miércoles, 31 de diciembre de 2014

El mejor safari


Autor: Nadine Gordimer -  Sudáfrica



Aquella noche nuestra madre fue a la tienda y no regresó. Nunca. ¿Qué había pasado? No lo sé. También mi padre se había marchado un día para nunca regresar; pero es que él fue a la guerra. Donde nosotros estábamos también había guerra, pero éramos pequeños y, al igual que la abuela y el abuelo, no teníamos armas. Aquellos contra quienes mi padre luchaba -los bandidos, los llama nuestro gobierno- irrumpían en el lugar donde vivíamos y nosotros huíamos de ellos como gallinas perseguidas por perros. No sabíamos adónde ir. Nuestra madre fue a la tienda porque decían que se podía comprar aceite para cocinar. Nos alegró porque hacía mucho que no probábamos el aceite. Puede que comprase aceite y que alguien la atacase en la oscuridad y le quitase aquel aceite. Puede que se topase con los bandidos. Si te encuentras con ellos, te matan. En dos ocasiones entraron en nuestro pueblo y corrimos a ocultarnos en el bosque, y cuando se hubieron marchado regresamos y descubrimos que se lo habían llevado todo. Pero la tercera vez que vinieron no quedaba nada que pudieran llevarse, ni aceite ni comida, así que le prendieron fuego a la paja y los techos de nuestras casas se hundieron. Mi madre encontró unas chapas de hojalata y las pusimos para cubrir parte de la casa. La esperamos allí la noche que no regresó. 


Nos daba pánico salir, incluso para hacer nuestras cosas, porque sí que habían llegado los bandidos; no a nuestra casa -sin techo debía de parecer que no había nadie, que todos se habían ido-, pero sí al pueblo. Oíamos que la gente gritaba y corría. Nos daba miedo incluso correr, sin que nuestra madre nos dijese hacia dónde. Yo soy la segunda, la chica, y mi hermanito se agarraba a mi estómago, rodeándome el cuello con los brazos y la cintura con las piernas, igual que un monito a su madre. Mi hermano mayor se pasó toda la noche con un trozo de madera astillada en la mano, parte de uno de los palos que sostenían la casa y se habían quemado; era para defenderse si los bandidos lo encontraban.

Nos quedamos allí todo el día. Aguardándola. No sé que día era; en nuestro pueblo ya no había escuela ni iglesia, así que no sabíamos si era domingo o lunes.

Al ponerse el sol, llegaron la abuela y el abuelo. Alguien del pueblo les había dicho que los niños estábamos solos; nuestra madre no había regresado. Digo «abuela» antes que «abuelo» porque es así: nuestra abuela es alta y fuerte, y aún no es vieja, y nuestro abuelo es bajito, apenas se le ve en sus holgados pantalones, sonríe pero no ha oído lo que le dices, y lleva el pelo que parece lleno de restos de jabón, La abuela nos llevó -a mí, al chiquitín, a mi hermano mayor y al abuelo- a su casa y todos teníamos miedo (salvo el chiquitín, que iba dormido en la espalda de la abuela) de encontrarnos a los bandidos por el camino. Estuvimos esperando mucho tiempo en casa de la abuela. Puede que un mes. Teníamos hambre. Nuestra madre nunca regresó. Durante el tiempo que estuvimos esperando que viniese a buscarnos, la abuela no pudo darnos comida, no tenía comida para el abuelo ni para ella. Una mujer que tenía leche en los pechos nos dio un poco para mi hermanito, aunque él en casa comía gachas, igual que nosotros. La abuela nos llevó a buscar espinacas silvestres, pero toda la gente del pueblo hacía lo mismo y no quedaba ni una hoja.

El abuelo, aunque se quedaba un poquito atrás, salió a pie con unos jóvenes a buscar a nuestra madre, pero no la encontró. Nuestra abuela lloró con otras mujeres y yo canté los himnos con ellas. Trajeron un poco de comida -alubias- pero al cabo de dos días nos quedamos otra vez sin nada. El abuelo tuvo tres ovejas y una vaca y un huerto, pero ya hacía mucho tiempo que los bandidos le habían quitado las ovejas y la vaca, porque ellos también pasaban hambre; y al llegar la época de la siembra el abuelo se había quedado sin semillas que sembrar.

Así que decidieron -nuestra abuela, porque el abuelo hizo unos ruiditos, balanceándose, pero ella no le prestó atención- que nos marchásemos. Mis hermanos y yo nos alegramos. Queríamos irnos de allí donde ya no estaba nuestra madre y donde pasábamos hambre. Queríamos ir a donde no hubiese bandidos y hubiese comida. Era estupendo pensar que tenía que haber un lugar semejante lejos de allí.

La abuela dio su ropa de ir a la iglesia a una persona a cambio de maíz seco, que hirvió y envolvió en un trapo. Nos llevamos el maíz al marcharnos y ella creyó que podríamos encontrar agua en algún río, pero no dimos con ningún río y pasamos tanta sed que tuvimos que regresar. No hasta casa de los abuelos, sino hasta un pueblo donde había bomba de agua. Ella destapó la cesta donde llevaba ropa y el maíz y vendió sus zapatos para comprar un bidón grande agua. Yo dije: Gogo, ¿cómo vas a ir a la iglesia ahora si no llevas siquiera zapatos?, pero ella dijo que el viaje era largo y llevábamos demasiado peso. En aquel pueblo encontramos a otra gente que también se marchaba. Nos unimos a ellos porque parecían saber mejor que nosotros dónde estaba aquello.

Para llegar allí teníamos que cruzar el Parque Kruger. Habíamos oído hablar del Parque Kruger como de un país entero lleno de animales: elefantes, leones chacales, hienas, hipopótamos, cocodrilos, toda clase de animales. En nuestro país teníamos algunos iguales, antes de la guerra (la abuela lo recuerda, mis hermanos y yo no habíamos nacido), pero los bandidos matan a los elefantes y venden los colmillos, y los bandidos y nuestros soldados se han comido toda la caza. En nuestro pueblo había un hombre sin piernas: un cocodrilo se las arrancó en nuestro río; pero a pesar de ello nuestro país es un país de personas y no de animales. Habíamos oído hablar del Parque Kruger porque algunos de nuestros hombres iban a trabajar allí, a unos sitios donde acudían los blancos de visita y para ver los animales.

Así que reemprendimos el viaje. Había mujeres, y otras niñas como yo que tenían que llevar a los pequeños a cuestas cuando las mujeres se cansaban. Un hombre nos guió hasta el Parque Kruger. Es que aún no llegamos, es que aún no llegamos, no paraba yo de preguntarle a la abuela. Todavía no, decía el hombre, cuando ella se lo preguntaba por mí. Él nos explicó que tendríamos que dar un gran rodeo siguiendo la cerca, que nos mataría, nos dijo, achicharrándonos la piel en cuanto la tocásemos, igual que los cables de lo alto de los postes que llevan la luz eléctrica a nuestras ciudades. Yo ya he visto ese dibujo de una cabeza sin ojos ni piel ni pelo, en una caja de hierro del hospital de la Misión que teníamos antes de que lo volasen.

Al preguntar otra vez, dijeron que llevábamos una hora caminando por el Parque Kruger. Pero tenía el mismo aspecto que el chaparral por donde caminamos todo el día, y no habíamos visto más animales que monos y pájaros como los que hay donde vivimos, y una tortuga que, como es natural, no pudo escapar de nosotros. Mi hermano mayor y los otros chicos se la trajeron al hombre para matarla, guisarla y comérnosla. El hombre la dejó libre porque dijo que no podíamos encender fuego; que mientras estuviésemos en el Parque no deberíamos encender fuego porque el humo indicaría que estábamos allí. La policía y los guardas vendrían y nos obligarían a volver por donde habíamos venido. Dijo que teníamos que ir de un lado a otro como los animales entre animales, lejos de las carreteras, lejos de los campamentos de los blancos. Y justo en aquel momento oí, estoy segura de que fui la primera en oírlo, un crujir de ramas y el sonido de algo que se abría paso entre la hierba, y casi chillé porque creí que era la policía, los guardas (con quienes él nos dijo que tuviésemos cuidado) que habían dado con nosotros. Y era un elefante, y otro elefante, y más elefantes, grandes manchas oscuras que se movían por dondequiera que mirases entre los árboles. Arrollaban la trompa en las hojas rojas de los árboles de mopane y se las embutían en la boca. Los elefantitos se pegaban a sus madres. Los que ya eran un poco mayores peleaban entre sí igual que mi hermano mayor con sus amigos, pero con la trompa en lugar de con los brazos. Yo los observaba con tal interés que me olvidé de que tenía miedo. El hombre nos dijo que permaneciésemos quietos y en silencio mientras los elefantes pasaban. Pasaron muy lentamente, porque los elefantes son demasiado grandes para necesitar huir de nadie. 

Los gamos corrían ante nosotros. Saltaban tan alto que parecían volar. Los facóqueros se paraban en seco al oírnos, y se alejaban zigzagueando como solía hacerlo un chico de nuestro pueblo con la bicicleta que su padre trajo de las minas. Seguimos a los animales hasta donde bebían. Cuando se marchaban íbamos a sus pozas. Nunca pasábamos sed porque encontrábamos agua, pero los animales comían, comían constantemente. Siempre que los veías estaban comiendo hierba, árboles, raíces. Y no había nada para nosotros. El maíz se nos había terminado. Lo único que podíamos comer era lo que comían los babuinos, pequeños higos resecos llenos de hormigas, que crecen en las ramas de los árboles junto a los ríos. Era duro ser como animales. 

Cuando hacía mucho calor, durante el día encontrábamos leones echados y durmiendo. Eran del color de la hierba y no los descubríamos a primera vista, aunque el hombre sí, y nos hacía retroceder y dar un largo rodeo para no pasar por donde dormían. Yo quería echarme como los leones. Mi hermanito estaba adelgazando pero pesaba mucho. Cuando la abuela me buscaba, para cargármelo a la espalda, yo intentaba escabullirme. Mi hermano mayor dejó de hablar; y cuando descansábamos tenían que zarandearle para que se volviese a levantar, como si ahora fuese igual que el abuelo, que no oía. Vi que la abuela tenía la cara llena de moscas y que no se las espantaba; me asusté. Cogí una hoja de palmera y se las quité.

Caminábamos de día y de noche. Veíamos los fuegos donde los blancos cocinaban en los campamentos y olíamos el humo y la comida. Mirábamos las hienas, que iban agachadas como si sintiesen vergüenza, deslizarse por el chaparral siguiendo aquel olor. Si una de ellas volvía la cabeza, le veías unos ojos grandes y brillantes, como los nuestros cuando nos mirábamos unos a otros en la oscuridad. El viento traía voces en nuestra lengua desde los cercados donde viven quienes trabajan en los campamentos. Una de las mujeres que iba con nosotros quería ir a verlos por la noche y pedirles que nos ayudasen. Pueden darnos la comida de los cubos de basura, dijo, y empezó a lamentarse y la abuela tuvo que agarrarla y taparle la boca con la mano. El hombre que nos guiaba nos había dicho que debíamos rehuir a aquellos de los nuestros que trabajaban en el Parque Kruger; si nos ayudaban, perderían su trabajo. Si nos veían, todo lo que podían hacer era fingir que no éramos nosotros, que lo que habían visto eran animales. 

A veces nos deteníamos a dormir un poco durante la noche. Dormíamos muy juntos. No sé que noche fue (porque caminábamos y caminábamos siempre y a todas horas) pero una vez oímos que los leones estaban muy cerca. Sus rugidos no eran como los que se oían desde lejos. Jadeaban como nosotros al correr, aunque es un jadeo diferente: se nota que no corren, que acechan por allí cerca. Nos apretábamos unos contra otros, unos encima de otros, y los de los lados intentaban refugiarse en el centro, donde estaba yo. Me aplastaron contra una mujer que olía mal porque tenía miedo, pero me alegré de poder agarrarme fuertemente a ella. Rogué a Dios que hiciera que los leones cogieran a alguien de los lados y se marcharan. Cerré los ojos para no ver el árbol desde donde cualquier león podía saltar y caerme justo encima. En lugar del león saltó el hombre que nos guiaba; puesto en pie, comenzó a golpear el árbol con una rama seca. Nos había enseñado a no hacer nunca ruido, pero él gritaba. Gritaba a los leones como solía hacerlo un borracho de nuestro pueblo, que le gritaba al aire. Los leones se retiraron. Los oímos rugir, devolviéndole los gritos desde lejos.

Estábamos cansados, cansadísimos. Mi hermano mayor y el hombre tenían que aupar al abuelo y pasarlo de piedra en piedra allí donde encontrábamos vados para cruzar los ríos. La abuela es fuerte, pero le sangraban los pies. Ya no podíamos seguir llevando las cestas en la cabeza, no podíamos cargar con nada, excepto mi hermanito. Dejamos nuestras cosas bajo un arbusto. Con tirar de nuestros cuerpos hasta allí ya será mucho, dijo la abuela. Luego comimos frutos silvestres que en el pueblo no conocíamos y tuvimos retortijones. Estábamos entre la hierba que llaman elefante porque es casi tan alta como un elefante, aquel día que nos dieron los dolores, y el abuelo no podía agacharse allí delante de todos como mi hermanito, y se fue un poco más allá para hacerlo a solas. Nosotros teníamos que seguir, no paraba de decirnos el hombre que nos guiaba, no podíamos retrasarnos, pero le pedimos que aguardase al abuelo. 

Así que todos aguardaron a que el abuelo nos alcanzase. Pero no nos alcanzó. Era en pleno día; los insectos zumbaban en nuestros oídos y no lo oímos moverse entre la hierba. No podíamos verle porque la hierba era muy alta y él muy bajito. Pero debía de andar por allí, metido en sus holgados pantalones y en la camisa rasgada que la abuela no le pudo coser porque no tenía hilo. Sabíamos que no podía estar lejos porque era débil y lento. Fuimos todos a buscarle, pero en grupos, no fuese que también nosotros nos perdiésemos de vista entre la hierba. Esta se nos metía en los ojos y en la nariz. Continuábamos llamando al abuelo, pero el zumbido de los insectos debió de llenar el pequeño espacio que le quedaba para oír en las orejas. Miramos y miramos, pero no dábamos con él. Estuvimos entre aquella hierba tan alta toda la noche. En sueños, me lo encontré acurrucado en un espacio que había apisonado con los pies, igual que hacen los antílopes para ocultar sus crías. 

Al despertarme seguía sin aparecer. Así que continuamos buscando, y para entonces vimos senderos que habíamos abierto de tanto pasar entre la hierba, y sería fácil para él encontrarnos si nosotros no le encontrábamos. Todo aquel día no hicimos más que quedarnos sentados y aguardar. Todo está muy tranquilo cuando tienes el sol encima de la cabeza, dentro de la cabeza, aunque te acuestes como los animales, bajo los árboles. Yo me tendí boca arriba y vi esos feos pájaros de pico ganchudo y cuello desnudo volando en círculo por encima de nosotros. Habíamos pasado muchas veces por delante de ellos mientras descarnaban huesos de animales muertos, de los que no quedaba nada que pudiésemos comer también nosotros. Ronda tras ronda, elevándose y descendiendo y de nuevo elevándose. Veía sus cabezas asomar por todos lados. Volando en círculo sin parar. Noté que la abuela, quieta allí sentada con mi hermanito en su regazo, también los veía.

Por la tarde, el hombre que nos guiaba se acercó a la abuela y le dijo que los demás debían continuar. Le dijo que si sus hijos no comían, morirían pronto. 

La abuela no dijo nada.

Le traeré agua antes de marcharnos, dijo él.

La abuela nos miró, a mí, a mi hermano mayor y a mi hermanito, que estaba en su regazo. Nosotros observábamos cómo los demás se levantaban para marcharse. Yo no podía creer que la hierba se vaciaría en todo el derredor, donde ellos habían estado. Que nos quedaríamos solos en aquel lugar, el Parque Kruger: la policía o los animales darían con nosotros. Me saltaron lágrimas de los ojos y de la nariz y me cayeron en las manos, pero la abuela no hizo caso. Se levantó, con los pies separados tal como los pone para izar un haz de leña, allá en casa, en nuestro pueblo; se colgó a mi hermanito a la espalda y lo ató con su vestido (la parte de arriba se le había desgarrado y llevaba sus grandes pechos al aire, pero no había nada en ellos para él). Y dijo entonces: Vamos.

Así que dejamos el lugar de la hierba alta. Lo dejamos atrás. Fuimos con los demás y con el hombre que nos guiaba. Emprendimos la marcha, otra vez.


Hay una tienda muy grande, más grande que una iglesia o una escuela, sujeta al suelo. No podía imaginar que aquello fuese lo que era, al llegar allá lejos. Vi una cosa parecida la vez que nuestra madre nos llevó a la ciudad porque se enteró de que nuestros soldados estaban allí y quería preguntarles si sabían donde estaba nuestro padre. En aquella tienda la gente cantaba y rezaba. Esta es azul y blanca como aquella pero no es para rezar y cantar; vivimos en ella con muchos otros que han llegado de nuestra tierra. La hermana de la clínica dice que somos doscientos sin contar los bebés; han nacido algunos por el camino a través del Parque Kruger.

Dentro, está oscuro incluso cuando luce el sol, y es como una especie de pueblo. En lugar de casas, cada familia tiene unos espacios separados por sacos o cartones de cajas -lo que encontremos- para que las demás familias sepan que es tu espacio y que no deben entrar aunque no haya puerta ni ventanas ni techumbres, de manera que si estás de pie y no eres una niña pequeña puedes ver el interior de la casa de todo el mundo. Algunos incluso han hecho pintura con piedras del suelo y han dibujado cosas en los sacos. 

Pero sí que hay un techo de verdad: la tienda es el techo, alto, muy alto. Como el cielo. Como una montaña, y nosotros estamos dentro de ella; por las grietas bajan caminos de polvo, tan prietos que parece que se pudiera trepar por ellos. La tienda no deja entrar el agua por arriba, pero entra por los lados y por las callecitas que separan nuestros espacios (solo puede pasar por ellas una persona cada vez) y los pequeños como mi hermanito juegan con el barro. Hay que saltar por encima de ellos para pasar. Mi hermanito no juega. La abuela lo lleva a la clínica cuando viene el médico el lunes. La hermana dice que le pasa algo en la cabeza, y cree que es porque no teníamos bastante comida en casa. Por la guerra. Porque nuestro padre no estaba. Y porque luego había pasado mucha hambre en el Parque Kruger. Solo quiere estar todo el día encima de la abuela, en su regazo o pegado a ella, y no hace más que mirarnos y mirarnos. Quiere pedir algo pero se nota que no puede. Si le hago cosquillas solo sonríe un poquito. En la clínica nos dan un polvo especial para hacerle gachas y puede que un día se ponga bien. 

Cuando llegamos estábamos con él, mi hermano mayor y yo. Casi no me acuerdo. Los vecinos del pueblo que está cerca de la tienda nos llevaron a la clínica, donde tienes que firmar que has llegado, desde muy lejos, por el Parque Kruger. Nos sentamos en la hierba y todo estaba embarrado. Había una hermana muy guapa con el pelo muy estirado y unos bonitos zapatos de tacón alto, que nos trajo el polvo especial. Nos dijo que teníamos que mezclarlo con agua y beberlo despacio. Nosotros rasgamos los paquetes con los dientes y lamimos todo el polvo; a mí se me quedó pegado en la boca y me chupé los labios y los dedos. Otros niños que hicieron el viaje con nosotros vomitaron. Pero yo solo notaba que todo se removía dentro de mi estómago, y que lo que me había tragado bajaba y se me arrollaba como una serpiente, y me dio un hipo muy fuerte. Otra hermana nos dijo que nos pusiésemos en fila en el porche de la clínica pero no pudimos. Nos quedamos todos por allí sentados, cayendo unos sobre otros; las hermanas nos ayudaron a todos a levantarnos cogiéndonos del brazo y luego nos clavaron una aguja. Con otras agujas nos sacaron la sangre y la metieron en unas botellitas. Era contra la enfermedad, pero yo no lo comprendía, y cada vez que cerraba los ojos me figuraba que aún caminaba, y que la hierba era alta, y veía a los elefantes, y no sabía que estábamos allá lejos. 

Pero la abuela aún era fuerte, todavía podía tenerse en pie, y como sabe escribir firmó por nosotros. La abuela nos consiguió este espacio en la tienda junto a uno de los lados; es el mejor sitio porque, aunque entre agua cuando llueve, podemos levantar la lona cuando hace buen tiempo y nos da el sol, y se van los olores de la tienda. La abuela conoce aquí a una mujer que le enseñó dónde hay buena hierba para hacer esteras para dormir, y la abuela nos las hizo. Una vez al mes llega a la clínica el camión de la comida. La abuela va con una de las tarjetas que firmó y cuando le hacen el agujero nos dan un saco de maíz. Hay carretillas para llevarlo a la tienda; mi hermano mayor lo carga por ella, y luego él y los otros chicos hacen carreras con las carretillas vacías hasta la clínica. A veces tiene suerte y un hombre que ha comprado cerveza en el pueblo le da dinero para que la transporte; aunque esto no está permitido, porque hay que devolver las carretillas enseguida a las hermanas. Él se compra un refresco y me da un trago si le pillo. Otra vez al mes, la iglesia deja un montón de ropa vieja en el patio de la clínica. La abuela tiene otra tarjeta para que le hagan el agujero, y entonces podemos elegir algo: yo tengo dos vestidos, dos pantalones y un suéter, así que puedo ir a la escuela. 

Los del pueblo nos dejan ir a su escuela. Me sorprendió que hablasen nuestra lengua. La abuela me dijo: Por eso nos dejan estar en su tienda. Hace mucho tiempo, en tiempos de nuestros padres, no había la cerca que mata, no estaba el Parque Kruger entre ellos y nosotros, y éramos todos un solo pueblo bajo nuestro propio rey, desde el hogar de donde nos marchamos hasta este sitio adonde hemos llegado.

Llevamos ya mucho tiempo en la tienda (yo he cumplido once años y mi hermanito tiene casi tres, aunque es muy pequeño, solo tiene grande la cabeza, y aún no está del todo bien) y han cavado por todo el derredor y han plantado alubias y trigo y berzas. Los ancianos entretejen ramas para vallar sus jardines. No está permitido que nadie vaya a buscar trabajo en las ciudades, pero algunas mujeres lo han encontrado en el pueblo y pueden comprar cosas. La abuela, como todavía está fuerte, consigue trabajo donde la gente construye casas; porque en este lugar la gente construye bonitas casas con ladrillos y cemento, y no con barro como las que teníamos en nuestro pueblo. La abuela acarrea ladrillos para ellos y cestas de piedra en la cabeza. Así que tiene dinero para comprar azúcar y té y leche y jabón. El almacén le ha regalado un calendario que ella ha colgado en la lona de nuestra tienda. Voy muy bien en la escuela, y ella guardó los papeles de los anuncios que la gente tira al salir de comprar en el almacén y me forró los libros. A mi hermano mayor y a mí nos manda hacer los deberes todas las tardes antes de que oscurezca, porque no hay sitio más que para estar echados, muy juntos, como hacíamos en el Parque Kruger, aquí en nuestro espacio de la tienda, y las velas son caras. La abuela todavía no ha podido comprarse un par de zapatos para ir a la iglesia, pero nos ha comprado zapatos negros de colegiales y betún para lustrarlos a mi hermano mayo y a mí. Todas las mañanas, al levantarnos, los chiquitines lloran, la gente se empuja frente a los grifos de afuera y algunos niños ya rebañan los restos de gachas pegados en las ollas de las que comimos por la noche y mi hermano mayor y yo nos lustramos los zapatos. La abuela nos hace sentar en las esteras con las piernas estiradas para ver bien los zapatos y asegurarse de que los hemos hecho como es debido. Nadie más en la tienda tiene auténticos zapatos de colegial. Al mirar a los demás es como si estuviésemos otra vez en una verdadera casa, sin guerra, y no aquí lejos. 

Llegaron unos blancos a tomarnos fotografías a los que vivimos en la tienda; dijeron que estaban haciendo una película, que es algo que nunca he visto pero sé lo que es. Una mujer blanca se metió en nuestro espacio y le hizo a la abuela unas preguntas que uno que entiende la lengua de la mujer blanca nos dijo en la nuestra.

¿Cuánto tiempo llevan viviendo de este modo?

¿Quiere decir aquí?, dijo la abuela. En esta tienda, dos años y un mes.

¿Y qué espera del futuro?

Nada. Estoy aquí.

¿Y para sus pequeños? 

Quiero que aprendan para que puedan conseguir buenos empleos y dinero.

¿Confían en regresar a Mozambique, a su país? 

No volveré.

¿Pero cuando termine la guerra… y no puedan quedarse aquí? ¿No desea volver a su hogar?

No me pareció que la abuela quisiera seguir hablando. No me pareció que fuese a contestar a la mujer blanca. La mujer blanca ladeó la cabeza y nos sonrió.

La abuela apartó la mirada de la mujer blanca y dijo: Ya no hay nada. No hay hogar.

¿Por qué dirá esto la abuela? ¿Por qué? Yo volveré. Yo volveré a través del Parque Kruger. Después de la guerra, cuando ya no queden más bandidos, quizá nuestra madre nos estará esperando. Y puede que cuando dejamos al abuelo solo se rezagase, que acabase por encontrar el camino, y fuese poquito a poco, a través del Parque Kruger, y esté también allí. Estarán en casa, y yo los recordaré. 

Nadine Gordimer

(Springs, 1923 - Johannesburgo, 2014) Narradora y ensayista sudafricana en lengua inglesa; fue la primera mujer africana que recibió el premio Nobel de Literatura, en 1991.

sábado, 27 de diciembre de 2014

En el bosque

[Cuento. Texto completo.]


                              Ryunosuke Akutagawa - Japón


Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi
-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.
El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.
¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial
-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.
¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago... Lo lamento... no encuentro palabras para expresarlo...

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial
-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.
De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial
-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.
¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.
Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero... ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que... (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

Confesión de Tajomaru
Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.
Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante... Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.
¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)
Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.
Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia... Luego... ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.
Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.
Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos... Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.
Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.
Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)
Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.
Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte... (Sereno suspiro.)
Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.
Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu
-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido... un resplandor verdaderamente extraño... Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:
-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!
Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:
-Te pido tu vida. Yo te seguiré.
Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».
Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.
Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después... ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle... ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido... qué podía hacer. Aunque yo... yo... (Estalla en sollozos.)

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja
-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)
Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que... (Se interrumpe, riendo extrañamente.)
Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?...»
Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)
Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:
«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)
Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía... Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar...
                                                                       FIN

Ryūnosuke Akutagawa escritor japonés perteneciente a la generación neorrealista que surgió a finales de la Primera Guerra Mundial. Su obra, en su mayoría son cuentos,(1 de marzo de 1892  - 24 de julio de 1927, Tokio, Japón)

domingo, 21 de diciembre de 2014

Restauración de la bóveda celeste


Autor: Lu Sin - China


I
Nü-wa1 se ha despertado sobresaltada. Acaba de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena, tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el universo.
Se frota los ojos.
En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca; más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas, resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál de los astros sube ni cuál desciende.
La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.
-¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!
En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente: estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo, que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne; ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.
Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser que se le parece adquiere forma entre su dedos.
-¡Ah! ¡Ah!
Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta si esa figurita no estaba enterrada en el suelo, como las batatas, y no puede retener un grito de asombro.
Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría como no ha sentido jamás, prosigue su obra de modelado, mezclando a ella su sudor...
-¡Nga! ¡Nga!
Los pequeños seres se ponen a gritar.
-¡Oh!
Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros se escapa no sabe qué. La tierra se cubre de un vapor blanco como la leche. Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan también.
Algunos comienzan a parlotear:
-¡Akon! ¡Agon!
-¡Ah, tesoros míos!
Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con sus dedos untados de barro los rostros blancos y gordos.
-¡Uva! ¡Ahahá!
Ríen.
Es la primera vez que oye reír en el universo. Por primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar los labios.
Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor alejándose y hablando volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos confusos que la ensordecen.
Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.
Por fin, con las piernas y los riñones doloridos, se pone de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira. En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio violetas.
Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.
Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en tierra.
II
Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta hacia el sureste.2
Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.
Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.
La situación es confusa. Toda la tierra está llena de corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.
Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de seres cuya existencia no sospechaba.
Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.
-¡Oh! -exclama asombrada y asustada, como al contacto de una oruga.
-¡Diosa Suprema, sálvanos!...-dice con la voz entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba blanca con la cabeza en alto, mientras vomita-: ¡Sálvanos!... Tus humildes súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y la tierra... ¡Felizmente... te hemos encontrado, Diosa Soberana!... Te rogamos que nos salves de la muerte... y nos des el remedio que... que procura la inmortalidad...
Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento perpetuo.
-¿Cómo? -pregunta ella sin comprender.
Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana! ¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría, deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:
-Llévenme esto a un sitio más tranquilo.
Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un ademán demasiado brusco: de una montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí, separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del agua, golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.
Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.
-¿Qué te ha ocurrido? -le pregunta en tono indiferente.
-¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo -responde con voz triste y lamentable-. Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...
-¿Cómo?
Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se deja ver.
-Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha estrellado la cabeza contra el Monte Hendido, ha quebrado la columna de la bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la verdad que...!
-¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!
Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de placas de hierro, pero con rostro orgulloso y alegre.
-¿Qué ha pasado?
Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden mostrar cien rostros diferentes, por eso quisiera conseguir una respuesta comprensible.
-El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad, Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial; nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección, nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte Hendido.
-¿Cómo?
Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.
-El espíritu humano rompe con la antigüedad...
-¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!
Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se vuelve a otro lado y descubre con dificultad a un tercer ser, que no lleva placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía sangran. Se cubre con rapidez los riñones con un paño desgarrado que acaba de sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.
Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que los otros y que acaso él podrá informarla.
-¿Qué ha pasado? -pregunta.
-¿Qué ha pasado? -repite él levantando ligeramente la cabeza.
-¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...
-¿El accidente que acaba de producirse?
Ella arriesga una suposición:
-¿Es la guerra?
-¿La guerra?
A su vez, él va repitiendo las preguntas.
Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en alto, contempla el cielo que presenta una fisura larga, muy profunda y ancha. Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros y llena de energía se dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que nada la bóveda celeste".
Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a medida que el hacinamiento aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo, la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el corazón.
Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes. Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan: su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.
-¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! -dice, perdiendo el aliento.
Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en las manos.
En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo del pie.
Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros. Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué; en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.
El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida, en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.
-¿Qué es eso? -pregunta con curiosidad.
El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita con el tono de una lección bien aprendida:
-Al ir completamente desnuda, te entregas al libertinaje, ofendes la virtud, desprecias los ritos y quebrantas las conveniencias; tal conducta es la de un animal. La ley del Estado está firmemente establecida: eso está prohibido.
Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que ha sido una tontería formular esa pregunta. Sabe que la conversación con semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo y se prepara para encender el montón de cañas.
De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos "nga, nga" que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.
Enciende el fuego en varios puntos.
Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no están completamente secas; crepita, sin embargo. Al cabo de un momento, innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme. Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como un relámpago inextinguible.
El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece por última vez el tono rosa carne.
La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus dedos descubren muchas asperezas.
"Ya veré, cuando haya descansado...", piensa.
Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con ella el hueco de sus manos juntas y la deja caer sobre el diluvio que cubre la tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.
-¡Oh!...
Exhala un último suspiro.
En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol resplandeciente, semejante a un globo de oro, gira en un flujo de vieja lava. Al frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se detiene.
De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un silencio más fuerte que la muerte.
III
En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.
Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger. Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo de su gran estandarte en "Entrañas de Nü-wa".
El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.
El mago no encontró nada.
El emperador murió.
Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin obtener resultado alguno.
Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales. Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.




  1. Lu Xun, escritor chino, está considerado el padre de la literatura moderna en China. (25 de septiembre de 1881, Shaoxing, República Popular China -  19 de octubre de 1936, Shanghái, República Popular China)
1. Emperatriz legendaria china. Según una leyenda china acerca del origen de la humanidad, Nü-wa creó al primer hombre con tierra amarilla. (N. de los T.)
2. Trata de la leyenda acerca del golpe asestado sobre el Monte Hendido por el enfurecido Kung Kung. En Juainantsi se dice: "En tiempos muy antiguos, Kung Kung, enfurecido, dio un golpe al Monte Hendido por haber guerreado con Chuan Sü por el trono, lo que ocasionó el rompimiento del pilar celeste y la ruptura de un rincón de la tierra. El cielo se inclinó hacia el noroeste y los astros cambiaron de lugar; la tierra se hundió en el sureste, hacia donde fluyeron las aguas y la polvareda". Según se dice, Chuan Sü fue nieto del Emperador Amarillo y uno de los cinco emperadores en la historia antigua de China. Kung Kung, llamado también Kang Jui, fue duque en aquella época. (N. de los T.)

jueves, 18 de diciembre de 2014

Los hermanos Dagobé




Autor: João Guimarães Rosa - Brasil





Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el peor de los peores, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes -los nenes, según su rudo decir.
Ahora, sin embargo, mientras que el muerto, fuera de semejantes condiciones, dejaba de ofrecer peligro, conservando -bajo la luz de las velas, entre aquellas flores- sólo aquella mueca involuntaria, el mentón de piraña, la nariz toda torcida y su inventario de maldades. Bajo la mirada de los tres de luto, se le debía todavía, a pesar de todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo, bajo, de los grupos de personas, en la oscuridad o en el foco de las lamparitas y faroles. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, recordando su descuido. En fin, lo mismo de lo mismo, una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, apreciado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin motivo aparente, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero el tranquilo del muchacho, que manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En su lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien extraño.
Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en casa, resignado ya a lo peor, sin ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: Perdone las molestias... Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo mentón avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: ¡Dios lo tenga en su gloria! Y el del medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: Mi buen hermano...
En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Sea así, como si nada: a nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.
Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un murmullo, entre tantas perturbaciones. Por lo que aquellos Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Era así por lo que no conseguían disimular cierto contento canalla, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada momento posible, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos llegaba, de vez en cuando, algún compareciente, además de compadre, de confianza -traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que trataban de proponer, era sólo por el rapaz Liojorge, criminal en legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya que, entre los veladores, siempre alguien, poco a poco, filtraba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿enloquecía? Lo cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado: por allá, meándose de miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con que alguien que de allá viniera y volviese, a los dueños del muerto, y transmitiera un mensaje, el resumen de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afirmaba que no había querido matar al hermano de ningún ciudadano cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, para tratar de librarse, por fatalidad, del desastre. Que había matado con respeto. Y que, con ánimo de probarlo, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí mismo, dando fe de ir, personalmente, para declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en qué asunto se metía? De miedo, aquel Liojorge había enloquecido, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y hasta daba escalofríos -respecto a lo que se sabía- que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no había autoridad.
La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres vivaces. ¡Güeno’stá!, decía tan sólo el Dismundo. El Derval: ¡Haiga paz!, hospitalario, la casa honraba. Serio, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la seriedad. Recelosos, los presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran el oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco -y las tres fieras locas, las que ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese -dijo- después de cerrado el ataúd. La urdida situación. Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a ver, a la espera. Con el taciturno peso en los corazones; un cierto susto propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas. Y despuntó despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés -sería odio al Liojorge-. Supuesto esto, se cuchicheaba. Rumor general, el "lugubarullo", Ya que ya, viene él... y otras concisas palabras.
En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No se presentaba animosamente, ni para afrentar. Sería así el alma entregada, con humildad mortal. Se dirigió a los tres: -¡Con Jesús! -él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón -el cual, el demonio de modo humano- poco menos que habló: -¡Hum... Ah! Vaya cosa.
Hubo que escoger para acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo -le indicaron-. Y lo rodeaban los Dagobés, el odio en torno suyo. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Sorteado así, ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se buscaba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vaivenes naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El importante entierro. Se caminaba.
Bajo el retintín, muy de paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sorpresa, ya estaban con la mirada enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge -¡tan aterrorizado!- su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se sentía parte de sí, sólo una presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.
Se proseguía.
Y entraban en el cementerio. Aquí, todos vienen a dormir -rezaba el letrero del portón-. Hízose el constipado airado compaña, en el barro, al lado del hoyo; muchos, sin embargo, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte "circunspectancia". Ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?
El rapaz Liojorge esperaba, escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra para él, delante de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era lo que así preveía, la falsa percepción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyose:
-Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...
Dijo aquello, bajo y casi inaudible. Entonces se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: ...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande... El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba.

João Guimarães Rosa, Cordisburgo, 1908 - Río de Janeiro, 1968) Cuentista, novelista y diplomático brasileño, que destaca como una de las figuras más importantes de la literatura de su país.