.
Rómulo Gallegos - Venezuela
Un rancho llanero, en las sabanas de la entrada del Guarico, cerca de un palmar. Reinaba la sequía y en el hori zonte vibran los espejismos. Una nube de polvo que avanza a lo lejos. —Aguaite, mama —dice en la puerta del rancho un muchacho como de trece años—. Ahí como que viene la gente. La madre se asoma a la puerta. Es una mujer todavía joven, pero sarmentosa y renegrida por el sol de la llanura. Mira hacia la nube de polvo y murmura: —Sí. Es gente de tropa. —¿Será del gobierno? —se pregunta el hijo. Y ella, después de observar un rato: —No. Son federales. Y si no me equivoco, es la gente de mi compae Ramón Nolasco. —Menos mal—murmura el muchacho. Y la madre agrega: —Aunque pa lo que nos queda que perdé, bien pudieran sé enemigos. La cochina flaca y el burro espaletao. —Y las cuatro maticas de yuca que se están secando —completa el hijo. Y ambos permanecen en la puerta del rancho esperando lo que les traiga aquella nube de polvo. El sol abrasa la llanura; en el palmar estridulan las chicharras. Llegaron los federales a quienes, en efecto, capitaneaba aquel Ramón Nolasco aludido. —Salud, comadre —dijo, ya apeándose. —Salud, compae —respondió ella. Mientras el muchacho salía al encuentro de aquel y arrodillándosele por delante, decíale: —Su bendición, mi padrino. —Dios te bendiga, ahijado. Y a la mujer: —¿Qué nos tiene por aquí, comadre? —Una poca de agua. ¡Y gracias, compae! Porque ya el pozo se está secando. —¿Oyeron, muchachos? —preguntó Ramón Nolasco, di rigiéndose a su tropa—. Apláquense la sed, que para lo demás Dios proveerá más adelante. Ándense al pozo, mientras yo echo aquí una conversadita con la comadre Justa. Y ya tomando el rústico asiento que la mujer le ofrecía: —Venimos a marcha forzada, para incorporarnos con la gente que está abriendo operaciones sobre Calabozo. —¿Y de dónde la trae? —De por los lados de Valle de la Pascua. —¿No se topó por allá con la gente del general Sotillo? —No. El anda ahora por los llanos de Chamariapa abriendo operaciones sobre Aragua de Barcelona, donde se han hecho fuertes los godos. —Con él andan mis dos muchachos mayores. Digo, si ya no me los han matao. —No se preocupe, comadre. Dios está con nosotros, los servidores de la causa del pueblo. —Eso dicen, pero por aquí no lo he visto pasa a pre guntame cómo me hallo. —Mal, seguramente. —¡Imagínese, compae! El marío muerto en la guerra, los dos hijos mayores corriendo la misma suerte, y yo aquí con este, su ahijado y con la nietecita huérfana de mi difunta Asunción, que en paz descanse. Por ahí anda la pobrecita, buscando jobos pa aplacase el hambre. El guerrillero se volvió hacia el muchacho—que estaba contemplando el sable dejado por él sobre un taburete—y dijo: —Pero ya el ahijado está crecidito, comadre, y en algo puede ayudarla. —Volunta no le falta, pero mientras esta guerra dure... ¿Cuándo se acabará esto, compae? —Esto va para largo. No hay que hacerse muchas ilusio nes de momento. El triunfo será nuestro, al fin y al cabo, porque la buena causa tiene que imponerse; pero los godos todavía resisten. Si no nos hubieran matado al general Zamora, hace tiempo que estaríamos en Caracas; pero a falta de él, a Dios rogando y con el mazo dando. Entretanto, el muchacho contemplaba el sable, que había sacado de su vaina de cuero. Le palpaba el filo y se deleitaba con el brillo de la hoja, buscando las señales de la sangre goda que hubiese derramado. Pero no era propiamente un sentimiento rencoroso que allí buscase complacencia, sino una fascinación ejercida sobre su alma por el acero desnudo que simbolizaba la guerra. A esta se lanzaban los hombres valientes y ella los convertía en algo más que hombres: los guerrilleros que recorrían la llanura envueltos en un aura de leyenda, los caudillos que arrastraban en pos de sí a las muchedumbres armadas… La guerra era una cosa hermosa, con sus clarines y sus tambores, sus banderas y sus espadas brillantes. ¡Una cosa de hombres! La mujer, renegrida y sarmentosa, había interrumpida el inacabable cuento de sus miserias y tribulaciones, y como advirtiese la contemplación a que se entregaba el hijo, hízole a su compadre una seña para que volviese la cabeza, a tiempo que se dibujaba en su rostro una sonrisa amarga, de resignación ante una fatalidad. Ramón Nolasco se quedó mirando al muchacho y luego le preguntó: —¿Te gusta, ahijado? ¿No querrías verte con uno tuyo que fuera un espejo de hombre, como ese donde te estás mirando? —Sí —respondió el muchacho, volviendo hacia el guerri llero sus ojos fascinados—. Sí me gustaría, padrino. Yo tam bién quiero ser como usté, un militar valiente. —¡Jm! —hizo la mujer—. ¿Lo está escuchando, compae? Esa es la ayuda que puedo esperá de él. Y Ramón Nolasco, sin hacer caso de las palabras de la madre: —¿Te gustaría irte conmigo de una vez? —Si mi mama me dejara… —Démelo, comadre. Lo que va a suceder más tarde, que suceda más temprano. Déme ese muchacho para sacarle de él un hombre de provecho para la causa del pueblo. Yo lo cuido. Y la mujer, fatalista: —Lléveselo, compae. Usté lo ha dicho: lo que va a sucede de tos modos, que suceda de una vez. Ya los otros cogieron su camino y solo me quedaba este pa dáselo tam bién a la guerra. Otros hubieran venío a llévaselo por la fuer za. Los del gobierno el día menos pensao. Mejor es que se lo lleve usté. Y horas después, ya el hijo alejándose por la sabana atardecida, a la grupa del caballo guerrillero y ella en la puerta del rancho junto con la nietecita llorosa: —Bueno, mijita. Ya nos quedamos solas. Mañana arria remos por delante el burrito espaletao y la cochinita flaca y nos iremos a pedí limosnas por los pueblos. Dice el compae que Dios anda con ellos. ¡Que asina sea, pa que me proteja al muchacho!
VENEZUELA
A una legua escasa de la desembocadura del Unare, por donde el río en pleno caudal—reinaban las lluvias torrencia les de la despedida del invierno—cortaba un camino, había un paso de balsa. Sobre la margen izquierda, por allí barrancosa, estaba la casa del balsero y ya anochecía, con grandes nubarrones que anunciaban tormenta, cuando llegaron a ella unos diez hombres de tropa, de los restos dispersos de un batallón del gobierno recién derrotados por los federales. Iban rotos, desmoralizados, dos de ellos con ensangren tadas vendas de sucios trapos ceñidas a la cabeza y los con ducía un sargento, que, a grandes voces, entre obscenidades, preguntó: —¿Dónde está ese balsero que no ocupa su puesto? Que salga inmediatamente a pasarnos pa el otro lao, si no quiere que le peguemos candela al rancho. Se asomó a la puerta de este una mujer a cuyas faldas se agarraban dos muchachitas greñudas y vestidas de harapos, y con voz temblorosa respondió: —¡Ay, señor! El balsero era mi marido y se lo llevaron los malditos federales, trasantier no más. Yo estoy aquí sola con estas criaturitas. —Pues venga usté con nosotros, si es que no quiere que le dejemos la balsa en la otra orilla. —¡Ay, señor! —gimió la mujer—. Yo no puedo goberná esa balsa. Y de allá pacá menos, porque el río está muy correntoso y me trambucaría. Llévensela ustedes y déjenmela amarrá en la otra orilla. —No estamos nosotros pa amarrá balsa ajena. Se la dejaremos a mercé de la corriente y asina no podrá utilizarla el enemigo, si cae por aquí siguiéndonos el rastro. Pero entretanto uno de los soldados se había metido en el rancho y desde allí le gritaba al sargento: —Aquí están los balseros escondíos. Dos por mengua de uno. Y a los aludidos: —¡Salgan pa juera, sinvergüenzas! ¡Federales deben de sé estos gallinas! Y a golpes de culata que les daba el soldado, salieron de su escondite dos muchachos ya hombrecitos, que en rea lidad eran los balseros. —Conque ¿esas tenemos?—exclamó el sargento. Mientras la mujer gemía: —¡Ay, señor! ¡Perdóneme! Le conté una mentira, porque estos dos muchachos son mis hijos y tenía miedo de que me los fueran a reclutá. ¡Ellos no tienen la culpa! Fui yo quien los hizo escondese. No me les vaya a hace na. ¡Por vía suyita! —Ya veremos en la otra orilla— repuso el sargento—Ahora que busquen las palancas pa que nos pasen pa el otro lao lo más pronto posible. —¡Sí, señor! ¡Cómo no! Anden, mis hijos, pasen a los señores. ¿Usté no me les va a hace na malo, verdá, señor sargento? ¡Este, qué digo, señor capitán! Déjeme dir con ustedes pa ayudá a los muchachos, porque ya le digo, el río está muy correntoso pa remóntalo de allá pacá. —¡Cómo no, señora!—repuso el sargento—. ¡No faltaba más! Embarqúese también, si esa es su voluntá. Y tráigase consigo a las muchachitas, si no quiere dejar rabos por detrás. Asina se ayudarán entre todos, unos con otros, en el viaje de regreso, que será de remonta, según sus pro pias palabras. —¡Ay, señor!—exclamó la atribulada madre—. ¡Qué bueno es usté! ¡Dios me lo ayude y me lo libre de mal y peligro! ¡Vamos, mis hijitos, vamos todos juntos a pasa a los señores! No tengan miedo. Son gente buena, como toa la del gobierno. Atravesaron el río, ya anochecido, la madre ayudando a los hijos, en cuyas temblorosas manos vacilaban las pa lancas, mientras el sargento se cruzaba miradas siniestras con sus torvos soldados, estos guiñándoles el ojo a las mucha chitas. Y ya atracaban en la orilla opuesta cuando, a un gesto de aquel, preguntó uno de los subalternos: —¿Todos, mi sargento? ¿Las pollitas también? ¿No nos servirán pa otra cosa? —¡Todos! Pa que no haiga quien eche el cuento. Pero en seguida: —Todos no. Que se quede la vieja zorra, pa que siga diciendo embustes. —¡Por Dios! —suplicó la madre, ya comprendiendo. Y a bayonetazos vio que le mataban los hijos. Saltaron a tierra los asesinos y el sargento gritó, entre las risotadas de sus soldados: —¡Bueno, pues, vieja zorra! ¡Que Dios me la ayude a palanqueá la balsa de aquí pallá! Se alejaron las carcajadas, se perdieron en el silencio de la noche, ya tinieblas espesas. Se incorporó la madre, que se había inclinado sobre los cuerpos yacentes, con la sangre de todos sus hijos, fría, en las manos sarmentosas... Pero ya había perdido la razón y el uso de la palabra, que para nada le serviría en la soledad en que la había dejado la guerra y empuñando una de las palancas, retiró de la orilla la balsa trágica donde chapoteaba el negro río, con un rumor de lengua que estuviese lamiendo algo. La corriente se la fue llevando, poco a poco. Grandes nubarrones cubrían todo el cielo y relámpagos inmensos aleteaban sobre el agua tenebrosa… De pie en la balsa, entre sus hijos muertos, la madre, muda y trágica, hundía de cuando en cuando la palanca, cual si buscase un rumbo.
Un pueblo por donde no transita un alma, cerradas to das las puertas. Lo alumbra la luz siniestra de un sol sin brillo, cernida a plomo a través de una atmósfera saturada de humo, con pavesas del incendio de las sabanas circundantes, que todavía caen sobre los tejados y en las aceras, donde juegan con ellas soplos intermitentes de un aire abrasador. Pesa sobre él un silencio trágico, angustia de la catástrofe que por momentos se aguarda, apenas pasado el peligro de aquellas candelas que hasta allí se propagaron. Hace poco se ha oído un toque de corneta que viene acercándose y se sabe que un pelotón de caballería del gobierno, apostado en uno de los extremos de la calle real—la única que atraviesa la población—, espera el ataque de un cuerpo de caballería federal que avanza por el camino que se desprende del otro extremo de aquella. No ha salido a darle pelea en las sabanas del contorno porque monta bestias cansadas con las que se expondría al riesgo de ser envuelto por el enemigo —gente más llanera, además—, pero, sobre todo, porque el jefe está encolerizado con los vecinos de quienes no encontró caballerías para reemplazar las suyas y se ha propuesto hacerles correr los peligros del combate en poblado, ya que, por otra parte, el incendio de las sabanas le cortaba la retirada. Todas las puertas están cerradas y atrancadas, no solo las que dan a la calle, sino también las de las habitaciones interiores, donde las mujeres rezan ante los santos colgados de las paredes, con los niños temblorosos prendidos de sus faldas, mientras los hombres que no han podido huir de la población —los ancianos principalmente— se pasean de un ex tremo a otro, cabizbajos y con las manos cogidas a la espalda, conteniendo sus personales temores con sus zozobras por la familia en peligro. Pero en una de las casas de aquel extremo de la población un niño se ha aventurado a asomarse por la rendija de un postigo de la ventana, mientras la madre, en su angustia mortal, no se da cuenta de que no lo tiene consigo. Allí el trágico silencio es interrumpido entre ratos por el piafar de las caballerías del pelotón, por el sonido metálico singularmente perceptible de los arneses o del choque de las lanzas en el aire, y por las palabras entrecortadas y con sordina del sobresalto que de cuando en cuando pronuncian los jinetes pálidos. Y el niño se fija en uno que tiene un bozo de miedo, morado, en medio de la palidez profunda del rostro imberbe y cuyos ojos grandes —que así no debía tenerlos siempre— miran fijamente hacia el extremo opuesto de la calle desierta. Es otro niño, casi, y el que está tras el postigo siente su pequeño corazón invadido por una gran simpatía y una inmensa amargura. De pronto suena otra vez el toque de corneta, ya en la entrada del pueblo. —¡Firmes! —ordena el jefe del pelotón. Los jinetes se enderezan sobre los estribos, teniendo en alto sus lanzas y el niño del postigo observa que hay una arriba, que se mueve más que las otras. En seguida se oye un tropel de caballerías, por donde las esperaba el pelotón inmóvil, cuyo jefe ordena: —¡Lanza en ristre! Y luego, con un hablar calmoso, espantosamente lento ante la velocidad de la muerte que viene contra ellos: —No son tantos como nos imaginábamos, muchachos. No será muy desigual la pelea. ¡A la carga contra ellos! Resuena el estrépito del arranque de las caballerías y entre la polvareda los del gobierno se lanzan al encuentro de los federales. Cesa de pronto el galope de los caballos, cuyos pechos retumban en el choque brutal, y cesan también los vivas respectivos y los insultos de los combatientes, unos a otros, a fin de que solo se oiga el trabajo de la muerte, en el chasquido de los sables y de las lanzas que ya se hundían en carne sangrante. Esto y el espantoso silencio del pueblo, a puertas cerradas. De bando y bando, ya caían desarzonadas las víctimas de la matanza, profiriendo apenas rugidos de muerte y pronto comenzó a ceder el pelotón del gobierno ante el empuje arrollador de los federales. Ahora el combate se desarrollaba precisamente frente a la ventana del postigo entornado y el niño veía el hierro hundiéndose en la carne y la sangre saltando a chorros y los rostros palideciendo hasta la blancura espantosa; pero no oía ruido de ninguna especie, sino un silencio escalo friante, cual si bestias y hombres y armas no fueran masas que chocasen, sino sombras incorpóreas de una pesadilla monstruosa. Veía, ojos toda su alma. Veía ahora nada más que el rostro, horriblemente pálido del otro niño, con rocío de sudor en el bozo morado. Allí mismo, en la acera, junto al postigo ya completamente abierto... No vio la lanza cuando le penetró en la carne, ni el borbotón de la sangre que por la herida se le precipitó fuera, pero sí los ojos llenos de lágrimas y el gesto, los pucheros que hacen los niños cuando van a romper en llanto... Por fin, la madre se dio cuenta de que el suyo no estaba con ella y buscándolo por toda la casa lo encontró asomado al postigo completamente abierto, rígido, como el que ya estaba tendido en la acera, desemblantado y con los ojos saliéndosele de las órbitas. Lo quitó de allí y se lo llevó en los brazos, llamándolo por su nombre, sacudiéndolo para que volviese en sí, mientras él continuaba mirando el combate de sombras espantosas que manaban sangre y los pucheros del soldadito imberbe cuando la lanza le traspasó el pecho. Luego, recuperada el habla, empezó a murmurar sorda ente —y así estuvo todo el día: —¡Ese silencio! ¡Ese silencio!
Rómulo Gallegos Freire. Escritor, educador, político y Presidente de la República (febrero-noviembre 1948). Se le ha considerado como el novelista venezolano más relevante del siglo XX, y uno de los más grandes literatos latinoamericanos de todos los tiempos.
(2 de agosto de 1888 - 5 de abril de 1969)
Rómulo Gallegos - Venezuela
Un rancho llanero, en las sabanas de la entrada del Guarico, cerca de un palmar. Reinaba la sequía y en el hori zonte vibran los espejismos. Una nube de polvo que avanza a lo lejos. —Aguaite, mama —dice en la puerta del rancho un muchacho como de trece años—. Ahí como que viene la gente. La madre se asoma a la puerta. Es una mujer todavía joven, pero sarmentosa y renegrida por el sol de la llanura. Mira hacia la nube de polvo y murmura: —Sí. Es gente de tropa. —¿Será del gobierno? —se pregunta el hijo. Y ella, después de observar un rato: —No. Son federales. Y si no me equivoco, es la gente de mi compae Ramón Nolasco. —Menos mal—murmura el muchacho. Y la madre agrega: —Aunque pa lo que nos queda que perdé, bien pudieran sé enemigos. La cochina flaca y el burro espaletao. —Y las cuatro maticas de yuca que se están secando —completa el hijo. Y ambos permanecen en la puerta del rancho esperando lo que les traiga aquella nube de polvo. El sol abrasa la llanura; en el palmar estridulan las chicharras. Llegaron los federales a quienes, en efecto, capitaneaba aquel Ramón Nolasco aludido. —Salud, comadre —dijo, ya apeándose. —Salud, compae —respondió ella. Mientras el muchacho salía al encuentro de aquel y arrodillándosele por delante, decíale: —Su bendición, mi padrino. —Dios te bendiga, ahijado. Y a la mujer: —¿Qué nos tiene por aquí, comadre? —Una poca de agua. ¡Y gracias, compae! Porque ya el pozo se está secando. —¿Oyeron, muchachos? —preguntó Ramón Nolasco, di rigiéndose a su tropa—. Apláquense la sed, que para lo demás Dios proveerá más adelante. Ándense al pozo, mientras yo echo aquí una conversadita con la comadre Justa. Y ya tomando el rústico asiento que la mujer le ofrecía: —Venimos a marcha forzada, para incorporarnos con la gente que está abriendo operaciones sobre Calabozo. —¿Y de dónde la trae? —De por los lados de Valle de la Pascua. —¿No se topó por allá con la gente del general Sotillo? —No. El anda ahora por los llanos de Chamariapa abriendo operaciones sobre Aragua de Barcelona, donde se han hecho fuertes los godos. —Con él andan mis dos muchachos mayores. Digo, si ya no me los han matao. —No se preocupe, comadre. Dios está con nosotros, los servidores de la causa del pueblo. —Eso dicen, pero por aquí no lo he visto pasa a pre guntame cómo me hallo. —Mal, seguramente. —¡Imagínese, compae! El marío muerto en la guerra, los dos hijos mayores corriendo la misma suerte, y yo aquí con este, su ahijado y con la nietecita huérfana de mi difunta Asunción, que en paz descanse. Por ahí anda la pobrecita, buscando jobos pa aplacase el hambre. El guerrillero se volvió hacia el muchacho—que estaba contemplando el sable dejado por él sobre un taburete—y dijo: —Pero ya el ahijado está crecidito, comadre, y en algo puede ayudarla. —Volunta no le falta, pero mientras esta guerra dure... ¿Cuándo se acabará esto, compae? —Esto va para largo. No hay que hacerse muchas ilusio nes de momento. El triunfo será nuestro, al fin y al cabo, porque la buena causa tiene que imponerse; pero los godos todavía resisten. Si no nos hubieran matado al general Zamora, hace tiempo que estaríamos en Caracas; pero a falta de él, a Dios rogando y con el mazo dando. Entretanto, el muchacho contemplaba el sable, que había sacado de su vaina de cuero. Le palpaba el filo y se deleitaba con el brillo de la hoja, buscando las señales de la sangre goda que hubiese derramado. Pero no era propiamente un sentimiento rencoroso que allí buscase complacencia, sino una fascinación ejercida sobre su alma por el acero desnudo que simbolizaba la guerra. A esta se lanzaban los hombres valientes y ella los convertía en algo más que hombres: los guerrilleros que recorrían la llanura envueltos en un aura de leyenda, los caudillos que arrastraban en pos de sí a las muchedumbres armadas… La guerra era una cosa hermosa, con sus clarines y sus tambores, sus banderas y sus espadas brillantes. ¡Una cosa de hombres! La mujer, renegrida y sarmentosa, había interrumpida el inacabable cuento de sus miserias y tribulaciones, y como advirtiese la contemplación a que se entregaba el hijo, hízole a su compadre una seña para que volviese la cabeza, a tiempo que se dibujaba en su rostro una sonrisa amarga, de resignación ante una fatalidad. Ramón Nolasco se quedó mirando al muchacho y luego le preguntó: —¿Te gusta, ahijado? ¿No querrías verte con uno tuyo que fuera un espejo de hombre, como ese donde te estás mirando? —Sí —respondió el muchacho, volviendo hacia el guerri llero sus ojos fascinados—. Sí me gustaría, padrino. Yo tam bién quiero ser como usté, un militar valiente. —¡Jm! —hizo la mujer—. ¿Lo está escuchando, compae? Esa es la ayuda que puedo esperá de él. Y Ramón Nolasco, sin hacer caso de las palabras de la madre: —¿Te gustaría irte conmigo de una vez? —Si mi mama me dejara… —Démelo, comadre. Lo que va a suceder más tarde, que suceda más temprano. Déme ese muchacho para sacarle de él un hombre de provecho para la causa del pueblo. Yo lo cuido. Y la mujer, fatalista: —Lléveselo, compae. Usté lo ha dicho: lo que va a sucede de tos modos, que suceda de una vez. Ya los otros cogieron su camino y solo me quedaba este pa dáselo tam bién a la guerra. Otros hubieran venío a llévaselo por la fuer za. Los del gobierno el día menos pensao. Mejor es que se lo lleve usté. Y horas después, ya el hijo alejándose por la sabana atardecida, a la grupa del caballo guerrillero y ella en la puerta del rancho junto con la nietecita llorosa: —Bueno, mijita. Ya nos quedamos solas. Mañana arria remos por delante el burrito espaletao y la cochinita flaca y nos iremos a pedí limosnas por los pueblos. Dice el compae que Dios anda con ellos. ¡Que asina sea, pa que me proteja al muchacho!
VENEZUELA
A una legua escasa de la desembocadura del Unare, por donde el río en pleno caudal—reinaban las lluvias torrencia les de la despedida del invierno—cortaba un camino, había un paso de balsa. Sobre la margen izquierda, por allí barrancosa, estaba la casa del balsero y ya anochecía, con grandes nubarrones que anunciaban tormenta, cuando llegaron a ella unos diez hombres de tropa, de los restos dispersos de un batallón del gobierno recién derrotados por los federales. Iban rotos, desmoralizados, dos de ellos con ensangren tadas vendas de sucios trapos ceñidas a la cabeza y los con ducía un sargento, que, a grandes voces, entre obscenidades, preguntó: —¿Dónde está ese balsero que no ocupa su puesto? Que salga inmediatamente a pasarnos pa el otro lao, si no quiere que le peguemos candela al rancho. Se asomó a la puerta de este una mujer a cuyas faldas se agarraban dos muchachitas greñudas y vestidas de harapos, y con voz temblorosa respondió: —¡Ay, señor! El balsero era mi marido y se lo llevaron los malditos federales, trasantier no más. Yo estoy aquí sola con estas criaturitas. —Pues venga usté con nosotros, si es que no quiere que le dejemos la balsa en la otra orilla. —¡Ay, señor! —gimió la mujer—. Yo no puedo goberná esa balsa. Y de allá pacá menos, porque el río está muy correntoso y me trambucaría. Llévensela ustedes y déjenmela amarrá en la otra orilla. —No estamos nosotros pa amarrá balsa ajena. Se la dejaremos a mercé de la corriente y asina no podrá utilizarla el enemigo, si cae por aquí siguiéndonos el rastro. Pero entretanto uno de los soldados se había metido en el rancho y desde allí le gritaba al sargento: —Aquí están los balseros escondíos. Dos por mengua de uno. Y a los aludidos: —¡Salgan pa juera, sinvergüenzas! ¡Federales deben de sé estos gallinas! Y a golpes de culata que les daba el soldado, salieron de su escondite dos muchachos ya hombrecitos, que en rea lidad eran los balseros. —Conque ¿esas tenemos?—exclamó el sargento. Mientras la mujer gemía: —¡Ay, señor! ¡Perdóneme! Le conté una mentira, porque estos dos muchachos son mis hijos y tenía miedo de que me los fueran a reclutá. ¡Ellos no tienen la culpa! Fui yo quien los hizo escondese. No me les vaya a hace na. ¡Por vía suyita! —Ya veremos en la otra orilla— repuso el sargento—Ahora que busquen las palancas pa que nos pasen pa el otro lao lo más pronto posible. —¡Sí, señor! ¡Cómo no! Anden, mis hijos, pasen a los señores. ¿Usté no me les va a hace na malo, verdá, señor sargento? ¡Este, qué digo, señor capitán! Déjeme dir con ustedes pa ayudá a los muchachos, porque ya le digo, el río está muy correntoso pa remóntalo de allá pacá. —¡Cómo no, señora!—repuso el sargento—. ¡No faltaba más! Embarqúese también, si esa es su voluntá. Y tráigase consigo a las muchachitas, si no quiere dejar rabos por detrás. Asina se ayudarán entre todos, unos con otros, en el viaje de regreso, que será de remonta, según sus pro pias palabras. —¡Ay, señor!—exclamó la atribulada madre—. ¡Qué bueno es usté! ¡Dios me lo ayude y me lo libre de mal y peligro! ¡Vamos, mis hijitos, vamos todos juntos a pasa a los señores! No tengan miedo. Son gente buena, como toa la del gobierno. Atravesaron el río, ya anochecido, la madre ayudando a los hijos, en cuyas temblorosas manos vacilaban las pa lancas, mientras el sargento se cruzaba miradas siniestras con sus torvos soldados, estos guiñándoles el ojo a las mucha chitas. Y ya atracaban en la orilla opuesta cuando, a un gesto de aquel, preguntó uno de los subalternos: —¿Todos, mi sargento? ¿Las pollitas también? ¿No nos servirán pa otra cosa? —¡Todos! Pa que no haiga quien eche el cuento. Pero en seguida: —Todos no. Que se quede la vieja zorra, pa que siga diciendo embustes. —¡Por Dios! —suplicó la madre, ya comprendiendo. Y a bayonetazos vio que le mataban los hijos. Saltaron a tierra los asesinos y el sargento gritó, entre las risotadas de sus soldados: —¡Bueno, pues, vieja zorra! ¡Que Dios me la ayude a palanqueá la balsa de aquí pallá! Se alejaron las carcajadas, se perdieron en el silencio de la noche, ya tinieblas espesas. Se incorporó la madre, que se había inclinado sobre los cuerpos yacentes, con la sangre de todos sus hijos, fría, en las manos sarmentosas... Pero ya había perdido la razón y el uso de la palabra, que para nada le serviría en la soledad en que la había dejado la guerra y empuñando una de las palancas, retiró de la orilla la balsa trágica donde chapoteaba el negro río, con un rumor de lengua que estuviese lamiendo algo. La corriente se la fue llevando, poco a poco. Grandes nubarrones cubrían todo el cielo y relámpagos inmensos aleteaban sobre el agua tenebrosa… De pie en la balsa, entre sus hijos muertos, la madre, muda y trágica, hundía de cuando en cuando la palanca, cual si buscase un rumbo.
¡AQUEL
SILENCIO!
Un pueblo por donde no transita un alma, cerradas to das las puertas. Lo alumbra la luz siniestra de un sol sin brillo, cernida a plomo a través de una atmósfera saturada de humo, con pavesas del incendio de las sabanas circundantes, que todavía caen sobre los tejados y en las aceras, donde juegan con ellas soplos intermitentes de un aire abrasador. Pesa sobre él un silencio trágico, angustia de la catástrofe que por momentos se aguarda, apenas pasado el peligro de aquellas candelas que hasta allí se propagaron. Hace poco se ha oído un toque de corneta que viene acercándose y se sabe que un pelotón de caballería del gobierno, apostado en uno de los extremos de la calle real—la única que atraviesa la población—, espera el ataque de un cuerpo de caballería federal que avanza por el camino que se desprende del otro extremo de aquella. No ha salido a darle pelea en las sabanas del contorno porque monta bestias cansadas con las que se expondría al riesgo de ser envuelto por el enemigo —gente más llanera, además—, pero, sobre todo, porque el jefe está encolerizado con los vecinos de quienes no encontró caballerías para reemplazar las suyas y se ha propuesto hacerles correr los peligros del combate en poblado, ya que, por otra parte, el incendio de las sabanas le cortaba la retirada. Todas las puertas están cerradas y atrancadas, no solo las que dan a la calle, sino también las de las habitaciones interiores, donde las mujeres rezan ante los santos colgados de las paredes, con los niños temblorosos prendidos de sus faldas, mientras los hombres que no han podido huir de la población —los ancianos principalmente— se pasean de un ex tremo a otro, cabizbajos y con las manos cogidas a la espalda, conteniendo sus personales temores con sus zozobras por la familia en peligro. Pero en una de las casas de aquel extremo de la población un niño se ha aventurado a asomarse por la rendija de un postigo de la ventana, mientras la madre, en su angustia mortal, no se da cuenta de que no lo tiene consigo. Allí el trágico silencio es interrumpido entre ratos por el piafar de las caballerías del pelotón, por el sonido metálico singularmente perceptible de los arneses o del choque de las lanzas en el aire, y por las palabras entrecortadas y con sordina del sobresalto que de cuando en cuando pronuncian los jinetes pálidos. Y el niño se fija en uno que tiene un bozo de miedo, morado, en medio de la palidez profunda del rostro imberbe y cuyos ojos grandes —que así no debía tenerlos siempre— miran fijamente hacia el extremo opuesto de la calle desierta. Es otro niño, casi, y el que está tras el postigo siente su pequeño corazón invadido por una gran simpatía y una inmensa amargura. De pronto suena otra vez el toque de corneta, ya en la entrada del pueblo. —¡Firmes! —ordena el jefe del pelotón. Los jinetes se enderezan sobre los estribos, teniendo en alto sus lanzas y el niño del postigo observa que hay una arriba, que se mueve más que las otras. En seguida se oye un tropel de caballerías, por donde las esperaba el pelotón inmóvil, cuyo jefe ordena: —¡Lanza en ristre! Y luego, con un hablar calmoso, espantosamente lento ante la velocidad de la muerte que viene contra ellos: —No son tantos como nos imaginábamos, muchachos. No será muy desigual la pelea. ¡A la carga contra ellos! Resuena el estrépito del arranque de las caballerías y entre la polvareda los del gobierno se lanzan al encuentro de los federales. Cesa de pronto el galope de los caballos, cuyos pechos retumban en el choque brutal, y cesan también los vivas respectivos y los insultos de los combatientes, unos a otros, a fin de que solo se oiga el trabajo de la muerte, en el chasquido de los sables y de las lanzas que ya se hundían en carne sangrante. Esto y el espantoso silencio del pueblo, a puertas cerradas. De bando y bando, ya caían desarzonadas las víctimas de la matanza, profiriendo apenas rugidos de muerte y pronto comenzó a ceder el pelotón del gobierno ante el empuje arrollador de los federales. Ahora el combate se desarrollaba precisamente frente a la ventana del postigo entornado y el niño veía el hierro hundiéndose en la carne y la sangre saltando a chorros y los rostros palideciendo hasta la blancura espantosa; pero no oía ruido de ninguna especie, sino un silencio escalo friante, cual si bestias y hombres y armas no fueran masas que chocasen, sino sombras incorpóreas de una pesadilla monstruosa. Veía, ojos toda su alma. Veía ahora nada más que el rostro, horriblemente pálido del otro niño, con rocío de sudor en el bozo morado. Allí mismo, en la acera, junto al postigo ya completamente abierto... No vio la lanza cuando le penetró en la carne, ni el borbotón de la sangre que por la herida se le precipitó fuera, pero sí los ojos llenos de lágrimas y el gesto, los pucheros que hacen los niños cuando van a romper en llanto... Por fin, la madre se dio cuenta de que el suyo no estaba con ella y buscándolo por toda la casa lo encontró asomado al postigo completamente abierto, rígido, como el que ya estaba tendido en la acera, desemblantado y con los ojos saliéndosele de las órbitas. Lo quitó de allí y se lo llevó en los brazos, llamándolo por su nombre, sacudiéndolo para que volviese en sí, mientras él continuaba mirando el combate de sombras espantosas que manaban sangre y los pucheros del soldadito imberbe cuando la lanza le traspasó el pecho. Luego, recuperada el habla, empezó a murmurar sorda ente —y así estuvo todo el día: —¡Ese silencio! ¡Ese silencio!
Rómulo Gallegos Freire. Escritor, educador, político y Presidente de la República (febrero-noviembre 1948). Se le ha considerado como el novelista venezolano más relevante del siglo XX, y uno de los más grandes literatos latinoamericanos de todos los tiempos.
(2 de agosto de 1888 - 5 de abril de 1969)
No hay comentarios:
Publicar un comentario