miércoles, 29 de junio de 2016

Decadencia y caída





                            Charles  Bukowski -  Alemania

Era un lunes por la tarde en El Diamante hambriento. Sólo había dos personas, Mel y el camarero. Estar en Los Angeles un lunes por la tarde es como estar en ninguna parte (incluso estar en Los Angeles un viernes por la noche es como estar en ninguna parte; pero más todavía un lunes por la tarde). El camarero, que se llamaba Carl, bebía de algo que tenía debajo de la barra, y estaba allí, frente a Mel, que se encontraba lánguidamente acodado sobre una rancia y pálida cerveza.
-Tengo que contarte una cosa -dijo Mel.
-Adelante -dijo el camarero.
-Bueno, la otra noche me llamó por teléfono un tipo con el que trabajé en Akron… Se quedó sin trabajo, por la bebida, y se casó con una enfermera y la enfermera lo mantiene. No me gustan demasiado esos tipos…, pero ya sabes cómo es la gente, se cuelgan de ti.
-Si -dijo el camarero.
-Pues el caso es que me telefoneó… Oye, ponme otra cerveza. Esta mierda sabe a rayos.
-Vale, pero basta con que la bebas un poco más de prisa. Al cabo de una hora, claro, empieza a perder cuerpo.
-Bien… me dijeron que habían resuelto el problema de la carne… y yo pensé: ‘¿Qué problema de la carne…?’ Me dijeron que fuera a verles. Yo no tenía nada que hacer, así que fui. Jugaban los Rams y el tipo, Al, pone la tele y nos sentamos a verla. Erica, así se llama la mujer, estaba en la cocina preparando una ensalada y yo había llevado un par de cajas de cerveza. Digo: oye, Al, abre unas botellas, se está bien aquí y hace buena temperatura, el horno está encendido.
“Bueno, se estaba cómodo. Parecía como si hubiesen tenido una discusión un par de días atrás y las relaciones estuvieran otra vez tranquilas. Al dijo algo sobre Reagan y algo sobre el paro, pero yo no tenía nada que decir; todo eso me aburre. Sabes, a mí me importa un carajo que el país esté o no esté podrido, mientras a mí me vaya bien.
-Natural -dijo el camarero, sacando el vaso de abajo de la barra y echando un trago.
-Pues bien, ella sale de la cocina, se sienta y se bebe una cerveza. La enfermera. Se puso a explicar que todos los médicos tratan a los pacientes como a ganado. Que todos los malditos médicos van a lo suyo y nada más. Creen que su mierda no apesta. Ella prefería tener a Al que a un doctor. Una estupidez, ¿no?
-No conozco a Al -dijo el camarero.
-En fin, nos pusimos a jugar a las cartas y los Rams iban perdiendo, y, al cabo de unas manos, Al me dijo: ‘Sabes, tengo una mujer muy rara. Le gusta que haya alguien mirando mientras lo hacemos’. ‘Así es -dijo ella-, eso es lo que más me excita’. Y Al va y dice: ‘Pero es tan difícil encontrar a alguien que mire. En principio parece muy fácil encontrar a alguien que mire, pero es dificilísimo’.
“Yo no dije nada. Pedí dos cartas y puse una moneda de cinco centavos. Ella dejó caer las cartas y Al dejó caer las cartas y los dos se levantaron. Y va ella y empieza a andar hacia el otro lado de la sala. Y Al detrás… ‘¡Eres una puta, una maldita puta!’, dice él. Aquel tipo, llamándola puta a su mujer. ‘¡So puta!’, gritaba. Y la arrincona en un extremo del cuarto y le pega un par de sopapos, le rasga la blusa. ‘¡So puta!’, grita él de nuevo, y le da otros dos sopapos y la tira al suelo. Luego le rasga la falda y ella patalea y chilla.
“El la levanta y la besa, luego la lanza sobre el sofá. Se le echa encima, besándola y rasgándole la ropa. Luego le quita las bragas y se pone a darle al asunto. Mientras está dándole, ella mira desde abajo para ver si los miro. Ve que sí y empieza a retorcerse como una serpiente enloquecida. Así que se lanzan al asunto hasta el fin. Después, ella se levanta, se va al cuarto de baño, y Al a la cocina por más cerveza. ‘Gracias –dice cuando regresa–; ayudaste mucho’”.
–¿Y luego qué pasó? –preguntó el camarero.
–Bueno, por fin los Rams remontaron el partido, y había mucho ruido en la tele y ella sale del baño y se va a la cocina.
“Al empieza otra vez con lo de Reagan. Dice que es el principio de la decadencia y caída de Occidente, lo mismo que decía Spengler. Todo el mundo es codicioso y decadente; la corrupción está por todas partes. Y sigue un buen rato con el mismo rollo.
“Luego, Erica nos llama a la cocina, donde está puesta la mesa, y nos sentamos. La comida huele bien: un asado adornado con rodajas de piña. Parece una pierna entera, tiene un hueso que parece casi el de una rodilla. ‘Al –digo–, esto parece una pierna humana de la rodilla para arriba’. ‘Eso es –dice Al–. Eso es exactamente lo que es’”.
–¿Dijo eso? –preguntó el camarero, tomando un trago del vaso que tenía bajo la barra.
–Sí –contestó Mel–, y cuando oyes una cosa así, no sabes exactamente qué pensar. ¿Qué habrías pensado tú?
–Yo habría pensado que estaba bromeando –dijo el camarero.
–Claro. Así que dije: ‘Estupendo, córtame una buena tajada’. Y eso fue exactamente lo que Al hizo. Había también puré de patatas y salsa, puré de maíz, pan caliente y ensalada. En la ensalada había aceitunas rellenas. Y Al dijo: ‘Ponle a la carne un poco de esa mostaza picante, ya verás qué bien le va’. En fin, le eché un poco. La carne no estaba mala. ‘Oye, Al –le dije–, ¿sabes que no está nada mal? ¿Qué es?’. ‘Lo que te dije, Mel –me contesta–, una pierna humana, la parte de arriba, el muslo. Es de un chaval de catorce años que encontramos haciendo auto-stop en Hollywood Boulevard. Lo recogimos, le dimos de comer y estuvo tres o cuatro días viéndonos a Erica y a mí hacerlo; luego nos cansamos de aquello, así que le degollamos, le limpiamos las tripas, las echamos a la basura y lo metimos en el congelador. Es muchísimo mejor que el pollo, aunque en realidad a mí me gusta más la carne de ternera’.
–¿Dijo eso? –preguntó el camarero, sacando otra vez el vaso de abajo de la barra.
–Eso dijo –contestó Mel–. Dame otra cerveza.
El camarero le puso otra cerveza. Mel dijo:
–En fin, yo seguía pensando que todo era un broma, ¿comprendes? Así que dije: ‘Está bien, déjame ver el congelador’. Y Al va y dice: ‘Bueno… Ven’, y abre el congelador y allí estaba el torso, la pierna y media, dos brazos y la cabeza. Troceado así, como te digo. Todo parecía muy higiénico, pero, la verdad, a mí no me pareció del todo bien. La cabeza nos miraba, aquellos ojos azules abiertos, la lengua colgando…, estaba congelada hasta el labio inferior.
“‘–Dios mío, Al –le digo–. Eres un criminal…, ¡esto es increíble, esto es repugnante!
“‘–Espabila –me dice–, ellos matan a millones de personas en las guerras y reparten medallas por ello. La mitad de la gente de este mundo se está muriendo de hambre mientras nosotros estamos sentado viéndolo por la tele’.
“Te aseguro, Carl, que a mí empezaron a darme vueltas las paredes y no podía dejar de mirar aquella cabeza, aquellos brazos, aquella pierna troceada… Una cosa asesinada está tan callada, tan quieta; es como si pensases que una cosa asesinada debería estar chillando, no sé.
“En fin, lo cierto es que me acerqué al fregadero y vomité. Estuve vomitando mucho rato. Luego, de dije a Al que tenía que largarme. ¿No habrías querido tú largarte de allí, Carl?
–Rápidamente –dijo Carl–. A toda máquina.
–Bueno, pues el caso es que va Al y se planta delante de la puerta y dice: ‘Escucha…, no fue un asesinato. Nada es un asesinato. Lo único que hay que hacer es pasar de las ideas con que nos han cargado y te conviertes en un hombre libre…, libre, ¿entiendes?’
“‘–Quítate de delante de la puerta, Al… ¡Déjame salir de aquí!”
“Va y me agarra de la camisa y empieza a rasgármela… Le aticé en la cara, pero seguía rasgándome la camisa. Le atizo otra vez, y otra, pero era como si el tipo no sintiera nada. Los Rams seguían en la tele. Me aparté de la puerta y entonces llega su mujer corriendo, me agarra y empieza a besarme. No sabía qué hacer. Es una mujer corpulenta. Conoce muy bien todos esos trucos de las enfermeras. Intenté quitármela de encima, pero no pude. Noté su boca en la mía, está tan loca como él. Empecé a empalmarme, no podía evitarlo. De cara no es muy atractiva, pero tiene unas piernas y un culo de primera y llevaba un vestido ceñidísimo. Sabía a cebollas hervidas y tenía la lengua gorda y llena de saliba; pero se había cambiado, se había puesto aquel vestido (verde) y al alzárselo vi las bragas color sangre y eso me enloqueció y miré , y Al tenía la polla afuera y estaba mirando.
“La eché sobre el sofá y empezamos en seguida con el asunto, con Al allí pegado, jadeando. Lo hicimos los tres juntos, un verdadero trío, luego me levanté y empecé a arreglarme la ropa. Entré en el baño, me remojé la cara, me peiné y salí. Y al salir, allí estaban los dos sentados en el sofá viendo el partido. Al tenía una cerveza abierta para mí y me senté y la bebí y fumé un cigarrillo. Y eso fue todo.
“Me levanté y dije que me iba. Los dos dijeron: ‘Adiós, que te vaya bien’, y Al me dijo que les hiciese una visita de vez en cuando. Entonces me encontré fuera del apartamento, ya en la calle, y luego en el coche, alejándome de allí. Y eso fue todo.
–¿Y no fuiste a la policía? –preguntó el camarero.
–Bueno, sabes, Carl, es complicado…, en realidad, fue como si me adoptasen en la familia. Fueron sinceros conmigo, no quisieron ocultarme nada.
–Pues, tal como yo lo veo, eres cómplice de un asesinato.
–Mira, Carl, lo que yo pensé fue que esa gente, en realidad, no me acababa de parecer mala gente. He conocido gente que me cae muchísimo peor y a la que detesto muchísimo más, que nunca ha matado a nadie. No sé, en realidad, es desconcertante. Incluso pienso en aquel tipo de congelador como si fuera una especie de gran conejo congelado…
El camarero sacó la Luger de abajo de la barra y apuntó a Mel con ella.
–Está bien –dijo–, vas a quedarte ahí congelado mientras llamo a la policía.
–Mira, Carl…, tú no tienes por qué decidir en este asunto.
–¿Cómo que no? ¡Soy un ciudadano! No puedo permitir que gilipollas como tú y tipos como tus amigos anden por ahí congelando gente. ¡El próximo podría ser yo!
–¡Escucha, Carl, escúchame! Oyeme lo que te digo…
–¡Está bien, adelante!
–Es un cuento.
–¿Quieres decir que lo que me contaste es mentira?
–Sí, era un cuento. Una broma, hombre. Te lié. Ahora, guarda esa pistola y vamos a tomarnos un whisky cada uno.
–Lo que me contaste no era mentira.
–Te he dicho que sí.
–No, no era mentira… Diste demasiados detalles. Nadie cuenta una mentira así. No era una broma, no. Nadie gasta esas bromas.
–Te aseguro que es mentira, Carl.
–No, no puedo creerte.
Carl se inclinó hacia la izquierda para arrastrarse hasta el teléfono. El teléfono estaba allí, sobre la barra. Cuando Carl se inclinó hacia la izquierda, Mel agarró la botella de cerveza y le atizó con ella en la cara. Carl soltó la pistola y se llevó la mano a la cara y Mel saltó sobre la barra y volvió a atizarle (ahora detrás de una oreja) y Carl se desplomó. Mel cogió la Luger, apuntó cuidadosamente, apretó el gatillo una vez, luego metió el arma en una bolsa de papel marrón, saltó la barra, enfiló hacia la entrada y salió al Boulevard. El indicador del parquímetro junto a su coche ya estaba en rojo. Subió al coche y se alejó del lugar. 

                                                           FIN

Charles Bukowski, 
 (16 de agosto de 1920, Andernach,-  Alemania 9 de marzo de 1994,San Pedro, California, Estados Unidos)

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