lunes, 8 de mayo de 2017

El zorro es más sabio







Augusto Monterroso - Guatemala



Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dice voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del
Zorro. Desde ese momento el Zorro se dio con razón satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le
acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer.”
Y no lo hizo.
                                                   FIN





El perro que deseaba ser un ser humano

En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano, y trabajaba con ahínco en esto.

Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.
FIN





El mono que quiso ser escritor satírico

En la selva vivía una vez un Mono que quiso ser escritor satírico.Estudió mucho, pero pronto se dio cuenta de que para ser escritor satírico le faltaba conocer a la gente y se aplicó a visitar a todos y a ir a los cócteles y a observarlos por el rabo del ojo mientras estaban distraídos con la copa en la mano.


Como era de veras gracioso y sus ágiles piruetas entretenían a los otros animales, en cualquier parte era bien recibido y él perfeccionó el arte de ser mejor recibido aún.
No había quien no se encantara con su conversación y cuando llegaba era agasajado con júbilo tanto por las Monas como por los esposos de las Monas y por los demás habitantes de la Selva, ante los cuales, por contrarios que fueran a él en política internacional, nacional o doméstica, se mostraba invariablemente comprensivo; siempre, claro, con el ánimo de investigar a fondo la naturaleza humana y poder retratarla en sus sátiras.
Así llegó el momento en que entre los animales era el más experto conocedor de la naturaleza humana, sin que se le escapara nada.
Entonces, un día dijo voy a escribir en contra de los ladrones, y se fijó en la Urraca, y principió a hacerlo con entusiasmo y gozaba y se reía y se encaramaba de placer a los árboles por las cosas que se le ocurrían acerca de la Urraca; pero de repente reflexionó que entre los animales de sociedad que lo agasajaban había muchas Urracas y especialmente una, y que se iban a ver retratadas en su sátira, por suave que la escribiera, y desistió de hacerlo.
Después quiso escribir sobre los oportunistas, y puso el ojo en la Serpiente, quien por diferentes medios -auxiliares en realidad de su arte adulatorio- lograba siempre conservar, o sustituir, mejorándolos, sus cargos; pero varias Serpientes amigas suyas, y especialmente una, se sentirían aludidas, y desistió de hacerlo.
Después deseó satirizar a los laboriosos compulsivos y se detuvo en la Abeja, que trabajaba estúpidamente sin saber para qué ni para quién; pero por miedo de que sus amigos de este género, y especialmente uno, se ofendieran, terminó comparándola favorablemente con la Cigarra, que egoísta no hacia más que cantar y cantar dándoselas de poeta, y desistió de hacerlo.
Después se le ocurrió escribir contra la promiscuidad sexual y enfiló su sátira contra las Gallinas adúlteras que andaban todo el día inquietas en busca de Gallitos; pero tantas de éstas lo habían recibido que temió lastimarlas, y desistió de hacerlo.
Finalmente elaboró una lista completa de las debilidades y los defectos humanos y no encontró contra quién dirigir sus baterías, pues todos estaban en los amigos que compartían su mesa y en él mismo.
En ese momento renunció a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.
FIN





La mosca que soñaba que era un águila

Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.

En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedía posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose topes contra los vidrios de su cuarto.
En realidad no quería andar en las grandes alturas o en los espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta, y daba tantas vueltas, hasta que lentamente, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.
FIN






La honda de David

Había una vez un niño llamado David N., cuya puntería y habilidad en el manejo de la resortera despertaba tanta envidia y admiración en sus amigos de la vecindad y de la escuela, que veían en él -y así lo comentaban entre ellos cuando sus padres no podían escucharlos- un nuevo David.

Pasó el tiempo
Cansado del tedioso tiro al blanco que practicaba disparando sus guijarros contra latas vacías o pedazos de botella, David descubrió que era mucho más divertido ejercer contra los pájaros la habilidad con que Dios lo había dotado, de modo que de ahí en adelante la emprendió con todos los que se ponían a su alcance, en especial contra Pardillos, Alondras, Ruiseñores y Jilgueros, cuyos cuerpecitos sangrantes caían suavemente sobre la hierba, con el corazón agitado aún por el susto y la violencia de la pedrada.
David corría jubiloso hacia ellos y los enterraba cristianamente.
Cuando los padres de David se enteraron de esta costumbre de su buen hijo se alarmaron mucho, le dijeron que qué era aquello, y afearon su conducta en términos tan ásperos y convincentes que, con lágrimas en los ojos, él reconoció su culpa, se arrepintió sincero y durante mucho tiempo se aplicó a disparar exclusivamente sobre los otros niños.
Dedicado años después a la milicia, en la Segunda Guerra Mundial David fue ascendido a general y condecorado con las cruces más altas por matar él solo a treinta y seis hombres, y más tarde degradado y fusilado por dejar escapar con vida una Paloma mensajera del enemigo.
FIN





La tela de Penélope o quién engaña a quién

Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.
FIN






Obras completas

Cuando cumplió cincuenta y cinco años, el profesor Fombona había consagrado cuarenta al resignado estudio de las más diversas literaturas, y los mejores círculos intelectuales lo consideraban autoridad de primer orden en una dilatada variedad de autores. Sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias, sin ser lo que se llama geniales (por lo menos eso dicen hasta sus enemigos) podrían constituir en caso dado una preciosa memoria de cuanto valor se ha escrito en el mundo, máxime si ese caso fuera, digamos, la destrucción de todas las bibliotecas existentes.

Su gloria como maestro de la juventud no era menor. El selecto grupo de ávidos discípulos que comandaba, y con el que compartía una que otra hora por las tardes, veía en él un humanista de inagotable erudición y seguía sus indicaciones con fanatismo incondicional, del que el propio Fombona era el primero en asustarse: más de una vez había sentido el peso de esos destinos gravitando sobre su conciencia.
El último, Feijoo, apareció tímidamente. Un día. Con cualquier pretexto, se atrevió a reunírseles en el café*. Aceptado en principio por Fombona, más tarde se incorporó al grupo como todo buen neófito: con cierto temor inocultable y sin participar mucho en las discusiones. Sin embargo, pasados algunos días y vencida en parte la timidez inicial, se decidió al fin a mostrarles algunos versos Le gustaba leerlos él mismo, acentuando con entonación molestamente escolar las partes que creía de mayor efecto. Después doblaba sus papelitos con serenidad nerviosa, los metía en su cartapacio y jamás volvía a hablar de ellos. Ante cualquier opinión, favorable o negativa, desarrollaba un silencio oprimido, molesto. Inútil consignar que a Fombona esos trabajos no le parecían buenos, pero adivinaba en el autor cierta fuerza poética oculta pugnando por salir.
La inseguridad de Feijoo no podía escapar a la felina percepción de Fombona. Muchas veces lo pensó con detenimiento y estuvo a punto de decirle unas palabras de elogio (era obvio que Feijoo las necesitaba); pero una resistencia extraña que no llegó nunca a comprender, o que trataba por todos los medios de ocultarse, le impedía pronunciar esas palabras. Por el contrario, si algo se le ocurría era más bien una broma, cualquier agudeza sobre los versos, que provocaba invariablemente la risa de todos. Decía que eso «descargaba la atmósfera» haciendo menos sensible su presencia de maestro; pero un acre remordimiento se apoderaba siempre de él inmediatamente después de aquellas salidas. La parquedad en el elogio era la virtud que cultivaba con más esmero. Sin duda porque él mismo, a la edad de Feijoo, se avergonzaba de escribir versos, y un rubor invencible -tanto mas difícil de evitar cuanto más combatido- le subía al rostro si alguien encomiaba sus vacilantes composiciones. Aún ahora, cuando cuarenta años de tenaz ejercicio literario -traducciones, monografías, prólogos y conferencias- le deparaban una seguridad antes desconocida, rehuía todo género de alabanzas, y los elogios de sus admiradores eran para él más bien una constante amenaza, algo que en secreto imploraba, pero que rechazaba siempre con un gesto huraño, o superior.
Con el tiempo los poemas de Feijoo empezaron a ser perceptiblemente mejores. Claro, ni Fombona ni su grupo se lo decían, pero en ausencia de Feijoo comentaban la posibilidad de que terminara por convertirse en un gran poeta. Sus progresos fueron finalmente tan notorios que el mismo Fombona se entusiasmó, y una tarde, como sin darse cuenta, le dijo que a pesar de todo sus versos encerraban no poca belleza. El rubor de Feijoo ante lo insólito de ese inesperado incienso fue más visible y penoso que nunca. Evidentemente sufría por la exigencia futura que esas palabras implicaban: mientras Fombona guardó silencio no tenía nada que perder; ahora su obligación era superarse a cada nuevo intento para conservar el derecho a aquella generosa frase de aliento.
Desde entonces le fue cada vez más difícil mostrar sus trabajos. Por otra parte, a partir de ese momento el entusiasmo de Fombona se transformó en una discreta indiferencia que Feijoo no tuvo la capacidad de comprender. Un sentimiento de impotencia lo asaltó ya no sólo ante los demás, sino hasta a solas consigo mismo. Aquella alabanza de Fombona equivalía un poco a la gloria, y el riesgo de una censura fue algo que Feijoo no se sintió ya con fuerzas para afrontar. Pertenecía a esa clase de personas a quienes los elogios hacen daño.
En Daysie’s el café no es muy bueno y últimamente lo contamina la televisión. Saltemos sobre la ingrata descripción de ese ambiente banal y no nos detengamos, pues no viene al caso, ni siquiera a ver los rostros llenos de vida de las adolescentes que pueblan las mesas, ni mucho menos a oír las conversaciones de los graves empleados de banco que en las tardes, a la hora del crepúsculo, gustan dialogar, llenos de la suave melancolía propia de su profesión, acerca de sus números y de las mujeres sutilmente perfumadas con que sueñan.
Iturbe, Ríos y Montúfar charlaban sobre sus respectivas especialidades: Montúfar, Quintiliano; Ríos, Lope de Vega; Iturbe, Rodó. Al calor de un café que la charla había dejado enfriar, Fombona, como un director de orquesta, señalaba a cada uno la nota apropiada, y extraía una y otra vez de su insondable saco gris (cruelmente injuriado por superpuestas manchas de origen poco misterioso) tarjetas con nuevos datos, por las cuales la posteridad estaría en aptitud de saber que hubo una coma que Rodó no puso, un verso que Lope encontró prácticamente en la calle, un giro que indignaba a Quintiliano. Brillaba en todos los ojos la alegría que esos aportes eruditos despiertan siempre en las personas de corazón sensible. Cartas de primordiales especialistas, envíos de amigos lejanos y hasta contribuciones de procedencia anónima, iban a acrecentar semana a semana el conocimiento exhaustivo de esos grandes hombres distantes en el tiempo y en la geografía. Esta variante, aquella simple errata descubierta en los textos, acrecentaban en el grupo la fe en la importancia de su trabajo, en la cultura, en el destino de la humanidad.
Feijoo, según su costumbre, llegó en silencio y se colocó de inmediato al margen de la conversación. Aparte de conocer bien a Lope de Vega (aunque conocer «bien» a Lope de Vega era algo que Fombona no creía posible), es improbable que supiera distinguir con claridad la diferencia precisa entre Quintiliano y Rodó. Resultaba fácil ver que se sentía molesto y como disminuido.
Fombona consideró propicio el momento. Como solía en esos casos, produjo un cargado silencio que se prolongó por varios minutos. Después, sonriendo un poco, dijo:
-Dígame, Feijoo, ¿recuerda aquella cita de Shakespeare que trae Unamuno en el capítulo III de Del sentimiento trágico de la vida?
No; Feijoo no la recordaba.
-Búsquela; es interesante, puede servirle.
Tal como lo esperaba, al día siguiente Feijoo habló de aquella cita y de su torpe memoria.
Unamuno dejó de ser tema de conversación por algunos días. Y Quintiliano, Lope y Rodó tuvieron tiempo de crecer considerablemente.
Cuando ya Unamuno estaba olvidado por completo:
-Feijoo -dijo otra vez sonriendo Fombona-, usted que conoce tan bien a Unamuno, ¿recuerda cuál fue su primer libro traducido al francés?
Feijoo no lo recordaba muy bien.
El sábado y el domingo siguiente no se vieron. Pero el lunes Feijoo proporcionó ese dato, y la fecha, y el pie de imprenta.
Desde ese día inolvidable las conversaciones adquirieron un nuevo huésped efectivo: Feijoo. Ahora charlaban mucho mejor, y cierto atardecer desapacible, en que la lluvia imprimía una vaga tristeza en los rostros de todos, Feijoo pronunció por primera vez, clara y distintamente, el nombre sagrado de Quintiliano. Feijoo, antigua pieza suelta en aquel armonioso sistema, había encontrado por fin su lugar preciso en el engranaje. Desde entonces los unió algo que antes no compartían: el afán de saber, de saber con precisión.
Fombona volvió a gozar el deleite de sentirse maestro, y un día y otro imprimió un nuevo signo en aquella dócil materia. ¡La indecisión de Feijoo encajaba tan fácilmente en la indecisión de Unamuno! El tema no fue escogido al azar. El campo era infinito. Unamuno filósofo, Unamuno novelista, Unamuno poeta, Kierkegaard y Unamuno, Unamuno y Heidegger y Sartre. Un autor digno de que alguien le consagrara la vida entera, y él, Fombona, encauzando esa vida, haciéndola una prolongación de la suya. Imaginaba a Feijoo en un mar de papeles y notas y pruebas de imprenta, libre de sus temores, de su horror a la creación. ¡Qué seguridad adquiriría! Cómo en adelante aquel querido muchacho temeroso podría enfrentarse a quien fuera, y hablar de todo a través de Unamuno. Y se vio a sí mismo, cuarenta años atrás, sufriendo avergonzado y solo por el verso que se negaba a salir, y que si salía era únicamente para producirle aquel rubor como fuego que nunca pudo explicarse. Pero de nuevo volvió la vieja duda a atormentarlo. Se preguntó otra vez si sus traducciones, monografías, prólogos y conferencias -que constituirían, en caso dado, una preciosa memoria de cuanto de valor se había escrito en el mundo- bastarían a compensarlo de la primavera que sólo vio a través de otros y del verso que no se atrevió nunca a decir. La responsabilidad de un nuevo destino oprimía sus hombros. Y un como remordimiento, el viejo remordimiento de siempre, vino a intranquilizar sus noches: Feijoo, Feijoo, muchacho querido, escápate, escápate de mí, de Unamuno; quiero ayudarte a escapar.
Cuando Marcel Bataillon nos visitó hace unos meses, Fombona les propuso organizar una reunión para agasajarlo y hablar de sus libros.
En la pequeña fiesta Bataillon se interesó vivamente por los nuevos poetas, por la investigación literaria, por la pintura, por todo. Como a las diez y media Fombona tomó a Feijoo por el brazo (creyó percibir una ligera resistencia que fue vencida más por la autoridad de su mirada sonriente que por la fuerza), se acercó al distinguido visitante y pronunció despacio, con calma:
-Maestro, quiero presentarle a Feijoo. Es especialista en Unamuno; prepara la edición crítica de sus Obras completas.
Feijoo le estrechó la mano y dijo dos o tres palabras que casi no se oyeron, pero que significaban que sí, que mucho gusto, mientras Fombona saludaba de lejos a alguien, o buscaba un cerillo, o algo. 
                                                                            FIN


El eclipse
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

                                                      FIN
DECÁLOGO DEL ESCRITOR AUGUSTO MONTERROSO

1.- Cuando tengas algo qué decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
2.- No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
3.- En ningún momento olvides la célebre sentencia: En literatura no hay nada escrito.
4.- Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribirás nada con cincuenta palabras.
5.- Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista. Para este arte, ejercítate día a día.
6.- Aprovecha todas las ventajas, como el insomnio, la prisión, la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos sus amigos escritores; evita, pues, dormir como Homero, la vida tranquila de Byron, o ganar tanto como Bloy.
7.- No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
8.- Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y poderosos. De esa manera no te faltará ni la comprensión ni el estímulo que emana de esas dos únicas fuentes.
9.- Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
10.- Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre en el fondo que es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea: pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
11.- No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
12.- Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón, nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle ni te señalará con el dedo en el supermercado.


Augusto Monterroso Bonilla nació el 21 de diciembre de 1921 en Tegucigalpa. Hijo de la hondureña Amelia Bonilla y del guatemalteco Vicente Monterroso, pasó su infancia y juventud en Guatemala; después, en septiembre de 1944, llegó como exiliado político a Ciudad de México, donde se estableció y donde desarrolló, prácticamente, toda su excepcional vida literaria.
De clara inclinación autodidacta, confesó que ya a la edad de 11 años, abandonó la escuela y se puso a leer y aprender diversas disciplinas, entre ellas la música.
7 de febrero de 2003, 
Ciudad de México, México

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