Por aquel tiempo reinaba en Crimea el khan
Masolaima al-Asvab, el cual tenía un hijo llamado Tolaik Algalla...»
De este modo comenzó a relatar una leyenda antigua -rica
en recuerdos como las que suelen transmitirse en aquella península- un tártaro
pobre y ciego, que se apoyaba en el pardo tronco de un árbol. Algunos tártaros
-con túnicas de color claro y gorras bordadas de oro- estaban sentados en torno
al mendigo sobre las blancas piedras, últimos restos del palacio del khan,
destruido por el tiempo. El sol iba, lentamente, hacia su ocaso, sus purpúreos
rayos despedían chispas de oro a través del follaje que circundaba las ruinas
sobre las piedras cubiertas de hiedra y musgo. Susurraba suavemente la brisa
entre las sombras de los viejos plátanos, como si recorriesen el aire unos
susurrantes arroyos.
La voz del mendigo era apagada y temblorosa. Su faz
parecía de piedra y las pupilas de sus inmóviles ojos nada expresaban; su serena
inmovilidad armonizaba muy bien con el semblante marmóreo. Una tras otras se
iban deslizando las palabras refiriendo hechos, aprendidos de memoria
probablemente, al atento auditorio, y rememorando el panorama conmovedor de
tiempos ya idos.
«El khan era anciano, pero en su harén tenía numerosas
mujeres que lo amaban por su vigor y sus caricias cariñosas y dulces, aunque
apasionadas. Las mujeres aman siempre al hombre que es cariñoso, a pesar de que
tenga el cabello blanco y el rostro surcado de arrugas. La belleza está en la
fuerza y en la nobleza; no en una tez lozana, ni en el sonrosado color de las
mejillas -siguió diciendo el ciego.
Todas las mujeres del harén amaban al anciano khan; él, a
su vez, las quería a todas, pero, en especial, amaba a una prisionera, hija de
un cosaco de las estepas del Dniéper. En el harén había más de trescientas
mujeres de diferentes países; todas eran bellas como las flores en primavera;
todas consentidas y mimadas. Por orden del khan les solían preparar manjares
exquisitos en extraordinaria abundancia y les estaba permitido tocar toda una
serie de instrumentos musicales y entregarse al voluptuoso placer de la danza.
El khan, sin embargo, prodigaba más caricias a la
prisionera, a la hija del cosaco, su favorita, y con frecuencia solía llevarla a
una torre desde cuyos ventanales se dominaba la inmensidad del mar y se podían
admirar pintorescos montes y valles. Allí servían de un modo espléndido a la
hija del cosaco, dedicándole los máximos cuidados; la colmaban de las mayores
delicadezas, la alimentaban con sumo refinamiento y la obsequiaban con bordados
de oro, ricas telas, piedras preciosas, aves exóticas y desconocidas, y buena
música. Y el khan le prodigaba dulces caricias de enamorado.
Días enteros dedicaba el khan a la joven, descansando en
la torre de las agotadoras tareas de la vida, y seguro, además, de que su hijo
no comprometería el honor del reino. Algalla recorría como un lobo hambriento
las estepas rusas y volvía de éstas trayendo siempre un rico botín y hermosas
mujeres. Retornaba glorioso, dejando tras de sí, como prueba de su valor y de su
fuerza, cadáveres ensangrentados y pueblos enteros destruidos totalmente.
Una vez, al regresar el hijo del khan de una de sus
hazañas, se dispusieron grandes fiestas en su honor. Invitaron a todos los
príncipes tártaros y organizaron diversos juegos. Con el fin de demostrar la
habilidad en el manejo de las armas, se dispararon flechas a los ojos de los
prisioneros. Bebieron mucho por la gloria del valeroso Algalla, terror de los
enemigos y defensor del reino. El anciano khan sentíase orgulloso de su hijo. Se
deleitaba al verlo tan valiente y al tener la certeza de que, cuando él
abandonase el mundo, dejaría a su pueblo en manos seguras.
Complacido y deseando probar a su hijo el afecto que le
tenía, cuando estaban en pleno banquete y delante de todos los invitados, alzó
la copa y dijo:
-Algalla, eres un buen hijo. ¡Gloria a Alá y bendito sea
el nombre de su profeta!
Todos los reunidos, haciendo un estentóreo eco con sus
voces, glorificaron el nombre del profeta.
El anciano khan prosiguió:
-Alá es grande. Ha hecho renacer mi juventud en la
persona de mi hijo, estando yo aún con vida. Mis ojos de anciano advierten que
cuando el sol deje de alumbrar para mí y los gusanos devoren mi corazón, mi vida
se prolongará en mi hijo... ¡Alá es grande y Mahoma es su profeta...! Tengo un
buen hijo; su mano es segura, valeroso su corazón y grande su inteligencia.
Algalla, ¿qué quieres que te regale tu padre? Pídeme lo que quieras y te lo
concederé.
Tolaik Algalla se levantó y antes de que se hubiese
desvanecido el eco de la voz del anciano, avanzó hacia él -con los ojos
fosforescentes como el mar en mitad de la noche y brillantes como los de un
águila de las montañas- manifestando:
-Padre y soberano: entrégame la prisionera rusa.
Por un breve instante, el khan guardó silencio. Fue para
reprimir el estremecimiento de su corazón. Luego respondió en voz alta y firme:
-Cuando acabe el banquete, será tuya.
El semblante de Algalla se encendió y sus ojos de águila
brillaron a causa de la inmensa alegría. Se irguió y dijo al khan:
-Padre, comprendo el valor del obsequio que me has hecho.
Lo comprendo perfectamente. Soy tu esclavo; ten mi sangre gota a gota y minuto a
minuto. Estoy decidido a morir veinte veces por ti.
-No deseo nada -repuso el anciano, inclinando sobre el
pecho su blanca cabeza, coronada por tantos años de victoriosas luchas.
Concluido el banquete, padre e hijo salieron juntos y
silenciosos del palacio, y se encaminaron al harén.
La noche era oscura; no se veía la luna ni las estrellas
por entre las nubes que cubrían el cielo a manera de ancho tapiz.
El khan y su hijo anduvieron durante un largo rato en
silencio y rodeados de la más sombría oscuridad. De repente, el khan rompió el
silencio, diciendo:
-Día a día se va extinguiendo mi vida. Cada vez late mi
corazón más débilmente y el ardor de mi pecho disminuye poco a poco. El único
calor, el único consuelo de mi vida, son las apasionadas caricias de esta mujer.
Tolaik, coge cien de mis mujeres, cógelas todas si quieres, pero déjame a la
prisionera rusa. ¿Te es verdaderamente indispensable? Dímelo en verdad, hijo
mío.
Algalla guardó silencio y lanzó un suspiro.
-¿Qué tiempo de vida me queda? Acaso estén contados los
días que he de permanecer en la tierra. Y esa mujer, esa mujer que me conoce,
que me ama y que alegra el crepúsculo de mi vida, es el último placer, el último
goce de mi vida. Si ella me falta, ¿quién me amará? ¿Qué mujer dará su amor a
este pobre viejo? De todas mis mujeres, ninguna desde luego, ¡Algalla!
El hijo de khan continuaba callado.
-¿Cómo podré vivir sabiendo que tú la abrazas? Tolaik,
las barreras de la sangre desaparecen ante la mujer; no hay padre, ni hijo,
todos sólo somos hombres, hijo mío. Mis últimos días serán muy amargos. Mejor
hubiera sido que se abrieran todas mis antiguas heridas, convirtiendo mi cuerpo
en una úlcera; que se hubieran enconado, que sangrasen... Sí; mejor hubiera sido
todo esto, Tolaik, que sobrevivir esta noche tan horrible para mí...
Tampoco ahora quebró el silencio Algalla. El khan y su
hijo llegaron a las puertas del harén. Se detuvieron y permanecieron allí, los
dos silenciosos, y con la cabeza inclinada sobre el pecho, durante gran rato. En
torno a ellos giraban las espesas sombras de la noche. Sobre sus cabezas
cruzaban las nubes por el espacio, y el viento, al azotar las hojas de los
árboles, hacía llegar a sus oídos el eco triste de lúgubres canciones.
-Padre, hace ya mucho que la amo -dijo Algalla en voz muy
baja.
-Lo sé; mas ella no te ama a ti -respondió el khan.
-Al pensar en ella, se desgarra mi corazón.
-¿Sabes el dolor que tengo en este momento?
De nuevo guardaron silencio ambos. El hijo del khan
suspiró.
-Es indudable que el sabio sacerdote ha dicho la verdad;
la mujer es siempre perjudicial para el hombre. Si es hermosa, el marido padece
los celos del tormento, porque despierta el deseo en los demás hombres; si es
fea su esposo sufre al ver la belleza de otras mujeres, y si no es hermosa ni
fea, el hombre la embellece con su ilusión. Cuando ésta se desvanece y el hombre
comprende que ha vivido engañado, padece por la decepción y por la falta de
hermosura de su mujer -dijo por último, Algalla.
-La sabiduría no es un remedio para las penas del alma
-balbuceó el khan.
-En tal caso, compadezcámonos uno del otro, padre
-respondió Algalla.
El khan levantó la cabeza y miró a su hijo con triste
expresión.
-Matémosla -propuso Algalla.
-Te estimas más que a ella o a mí -dijo el anciano
serenamente y con aire reflexivo.
Y añadió después:
-No obstante, la amas también.
Se produjo un nuevo silencio.
-Sí, sí, también la amas tú -exclamó el khan, que, por su
dolor, parecía haberse convertido en un niño.
-Entonces, ¿qué, la mataremos?
-No te la puedo entregar; me resulta imposible -exclamó
el khan.
-Y yo no puedo sufrir más; dámela o arráncame el corazón.
El anciano guardó silencio.
-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -propuso
otra vez Algalla.
-Arrojémosla al mar desde lo alto de la montaña -repitió
el khan como si fuese el eco de su hijo.
Penetraron en el harén, pasaron a la estancia donde
dormía la prisionera rusa, tendida sobre un precioso tapiz. Se detuvieron ante
la mujer y estuvieron largo rato contemplándola.
Por las mejillas del anciano khan resbalaron gruesas
lágrimas que, al deslizarse por la barba plateada brillaron como perlas, mas su
hijo, tembloroso a causa de la pasión reprimida, rechinando los dientes y con
los ojos despidiendo fulgores despertó con brusquedad a la prisionera. Los ojos
de la joven se entreabrieron como dos lirios azules en su sereno semblante
rosado. No advirtió la presencia de Algalla, extendió sus brazos hacia el khan,
le ofreció sus labios rojos como la flor de un granado y le dijo con suave
acento:
-Abrázame, vieja águila.
-Prepárate; tienes que acompañarnos -dijo el anciano en
voz baja.
Entonces descubrió la muchacha la presencia del hijo del
khan y vio que su vieja águila tenía los ojos humedecidos. Como era inteligente
y sagaz, lo comprendió todo.
-Ahora voy; ahora voy. Han decidido que ni de uno ni de
otro, ¿no es así? Ésta es la única decisión de los hombres que tienen un corazón
firme. Ahora voy -dijo.
Los tres se dirigieron en silencio hacia el mar, por unas
estrechas veredas. El viento soplaba con furia.
La joven era delicada y no tardó en cansarse; sin
embargo, altanera y orgullosa, no se quejó. El hijo del khan advirtió que la
muchacha se iba quedando rezagada y le preguntó con delicado acento:
-¿Tienes miedo?
Los ojos de la prisionera centellearon; miró con
desprecio al hijo del khan y, sin decirle ni una palabra, le mostró sus pies
ensangrentados.
-Te llevaré -dijo Algalla tendiéndole los brazos.
La muchacha, empero, se abrazó al cuello de su águila. El
anciano khan la tomó en sus brazos como si se tratase de una pluma y siguió
camino adelante, en tanto que la prisionera apartaba, con gran cuidado, las
ramas que hubieran podido molestarle, arañarle el rostro o herirle los ojos.
Algalla los seguía por la estrecha senda. Al observar la solicitud de la joven,
dijo al khan:
-Déjame ir delante, porque siento deseos de atravesarte
con mi puñal.
-Pasa, Algalla. Alá te castigará o te perdonará por esto
según sea su voluntad. Yo que soy tu padre, te perdono, pues sé lo que es el
amor.
Llegaron al monte; a sus pies se extendía el mar, negro,
profundo, inmenso. Las olas entonaban lúgubres cánticos cuando se estrellaban,
deshaciéndose, contra las rocas. Aquella escena aterrorizaba el corazón y helaba
las entrañas.
-Adiós -dijo el khan, abrazando a la joven.
-Adiós -dijo también Algalla, inclinándose ante ella.
La prisionera contempló un momento el mar, donde las olas
cantaban lúgubremente y, retrocediendo, cruzó las manos sobre el pecho y
exclamó:
-Échenme al fondo.
El hijo del khan lanzó un profundo gemido y le tendió los
brazos, pero el viejo cogió a la muchacha entre los suyos y la abrazó,
estrechándola con fuerza contra su pecho. Luego, levantándola por encima de su
cabeza, la arrojó desde lo alto de las rocas a las profundidades del mar.
Las olas bramaron de un modo tan salvaje y fúnebre que
ninguno de ellos percibió el ruido del cuerpo de la prisionera al caer al agua.
No se oyó ni un grito ni un quejido, ni siquiera un
suspiro. El khan se inclinó sobre las rocas y, silencioso, miró hacia el
horizonte a través de las tinieblas; en ese punto el mar se confundió con las
nubes; las olas chocaban unas contra otras, impulsadas por las ráfagas del
viento que también azotaban las barbas del anciano. Algalla, de pie al lado de
su padre, ocultaba su rostro entre las manos, silencioso e inmóvil como una
estatua.
De este modo permanecieron dos horas. En el espacio
seguían cruzando las nubes arrastradas por el viento; eran tan sombrías y
lúgubres como los pensamientos del viejo khan, que se encontraba sobre aquella
roca que dominaba el mar.
-Vámonos, padre -se atrevió a decir Algalla.
-Aguarda -balbució el khan, que parecía oír algo.
Volvió a pasar mucho tiempo. Las olas seguían bramando y
el viento ululaba por entre las rocas y los troncos huecos de los árboles.
-Vamos, padre.
-Aguarda un poco.
Tolaik Algalla repitió varias veces estas dos palabras.
El anciano khan, inmóvil, seguía en el sitio donde
acababa de perder la última dicha de su vida. Por último, se puso en pie altivo
y frunció el ceño y exclamó:
-Vámonos.
Padre e hijo emprendieron el camino de regreso. Pero, a
los pocos pasos, el khan se detuvo y dijo:
-Pero, ¿a qué volver? ¿Adónde ir ahora? ¿Cómo viviré a
partir de este momento si esa mujer constituía mi vida? Soy viejo; ninguna mujer
me amará ya. El hombre que no es amado, no tiene ningún fin en esta vida.
-Padre, tienes gloria; dispones de riquezas.
-¡Por uno de sus besos lo hubiese dado todo! ¡La gloria y
las riquezas! ¡Nada hay en el mundo como el amor de una mujer! ¡El hombre que no
tiene el amor de una mujer está muerto; es un mendigo que arrastra una vida
triste y mísera! ¡Adiós, Tolaik! ¡Que Alá te bendiga! ¡Que su bendición te
acompañe durante toda tu vida!
El anciano khan se volvió en dirección al mar.
-¡Padre! ¡Padre! -exclamó Algalla.
No pudo decirle nada más, pues nada se le puede decir a
quien la muerte sonríe.
-¡Déjame!
-Pero Alá...
-Ya lo sabe.
El khan corrió hacia el borde de la roca y se lanzó al
abismo. Algalla no lo pudo detener; no tuvo tiempo. Tampoco esta vez se oyó
nada; ni un grito, ni un quejido, ni siquiera un suspiro, ni el ruido del cuerpo
al caer al agua.
Las olas seguían bramando con fúnebre entonación y el
viento seguía entonando sus cánticos salvajes. El hijo del khan permaneció mucho
rato mirando al mar. Luego exclamó en voz alta:
-¡Oh, Alá, dame un corazón tan grande y tan firme como el
de mi padre!
Algalla se alejó envuelto en las espesas sombras de la
noche...»
De este modo murió Masolaima-el-Asvab, khan de Crimea,
dejando como heredero a su hijo Tolaik Algalla...
Máximo Gorki, (Seudónimo de Alexéi Maximóvich Peshkov; Nijni-Novgorod, 1868 - Moscú, 1936) Novelista y dramaturgo ruso, maestro del realismo y considerado una de las personalidades más relevantes de la cultura y de la literatura de su país. |
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¡Qué hermoso cuento, apreciada Ada, y cómo presenta el amor de una mujer más valioso que todas las riquezas, en un tiempo que era menos valorada que ahora!... Gorki es siempre una buena elección.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracia, Vicente! un abrazo grande para vos desde Montevideo- Uruguay!
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