El socio
Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el hombre, de modo que esperaba hacer un negocio colosal.
El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico, la cola arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como roído por las polillas, los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto podía dar un desgraciado así por mi inapreciable alma?
-¿Seguro que es usted el diablo?- pregunté.
- Sí, ¿por que lo duda?
- Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como una chapuza.
- A tal alma tal diablo -contestó-. Vayamos al negocio.
*****
El agujero en el puente*
Érase una vez un río, y en cada una de las orillas de este río había un pueblo. Los dos pueblos estaban unidos por un camino que pasaba por un puente.
Un buen día en el puente apareció un agujero. El agujero debía arreglarse, en cuanto a esto la opinión pública de ambos pueblos estaba de acuerdo. Sin embargo, surgió una disputa sobre quién debía hacer el arreglo. Ya que cada uno de los pueblos se consideraba más importante que el otro. El pueblo de la orilla derecha opinaba que el camino conducía sobre todo a él, por lo que el pueblo de la orilla izquierda había de arreglar el agujero porque debía de estar más interesado en ello. El pueblo de la orilla izquierda consideraba que era el objetivo de cualquier viaje, de modo que el arreglo del puente debía de ser el interés para el pueblo de la orilla derecha.
La disputa se prolongaba, así que el agujero seguía allí. Y cuanto más tiempo pasaba, tanto más crecía la mutua antipatía entre ambos pueblos.
Un buen día un mendigo local cayó al agujero y se rompió una pierna. Los habitantes de ambos pueblos le preguntaron con insistencia si iba de la orilla derecha a la izquierda, o bien de la izquierda a la derecha, ya que de esto dependía cuál de los dos pueblos era responsable del accidente. Pero él no se acordaba porque aquella noche iba borracho.
Algún tiempo más tarde pasó por el puente un carro con un viajero, y cayó al agujero y se le rompió el eje. Puesto que el viajero estaba de paso en ambos pueblos -no iba ni del primero al segundo, ni del segundo al primero-, los habitantes de ambos pueblos se mostraron indiferentes con el accidente. El viajero, hecho una furia, bajó del carruaje, preguntó por qué no se arreglaba el agujero, y al enterarse de las razones dijo:
- Quiero comprar este agujero. ¿Quién es su propietario? #1
Ambos pueblos reclamaron al unísono su derecho al agujero.
- O el uno o el otro. La parte propietaria del agujero tiene que demostrar que lo es.
- Pero ¿cómo?- preguntaron al unísono los representantes de ambas comunidades.
- Es muy sencillo. Sólo el propietario del agujero tiene derecho a arreglarlo. Lo compraré al que arregle el puente.
Los habitantes de ambos pueblos se pusieron manos a la obra, mientras el viajero se fumaba un puro y su cochero cambiaba el eje. Arreglaron el puente en un santiamén y se presentaron para cobrar por el agujero.
-¿Qué agujero?- se sorprendió el viajero-. Yo no veo aquí ningún agujero. Hace tiempo que buscó un agujero para comprar, estoy dispuesto a pagar por él un dineral, pero vosotros no tenéis ningún agujero para vender. ¿Me estáis tomando el pelo o qué ?.
Subió al carro y se alejó. Y los dos pueblos hicieron las paces. Los habitantes de ambos están ahora al acecho en buena armonía en el puente y, si aparece un viajero, lo detienen y lo zurran.
*****
La soledad
Limamos la reja y saltamos al patio interior. Luego, brincamos el muro y nos encontramos en un bosque. Corrimos por el bosque. Mi compañero corría cada vez más
despacio.
—¿Qué te pasa? —pregunté—. ¿Te duelen las piernas?
—No.
—¿Por qué entonces reduces la velocidad?
—Porque no nos están persiguiendo.
—Ahora empezarán, apenas se den cuenta de que hemos huido. ¡Date prisa! Pero en
vez de acelerar, se detuvo.
—¿No se han dado cuenta, dices?
—Probablemente no. ¿Por qué sigues parado? ¡Muévete, rápido!
Se sentó bajo un árbol.
—Nadie se preocupa por mí —dijo melancólicamente.
—¿De qué estás hablando?
—Nadie se interesa, a nadie le importa.
—¿Quién? ¿A quién?
—Si yo les importara, me vigilarían mejor.
—¿Te estas lamentando?
—El hombre no le da importancia a otro hombre, ni siquiera cuando le pagan por
ello. Podrían darse cuenta, por lo menos.
—¿Te vas a mover o no?
—No. ¿Para qué huir si nadie te persigue? ¿Para qué tener cuidado, si a nadie le
importa? Ay, qué vida... #4
—¿Sabes qué? Tengo una pregunta para ti. ¿Por qué no regresas?
Se levantó de un salto y gritó:
—¡Oh, no! ¡Eso, no! Yo tengo mi dignidad, no voy a imponerme a nadie. ¡Me iré a mi
soledad existencial!
Y con su paso lento, la cabeza levantada, se fue adelante, al bosque. Y yo tras él.
En cierto modo, me daba vergüenza tener prisa.
*****
La palabra y la acción*
Nowosadecki, Majer y yo estábamos reunidos en torno a una botella abierta. A pesar de que nos habíamos tomado ya la mitad, la cosa seguía bastante aburrida.
—Es porque bebemos irreflexivamente—dijo Nowosadecki—. Discutamos algún problema intelectual y ya veréis cómo nos animamos.
—Se puede probar —accedió Majer bostezando—. ¿Qué, por ejemplo?
—Pues, por proponer algo, el problema mismo de esta botella. ¿Está medio llena o medio vacía?
—Las dos cosas. ¿Acaso no hay dos mitades? Una mitad está llena y la otra, vacía; problema solucionado.
—Esto es huir en un relativismo trivial, evitar el compromiso. El hombre debe elegir, como enseñaba Sartre, debe, a pesar de la libertad de elección. La obligación de elegir, he aquí la paradoja existencialista.
—¿Y qué tengo que elegir? —preguntó Majer.
—El punto de vista, o sea: la ideología. O miramos la botella desde arriba, o la miramos desde abajo. Si la miramos desde arriba, somos nihilistas, porque esa es la mitad vacía. En cambio, si la miramos desde abajo, mostramos una actitud positiva frente a la vida.
—Un momento —me entrometí—, y, ¿qué pasa con el cuello?
—¿Con qué cuello?
—Con el cuello de la botella. Se vierte por el cuello, y el cuello pertenece a la mitad vacía. Entonces qué, ¿el cuello también es nihilista?
—Cierto, es un nuevo problema.
—Propongo que echemos un trago. Así no habrá más problemas con lo de las mitades porque ya no estará igual y, al menos, nos habremos quitado de encima este asunto.
Mi propuesta fue aprobada por unanimidad. Y, en efecto, el nivel del líquido en la botella descendió muy por debajo de la mitad.
—Tú sí que piensas —me alabó Majer—. Empezaba a creer que no saldríamos de ésta.
—Ahora, en cambio, tenemos otra cosa —comentó Nowosadecki contemplando la botella—. A saber, el problema de la verticalidad y la horizontalidad. Parece que no pertenecen a la misma categoría conceptual.
—¿El problema de qué? —preguntó Majer.
—Hablando más claro, el problema del nivel y de la plomada.
—Tienes razón —admitió Majer. Queda ya poco.
—Exacto. Y es que el nivel puede estar más alto o más bajo, pero la plomada siempre cae igual. Observad, amigos, que la verticalidad ni se ha movido. De ahí se concluye que la horizontalidad entra dentro de la física, pues se puede influir en ella físicamente a través de la regulación del nivel (con respecto a la verticalidad, por supuesto). En cambio, la verticalidad es metafísica.
—¿Y si la inclino? —propuse.
—¿La verticalidad? Imposible. Eso ya va con la definición misma.
—No sé si la verticalidad, pero sí puedo inclinar la botella.
—Que la incline —apoyó Majer—. A ver qué pasa.
La incliné y resultó que aquel problema estaba ya también resuelto. La horizontalidad había desaparecido por completo, puesto que se vislumbró el fondo.
—¿Lo ves, Nowosadecki? —dije—. Sólo la acción cuenta. Tú ideas, debates, y yo actúo. Si no fuera por mí, estaríamos discutiendo todavía y no habríamos solucionado nada. Dejemos, pues, de discutir y entreguémonos a la acción.
—¡Sí, actuemos!—exclamó Majer con entusiasmo—. ¡Llena! ¡A la acción!
—A qué acción, so tontos —dijo Nowosadecki—. Ésta era la última botella.
*****
El árbol
Vivo en una casa no lejos de la carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la curva, crece un árbol.
Cuando yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual que los campos. Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.
Cuando yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos.
Ahora los coches corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde. Sólo el árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi parcela. Recibí un escrito de la Autoridad. "Existe el peligro -decía el escrito- de que un coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo tanto, hay que talarlo".
Me quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al primero, disparé.
Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio. Traté de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada. No hay justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado vigilando.¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que pueden protegerlo de un accidente? Y no les costaría nada, aparte de la munición.
¿Acaso es un gasto excesivo?
(Borzęcin, 29 de junio de 1930 – Niza, 15 de agosto de 2013)
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