viernes, 21 de noviembre de 2014

Casa con desván


                              Antón Chéjov - Ucrania
                                                                (Texto completo)
(Relato de un pintor)
I
Ello sucedió hace unos seis o siete años, cuando yo vivía en uno de los distritos de la gobernación T. en la propiedad del terrateniente Belokúrov, hombre joven que se levantaba muy temprano, andaba vestido con una podiovka por las noches tomaba cerveza y quejábase siempre de que en nadie ni en ninguna parte encontraba comprensión. Vivía en una casita en el jardín, mientras que yo me alojaba en la vieja casona señorial, en una enorme sala con columnas, en la cual no había ningún mueble, excepto un amplio diván, en el que yo dormía, y una mesa, en la cual yo hacía solitarios. Algo aullaba siempre allí en las viejas estufas, aun con tiempo apacible, mientras que durante las tormentas toda la casa se estremecía y hasta parecía que se resquebrajaba en pedazos, de modo que uno sentía un poco de miedo, especialmente de noche, cuando las diez ventanas se iluminaban de repente con los relámpagos.
Condenado por el destino a un ocio constante, yo no hacía absolutamente nada. Durante horas enteras miraba por las ventanas al cielo, los pájaros, las alamedas, leía todo lo que me traían del correo, dormía. De vez en cuando, salía de la casa y vagaba hasta el anochecer.
Una vez, cuando regresaba a la casa, penetré sin querer en una finca desconocida. El sol ya se estaba escondiendo y sobre el centeno en flor se extendían las sombras crepusculares. Dos filas de abetos, muy altos, viejos, densamente plantados, formaban una alameda sombría y bella. Sin mucho esfuerzo traspase el cerco y avancé por esta avenida, deslizándome sobre las agujas de abeto que cubrían la tierra con una capa de una pulgada de espesor. Había silencio y oscuridad, y sólo en las cimas de los árboles temblaba, aquí y allá, la resplandeciente y dorada luz que reverberaba con los colores del arco iris en las telas de araña. El aroma de los abetos era muy fuerte, hasta sofocante. Luego doblé por una larga avenida de tilos. También allí notábase el abandono y la vetustez; el follaje del año anterior rumoreaba tristemente bajo los pies, y entre los oscurecidos árboles se escondían las sombras. A la derecha, entre los añejos fratales, con voz débil y con poca gana, cantaba una oropéndola, que también debía ser viejecita. Pero ya terminaron los tilos; pasé frente a una blanca casa con terraza y con sotabanco, y de repente, extendiéronse ante mí un gran patio exterior y un amplio estanque con baños, una multitud de verdes sauces, una aldea en la otra orilla del lago, con un campanario alto y estrecho en el cual ardía la cruz, reflejando los últimos rayos del sol. Por un instante sentí el hechizo de algo familiar, muy conocido, como si ya hubiese visto este mismo panorama hace tiempo, en mi infancia.
Y junto al blanco portón de piedra, por el cual se pasaba del patio al campo, junto al antiguo y recio portón con leones, estaban de pie dos jóvenes. Una de ellas —la mayor—, delgada, pálida, muy bella, con un haz de espesos cabellos castaños y una boca pequeña y voluntariosa, denotaba una expresión severa y apenas reparó en mí; la otra, muy jovencita aún —no tendría más de diecisiete o dieciocho años— también delgada y pálida con una boca grande y con grandes ojos, me miró sorprendida, al pasar yo delante de ellas, dijo algo en inglés y se mostró confundida. Y me pareció que también estos dos agradables rostros me resultaban conocidos desde hacía tiempo. Y volví a la casa con la sensación de haber soñado con algo bueno.
Poco tiempo después, en un mediodía, paseábamos Belokúrov y yo cerca de la casa cuando inesperadamente, con un suave murmullo sobre la hierba, se acercó un coche con resortes en el cual venía una de aquellas jóvenes. Era la mayor. Realizaba una colecta en favor de los campesinos víctimas de un incendio. Sin dirigirnos la mirada, muy seria y detalladamente nos contó cuántas casas se habían quemado en la aldea Sianovo, cuántos hombres, mujeres y niños se habían quedado sin techo y cuáles serían las primeras medidas que se proponía tomar el comité de ayuda del cual ella formaba parte. Después de hacernos firmar la lista de suscripción, se la guardó y se dispuso a regresar.
—Usted se olvidó de nosotros, Piotr Petróvich —dijo a Belokúrov tendiéndole la mano—. Venga a vernos, y si monsieur N… —Ella dijo —mi apellido—, tiene deseos de ver cómo viven los admiradores de su talento y se digna llegar hasta nuestra casa, mamá y yo estaremos muy contentas.
Hice una reverencia.
Cuando ella hubo partido, Piotr Petróvich se puso a explicar. Esta joven, de acuerdo con sus palabras, pertenecía a una buena familia y se llamaba Lidia Volchanínova mientras la propiedad en la que vivía con su madre y su hermana, tenía el nombre de Shelkovka, lo mismo que la aldea del otro lado del lago. En otros tiempos su padre ocupaba un cargo prominente en Moscú, y al morir ostentaba la jerarquía de consejero, secreto. No obstante el buen pasar, las Volchanínov vivían en el campo continuamente, en verano y en invierno; Lidia era maestra de la escuela rural en su aldea y recibía un sueldo mensual de veinticinco rublos. Para sus gastos empleaba sólo este dinero y se enorgullecía de vivir por su propia cuenta.
—Es una familia interesante —dijo Belokúrov—. Habría que hacerles una visita. Ellas estarían encantadas de recibirlo a usted.
En uno de los días feriados, por la tarde, nos acordamos de las Volchanínov y fuimos a verlas. Todas, la madre y sus dos hijas, se encontraban en casa. La madre, Ekaterina Pávlovna —otrora bella, por lo visto, pero ahora prematuramente pesada y lenta, enferma de asma, triste y distraída— trató de entretenerme con una conversación sobre la pintura. Enterada por su hija de la posibilidad de mi visita, recordó, a prisa, dos O tres paisajes míos que había visto en las exposiciones en Moscú, y ahora me preguntaba qué era lo que yo deseaba expresar en ellos. Lidia —o Lida como la llamaban en casa— hablaba más con Belokúrov que conmigo. Seria, sin sonreír, le preguntaba por qué no prestaba ningún servicio en el zemstvo y por qué no asistía a sus asambleas.
—Eso no está bien, Piotr Petróvich —le decía en tono de reproche—. No está bien. Debiera de darle vergüenza.
—Es verdad, Lida, es verdad
—asentía la madre—. Eso no está bien.
—Todo nuestro distrito se encuentra en manos de Balaguin—prosiguió Lida, dirigiéndose a mí—. Es presidente de la Dirección General, repartió todos los cargos en el distrito entre sus sobrinos y yernos y hace lo que le da la gana. Hay que luchar. La juventud debe formar con sus elementos un partido fuerte, pero ya ven ustedes qué clase de juventud tenemos. ¡Debería usted de avergonzarse, Piotr Petróvich!
La hermana menor, Yenia, mientras se hablaba del zemstvo permanecía callada. Ella no tomaba parte en las conversaciones serias, en la familia no la consideraban adulta, aún, y la llamaban Missus, como a una pequeñuela, porque de niña ella solía llamar así a la Miss, su institutriz. Me miraba con curiosidad y, cuando abrí un álbum de fotografías, me daba explicaciones: “Este es mi tío… Este es mi padrino”, señalaba los retratos con el dedito, rozándome infantilmente con el hombro, y yo veía de cerca su pecho, poco desarrollado, sus finos hombros, su trenza y su cuerpo delgado, muy estrechado por el cinturón.
Jugamos al crocquet y al lawn-tennis, paseamos por el jardín, tomamos té, luego cenamos largamente. Después de la enorme y vacía sala con columnas, me sentía a gusto en esta pequeña y acogedora casa, en cuyas paredes no había oleografías y donde a los criados los trataban de “usted”; todo allí me parecía joven y puro por la presencia de Lida y Missus, y todo respiraba corrección. Durante ]a cena Lida volvió a conversar con Belokúrov sobre el zemstvo, sobre Balaguin, sobre las bibliotecas escolares. Era una joven despierta, sincera y convencida, y resultaba interesante escucharla, aunque hablaba mucho y. con voz fuerte, quizás porque se había acostumbrado a hablar así en la escuela. En cambio, Piotr Petróvich, quien desde los tiempos de estudiante tenía la costumbre de transformar cualquier diálogo en una discusión, hablaba aburrida, perezosa y largamente, con evidente deseo de parecer un hombre inteligente y avanzado. Gesticulando, volcó la salsera con la manga y se formó un gran charco sobre el mantel, pero, al parecer, nadie, excepto yo, se dio cuenta de ello.
Todo era silencioso y oscuro alrededor de nosotros cuando caminábamos de regreso a nuestra casa.
—La buena educación no consiste en no volcar la salsera sobre el mantel, sino en no darse cuenta cuando alguien lo hace —dijo Belokúrov con un suspiro—. Sí, es una familia excelente y culta. Me quedé algo aislado de la buena gente, ando atrasado, ¡muy atrasado! Y todo porque estoy colmado de tareas, tareas y tareas.
Y me habló de cuánto tiene uno que trabajar si quiere ser un agricultor ejemplar, mientras yo pensé: ¡qué hombre tan pesado y perezoso! Al hablar seriamente sobre cualquier asunto solía prolongar con esfuerzo una “e-e-e-e” y trabajaba de la misma manera que hablaba: lentamente, atrasado, perdiendo’ plazos. Ya por el solo hecho de que las cartas que yo le encargaba despachar en el correo, él las llevaba en su bolsillo durante semanas enteras, no podía creer mucho en su celo.
—Lo peor es —barbotaba caminando a mi lado—, lo peor es que uno trabaja sin encontrar comprensión. ¡Ninguna comprensión!

II
Comencé a frecuentar la casa de las Volchanínov. :Solía sentarme en el primer escalón inferior de la terraza; me oprimía el descontento conmigo mismo; me daba lástima mi vida que transcurría en forma tan rápida y tan poco interesante, y pensaba en que no estaría mal arrancar de mi pecho este corazón que llegó a ser tan pesado. Y mientras tanto, en la terraza se oían voces, el rumorcillo de los vestidos, alguien daba vueltas a las páginas de un libro. Pronto me habitué a ver a Lida, durante el día, atender a los enfermos, repartir limosnas, ausentarse a menudo a la aldea, con una sombrilla sobre su cabeza descubierta, y por la noche explayarse en voz alta sobre el zemstvo y las escuelas.
Cada vez que se entablaba una conversación seria, esta delgada y bella joven, invariablemente severa, de boca finamente delineada, me decía con sequedad:
—Esto no le interesa.
Yo no le caí simpático. No me quería porque era paisajista, porque en mis cuadros no mostraba las necesidades del pueblo y porque era indiferente—según le parecía— a todo aquello en lo que ella creía tan firmemente. Recuerdo que una vez, al viajar por la costa del lago Bailtal me encontré con un joven buriata que montaba un caballo y vestía con una camisa y un pantalón de tela azul china; le pregunté si quería venderme su pipa, y mientras hablábamos, miraba con desprecio mi cara europea y sin sombrero; en un instante se hartó de charlar conmigo, azuzó el caballo y se fue galopando. De la misma manera Lida despreciaba en mí a un extraño Exteriormente no manifestaba en absoluto su desafecto, pero yo lo sentía y, sentado en el primer escalón de la terraza, experimentaba cierta irritación y decía que curar a los campesinos sin ser médico significaba engañarlos, y que no era difícil ser benefactor poseyendo dos mil deciatinas de tierra.
Su hermana Missus no tenía preocupación alguna y pasaba el tiempo en el mismo ocio total que yo. Al levantarse por la mañana, en seguida tomaba un libro y se ponía a leer en la terraza, sentada en un hondo sillón de tal modo que sus pequeños pies apenas tocaban el suelo, o bien escondíase con el libro en una alameda, o se iba al campo. Pasaba todo el día leyendo, los ojos clavados con avidez en el libro, y sólo porque su mirada a veces se tornaba fatigada y anonada, y porque su rostro palidecía mucho, se podía adivinar cómo esta lectura cansaba su cerebro. Cuando yo llegaba a la casa, ella se ruborizaba levemente, dejaba el libro y con animación fijando en mi cara sus grandes ojos me contaba los acontecimientos del día en el cuarto de los criados había comenzado a arder el hollín de las estufas, o un peón había sacado del estanque un pez grande. En los días hábiles vestía, por lo común, una blusa de colores claros y una falda azul oscura. Paseábamos juntos, arrancábamos guindas para el dulce, andábamos en bote, y cuando ella saltaba para alcanzar una guinda o manejaba los remos, sus delgados y débiles brazos traslucían a través de las amplias mangas. O si no, yo pintaba un boceto y ella se quedaba de pie a mi lado y me miraba trabajar con admiración.
Un domingo, a fines de julio, llegué a la finca de las Volchanínov por la mañana, a eso de las nueve. Di vueltas por el parque, manteniéndome lejos de la casa, busqué hongos blancos, muy abundantes en aquel verano, dejando marcas cerca de ellos para recogerlos más tarde junto con Yenia. Soplaba un viento tibio. Vi pasar a Yenia y a su madre que volvían de la iglesia. Ambas llevaban claros vestidos domingueros y Yenia sostenía el sombrero a causa del viento. Luego las oí tomar el té en la terraza.
Para mí, hombre despreocupado y que buscaba justificación a su ocio constante, estas mañanas dominicales de verano en nuestras fincas resultaban siempre singularmente atrayentes. Cuando el verde jardín, todavía húmedo por el rocío, brilla al sol y parece feliz; cuando cerca de la casa se siente el aroma de la reseda y del almendro, cuando los jóvenes acaban de regresar de la iglesia y están tomando el té en el jardín, cuando todos están alegres y llevan puestas ropas agradables y cuando uno sabe que todas estas hermosas, sanas y satisfechas personas durante todo el largo día no van a hacer nada, siente deseo entonces de que toda la vida fuese así. Y ahora yo estaba pensando lo mismo y paseaba por el jardín, dispuesto a caminar así, sin hacer nada y sin propósito, durante todo el día, todo el verano.
Vino Yenia con una canasta; tenía la expresión como si supiera o presintiera que me encontraría en el jardín, recogíamos los hongos y conversábamos, y cuando me preguntaba algo, se me adelantaba unos pasos para ver mi cara.
—Ayer en nuestra aldea se produjo un milagro —me dijo—. La renga Pelagia había estado enferma todo el año. Ningún médico y ningún remedio podían ayudarla, pero ayer una vieja curandera le susurró unas palabras y ya está bien.
—No tiene importancia—dije—. No se debe buscar milagros solamente junto a los enfermos y los curanderos. ¿Acaso la salud no es un milagro? ¿Y la vida misma? Lo que es incomprensible ya es un milagro.
—¿Y usted no le tiene miedo a lo incomprensible?
—No. Encaro jovialmente los fenómenos que no comprendo y nunca me supedito a ellos. Soy superior a ellos. El hombre debe considerarse por encima de los leones, de los tigres, de las estrellas, por encima de todo lo que existe en la naturaleza, hasta por encima de lo que no se comprende y lo que parece milagroso, si no no sería un hombre sino un ratón que teme a todo el mundo.
Yenia creía que yo, como pintor, sabía muchas cosas y que podía acertar en aquello que no sabía. Quería que la introdujera en la esfera de lo eterno y de lo bello, en aquel mundo sublime que, según su opinión, me era familiar, y por eso hablaba conmigo sobre Dios, sobre la vida eterna, sobre lo milagroso. Y yo, que no podía admitir en mi ser y mi imaginación, después de la muerte, dejarían de existir por siempre jamás, le contestaba: “Sí, los hombres son inmortales”, “Sí, nos espera la vida eterna”. Ella me escuchaba, me creía, y no me pedía comprobaciones.
Cuando nos dirigíamos hacia la casa, se detuvo de repente y dijo:
—Nuestra Lida es una persona notable. ¿No es cierto? La quiero entrañablemente y en cualquier momento podría sacrificar mi vado por ella. Pero dígame —Yenia tocó mi manga con el dedo—, dígame: ¿por qué siempre discute con ella? ¿Por qué se muestra irritado?
—Porque ella no tiene razón.
Yenia meneó la cabeza negativamente y las lágrimas asomaron a sus ojos.
—¡Qué difícil es comprenderlo! —expresó.
En ese instante Lida acababa de regresar de alguna parte y, de pie junto a la puerta, con un látigo en las manos, esbelta y hermosa, iluminada por el sol, impartía algunas órdenes al peón. De prisa y hablando en voz alta atendió a dos o tres enfermos; luego, con aire preocupado, anduvo de una habitación a otra; abriendo un armario tras otro, se dirigió al sotabanco; durante un rato estuvieron buscándola y llamándola par almorzar y llegó cuando ya habíamos tomado la sopa. No sé por qué recuerdo y amo estos detalles, como también recuerdo vivamente todo aquel día, aunque no había ocurrido nada especial. Después de comer Yenia estuvo leyendo recostada en su hondo sillón, mientras que yo me senté en el escalón inferior de la terraza. Permanecimos callados. El cielo fue cubriéndose de nubes y comenzó a caer una fina llovizna. Pero hacía calor, el viento había cesado y parecía que el día nunca iba a tener fin. En la terraza apareció Ekaterina Pávlovna, soñolienta, con un abanico.
—Oh, mamá—dijo Yenia, besándole la mano—, el dormir de día te hace mal.
Se adoraban la una a la otra. Cuando una de ellas se iba al jardín, la otra ya estaba en la terraza y, mirando los árboles llamaba: ¡E-e-a, Yenia! o: Mamila, ¿dónde estás? Rezaban siempre juntas, las dos creían de la misma manera y se entendían bien hasta cuando callaban. También dispensaban el mismo trato a la gente. Ekaterina Pávlovna no tardó en acostumbrarse a mí y hasta se encariñó conmigo, y cuando yo no aparecía por dos o tres días mandaba averiguar si yo estaba bien de salud. También ella contemplaba mis bocetos con admiración, y con la misma locuacidad y franqueza con que lo hacía Missus me contaba cuanto ocurría, con frecuencia confiándome sus secretos domésticos.
Veneraba a su hija mayor. Lida no era cariñosa y sólo hablaba de cosas serias; vivía una vida particular y para su madre y su hermana era el mismo personaje sagrado que para los marineros lo es el almirante que pasa todo el tiempo en su camarote.
—Nuestra Lida es una persona notable—decía la madre con frecuencia—. ¿No es cierto?—Y ahora mientras lloviznaba, estábamos conversando sobre Lida:
—Es una persona notable —insistió la madre y añadió en voz baja y mirando con miedo en su derredor como si estuviera complotando—: A personas como ella hay que buscarlas de día con un farol, aunque, sabe, empiezo a sentirme algo inquieta. La escuela, los botiquines, los libros, todo esto está bien, pero ¿por qué caer en los extremos? Es que ya tiene veintitrés años cumplidos y ya es hora de pensar con seriedad en sí misma. Porque sino, con los libros y con los botiquines pasará la vida misma y una ni se dará cuenta. .. Debe casarse.
Yenia, pálida de tanto leer, con el peinado algo desordenado, levantó la cabeza y, mirando a su madre dijo como para sí misma:
—Mamila, todo depende de la voluntad divina.
Y volvió a sumirse en la lectura.
Llegó Belokúrov, vestido con podiovka y con camisa bordada. Jugamos al crocquet y al lawn-tennis, luego al anochecer cenamos largamente y Lida de nuevo habló de las escuelas y de Balaguin, el que tenía todo el distrito en sus manos. Al irme aquella noche de la casa de las Volchanínov, me llevé la impresión de un día ocioso y largo, muy largo, con la triste sensación de que todo termina en este mundo, por más largo que sea. Yenia nos acompañó hasta el portón y, quizás a causa de que ella había pasado conmigo todo el día, desde la mañana hasta la noche, sentí que sin ella estaría aburrido y que toda esta simpática familia no me era extraña; y por primera vez en todo el verano tuve deseos de pintar.
—Dígame, ¿por qué lleva usted una vida tan aburrida, tan incolora?—le pregunté a Belokúrov por el camino—. Mi vida sí es aburrida, pesada y monótona porque soy pintor, soy un hombre raro; estoy, desde mis años juveniles, maltratado por la envidia, por el descontento conmigo mismo, por la falta de fe en mi actividad; soy siempre pobre, soy un vagabundo; pero usted, usted es un hombre normal, sano; es un terrateniente, un señor; ¿por qué vive usted en forma tan poco interesante?, ¿por qué toma usted tan poco de la vida? ¿Por qué, por ejemplo, no se ha enamorado usted ano de Lida o de Yenia?
—Usted olvida que yo amo a otra mujer—respondió Belokúrov.
Referíase a su amiga Liubov Ivánovna que vivía con él en la casita del jardín. Era una gruesa dama, con aire de importancia, parecida a una gansa bien alimentada; todos los días la veía pasear por el jardín con ropas rusas adornadas con abalorios, llevando una sombrilla, y a cada rato la criada la llamaba, ora para comer, ora para tomar el té. Unos tres años antes había alquilado la casita para veranear y se quedó allí, por lo visto, para siempre. Era unos diez años mayor que él y lo manejaba con severidad, de tal modo que para ausentarse de la casa él debía pedirle permiso. A menudo sollozaba con voz de hombre y entonces yo mandaba decirle que si no dejaba de sollozar me iría de la casa; y los sollozos cesaban. Al llegar a casa, Belokúrov sentóse sobre el diván y frunció el ceño meditabundo, mientras que yo me puse a caminar por la sala sintiendo una leve emoción, como un enamorado. Tenía —.ganas de hablar de las Volchanínov.
—Lida sólo puede amar a un funcionario del zemstvo, entusiasmado, igual que ella, con los hospitales y las escuelas —dije—. Oh, por una joven así no sólo se puede ingresar en el zemstvo, sino también gastar un par de zapatos de hierro, como en el cuento de hadas. ¿Y Missus? ¡Qué delicia es esta Missus!
Belokúrov se puso a hablar largamente, estirando las “e-e-e-e”, acerca de la enfermedad del siglo, el pesimismo. Hablaba con seguridad y en un tono desafiante como si yo discutiera con él. Centenares de verstas de la desierta’ monótona y quemada estepa no pueden causar tanto tedio como un hombre que está sentado, habla y no se sabe cuando se ira.
—No se trata de pesimismo ni de optimismo —observé con irritación . Lo que ocurre es que el noventa y nueve por ciento de los hombres carece de inteligencia.
Belokúrov lo tomó muy a pecho, se mostró enojado y se fue.
—El príncipe está de visita en Malozemovo, te manda saludos —decía Lida a su madre al regresar de un viaje y quitándose los guantes—. Contó muchas cosas interesantes… Prometió volver a plantar la cuestión del puesto médico de Malozemovo, en la asamblea provisional, pero dice que hay pocas esperanzas. —Y dirigiéndose a mí añadió. Disculpe, siempre olvido que esto no le puede interesar.
Sentí irritación.
¿Y por qué no me puede interesar? —le pregunté, encogiéndome de hombros—. No le place conocer mi opinión, pero le aseguro que esta cuestión me interesa vivamente.
—¿Sí?
—Sí. A mi juicio, un puesto de médico en Malozemovo no es necesario en absoluto.
Mi irritación se transmitió a ella me miró, entrecerrando los ojos, y preguntó:
—¿Qué se necesita entonces? ¿Paisajes?
—Tampoco los paisajes. Allí no se necesita nada.
Ella terminó de quitarse los guantes y abrió el diario que acababa de traer del correo; al cabo de un minuto observó en voz baja, conteniéndose, por lo visito: La semana pasada Ana murió al dar a luz; de haber existido cerca un puesto médico ella hubiera salvado la vida. Y los señores paisajistas, me parece, debieron de tener algunas convicciones al respecto.
—Tengo una convicción bien definida al respecto—respondí, mientras ella se escondía detrás del diario como si no quisiera escucharme—. A mi juicio, los puestos médicos, las escuelas, las bibliotecas, los botiquines, dadas las condiciones existentes, no sirven sino para la opresión. El pueblo está atado con una gran cadena, y ustedes, lejos de cortarla, le agregan nuevos eslabones. He aquí mi convicción.
Ella levantó la mirada hacia mí y sonrió burlonamente, pero yo proseguí tratando de resumir mi idea principal:
—Lo importante no es que Ana haya muerto del parto, sino el hecho de que todas estas Anas, Mavras Pelagias, encorvan sus espaldas desde el amanecer hasta la noche; se enferman a causa del trabajo excesivo durante toda la vida tiemblan por sus hijos, hambrientos y dolientes; durante toda la vida temen a las enfermedades y a la muerte, durante toda la vida tratan de curarse, pero se marchitan temprano, envejecen temprano y mueren en el hedor y en la suciedad; sus hijos, al crecer, recomienzan la misma historia y así transcurren centenares de años y miles de millones de personas viven peor que las bestias (sólo por un mendrugo de pan) sintiendo un miedo continuo. Lo terrible de su situación está en que no tienen tiempo de pensar en su alma; no tienen tiempo de recordar la imagen humana el hambre, el frío el miedo bestial, la enormidad del trabajo, cual aludes de nieve, les obstruyeron todos los caminos hacia la actividad espiritual, es decir, a lo que distingue al hombre del animal y que constituye lo único por lo cual vale la pena vivir. Ustedes acuden en su ayuda con hospitales y escuelas, pero, lejos de liberarlos de sus ataduras, por el contrario, los esclavizan más aún, ya que, al introducir en su vida nuevos prejuicios, ustedes aumentan el número de sus necesidades, sin hablar de que por los emplastos y por los libros, ellos deben pagar al zemstvo, o sea, doblar aún más la espalda.
—No voy a discutir con usted —dijo Lida bajando el diario—. Todo esto lo he oído ya. Sólo le diré una cosa: no debe uno quedarse sin hacer nada. Es verdad nosotros no estamos salvando a la humanidad entera y puede ser que estemos equivocados en muchas cosas, pero hacemos lo que podemos y tenemos razón. El más alto y sagrado propósito de una persona culta es servir al prójimo y tratando de servirlo como podemos. A usted no le agrada? pero uno no puede satisfacer a todo el mundo.
—Es verdad, Lida, es verdad —dijo la madre. En presencia de Lida, ella se mostraba siempre tímida y al hablar la miraba con inquietud, temiendo decir algo superfluo o inapropiado nunca le contradecía sino que siempre estaba de acuerdo: “Es verdad, Lida, es verdad”.
—La alfabetización de los mujiks, los libros con míseras instrucciones y máximas y los puestos médicos no pueden disminuir la ignorancia ni la mortalidad, de la misma manera que la luz. de las ventanas no puede iluminar este enorme jardín proseguí—. Ustedes no aportan nada; con su intromisión en la vida de esta gente ustedes no hacen sin crear nuevas necesidades, nuevos motivos para el trabajo.
—¡Dios mío, pero hay que hacer algo! —dijo Lida con fastidio, y por su tono se podía deducir que ella consideraba insignificantes mis razonamientos y los despreciaba.
—Hay que liberar a la gente del pesado trabajo físico —sostuve—. Hay que aliviar el yugo, darles un respiro, para que no pasen toda su vida junto a los hornos, las artesas y en el campo. sino que tengan también tiempo de pensar en su alma, en Dios, y que puedan manifestar en forma más amplia sus condiciones espirituales. La vocación de todo hombre está en la actividad espiritual, en la constante búsqueda de la verdad y del sentido de la vida. Hagan, pues, que les sea innecesario el brutal trabajo de bestias; permítanles sentirse en libertad y verán entonces que estos libritos y botiquines son, en realidad, una burla. Una vez que el hombre sea consciente de su auténtica vocación, sólo podrán satisfacerle la religión, las ciencias, las artes y no estas menudencias.
—¡Liberarlos del trabajo! —sonrió Lida—. ¿Acaso ello es posible?
—Sí Encárguense de una parte del trabajo de ellos. Si todos los habitantes de la ciudad y del campo, todos sin excepción, consintiéramos dividir entre nosotros el trabajo que en general realiza la humanidad para la satisfacción de sus necesidades físicas, a cada uno no le correspondería quizá más de dos o tres horas por día. Imagínese que todos, los ricos y los pobres, trabajamos solamente tres horas por día y el tiempo restante nos queda libre. Imagínese también que (para depender menos ano de nuestro cuerpo y trabajar menos) inventamos máquinas que nos reemplazan en ciertas labores y tratamos de reducir la cantidad de nuestras necesidades hasta el mínimo. Nos templarnos a nosotros y a nuestros hijos para no temer al hambre y al frío y no tener que temblar constantemente por la salud de ellos, como tiemblan Ana, Mavra y Pelagia. Imagínese que no nos curamos, no mantenemos farmacias, ni fábricas de tabaco y de bebidas alcohólicas, ¡ cuánto tiempo libre nos queda! Todos, en común, dedicamos este ocio a las ciencias y a las artes. De la misma manera como a veces todos los mujiks de una aldea se unen para arreglar el camino, nosotros, mancomunados todos, buscaríamos la verdad y el sentido de la vida, y (estoy seguro de ello) la verdad sería descubierta muy pronto; el hombre se liberaría de este constante, penoso y deprimente miedo a la muerte y aun de la misma muerte.
—Usted, sin embargo, se contradice —observó Lida—. Habla de las ciencias, pero antes negaba la alfabetización.
—La alfabetización que sólo sirve al hombre para leer los letreros de las tabernas y a voces libros que no entiende. Esta alfabetización se mantiene en nuestras aldeas desde los tiempos de Rúrik, Petrushka gogoliano hace ya tiempo que sabe leer, mientras que el campo quedó igual que en la época de Rúrik. No es la alfabetización lo que necesitamos sino la libertad para una amplia manifestación de capacidades espirituales. No son escuelas lo que necesitamos sino universidades.
—Pero usted niega también la medicina.
—Sí. Ella sólo sería necesaria para el estudio de las enfermedades como fenómenos de la naturaleza y no para su tratamiento. Hay que curar no las enfermedades sino sus causas. Anulen la causa principal (el trabajo físico) y no habrá enfermedades. No reconozco la ciencia que cura—continué exaltado—. Las ciencias y las artes, cuando son auténticas, no aspiran a lograr propósitos temporales o particulares, sino que tienden hacia lo eterno y lo universal: buscan la verdad y el sentido de la vida, buscan a Dios y el alma, pero cuando se las ata a las necesidades y los problemas del día, a los botiquines y a las bibliotecas, ellas no hacen sino complicar y entorpecer la vida. Tenemos muchos médicos, farmacéuticos, juristas, mucha gente sabe ahora leer y escribir, pero carecemos totalmente de biólogos, matemáticos, filósofos, poetas. Toda la inteligencia, toda la energía espiritual se fueron gastando para la satisfacción de las necesidades temporales, pasajeras. .. Los sabios, los escritores y los pintores están abarrotados de trabajo; merced a ellos las comodidades de la vida crecen cada día, las necesidades del cuerpo se multiplican, mientras que la verdad queda lejos todavía y el hambre sigue siendo el animal más feroz y menos pulcro, y todo contribuye para que la humanidad, en su mayoría, se degenere y pierda para siempre su vitalidad. En estas condiciones, la vida de un pintor no tiene sentido, y cuanto más talento tiene, tanto más extraño e incomprensible es su papel, ya que resulta que él trabaja para la diversión de un animal feroz y sucio, sosteniendo el orden existente. Y yo no quiero trabajar y no trabajaré;.. No precisamos nada, ¡qué se hunda la tierra en el infierno!
—Missus, vete a tu cuarto —dijo Lida a su hermana, considerando, por lo visto, mis palabras como dañinas para una señorita tan joven.
Yenia miró con tristeza a la hermana y a la madre y salió.
—Estas lindas cosas se dicen comúnmente cuando quieren justificar su indiferencia—dijo Lida—. Negar hospitales y escuelas es más fácil que curar y enseñar.
—Es verdad, Lida, es verdad —asintió la madre.
—Usted amenaza, con dejar de trabajar —continuó Lida—. Por lo visto, aprecia usted altamente sus obras. No discutamos más: nunca llegaremos a un acuerdo, ya que la más imperfecta de las bibliotecas o farmacias, a las cuales se refirió usted con tanto desprecio, para mí es más importante que todos los paisajes del mundo. —Y en seguida, dirigiéndose a la madre, habló en un tono muy distinto—: El príncipe está muy delgado y ha cambiado mucho desde que estuvo en nuestra casa. Lo mandan a Vichy
Ella contaba a su madre las cosas acerca del príncipe para no hablar conmigo. Su cara ardía y para ocultar su agitación se inclinó hacia la mesa, como miope, y aparentó leer el diario. Mi presencia era desagradable. Me despedí y me retiré.

IV
Afuera todo era paz; la aldea del otro lado del lago dormía ya, no se veía ninguna lucecita y sólo en el agua brillaban apenas los pálidos reflejos de las estrellas. Junto al portón de los leones, inmóvil, Yenia me esperaba, de pie, para acompañarme un trecho.—
—Todos están durmiendo en la aldea —le dije, tratando de distinguir su rostro en la oscuridad, y vi sus oscuros y tristes ojos fijarse en mí—. El tabernero y el cuatrero duermen tranquilos, mientras que nosotros, gente de bien nos irritamos el uno al otro discutiendo.
Era una triste noche de agosto, triste porque ya olía a otoño; cubierta por una nube purpurina, salía la luna y apenas iluminaba el camino y los oscuros campos. Con frecuencia caían estrellas fugaces. Yenia iba por el camino a mi lado y trataba de no mirar al cielo, ya que el verlas caer la asustaba no se sabe por qué.
—Me; parece que usted tiene razón —dijo ella, temblando a causa de la humedad nocturna—. Si todos los hombres, en común, pudieran dedicarse a la actividad espiritual pronto llegarían a saberlo todo.
—Naturalmente. Somos seres superiores y si, efectivamente, tuviésemos conciencia dé toda la fuerza del genio humano y viviésemos sólo para propósitos supremos, al final seríamos como dioses. Pero ello no ocurrirá nunca, la humanidad se va a degenerar y del genio no queda ni rastro.
Cuando el portón desapareció de la vista, Yenia se detuvo y me dio tan presuroso apretón de manos.
—Buenas noches —dijo, temblando; sólo una blusa liviana cabria sus hombros y ella se encogió de frío—. Venga mañana.
Sentí angustia al pensar que me quedaría solo, irritado, descontento con la gente y conmigo mismo; también yo traté de no mirar a las estrellas fugaces.
—Quédese conmigo un minuto más —le dije—. Le ruego.
Yo amaba a Yenia. La amaba, quizá, porque solía recibirme y me acompañaba para despedirme; porque me miraba con ternura y admiración. ¡Cuán bellos y conmovedores eran su rostro pálido, su cuello fino, sus delgados brazos, su fragilidad, su ocio, sus libros! ¿Y su inteligencia? Yo sospechaba en ella una inteligencia notable, admiraba la amplitud de sus ideas, quizá porque ella pensaba de otra manera que la hermosa y severa Lida, que no me quería. Yo le agradaba a Yenia como pintor, conquisté su corazón con mi talento, y sentía un; apasionado deseo de pintar sólo para ella, soñando con ella como mi pequeña reina, que junto conmigo poseería estos árboles, campos, la niebla, el alba, esta naturaleza maravillosa y encantadora, pero entre la cual me sentí hasta entonces desesperadamente solo e inútil.
—Quédese un minuto más —supliqué—. Le imploro.
Me quité el abrigo y cubrí sus hombros helados, temiendo mostrarse fea y ridícula con el gabán masculino, ella se lo quitó, riendo y entonces la abracé y comencé a besar su cara, sus hombros, sus brazos.
—¡Hasta mañana! —susurró ella y con cuidado, como si temiera alterar el silencio de la noche, me abrazó—. Tengo que contarlo todo en seguida a mamá y a mi hermana, pues no tenemos secretos entre nosotras… ¡Me da mucho miedo! No por mamá ella lo quiere, ¡pero Lida…! —Y se dirigió corriendo hacia el portón.
—¡Adiós! —gritó.
Luego, durante unos dos minutos la oí correr. No tenía ganas de volver a casa y además no había para qué volver allá. Me quedé parado un rato, meditando, y desanduve lentamente el camino para dirigir una mirada más a la casa en que vivía ella: simpática, ingenua y vieja casa me parecía mirarme con las ventanas de su sotabanco y comprenderlo todo. Pasé por delante de la terraza, me senté en un banco junto a la plazoleta de lawn-tennis, bajo un añoso olmo y desde la oscuridad contemplé la casa. Las ventanas del sotabanco, donde vivía Missus, ilumináronse con una luz brillante, luego con otra atenuada y verde: la lámpara fue cubierta con una pantalla. Moviéronse algunas sombras… Me sentí embargado de ternura, silencio y satisfacción conmigo mismo, satisfacción por haberme apasionado y enamorado, pero al mismo tiempo me molestaba la idea de que allí mismo, a pocos pasos de mí—, en una de las habitaciones de la casa, vivía Lida, que no me quería y, quizá, me odiaba. Estuve esperando que saliera Yenia, y al aguzar el oído me parecía oír hablar a alguien en el sotabanco.
Transcurrió cerca de una hora. La verde luz se había apagado y las sombras dejaron de verse. La luna ya se encontraba alta, encima de la casa, e iluminaba el jardín durmiente y los caminitos; las dalias y las rosas en el parterre, frente a la casa, veíanse con nitidez y parecían todas del mismo color. El aire se hacía muy frío. Salí del jardín, levanté del suelo mi sobretodo y me encaminé lentamente a mi casa.
Al día siguiente, cuando llegué por la tarde a la casa de las Volchamnov, la puerta de vidrio que daba al jardín estaba abierta de par en par. Me senté en la terraza, esperando que detrás del parterre en la plazoleta o en una de las alamedas no tardara en aparecer Yenia, o bien desde alguna de las habitaciones llegara a oírse su voz; luego pasé a la sala, al comedor. No había un alma.
Del comedor, a través de un largo pasillo, fui al vestíbulo, luego me dirigí nuevamente al comedor. En el pasillo había varias puertas y detrás de una de ellas resonaba la voz de Lida.
—En la rama… de un árbol… —pronunciaba ella en voz alta y arrastrando las sílabas, probablemente dictando—. Bien ufa-a-ano y con-te-ente, con un queso en el pi-i-ico… esta-aba… ¿Quién está allí? —llamó de repente al oír mis pasos.
—Soy yo.
—¡Ah! Disculpe, no puedo salir ahora, estoy dando clase a Dasha.
—¿Ekaterina Pávlovna está en el jardín?
—No. Ella y mi hermana partieron esta mañana de visita a nuestra tía, en la gobernación de Penza. Y en invierno, probablemente, Irán al extranjero… —añadió después de una pausa—. En la rama… de un árbol… bien ufa-a-no y contento… ¿Escribiste?
Salí al vestíbulo y sin pensar en nada me quedé de pie mirando el lago y la aldea, mientras llegaba a mis oídos:
—Con un queso en el pico, estaba el señor Cuervo.
Y me fui de la finca por el mismo camino por el que habla venido por primera vez, sólo que en sentido contrario: primero del patio al jardín, por delante de la casa, luego por la avenida de los tilos… Allí me alcanzó corriendo un chicuelo y me entrego una esquela. “Le conté todo a mi hermana y ella exige que me separe de usted —leí—. Estaría por encima de mis fuerzas apenarla con mi desobediencia. Que Dios le dé a usted mucha felicidad, perdónome… ¡Si supiera usted con cuánta amargura lloramos, mamá y yo!”
Luego la oscura avenida de abetos, el cerco caído… Por el campo donde aquella vez florecía el centeno y vociferaban las codornices, ahora vagaban las vacas y los caballos trabados. Allá y acá, sobre las colinas, verdeaba intensamente la sementera de otoño. Invadióme un humor sobrio y prosaico, y sentí vergüenza por todo lo que había hablado en casa de las Volchanínov y volví a sentir el tedio de la vida. Al regresar a casa, hice las maletas y por la noche partí para Petersburgo.
No he vuelto a ver a las Volchanínov. No hace mucho, en el viaje a Crimea, encontréme en el tren con Belokúrov. Igual que antes, vestía una podiorka y una camisa bordada, y al preguntarle yo sobre su salud me respondió: “La debo a sus oraciones”. Nos pusimos a conversar. Había vendido su finca y comprado otra, más pequeña, a nombre de Lubov Ivánovna. Acerca de las Volchamnov contó poca cosa. Lida, según sus palabras, vivía siempre en Shelkovka y enseñaba a los chicos en la escuela; poco a poco ella logró reunir un círculo de personas que le eran simpáticas y que, llegando a constituir un partido fuerte, en las últimas elecciones del zemstvo desplazaron a Balaguin, hasta entonces tenía en sus manos a todo el distrito. En lo que atañe a Yenia. Belokúrov sólo podo comunicar que ella no vivía en su casa y que no sabía dónde se encontraba.
Comienzo a olvidar ya la casa del sotabanco, y sólo alguna vez, cuando escribo o leo, de repente, sin causa ninguna, me acuerdo ora de la luz verde en la ventana, ora del ruido de mis pasos que resonaban de noche en el campo, cuando enamorado volvía a mi casa, frotando las manos por el frío. Y con menos frecuencia aun, en momentos cuando me oprime la soledad y estoy triste, empiezo a recordar vagamente y me parece entonces que a mí también alguien me recuerda, me espera y que nos encontraremos…
Missus, ¿dónde estás?  

                                           FIN
    Antón Pávlovich Chéjov, escritor y dramaturgo ruso. Encuadrable en la corriente más psicológica del realismo y el naturalismo, fue un maestro del relato corto, siendo considerado como uno de los más importantes escritores de este género en la historia de la literatura
    29 de enero de 1860, Taganrog, Rusia - 15 de julio de 1904, Badenweiler, Alemania)



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