversan los señores en la claridad de la fogata. Brillan sus palmas y sus sortijas cuando las mueven con la sobriedad del ademán cortesano; brilla la cruz de Malta; brilla el encaje del mayordomo del Rey de los Romanos, sobre el desgarrado jubón; y el manto de nutrias se abre, suntuoso, cuando su dueño afirma las manos en las caderas. El genovés dobla la cabeza crespa con altanería y le tiemblan los aros redondos. Detrás, los tres cadáveres giran en los dedos del viento.
El hambre y el odio ahogan al ballestero. Quiere gritar mas no lo consigue y cae silenciosamente desvanecido sobre la hierba rala.
Cuando recobró el sentido, se había ocultado la luna y el fuego parpadeaba apenas, pronto a apagarse. Había callado el viento y se oían, remotos, los aullidos de la indiada. Se incorporó pesadamente y miró hacia las horcas. Casi no divisaba a los ajusticiados. Lo veía todo como arropado por una bruma leve. Alguien se movió, muy cerca. Retuvo la respiración, y el manto de nutrias del capitán de Doria se recortó, magnífico, a la luz roja de las brasas. Los otros ya no estaban allí. Nadie: ni el mayordomo del Rey, ni Carlos Dubrin, ni el caballero de San Juan. Nadie. Escudriñó en la oscuridad. Nadie: ni su hermano, ni tan siquiera el señor don Rodrigo de Cepeda, que a esa hora solía andar de ronda, con su libro de oraciones.
Bernardo Centurión se interpone entre él y los cadáveres: sólo Bernardo Centurión, pues los centinelas están lejos. Y a pocos metros se balancean los cuerpos desflecados. El hambre le tortura en forma tal que comprende que si no la apacigua en seguida enloquecerá. Se muerde un brazo hasta que siente, sobre la lengua, la tibieza de la sangre. Se devoraría a sí mismo, si pudiera. Se troncharía ese brazo. Y los tres cuerpos lívidos penden, con su espantosa tentación… Si el genovés se fuera de una vez por todas… de una vez por todas… ¿Y por qué no, en verdad, en su más terrible verdad, de una vez por todas? ¿Por qué no aprovechar la ocasión que se le brinda y suprimirle para siempre? Ninguno lo sabrá. Un salto y el cuchillo de caza se hundirá en la espalda del italiano. Pero ¿podrá él, exhausto, saltar así? En Morón de la Frontera hubiera estado seguro de su destreza, de su agilidad…
No, no fue un salto; fue un abalanzarse de acorralado cazador. Tuvo que levantar la empuñadura afirmándose con las dos manos para clavar la hoja. ¡Y cómo desapareció en la suavidad de las nutrias! ¡Cómo se le fue hacia adentro, camino del corazón, en la carne de ese animal que está cazando y que ha logrado por fin! La bestia cae con un sordo gruñido, estremecida de convulsiones, y él cae encima y siente, sobre la cara, en la frente, en la nariz, en los pómulos, la caricia de la piel. Dos, tres veces arranca el cuchillo. En su delirio no sabe ya si ha muerto al cuatralbo del Príncipe Doria o a uno de los tigres que merodean en torno del campamento. Hasta que cesa todo estertor. Busca bajo el manto y al topar con un brazo del hombre que acaba de apuñalar, lo cercena con la faca e hinca en él los dientes que aguza el hambre. No piensa en el horror de lo que está haciendo, sino en morder, en saciarse. Solo entonces la pincelada bermeja de las brasas le muestra más allá, mucho más allá, tumbado junto a la empalizada, al corsario italiano. Tiene una flecha plantada entre los ojos de vidrio. Los dientes de Baitos tropiezan con el anillo de plata de su madre, el anillo con una labrada cruz, y ve el rostro torcido de su hermano, entre esas pieles que Francisco le quitó al cuatralbo después de su muerte, para abrigarse. El ballestero lanza un grito inhumano. Como un borracho se encarama en la estacada de troncos de sauce y ceibo, y se echa a correr barranca abajo, hacia las hogueras de los indios. Los ojos se le salen de las órbitas, como si la mano trunca de su hermano le fuera apretando la garganta más y más.

Manuel Bernabé Mujica Láinez. escritor , biógrafo y crítico de arte. El lenguaje que emplea en sus obras es de una gran riqueza y perfección y establece una continuidad con la tradición literaria española, pues evita los giros populares y las formas coloquiales.(Buenos Aires, 11 de noviembre de 1910 - La Cumbre, Córdoba, 21 de abril de 1984)

sábado, 23 de junio de 2018

El amante rechazado


                    Alberto Moravia - Italia



La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.



Empezamos a caminar delante y atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y azulado del crepúsculo otoñal.

-En fin -dijo Livio con un furor contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo, paciencia… Por lo menos ésta sería una razón clara… pero ¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor… Roberto un constructor… ja, ja… con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos… Un bruto, eso es lo que es.

Dulcemente le contesté, observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió:

-La verdad, en cambio, es que él es rico y yo soy pobre… constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de su desprovisto guardarropa… constructor de vestidos, zapatos, joyas… ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?

Dije que lo había notado todo. Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.

Livio dijo:

-Ella es una boba… o, mejor dicho, una persona muy simple… esos discursos sobre la construcción y destrucción no son cosa suya… son de Roberto… con esos discursos, en mi ausencia, la ha fascinado… porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor, precisamente… y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido tal cual… como un papagayo… tanto es así que, cuando la he interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada… diantre… no podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada más…

Le dije que razonar de esa manera era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo largo del río.

Livio me indicó que nos acercásemos al parapeto y después prosiguió:

-¿Yo destructor?… ¿y qué destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres… Cuando la conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones… lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el mundo nada más… la verdad es que ella andaba a cuatro patas… y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida… pero ahora ha vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero… y para siempre…

Por encima de las defensas del río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.

-Ah, ¿no se debería pedir nada a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente… en cambio ya has oído lo que ha dicho… que yo la hacía volverse fea… ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho?

Nadie pasaba por la avenida junto al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.

-Tal vez no la halagabas lo suficiente -dije.

Livio repuso:

-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo… y para lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones… tenía que darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás… yo pensaba que la verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes…

Me eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones. […]

-Sin embargo -dijo Livio como acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades… me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera… me agradecía que lo hiciese… y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese Santoro…

Yo volví a reír:

-Probablemente, para abandonarlo le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le ibas propinando… habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy conmigo… le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor… y entonces, como hoy, no era cosa de ella… ¿no crees que habrá sido así?

Él dijo con estupor:

-Así ha sido… pero era la verdad… yo era el único que podía hacerle bien… y ella lo sabe… y por eso está tan empecinada contra mí…

De pronto nos encontramos en un remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. […]

Dije:

-Tu error ha sido tomarte demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia… Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana… ¿Qué frenesí es el de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren salvar… se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada uno de ellos.

Meneó la cabeza y contestó:

-Será como dices tú… pero lo que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano… y que pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo… tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación… me parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna posibilidad de éxito… pero esa sensación de fundamental vanidad era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia… la sensación de hacer algo sin esperanza…

El crepúsculo se había ya convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad, contesté:

-Entonces no te quejes… has obtenido lo que deseabas… ella te ha inspirado la voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio… De ella, más no podías esperar.

Contestó:

-Eso es verdad… pero no quita que perderla sea muy amargo…

Me reí:

-Cuántas cosas querrías -dije.

Yo había entrado en un gran montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el mayor ruido posible.

-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te ha dado?

Yo tenía las hojas hasta la mitad de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:

-Así que se acabó.

-Eso, se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un orden preestablecido y superior.


                                               FIN 

Alberto Moravia (Roma, 1907 - 1990) Narrador italiano de gran difusión internacional. Su obra literaria se caracteriza por una crítica frontal a la sociedad europea del siglo XX. Nació en el seno de una familia de clase media-alta, hijo de un arquitecto judío y una madre católica. No tuvo una formación tradicional, ya que una tuberculosis ósea que contrajo con nueve años lo obligó a pasar casi una década en la cama. Publicó su primera novela Gli Indifferenti (Los indiferentes), en 1929. En 1941 contrajo matrimonio con la escritora Elsa Moranti. Su novela La mascarada (1941), una sátira política, le obligó a huir de Italia, adonde no pudo volver hasta tres años después, con la liberación de Roma. Muchos de sus libros fueron adaptados al cine.  Dedicó la última parte de su vida especialmente al teatro.

viernes, 22 de junio de 2018

Él y yo


Alberto Moravia - Italia



Comencé a hablar solo poco después de que mi mujer me dejara, porque según decía, estaba hasta las narices de mi silencio. Y es verdad, era silencioso con ella, como, por otra parte, lo era con todos; pero era silencioso porque la quería. Cuando se quiere a alguien no hacen falta las palabras, ¿no? Basta con estar junto a esa persona, mirarla, sentir que está ahí. Silencioso con ella, incluso tal vez demasiado, me convertí en un parlanchín conmigo mismo, como ya he dicho, apenas ella me abandonó. Soy zapatero y el oficio de zapatero, ya se sabe, requiere concentración, aunque no sea más que porque trabajar el cuero requiere finura y ay de ti si te equivocas: el pie no admite errores. Así, cuando regresaba a casa, con los ojos irritados, la cabeza medio perdida a causa de los martillazos, los labios insensibles de tantos clavos como me meto en la boca para humedecerlos antes de fijarlos en las suelas, hubiera querido encontrar una sonrisa, una palabra amable, un beso en la frente, una sopa calentita. En vez de eso, nada de nada. Sólo, en la oscuridad, la gotera en la cocina del grifo de agua potable. Ahora bien, si el silencio es una buena cosa cuando se está junto a una persona a la que se quiere y se sabe que en cuanto uno lo quiera, puede charlar con ella, pero es un tormento cuando nos viene impuesto. Así, luego de que mi mujer volviera con su madre, preparándome a solas la cena en la cocina y comiéndomela después, a solas también, sentado en el canto de la mesa, despacito, casi sin darme cuenta, comencé a hablar conmigo en alta voz.

Al principio decía cosas impersonales, sin de verdad dirigirme ni a mí mismo ni a nadie. Decía por ejemplo: “¡Cuánto frío hace en esta casa, dios mío, cuánto!”, o “si no fuese porque las ratas trastean entre el techo y el tejado, aquí dentro no habría otro ruido que el de la gotera del grifo”, o incluso: “La cama está deshecha desde la mañana. Tranquilo, ahora ya es demasiado tarde, mañana la haré”. Hablaba en voz alta, alguna vez altísima, por más que las cosas fueran insignificantes; me gustaba sin embargo oír resonar mi voz entre aquellas paredes desiertas. Después, un buen día, llegué a decirme: “el vino es bueno, consuela, te bebes un litro y dejas atrás los sinsabores”, y de golpe, no sé cómo, me vinieron ganas de responderme, en voz alta. “Guillermo, coño, eres un desgraciado y lo sabes. Sí, el vino será todo lo bueno que quieras, pero consolar no consuela. Te puedes beber una damajuana pero no serás capaz de olvidarte de tu mujer y del hecho de que te haya dejado. Sí, ya te digo, el vino será todo lo bueno que quieras, pero la compañía de una mujer que te quiera es mucho mejor”. La verdad de estas palabras me golpeó y respondí, es decir, mi propia voz respondió: “Llevas razón, pero en fin, ¿qué es lo que me queda ahora? Tengo cincuenta años y mi mujer, de veinticinco, me ha dejado. ¿Dónde encontraré otra que quiera estar conmigo? Ahora no tengo más que el vino.”. Y otra voz: “Venga ya, no te hagas ahora el filósofo. Sabes mejor que nadie que no has renunciado a tu mujer”. Y yo: “¿Eso quién lo ha dicho? Vaya si he renunciado”. Y él: “No, no has renunciado. Si lo hubieras hecho no estarías todo el rato suspirando al pensar en ella, allí donde te coja, ya sea en el baño, ya en las escaleras de casa”. En fin, que tenía dos voces, una que hablaba, por así decir, desde mí mismo, y otra que hablaba como si fuera otro que era yo mismo y al mismo tiempo no lo era. Fue así que sin darme cuenta, pasé del monólogo al diálogo, es decir de hablar a solas a discutir a solas.

Por otra parte estas discusiones no siempre eran discusiones. A veces nos poníamos de acuerdo él y yo. Por ejemplo, la tarde, después de haberme bebido aquel litro y medio o dos litros, me fui al cuarto y allí, ante el espejo del armario, me puse a hacer muecas, por reírme un rato. Él dijo entonces: “Estamos como siempre. Has bebido. Menos mal que estás en casa y no por esas calles de dios. Has bebido y no te tienes en pie. ¿No te da vergüenza a tu edad?”, no sin un puntito de complacencia en la voz. Anduvimos más o menos de acuerdo, quizás un par de meses, hasta que una noche en la que había mamado más de lo habitual, una garrafa enterita, mirándome al espejo y sacando la lengua, me quedé de piedra al comprobar que él estaba serio y compuesto, sin sacar la lengua ni abrir la boca. Después, habiéndome mirado con compasión durante un buen rato, dijo. “Guillermo, me tienes hasta el gorro”. Yo le pregunté: “¿Cómo es eso?”. Y él me respondió: “Porque en vez de luchar, pasas de todo. Te has resignado a estar sin tu mujer, te has convertido en un borrachuzo e incluso has perdido el cariño por tu trabajo”. “¿Eso quién lo dice?”. “Yo te lo digo. En el barrio todos saben que bebes y los zapatos se los arreglan donde sea. ¿Sabes en qué te has convertido?: en una piltrafa humana”.

Aquello me sentó mal y me rasqué la cabeza. Luego pregunté: “Bah, entonces ¿qué es lo que según tú, tendría que hacer?”. “Luchar, rebelarte, salir adelante”. “Pero ¿para qué?”. “Coño, para qué va a ser, para tener tu mujer en casa; y, ya que sin ella no sabes vivir, trata de verla de nuevo. ¿No sigues siendo su marido? ¿No tienes todo el derecho de tenerla a tu lado?. Pues bien, muévete, cojones, haz algo”. “Pero ¿qué es lo que puedo hacer?”. “¿Que qué debes hacer? Joder, lo sabes muy bien”. “No, te lo juro, no tengo ni idea de qué hacer”. Y él, mirándome fijo: “Lo que debes hacer es conseguir que ella vuelva a casa, por las buenas o por las malas”. Dijo estas palabras con un tono particular, que, lo confieso, me dio miedo. Le respondí: “Por las buenas ya lo he intentado y por las malas no quiero ni siquiera pensarlo. No quiero hacer nada malo”. Me parecía haber dicho algo justo, convincente, pero él agachó la cabeza y dijo, amenazante: “Bueno, va, tú mismo. No se hable más del asunto”. En ese momento desapareció del espejo y me volví a quedar solo.

Me tumbé pensativo. Apenas había apagado la luz, cuando he aquí que su voz recomienza en la oscuridad: “Ahora que estás más tranquilo y se te ha pasado ya la resaca, te diré lo que tienes que hacer para volver a ver a tu mujer. Pero no me interrumpas, escúchame hasta el final”. Le respondí que hablase, joder, que lo escucharía, y él entre bromas y veras me dijo que a la mañana siguiente debía ir a la zapatería, coger la lezna, acercarme adonde mi mujer, ponerle la lezna en las narices e intimidarla con un “o te vienes a casa ya pero ya, o si no ya ves lo que te espera”. Yo le respondí rápidamente, a oscuras: “Pero ¿tú estás majara? Eso ni pensarlo siquiera. Quiero volver con mi mujer, eso está claro, pero de ahí a amenazarla con la lezna en las narices, hay un camino. No quiero acabar con los huesos en la cárcel”. Y él: “Bueno, va, lo que tú digas, no quieres acabar en la cárcel, pero te voy a decir una cosa, en la cárcel estarías mucho mejor que aquí”. “Pero ¿Qué coño estás diciendo?”. “Lo que quiero decirte es que al menos en la cárcel no estarás solo, por lo tanto no tienes nada que perder: o tu mujer se vuelve contigo y miel sobre hojuelas, o bien se niega a venir, tú le das un viaje con la lezna y acabas en la cárcel, en compañía de otros presos”. “Tú estás majara perdido, ¿no?”. ¿El majara lo serás tú. Mira, Guillermo, estás tan solo que hasta en la cárcel estarías mejor que aquí”. En este punto ya no aguantarme pude más e incorporándome en la cama, le dije con energía: “De eso ni hablar. Cállate, cierra ese pico del demonio y déjame dormir”. “Te advierto que si no lo haces tú, lo haré yo”. “Ya te he dicho que me dejes dormir”. “Lo haré a ano más tardar que mañana por la mañana”. “Cállate, joder”. “De acuerdo entonces, ¿no?”. Me levanté de la cama, cogí uno de los zapatos que tenía en el suelo y se lo lancé, así, en lo oscuro. Debió salir pitando de donde estaba, pues escuché un ruido de cacharros y comprendí que había roto el caño del agua del fregadero: me fui quedando dormido.

A la mañana siguiente, al despertarme, me di cuenta rápidamente de que no había tiempo que perder. Él ya no estaba en ninguna de las habitaciones. Capaz de que mientras yo me entretenía en casa calentándome el café, él se hubiera ido al taller (disponía de la llave, porque yo mismo se la había dado), hubiera pillado la lezna para luego, ya se sabe, la escabechina. Se me puso la piel de gallina, lo juro, de sólo pensar que aquello ya estuviera sucediendo. Así que, sin beberme el café, sin lavarme y sin afeitarme siquiera, despeinado y sucio, me precipité a la calle, poniéndome la chaquetilla escaleras abajo. Era muy temprano, con la rociada y las calles envueltas aún en la niebla, poca gente todavía yendo al trabajo, el halo de humo saliendo de la boca. Tenía el taller en una callejuela llamada del Río, así que corrí casi toda la calle Ripetta y al volver la esquina lo vi de lejos, cuando ya salía de la zapatería a toda prisa para luego salir pitando hacia el Tíber. “Hay que joderse”, pensé. “Al menos es un hombre de palabra, de eso no cabe duda. Había dicho que lo haría y lo está haciendo. Ahora, claro, tengo que impedírselo”. Corrí también a la zapatería, cogí otra lezna por si él volviera su furia contra mí y entré en un bar cercano que tenía una cabina telefónica. “No sirvo todavía café, la máquina se está calentando”, me gritó el camarero que me conocía. Alcé los hombros. “No, no quiero café”. En verdad, del gran nerviosismo las manos temblaban mientras pasaba las hojas de la guía telefónica mientras buscaba el número de la comisaría. Al final, lo encuentro, marco, una voz me pregunta que qué se me ofrece y le explico el caso. “Debéis acudir enseguida. Va armado con una lezna. Peligra una vida humana”. La voz al otro lado de la línea preguntó: “A ver, dígame, ¿cómo se llama este hombre? Lo pensé un instante y respondí: “Palombini, Guillermo”, que coincide con mi nombre, una mera coincidencia. En el teléfono me aseguraron que tomarían medidas inmediatas y me puse a correr hacia Plaza del Popolo, a la estación de taxis: la policía podía llegar tarde, así que debía apresurarme. Subí al taxi, grité la dirección y añadí: “Por favor, corra, corra, que está en juego una vida”. El chófer, un viejecito de pelo canoso, me preguntó qué era lo que pasaba y le respondí: “que un tal Palombini, zapatero, armado de una lezna, va en un taxi en busca de su mujer, que lo ha dejado, porque quiere matarla... y hay que impedírselo a toda costa”. “¿Ha llamado a la poli?”. “Claro”. “Pero ¿cómo es que se ha enterado de eso?”. “Bueno, Palombini y yo somos, por así decir, amigos y él mismo me lo ha dicho”. El chófer reflexionó un instante y luego dijo: “Muchos se hacen los bravucones y al final, en el momento de la verdad, se echan para atrás”. “Te equivocas, éste va en serio, lo conozco bien”. Mientras, corríamos por las calles hacia vía Giulia, donde habitaba mi mujer.

El taxi se detiene, me bajo, pago, el chófer se aleja, me vuelvo hacia vía Giulia, vacía hasta donde se pierde la mirada y veo al muy sinvergüenza, que justo en ese instante se dirige al portal de mi mujer. Recordé que a esa hora mi suegra, una vieja beatona, estaría en la iglesia mientras mi mujer se quedaba sola en casa, en cama todavía, porque era perezosa y no le gustaba madrugar. “Ha elegido un buen momento”, pensé, “joder, el cabrón se las sabe todas... así que corramos antes de que todo acabe en una carnicería”. Me precipité sobre el portal, subí los escalones de cuatro en cuatro y al llegar lo veo en el rellano, mientras aporreaba la puerta gritando: “El contador del gas”, una forma como cualquier otra para hacerse abrir. Lo seguí y, de hecho, en un momento hubo un ruido de llaves en el piso, la puerta se abrió y oí oigo la voz chillona de mi mujer que decía: “el contador está en la cocina”. Él esperó un momento y luego se dirigió al interior. Yo lo seguí.

El pasillo estaba a oscuras, reconocí el olor del sueño de ella, cálido y joven, y sentí que me faltaba el aliento. De puntillas fui directamente al fondo del pasillo donde sabía que estaba su cuarto, empujé la puerta que ella, al volver al lecho, sólo había dejado entornada y entré. También el cuarto estaba a oscuras pero no tanto que no pudiera vislumbrar la cama de matrimonio y, blancos y llenos bajo el pelo negro suelto sobre la espalda, los hombros desnudos de quien ya se había vuelto a dormir de costado. Digo la verdad, viendo aquellos hombros, sentí una nostalgia tan fuerte del tiempo en el que la veía de madrugada al salir de puntillas para acudir al trabajo, que me olvidé de él y de su lezna, me puse de rodillas, tomé su mano del cobertor y le dije: “Amor mío, tesoro mío, vuelve a casa. Sin ti no puedo vivir”. Estaba seguro de que mi mujer, dadas las circunstancias, se hubiera dejado convencer si aquel bellaco no se hubiese puesto por el otro lado de la cama con el brazo armado y suspendido en el aire, y agitándola por los hombros no le hubiera dicho con aquella voz horrible. “O te vienes conmigo, o si no, mira lo que te espera...”.

No logro describir lo que vino después. Yo luchaba contra él tratando de desarmarlo; mi mujer gritaba y se llevaba por delante todo lo que pillaba a su paso, escapando semidesnuda por el cuarto; tantos hombres, los agentes de policía que de pronto aparecieron y saltaron sobre mí, mientras yo seguía gritando: “Arrestadlo, arrestadlo, es peligroso, pero mucho cuidado con la lezna”. El caso es que los agentes, acaso porque yo también llevaba la lezna en la mano, me cogieron sin hacer distinción, me sacaron del piso me arrastraron escaleras abajo mientras me debatía y repetía a todo lo que me daba la voz: “Arrestadlo a él, no a mí..., os estáis equivocando”. En la calle se había formado un gran bullicio y los agentes me empujaron hacia el furgón y al alzar los ojos, lo vi, esposado ante dos agentes, sentado frente a mí y con un guiño que parecía decirme: “¿Has visto cómo lo he hecho?”. Grité entonces apuntándolo con el dedo: “Me ha jodido la vida, este delincuente me ha jodido la vida”, y entonces me desmayé.

Ahora estoy en una celda acolchada y dicen que me tienen en observación porque creen que con tanto dolor puede que se me vaya la olla. No me lamento, pero me siento tan tan solo... A él se lo han llevado a Regina Coeli y nos tienen separados, de modo que mientras yo estoy en el manicomio, él está en la cárcel, siendo así que la sola compaña que tenía hasta ahora se la han llevado y ya no tengo a nadie, así que creo que ahora me tocará quedarme callado para siempre.
                                   FIN



Dejar a Matilde


Alberto Moravia - Italia


Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenarazones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.

La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:

-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.

Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.

Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:

-¿Cómo estás?

-Estoy bien -contesté, duro.

-Perdóname por anoche..., pero no pude, de verdad.

-No importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...

-¿Qué cosa?

-Una importante.

-¿Una cosa buena?

-Según... Para mí sí.

-¿Y para mí?

Dije tras un momento de reflexión:

-Claro, también para ti.

-¿Y qué cosa es?

-Te la diré mañana.

-No, dímela hoy.

-No me mates...

-Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?

Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:

-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.

Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:

-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?

Contesté huraño:

-Vamos, monta.

Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.

Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:

-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.

Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde”.

Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.

-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.

Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:

-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:

-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?

Y yo contesté espontáneamente:

-Pienso en lo que tengo que decirte.

-Pues dilo.

Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:

-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.

Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:

-Me duermo. ¡No me molestes!

Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.

Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:

Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.


Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:

-Y ahora comemos.

Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:

-Bueno, dime ahora esa cosa.

Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:

-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?

-No -respondí.

-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?

-No.

-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?

-No.

-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.

-No, tengo que decirte que...

Pero ella, tapándome la boca con la mano:

-Chitón, si quieres que te dé un beso.

¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.

Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:

-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.

Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:

-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.

La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:

-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.

Pero ella no se levantó en seguida y dijo:

-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.

Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.

Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:

-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.

Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:

-Pero, ¿por qué?

Y ella, con una buena carcajada:

-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.

Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.

                                            FIN