(Cuento completo)
Al salir de Porto-Vecchio, con dirección noroeste, hacia el interior de la isla, se ve rápidamente elevarse el terreno, y después de tres horas de marcha por tortuosas sendas, obstruidas por grandes trozos de rocas y cortadas a veces por barrancos, uno se encuentra al borde de un "malezal" muy extenso. El "malezal" es el refugio de los pastores, corsos y de cuantos tienen algo que ver con la justicia. Es preciso que se sepa que el labrador corso, para ahorrarse el trabajo de abonar su campo, incendia una cierta extensión del bosque, y tanto peor si el fuego se extiende más allá de lo que es necesario; ocurra lo que ocurra, se puede estar seguro de recoger una buena cosecha sembrando en la tierra fertilizada por las cenizas de los árboles. Cortadas las espigas, los tallos se dejan, para evitarse el trabajo de recogerlos; las raíces sobrantes, si no se han agostado, arrojan a la siguiente primavera espesísimos retoños, que en pocos años alcanzan una altura de siete u ocho pies. A esta especie de montuoso soto se le llama “malezal”. Lo componen variadas clases de árboles y arbustos, mezclados y confundidos a la buena de Dios. Sólo con un hacha en la mano, acertaría el hombre a abrirse paso por allí, y hay “malezal” tan espeso y tupido, que ni aun a los mismos cameros montaraces les sería dado penetrar en su interior.
Si usted ha matado a alguien, váyase al “malezal” de Porto-Vecchio, y allí
vivirá seguro, con pólvora, balas y un buen fusil; no se olvide de una manta
oscura, con su capucha correspondiente, que sirve de tapa y de colchón. Los
pastores le proporcionarán leche, queso y castañas, y nada tendrá que temer de
la justicia ni de los parientes del muerto sino cuando le sea preciso ir al
pueblo para renovar las municiones.
Mateo Falcone, cuando yo estaba en Córcega en 18..., tenía su casa a una
media legua de ese “malezal”. Era un hombre lo bastante rico para el país; vivía
dignamente, esto es, sin hacer nada, del producto de sus rebaños, que algunos
pastores, especie de nómadas, llevaban a pacer, de acá para allá, por los
montes. Cuando lo vi, dos años antes del acontecimiento que motiva este relato,
me pareció, sobre poco más o menos, de unos cincuenta años de edad. Imagínate,
lector, un hombre pequeño, pero robusto, de encrespados cabellos, negros como el
azabache, nariz aguileña, labios delgados, ojos grandes y vivos y una tez color
de cuero. Pasaba, aun en su misma comarca, en la que tan buenos tiradores había,
por ser un tirador extraordinario. Mateo, por ejemplo, no disparaba nunca a un
carnero montaraz con postas, pero lo derribaba, en cambio, a ciento veinte pasos
de un balazo en la cabeza o en la espalda, según su gusto. De noche se servía de
sus armas tan fácilmente como de día, y de él se me ha referido el siguiente
rasgo de destreza, que acaso parecerá increíble al que no haya viajado por
Córcega. Se ponía a ochenta pasos una vela encendida detrás de un papel
transparente del tamaño de un plato. Mateo apuntaba, se apagaba la luz después,
y al cabo de un minuto, en la oscuridad más completa, disparaba y atravesaba el
transparente tres de cada cuatro veces.
Con tales méritos, Mateo Falcone gozaba de una gran reputación. Se le tenía
por tan buen amigo como enemigo peligroso; por lo demás, era servicial y
caritativo y vivía en paz con todo el mundo en el distrito de Porto-Vecchio. Se
contaba de él que en Corte, en donde se había casado, se había desembarazado muy
expeditivamente de un rival, al que se tenía por tan temible en lances guerreros
como en lides amorosas; al menos se le atribuía a Mateo un cierto escopetazo que
sorprendió a su rival en el instante de afeitarse, frente a un espejo que pendía
de su ventana. Se echó tierra al asunto y Mateo se casó. Su mujer, Giuseppa, lo
hizo padre primeramente de tres hijas -para su disgusto-, y por último de un
hijo, llamado Fortunato; éste era la esperanza de la familia y el heredero del
apellido. Las hijas se habían casado bien: en caso necesario su padre podría
disponer de los puñales y las escopetas de los respectivos maridos. Diez años
tenía tan sólo el chico, pero anunciaba ya felices disposiciones.
Cierto día de otoño, muy de mañana, salió Mateo con su mujer para visitar uno
de sus rebaños, en un claro del “malezal”. Fortunato quiso acompañarlos, pero el
claro aquel estaba muy lejos, y, además, era preciso que alguien se quedara
guardando la casa; por lo tanto, el padre se opuso; ya se verá si tuvo motivo
para arrepentirse de ello.
Algunas horas después, Fortunato, tranquilamente tendido al sol, contemplaba
las montañas azules y pensaba en su visita al pueblo, el próximo domingo, para
comer en casa de su tío el “caporal”, cuando fue interrumpido de pronto en sus
meditaciones por el disparo de un arma de fuego. Se puso en pie y miró a la
parte de la llanura de donde vino aquel ruido. Otros disparos se oyeron, con
intervalos diferentes, y cada vez más próximos; al poco, en la senda que
conducía desde la llanura a la casa de Mateo, apareció un hombre tocado con un
gorro puntiagudo, como el que usan los montañeses, barbudo, harapiento y
arrastrándose trabajosamente apoyado en su escopeta. Acababa de recibir un
balazo en el muslo.
Aquel hombre era un bandido que había salido de noche para comprar pólvora en
la ciudad, y había caído a su vuelta en la emboscada que le prepararon los
tiradores corsos1. Después de
una vigorosa defensa, se vio obligado a buscar la retirada, tiroteado de roca en
roca y perseguido de cerca; pero los soldados le estaban dando alcance, y su
herida le imposibilitaba llegar al “malezal” sin ser atrapado.
Se acercó a Fortunato y le dijo:
-¿Eres el hijo de Mateo Falcone?
-Sí.
-Pues bien, yo soy Gianetto Sampiero, y me persiguen los cuellos
amarillos2. Escóndeme, pues ya
no puedo más.
-¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin su permiso?
-Dirá que has hecho bien.
-¡Quién sabe!
-Escóndeme pronto, que se acercan.
-Espera a que regrese mi padre.
-¿Que espere? ¡Maldición! Dentro de cinco minutos estarán aquí. ¡Vamos,
escóndeme o te mato!
Fortunato repuso con la mayor sangre fría:
-Tu escopeta está descargada, y ya no te quedan cartuchos en tu canana.
-Pero tengo mi puñal.
-Pero ¿correrás tanto como yo?
Y de un salto se puso fuera de su alcance.
-¡Tú no eres el hijo de Mateo Falcone! ¿Dejarás que me prendan delante de tu
casa?
El muchacho pareció conmoverse.
-¿Qué me darás si te escondo? -le dijo, aproximándose.
El bandido buscó en un bolsillo de cuero que pendía de su cintura y saco de
él una moneda de cinco francos, reservada acaso para comprar pólvora. Al ver la
moneda de plata, Fortunato sonrió, y apoderándose de ella dijo a Gianetto:
-No temas nada.
En seguida abrió un gran boquete en un montón de heno colocado cerca de la
casa. Gianetto se agazapó en él, y el muchacho lo cubrió de modo que pudiera
respirar, sin levantar sospechas de que aquel heno ocultaba a un hombre. Se le
ocurrió, además, una astucia bastante ingeniosa y propia de un salvaje. Cogió a
una gata con sus hijuelos y los puso encima del montón de heno, para hacer creer
que no se había removido poco antes. Y como observara que en las cercanías de la
casa había rastros de sangre, se apresuró a cubrirlos con arena muy
cuidadosamente, y, hecho esto, se tumbó otra vez al sol con la mayor
tranquilidad.
Algunos minutos después, seis hombres con uniforme oscuro y cuello amarillo,
mandados por un sargento, se detenían ante la puerta de Mateo. El sargento era
pariente lejano de Falcone. (Sabido es que en Córcega los grados de parentesco
se extienden mucho más que en otros sitios.) Se llamaba Tiodoro Gamba, y era un
hombre activo, a quien temían mucho los bandidos porque los perseguía sin
descanso.
-Buenos días, primo -dijo, acercándose a Fortunato-. ¡Qué alto estás! ¿Has
visto pasar por aquí a un hombre hace poco?
-¡Oh, aún no soy tan alto como usted, primo! -respondió el muchacho,
haciéndose el tonto.
-Ya lo serás. Pero dime, ¿no has visto pasar a un hombre?
-¿Que si he visto pasar a un hombre?
-Sí, un hombre con un gorro puntiagudo de terciopelo negro y una chaqueta
adornada de rojo y amarillo.
-¿Un hombre con un gorro puntiagudo y una chaqueta adornada de rojo y
amarillo?
-Sí; responde pronto, y no repitas mis preguntas.
-Esta mañana cruzó por nuestra puerta, montado en su caballo “Piero”, el
señor cura, y me preguntó cómo le iba a papá, y yo le respondí...
-¡Ah, granujilla, eres un pillastrón! Dime pronto por dónde ha tirado
Gianetto, que es a quien buscamos; estoy seguro de que ha cruzado por este
camino.
-¡Quién sabe!
-¿Quién sabe? Yo sé que tú lo has visto.
-¿Se ve, acaso, a los que pasan cuando se duerme?
-No dormías, tunantuelo; los disparos te han despertado.
-¿Cree usted, primo, que sus fusiles hacen tanto ruido? Mucho más hace la
escopeta de mi padre.
-¡Que el diablo te lleve, maldito bribón! Estoy segurísimo de que has visto a
Gianetto, y hasta es posible que lo tengas escondido. Vamos, camaradas, entren
en esta casa y vean si nuestro hombre anda por ahí. Sólo disponía de una pierna,
y el pillastrón tiene demasiado buen sentido para dirigirse, cojeando, al
“malezal”. Además, los rastros de sangre se detienen aquí.
-¿Y qué dirá papá? -preguntó Fortunato con una risita burlona-. ¿Qué dirá
cuando se entere de que han entrado en su casa durante su ausencia?
-¡Bribón! -dijo el ayudante cogiéndole por una oreja-. ¿Sabes que me siento
tentado de hacerte hablar por otros medios? Es posible que con una veintena de
sablazos de plano hablaras al fin.
Y Fortunato seguía riendo con su risita burlona.
-¡Mi padre es Mateo Falcone! -dijo con énfasis.
-Bien sabes, granujilla, que te puedo conducir a Corte o a Bastia y hacerte
encerrar en un calabozo, para que duermas en la paja, con grilletes en los pies,
y guillotinarte si no dices dónde está Gianetto Sampiero.
Ante tan ridícula amenaza, el muchacho lanzó una carcajada y repitió:
-Mi padre es Mateo Falcone.
-Sargento -dijo en voz baja uno de los tiradores-, no nos indispongamos con
Mateo.
Gamba parecía evidentemente turbado. Con voz queda hablaba con sus
compañeros, que habían hecho ya en la casa un cuidadoso registro. La operación
fue breve, pues la cabaña de un corso no consiste más que en una pieza cuadrada.
El ajuar se reduce a una mesa, algunos bancos, cofres y utensilios de caza y
domésticos. Mientras, Fortunato acariciaba a la gata y parecía divertirse con la
confusión de los tiradores y de su primo.
Un soldado se aproximó al montón de heno. Vio a la gata y dio con negligencia
un bayonetazo en el heno, encogiéndose de hombros, como si comprendiera que la
precaución era ridícula. Nada se movió; el rostro del muchacho permaneció
impasible.
El sargento y sus gentes se daban al diablo; contemplaban la llanura como
dispuestos a volver por donde habían venido, cuando el jefe, convencido de que
las amenazas no surtían efecto alguno en el hijo de Falcone, quiso hacer un
último esfuerzo y probar el poder de las caricias y de los obsequios.
-Primo -dijo-, me pareces un muchacho muy despierto. Tú harás carrera. Pero
conmigo te portas muy mal. Si no temiera darle un disgusto a mi primo Mateo, te
llevaba conmigo.
-¡Bah!
-Pero cuando mi primo vuelva le contaré lo que ha pasado y te zurrará de lo
lindo por haber mentido de ese modo.
-¿De veras?
-Ya lo verás... En fin, sé buen muchacho y te daré cualquier cosa.
-Y yo, primo, le daré un consejo, y es que si tarda mucho en marcharse,
Gianetto llegará al “malezal”, y entonces será preciso más de un hurón como
usted para buscarlo por allí.
El ayudante sacó de su bolsillo un reloj de plata que podría valer unos diez
escudos, y como observara que se iban tras él los ojos de Fortunato, le dijo,
suspendiendo el reloj de su cadena de acero:
-¡Picaronazo! ¿Tú quisieras tener un reloj como éste colgado del cuello, para
pasearte por las calles de Porto-Vecchio orgulloso como un pavo real y que las
gentes te preguntaran: “¿Qué hora es?” Y tú les dijeras: “Mírelo en mi
reloj”.
-Cuando sea más hombre, mi tío el caporal me dará uno.
-Sí, pero el hijo de tu tío ya lo tiene... no tan bonito como éste, la
verdad... No obstante, él es más joven que tú.
El muchacho suspiró.
-Bueno, primo, ¿quieres este reloj?
Fortunato, mirando al reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que se
le ofrece un pollo entero. Como comprende que se están burlando de él, no se
atreve a echarle mano, y de tiempo en tiempo aparta los ojos para no sucumbir a
la tentación; pero a cada paso se relame los hocicos y parece como si le dijera
a su dueño: “¡Qué cruel es la bromita que gastas!”
Sin embargo, el sargento Gamba parecía ofrecerle el reloj de buena fe.
Fortunato no alargó la mano, pero dijo con amarga sonrisa:
-¿Por qué se burla de mí?
-¡Vive Dios, que no me burlo! Dime únicamente dónde está Gianetto, y el reloj
es tuyo.
Fortunato dejó escapar una incrédula sonrisa, y fijando sus negros ojos en
los del ayudante trató de descubrir lo que de verdad hubiera en sus
palabras.
-Que pierda mis charreteras -dijo Gamba-, si no te entrego el reloj con esa
condición. Mis compañeros son testigos; no puedo arrepentirme.
Mientras hablaba así seguía aproximando el reloj tanto, que casi tocaba ya la
pálida mejilla del niño, que mostraba claramente la lucha que en su interior
sostenían la codicia y el respeto debido a la hospitalidad. Su desnudo pecho se
elevaba con fuerza y parecía próximo a estallar. El reloj, en tanto, oscilaba y
giraba, rozándole a veces la punta de la nariz. Por último, poco a poco, alzó la
mano derecha hasta el reloj; lo tocó con la punta de los dedos; lo sintió en su
mano, sin que el sargento soltara la cadena... La esfera era azulada... recién
bruñida la tapa; a la luz del sol parecía de fuego... La tentación era demasiado
fuerte.
Fortunato levantó la mano izquierda también e indicó con el pulgar, por
encima de su hombro, el montón de heno junto al que estaba. Gamba lo comprendió
en seguida y abandonó el extremo de la cadena. Fortunato se vio único
propietario del reloj. Se levantó con la agilidad de un gamo y se alejó diez
pasos del montón de heno, que los tiradores comenzaron a revolver en
seguida.
Al poco el heno se empezó a agitar y un hombre ensangrentado, con un puñal en
la mano, surgió de él; pero al tratar de levantarse, su herida, ya fría, no le
permitió tenerse en pie, y cayó al suelo. El ayudante, abalanzándose sobre él,
le arrebató el puñal. En seguida, y a pesar de su resistencia, lo ataron
fuertemente.
Gianetto, derribado en tierra y atado como un haz de leña, volvió la cabeza
hacia Fortunato, que se había aproximado.
-¡Hijo de...! -le dijo con más desprecio que cólera.
El niño le arrojó la moneda de plata que había recibido de él poco antes,
como comprendiendo que ya no era merecedor de ella, pero el proscrito ni
siquiera aparentó fijarse en aquel movimiento. Con mucha sangre fría le dijo al
sargento:
-Mi querido Gamba, no puedo andar; no tendrá más remedio que transportarme al
pueblo.
-Hace poco corrías con más ligereza que un corzo -repuso cruelmente el
vencedor-; pero tranquilízate; estoy tan contento de haberte cogido, que te
llevaría una legua a cuestas sin fatigarme. Además, camarada, vamos a hacerte
unas angarillas con ramas y tu capote; en la granja de Créspoli encontraremos
caballos.
-Perfectamente -dijo el prisionero-; pongan también un poco de paja en las
angarillas para que vaya con más comodidad.
Mientras los tiradores se ocupaban, unos, en hacer una especie de parihuela
con ramas de castaños, y otros en curar la herida de Gianetto, Mateo Falcone y
su mujer aparecieron súbitamente en un recodo de la senda que conducía al
“malezal”. Avanzaba la mujer penosamente, encorvada bajo el peso de un enorme
saco de castañas, en tanto que su marido se pavoneaba con un fusil en la mano y
otro en banderola, pues es indigno de un hombre conducir una carga que no sea la
de las armas.
Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo fue que vendrían
a prenderle. Pero ¿por qué tal idea? ¿Acaso Mateo tenía cuentas pendientes con
la justicia? No. Gozaba de una buena reputación. Era, como se dice vulgarmente,
“un particular de buena reputación”; pero era corso y montañés, y hay pocos
corsos montañeses que, registrando en su memoria, no encuentren en ella algún
pecadillo, tal como un disparo, una puñalada o cualquiera otra bagatela por el
estilo. Mateo, más que otro, tenía la conciencia tranquila, pues hacía más de
diez años que no apuntaba a nadie con su fusil; no obstante, como era prudente,
se puso a la defensiva, por si ello era necesario.
-Mujer -dijo a Giuseppa, descárgate del saco y estate dispuesta a
ayudarme.
Ella obedeció al punto; le dio el fusil que llevaba terciado, y que hubiera
podido molestarle; cargó el que llevaba en la mano y avanzó lentamente hacia su
casa, pegado a los árboles que bordeaban el camino y dispuesto, a la menor
demostración hostil, a ocultarse en el más grueso tronco, desde donde podría
hacer fuego impunemente. Pisándole los talones iba su mujer con el otro fusil y
la cartuchera. La ocupación de una buena mujer de su casa, en caso de lucha, es
cargar las armas del marido.
El ayudante, por su parte, se alarmó mucho al ver a Mateo avanzar de tan
sigilosa manera, con la escopeta en alto y el dedo en el gatillo.
-¡Si por casualidad -pensó- Mateo fuera pariente de Gianetto o amigo, y se le
antojara defenderlo, los tacos de sus dos fusiles llegarían a dos de nosotros
tan seguro como las cartas al correo, y si me encañonase, a pesar del
parentesco...!
Ante la duda, tomó el valeroso partido de dirigirse solo hacia Mateo para
contarle el asunto, abordándolo como un antiguo conocido; pero el corto espacio
que lo separaba de Mateo le pareció terriblemente largo.
-¡Hola, antiguo compañero! -gritó-. ¿Cómo te va? Soy yo, Gamba, tu primo.
Mateo, sin responder una palabra, se había detenido, y a medida que el otro
hablaba iba poco a poco levantando el cañón de su escopeta, de suerte que
apuntaba al cielo cuando el ayudante se le acercó.
-Buenos días, hermano -dijo Gamba, tendiéndole la mano-, hace mucho tiempo
que no te veo.
-Buenos días, hermano.
-Había venido para saludarte, al pasar, así como a mi prima Pepa. Hoy hemos
andado mucho, pero no hay que compadecerse de nuestra fatiga, porque hemos hecho
una captura importante: acabamos de coger a Gianetto Sampiero.
-¡Alabado sea Dios! -exclamó Giuseppa-. La semana pasada nos robó una
cabra.
Estas palabras regocijaron a Gamba.
-¡Pobre diablo! -dijo Mateo-. Tendría hambre.
-El granuja -prosiguió Gamba, un poco mortificado- se ha defendido como un
león; me ha matado a uno de los míos, y, no contento aún con esto, le ha roto un
brazo al cabo Chardón; pero esto no tiene importancia: se trata de un francés...
Luego se ocultó tan diestramente, que ni el demonio hubiera dado con él. Sin la
ayuda de Fortunato, es seguro que no lo hubiera encontrado.
-¡Fortunato! -exclamó Mateo.
-¡Fortunato! -repitió Giuseppa.
-Sí. Gianetto estaba escondido bajo aquel montón de heno, pero el primo me
descubrió el escondite. También se lo diré a su tío el caporal para que le envíe
un buen regalo por su ayuda. Su nombre y el tuyo figurarán en el parte que envíe
al juez.
-¡Maldición! -murmuró Mateo.
Se reunieron con el destacamento. Gianetto estaba tendido en la parihuela y
dispuesto para partir. Cuando vio a Mateo acompañado de Gamba sonrió de un modo
extraño; después, volviendo el rostro hacia la puerta de la casa, escupió en el
umbral y dijo:
-¡Es la casa de un traidor!
Sólo un hombre dispuesto a morir se hubiera atrevido a pronunciar la palabra
traidor dirigiéndose a Falcone: una certera puñalada, que no necesitaría ser
secundada, pagaría inmediatamente el insulto. Sin embargo, Mateo se limitó a
llevar su mano a la frente, como un hombre abrumado.
Fortunato había entrado en la casa al ver llegar a su padre. Al poco
reapareció con un jarro de leche, que ofreció, con los ojos bajos, a
Gianetto.
-¡No te acerques a mí! -gritó el proscrito con voz terrible.
Después, volviéndose a uno de los tiradores, le dijo:
-Camarada, dame de beber.
El soldado le puso entre las manos su cantimplora, y el bandido bebió el agua
que le daba un hombre con el que acababa de tirotearse. A continuación pidió que
le atasen las manos sobre el pecho, y no a la espalda, como las llevaba.
-Me agrada -decía- ir tendido a gusto.
Se procuró complacerle; después, el ayudante dio la orden de partida; saludó
a Mateo, que no le respondió, y se encaminó aceleradamente hacia el llano.
Cerca de diez minutos transcurrieron sin que Mateo abriese la boca. El niño
miraba con inquietud, ya a su madre, ya a su padre, que, apoyado en el fusil, lo
contemplaba con contenida cólera.
-¡Comienzas bien! -dijo Mateo con voz tranquila, pero espantosa para quien le
conociera.
-¡Padre mío! -exclamó el muchacho, dirigiéndose a él, con lágrimas en los
ojos y como para arrojarse a sus plantas.
Pero Mateo le gritó:
-¡No te acerques a mí!
El niño permaneció. inmóvil y sollozando, a pocos pasos de su padre.
Se aproximó Giuseppa. Acababa de percibir, asomando por entre la camisa de su
hijo, un extremo de la cadena del reloj.
-¿Quién te ha dado ese reloj? -le preguntó con severidad.
-Mi primo el sargento.
Se apoderó del reloj Falcone, y arrojándolo contra una piedra lo hizo mil
pedazos.
-Mujer -dijo-, ¿este niño es mío?
Las morenas mejillas de Giuseppa enrojecieron vivamente.
-¿Qué dices, Mateo? ¿Sabes a quién hablas?
-Sin embargo, es el primero de los míos que ha cometido una traición.
Redoblaron los sollozos y gimoteos de Fortunato, de quien ni por un momento
apartaba Falcone sus ojos de lince. Por último, golpeó el suelo con la culata de
su escopeta, se la echó al hombro después y se dirigió al “malezal”, gritándole
a Fortunato que lo siguiera. El niño obedeció.
Giuseppa corrió tras de Mateo y lo cogió por el brazo.
-¡Es tu hijo! -dijo con trémula voz, clavando sus negros ojos en los de su
marido, como si quisiera leer en su alma.
-Déjame -repuso Mateo-; soy su padre.
Giuseppa abrazó a su hijo y entró en la casa llorando. Se arrodilló ante una
imagen de la Virgen y oró fervorosamente. Mientras tanto, Falcone anduvo como
unos doscientos pasos por el camino, deteniéndose ante un pequeño barranco, al
que descendió. Con la culata de su fusil removió la tierra, que encontró suelta
y fácil de cavar. El sitio le pareció bien para su propósito.
-Fortunato, colócate junto a esta peña.
El niño hizo lo que se le pedía, y se arrodilló después.
-Di tus oraciones.
-¡Padre mío, padre mío, no me mates!
-¡Di tus oraciones! -repitió Mateo con voz terrible.
El niño, entre balbuceos y sollozos, recitó el padrenuestro y el credo. Al
final de cada oración, el padre, con voz fuerte, decía: Amen.
-¿Son esas todas las oraciones que sabes?
-Padre, también sé el avemaría y la letanía que mi tía me ha enseñado.
-Es muy larga; pero no importa.
El niño terminó la letanía con voz apagada.
-¿Has concluido?
-¡Oh, padre mío, perdón! ¡Perdón! ¡No lo haré más! ¡Tanto le rogaré a mi tío,
el caporal, que indultarán a Gianetto!
Siguió hablando; Mateo, tras cargar la escopeta y echársela a la cara,
dijo:
-¡Que Dios te perdone!
El niño hizo un esfuerzo desesperado para levantarse y abrazar las rodillas
de su padre: no tuvo tiempo. Mateo disparó y Fortunato rodó muerto.
Sin dirigir una mirada al cadáver, tomó de nuevo el camino de su casa, en
busca de un azadón para enterrar a su hijo. Apenas había dado algunos pasos
cuando encontró a Giuseppa, que acudía alarmada por el tiro.
-¿Qué has hecho? -exclamó.
-Justicia.
-¿En dónde está?
-En el barranco; voy a enterrarlo. Ha muerto cristianamente; se le dirá una
misa. Que avisen a mi yerno, Tiodoro Bianchi, para que venga a vivir con
nosotros.
Próspero Merimée Escritor, historiador y arqueólogo
francés. En una de sus novelas está basada la ópera
Carmen
(28 de septiembre de 1803, París, Francia
23 de septiembre de 1870, Cannes, Francia)
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