sábado, 11 de julio de 2015

Mañana difunta y otros



                              Ciro Alegría - Perú


Tal vez llegarían mejores tiempos. Porque todo tiene su hora justa y nadie debe quedarse sin su ración de bienandanza. Los momentos buenos llegan de pronto, llegan algún día. Nítido cielo azul arriba. Esplendían los techos rojos y pardos de las casas. Un pájaro cruzó raudamente, con su antigua sabiduría de avión edénico, volando hacia las zonas de la dicha. Por la ventana entraba un aire diáfano. De la de una vecina, colgaban ropas de niño puestas a secar. Amarillas, verdes, violetas, blancas. Un niño se llamaba Charlito. Había llorado la noche pasada pero ahora todo estaba en silencio. Y la paz tenía esa tranquilidad germinal de las mujeres grávidas. Algo anunciaba la propicia donación que, en un lugar impreciso, preparaba la vida. Esa antena de radio, fina y gallarda, debía saber. Tenían un gesto atento sus oídos metálicos. Lo callado se hacía en ellos voz. Porque el hombre conoce únicamente cierta parte de la vida de la materia. Debe estar llena de energías y voces ocultas, latentes, que no se esquivan y sólo esperan que el índice presione el botón exacto, que la mano acierte con el nítido pulso de sus venas y el oído descubra el ritmo de su maravilloso corazón. Mientras tanto, ella sabe y da. Conjugando todas sus fuerzas, las aprehensibles e inaprehensibles, en alguna latitud, quizá a la vuelta de la esquina, estaría gestando su bello presente. Para el cuerpo y para el alma. Para el cuerpo y el alma de Nicolás Rivera. Para él. Sin duda para él mismo, como para tantos. En verdad, siempre había esperado vagamente eso y sin duda ahora iba a llegar. Lo sentía en el ambiente, en el hálito luminoso y potente de los anchos espacios y en el fácil ritmo de su sangre. También en la hebilla del cinturón y en los botones del chaleco y en el nudo de la corbata. (Se encontraba vistiéndose.) Su buen humor obedecía seguramente a una razón. El corazón tiene, a veces, adivinaciones inexplicables. Y además estuvo silbando alegremente. Silbando alegremente un aire viejo y nuevo siempre y siempre renovado como el oxígeno del aire. No podía recordar si fue acaso el Preludio VIII de Bach. La brisa llevaba un grato olor a jabón. Toda la vida se había levantado y estaba limpia y apta. Iniciábase un magnífico día. Adelante, Nicolás Rivera. Salió. En la esquina, el mismo diario le dijo que el mundo continuaba siendo el mismo. Por las calles trotaban los mismos tranvías ahítos y desvencijados. En la oficina, el mismo libro de cuentas le mostró los mismos números insospechablemente rígidos. ¿Qué fue de lo sorprendente, lo bueno y lo hermoso? Nicolás Rivera vaciló. Sus ojos aún buscaron sobre la mesa. Después, con el gesto de quien se rinde, cogió la pluma y se puso a alinear cifras mudas. Así murió una promisora mañana.


                        
                                 Cuento quiromántico 

Yo me dejaba ir a la deriva. (Paréntesis para los sabios: que haya luz artificial o natural no hace al caso. ¿Os habéis sobresaltado como cuando, mientras dormís plácidamente, el vecino del piso de arriba deja caer violentamente los zapatos? En realidad, no se trata sino de eso: de un molesto ruido de zapatos.) Entonces quedamos en que me dejaba ir... Mis pensamientos habían soltado las amarras. Estaba en uno de esos momentos en que es inútil tomar rumbo porque perderlo a los pocos minutos es cosa cierta. No he de explicarles por qué llegué a tal situación. Una situación así suele presentarse a raíz de grandes catástrofes o solamente porque olvidamos la tarea de oficiar de punteros de reloj en la hora justa —¡hay tantas horas!— o cosas así... Bueno: si se inquietan ustedes por mi falta de precisión, les diré: Yo estaba tratando de matar el tiempo —de esta paradoja dicharachera se venga el muy taimado ya sabemos cómo— en un acuario de peces de colores. Habíamos planeado con Lucy ir a un dancing, pero ella no acudió a la esquina de la cita. ¡Esa Lucy! Siempre con sus senos parleros contando las “mil y una noches”. Y en la espera fui como una barcaza que roe sus amarras y al fin se deja ir. La ciudad me hacía el efecto de haberse despoblado. Los transeúntes con quienes tropezaba me parecían seres caídos de otro planeta. Bien. Ir por una ciudad sin rumbo cierto y llegar a sitios propicios, al cariz novelesco es cosa que sucede, si no en la vida, por lo menos en las historias a las que se juzga dignas de contar. Me duelen los oídos de tener que incidir en un lugar común, pero he de hacerlo. Ya se verá. Llegué precisamente a un suburbio destartalado en el cual el ritmo de avance parecía haberse detenido hacía muchos años. Todo estaba a medio hacer o semi destruido. No sé qué es peor. Las casas se caían a pedazos o eran solamente meras intenciones de tales, en forma de paredes inconclusas. Largas distancias de paredones agrietados las separaban y las callejas oscilaban entre la recta y la curva con una vacilación ebria. Otra cosa que merece apuntarse es que las paredes no tenían una neta voluntad vertical y es de imaginarse el disgusto del sol al fallarle su plomada de las doce del día. ¿Decía? Sí: entré a un pequeño bar y tomé asiento ante una mesa que estaba, como todas, lustrosa de mugre y tenía una apariencia neurótica. Frente a mí, un hombre bebía cerveza. El bar estaba atendido por una mujer semi destruida, lo que no me llamó la atención, pues tendría más de cincuenta años. No había más gente allí hasta que entró un niño. Estaba a medio hacer pero, como es natural, el hecho se explica. Salió advirtiéndomelo con sus ojos juguetones. Cuando he aquí que, al voltear, me encuentro con que el hombre aquel sí se encontraba raramente a medio hacer. Tendría unos sesenta años. Es casi inimaginable que un hombre a tal edad se encuentre a medio hacer, pero era evidentemente así. Por la indumentaria no podía colegirse nada, puesto que no vestía en forma especial. Acaso por un pasador, formado de un cordel pequeño rematado en botones que le ajustaba, pasando bajo la corbata, las puntas del cuello, podía deducirse que se había estacionado en alguna esquina vital. Pero sucede que el hombre me pregunta mi nombre y mi profesión y mi salud y, como yo le contesto, se decide a entablar charla. Se echa a hablar seguidamente sobre el estado del tiempo. Hasta aquí no hay nada extraño, pues toda la gente, en situaciones símiles, hace exactamente lo mismo. No son las palabras. Sus manos semejan garfios que buscan en el aire algo de qué apropiarse. Quizá está tratando subconscientemente, de completarse y la intención se le resuelve en un gesto baldío de mano. El hombre coge su vaso, con la mano en prestancia de zarpa, y bebe como si el líquido tuviera suma importancia para su factura personal y atravesara, al mismo tiempo, inminente riesgo de perderse. Le invito un sandwich y tengo la impresión de que no piensa estar ingiriendo carne y pan. No sé cómo palpar sus aristas romas e inacabadas y llegar a su íntima palpitación inquieta. —¿Tiene usted hambre? —le pregunto al fin. —No, en lo absoluto, he estado un poco resfriado. —¿Pero así es usted siempre? —¿Así qué? —Nada, una manera de ver. —¡Ah! Y el hombre se mueve, azorado en su silla. Busca en mí algo. Quiere penetrarme por los ojos y llevarse de mí lo que le falta para ser sin angustia. Evidentemente no encuentra qué llevarse y se pone a escudriñar la pared en el lugar en que hay un anuncio de footboll. Luego se vuelve a mí y me dice, al mismo tiempo que pide más cerveza: —Es usted un hombre completo. Pienso que tiene razón y siento, cada vez más, su angustia de incompleto. Ahora pasan los minutos en silencio. Bebemos más cerveza, pero de ninguna manera estamos ebrios. —¿Usted es de aquí? —me pregunta. —No. Ya le dije que soy de otra parte. —¡Ah, yo también quisiera ser de otra parte! Y luego mueve los pies, taconea, se agita todo él sobre un camino que no existe. Yo estoy queriendo marcharme, pero e! hombre me detiene con una imploración de oídos atentos. Posiblemente está queriendo oír mis voces silenciosas. Lo que le digo a mi corazón, que se ha empeñado en afirmar tonterías sobre ese hombre y hasta se encuentra en trance de llorar. —Charlemos de algo... ¡Ah, ahora quiere francamente que yo le diga algo redondo y concluido y yo no encuentro cómo hacerlo! ¿Qué le faltará a este hombre torturado? Termino: —No sé conversar y creo que ya hemos dicho mucho. —Es evidente: ya hemos dicho mucho. Y vuelve a poner frente a mí —lo hizo ya antes— su lívida oreja izquierda surcada de venillas rojas en tanto que con su zarpa se oprime el cuello, allí donde la nuez se revuelve como una rana presa. Pero a! fin termina por levantarse y marcharse en busca de no sabría decir qué. No ha de encontrarlo jamás. Ese hombre se quedará a medio hacer y cuando lo entierren, enterrarán a medio hombre. Yo también me marcho. Y llego al azar a un dancing y encuentro que le falta una puerta más amplia. No me sorprende que Lucy está allí. Viene a hablarme, pero ya no me interesa. Mis pupilas se han aguzado. Me doy cuenta de que le faltan senos y de que, en cambio, le sobra la nariz. Tal mi aventura. ¿Estuve loco? Yo siempre he sido un hombre cuerdo. Además, mi última percepción me califica como hombre que estaba en sus cabales. Y ¡o sigo estando porque a Lucy siempre la veo así. Sólo que desde ese día me he aplicado más ahincadamente a esta malhadada ocupación de escribir. Ahora pienso que el mundo está al revés. Si hay Dios, él sabrá.



                                          El brillante 


El claro sol tropical, que al bajar del avión les pareció un estallido de luz, untaba ahora las estrechas calles de San Juan. Las gentes deambulaban con lentitud. Las puertas de las tiendas solas, simulaban un bostezo en la modorra cálida del mediodía. Desde alguna, salían las notas cadenciosas de un bolero. Y desde más allá de los acantilados, ayudado por ráfagas de viento, llegaba el son del mar. Unas palmeras, en el recinto ardiente de una plaza, se erguían a otear el cielo nítido. Levantando su silueta angulosa sobre las casas bajas, un incipiente rascacielos era una incrustación de la historia. Habían ido de compras y estaban en el placido momento en que éstas terminan. En realidad, la placidez era disfrutada por él. A las mujeres siempre les queda la impresión de que algo ...

Ciro Alegría Bazán Novelista peruano. Junto con el boliviano Alcides Arguedas y el ecuatoriano Jorge Icaza, es uno de los principales representantes de la novela indigenista, tendencia que convivió con la narrativa realista en las primeras décadas del siglo XX. Ciro Alegría hizo sus estudios escolares en su misma región andina de nacimiento (donde tuvo como maestro a César Vallejo) y se comprometió tempranamente en la lucha política como miembro de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA).  La obra de Ciro Alegría representa, junto con la de su compatriota José María Arguedas, la expresión artísticamente más madura de la narrativa regionialista e indigenista peruana en el siglo XX.
(Marcabal Grande, 1909 - Lima, 1967)

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