Ana María Matute - España
Nací cuando mis padres ya no se querían. Cristina, mi
hermana mayor, era por entonces una jovencita displicente, cuya sola mirada me
hacía culpable de alguna misteriosa ofensa hacia su persona, que nunca conseguí
descifrar. En cuanto a mis hermanos Jerónimo y Fabián, gemelos y llenos de
acné, no me hacían el menor caso. De modo que los primeros años de mi vida
fueron bastante solitarios.
Uno de mis recuerdos más lejanos se remonta a la noche
en que vi correr al Unicornio que vivía enmarcado en la reproducción de un
famoso tapiz. Con asombrosa nitidez, le vi echar a correr y desaparecer por un
ángulo del marco, para reaparecer enseguida y retomar su lugar; hermoso,
blanquísimo y enigmático.
Nunca supe por qué razón el Unicornio había intentado
escapar del cuadro y durante mucho tiempo me intrigó, y aun me atemorizó un
poco. Por aquellos días yo no debía de tener más de cinco años —quizá sólo
cuatro—, pero ese recuerdo tiene un lugar relevante entre los primeros de mi
vida. A veces, los recuerdos se parecen a algunos objetos, aparentemente
inútiles, por los que se siente un confuso apego. Sin saber muy bien por qué
razón, no nos decidimos a tirarlos y acaban amontonándose al fondo de ese cajón
que evitamos abrir, como si allí fuéramos a encontrar alguna cosa que no se
desea, o incluso se teme vagamente.
Más o menos por aquellos tiempos en que vi echar a
correr al Unicornio, fui enterándome, poco a poco, de que había nacido a
destiempo. La primera noticia concreta la tuve durante mis prolongadas escuchas
bajo la mesa del cuarto de la plancha. Junto a la cocina y el antiguo cuarto de
jugar —ahora convertido en cuarto de estudio, porque Jerónimo y Fabián
estudiaban allí, y aparentemente ya nadie jugaba en aquella familia— eran mis
espacios habituales.
Las personas más cercanas a mí eran precisamente las
que los frecuentaban y ocupaban: Tata María y la cocinera Isabel. Escondida
debajo de la mesa de la plancha, escuchaba sus conversaciones, a menudo tan
misteriosas que, cuando hablaban del mundo y la vida en general, me despertaban
innumerables preguntas, pero si se referían a mí resultaban muy claras. De este
modo tuve el temprano conocimiento de que había nacido tarde y en el momento
menos oportuno para la familia.
—Ésta no ha tenido la suerte de sus hermanos,
pobrecilla —murmuraba Isabel, siempre sentimental, mientras recogía y guardaba
alguna cosa. Tata María se limitaba a levantar los ojos al techo y,
de cuando en cuando, acompañado de un golpe de plancha, murmurar algo
ininteligible.
A pesar de todo, mis primeros años no fueron
desgraciados. Incluso me atrevo a decir que fueron más felices que los de
algunos niños nacidos en circunstancias más favorables. Entre otras cosas, yo
ya me había fabricado un mundo propio, donde vivía sumergida en algún elemento
nebuloso, y a veces extraordinariamente cálido, con la calidez que —por lo oído
bajo la mesa de la plancha— me había sido de algún modo regateada. Esconderme
bajo aquella mesa —aun con el convencimiento de que las dos mujeres sabían, o
sospechaban, mi presencia— no era el único de mis refugios. No puedo recordar
exactamente cuándo empecé a saltar de la cama y re- correr el mundo nocturno de
la casa. Suponía a todos dormidos. Y lo estaban, o no estaban, o estaban en algún
lugar muy alejado de mí. Pero la casa, no. La casa despertaba precisamente
entonces.
Tata María, y la cocinera Isabel, me habían leído, la
primera, y contado, la segunda, muchos cuentos. Los libros desechados ya por
mis hermanos fueron, primero en sus labios y poco más tarde leídos por mí
misma, lo más revelador y dichoso de mi primera infancia. Y no es extraño —o no
lo era entonces— que en alguna de aquellas correrías nocturnas, descalza y en
camisón, viera una bandada de príncipes cisnes —once, exactamente— volar cielo
arriba, o escuchara suavemente, entre el vaivén de las cortinas de mi ventana,
la llamada de un conocido caramillo.
Cristina me había aceptado a regañadientes en su
cuarto. Casi lloró pidiendo que no la obligaran a compartir sus cosas con las
mías (yo no tenía nada, excepto el osito Celso). Y mamá dijo que Cristina tenía
razón: ella era una mujercita, y yo, un «gorgojo». Así que por aquellas noches
ya tenía un dormitorio propio, claro que mucho más pequeño que el que hasta
entonces había compartido con Cristina. Era una habitación, no en la llamada
parte «noble» de la casa, sino en la zona del cuarto de estudio, el de las
Tatas, el de la plancha, la cocina… En fin allí donde yo me movía libremente y
sin temor. Se trataba de un cuarto pequeño, con una ventana de cortinas azules
y amarillas, y gruesos visillos blancos, con un casi invisible zurcidito en una
esquina, que había cosido Tata María. Cuando se corrían los visillos, se podía
apreciar, en su amplitud, el patio interior que tanta importancia tuvo para mi
primera infancia, y mis recuerdos. No era precisamente un jardín encantador,
era un espacioso patio interior con el suelo cubierto de lositas hexagonales de
color gris. Al fondo del portal de la casa, había una puerta grande que sólo se
abría para dar paso a ese patio y al garaje —minigaraje—, donde guardaban los
dos o tres únicos coches de los vecinos de la casa. En una plaquita dorada, de
otros tiempos, aún se leía: «ENTRADA DE CARRUAJES».
Cuando me asomaba a la ventana de mi cuarto,
contemplaba el ir y venir de los chóferes. Entre ellos estaba Paco, mi primer
amigo, porque fue la primera persona con la que entablé conversación fuera de
la familia. Visto desde mi ventanita, Paco era un hombre para mí gigantesco,
que calzaba botas altas, como si fuera a montar a caballo. Era mi amigo, porque
él me llamaba su novia, y me lanzaba besos con la mano.
También consideraba amigo mío al farolero, aunque
jamás había cruzado una palabra con él, pero en mis escapadas al salón, le veía
desde el balcón, allá abajo. En los atardeceres iba encendiendo, con una larga
pértiga, llamitas azuladas, temblorosas, dentro de sus fanales. Era un hombre
bajito, vestido de azul marino, con gorra adornada de una cinta roja, a quien
nunca vi la cara, porque en la ciudad era siempre otoño, o invierno, y a esas
horas ya no se veía con claridad lo que ocurría más allá de los balcones. Eran
precisamente los balcones del llamado Salón —nombrado así, con cierto deleite
en boca de Tata María y la cocinera Isabel— allí a donde yo acudía, noctámbula
y rodeada de una niebla cálida que sólo transparentaba cuanto yo deseaba
ver, y jamás he vuelto a recuperar. Ahora la niebla sólo es niebla, conocida y
húmeda, fría y casi desprovista de misterio.
Pero no entonces.
Entonces, el mundo empezaba cuando yo saltaba sigilosa
de la cama, me asomaba a la puerta y vigilaba cautelosamente el largo pasillo
que conducía a la otra puerta, la que me llevaría a la habitación más
misteriosa de la casa: el salón, tan respetado por las dos mujeres que
componían, entonces, lo más parecido a mi familia, y, para mí, el umbral del
mundo en que realmente vivía. La noche era mi lugar, el que yo me había creado,
o él me había creado a mí, allí donde yo verdaderamente habitaba. Despertar en
la noche, adormecer en la mañana, y aquel vivir a contrapelo, fue quizá la
razón de la tenue felicidad que me salvó de cosas como saber que nunca fui
deseada, de haber nacido a destiempo en una familia que había ya perdido la ilusión
y la práctica del amor.
Al salón se llegaba cruzando el pasillo. Cuando se
atravesaban las puertas encristaladas que conducían a la zona donde el parquet
se enceraba y cubría a trechos por gruesas alfombras. Aquellas alfombras (aún
hoy soñadas) donde se hundían a placer los pies descalzos. A veces yo creía que
el pasillo era un río, y que por él se deslizaban barcos de papel de periódico,
como los que hacía a veces Tata María, cuando yo era aún muy pequeña, con las
páginas de los ABC atrasados.
Y en uno de aquellos barcos, llenos de sucesos y anuncios, yo navegaba, con un
dedo sobre los labios para imponer silencio a todas las invisibles y visibles
criaturas que me acompañaban o espiaban en la travesía. La oscuridad no era
total, como en el dormitorio. Apenas se cruzaba la puerta encristalada empezaba
la noche de las luces apagadas y las luces que se encienden de trecho en
trecho, a veces repentinamente; un súbito cuadro de luz amarilla sobre el
suelo, que poco después desaparecía; y un poco más allá, el reflejo de la luna
en algún objeto cristalino. Hasta llegar al otro lado de la puerta en vaivén,
como las de las películas de vaqueros, pero de cristal. Y empezaba mi noche,
con el salón y las llamitas que había encendido mi amigo el farolero y teñían los
visillos de un tenue resplandor azul.
El salón era, quizá, la habitación más importante de
la casa. Yo desembarcaba a sus puertas y lo contemplaba temiendo, con el
golpeteo de mi corazón, que llegara uno de aquellos altos y extraños seres
Gigantes que me atemorizaban —entre los que se contaban también, pese a mí
misma, papá y mamá— y me devolvieran al temible reino del sol. El desapego de
los Gigantes favorecía, de todos modos, el éxito de aquellas incursiones
nocturnas. Si no tenía acceso a sus vidas, ellos no la tendrían a la mía: y la
mía era infinitamente mejor. Eso me parecía entonces (y aún puedo afirmar
ahora, cuando estoy a punto de decir adiós a cuanto me rodea y me rodeó). No
puedo permitirme el disimulo ni la falsedad, porque estoy recuperando recuerdos,
retazos de un barco de papel arrinconado al fondo de un cajón que nunca tuve
valor para abrir.
Acostumbraba a instalarme agazapada bajo un sofá de
altas patas torneadas, hermoso e incómodo —como casi todo lo hermoso—. No era
un espionaje, más bien un refugio.
Se trataba de la más espaciosa de las habitaciones.
Para mí, entonces, tan enorme como lo eran sus muebles y todo cuanto allí se
acumulaba. A menudo tomaban formas de animales o montañas, y hasta cascadas,
que caían suavemente y sin ruido sobre los dibujos de la alfombra. Olía de un
modo especial, distinto al resto de la casa. Yo le llamo ahora «olor al salón»,
una mezcla de olor a alfombra calentada por los radiadores, y a cera de
parquet, y a madera de caoba. Del techo colgaban dos grandes lámparas, como
árboles de cuyas ramas, en lugar de hojas, nacían cristales. Reflejaban
estrellitas móviles, como si tuvieran vida y su vida fuera el resplandor que
emanaba de allá abajo, de la acera donde, a su vez, otras llamitas azules
temblaban en sus fanales.
Tata María y la cocinera Isabel sentían un respeto
casi reverencial hacia aquellas dos lámparas a las que, ante mi desconcierto,
llamaban «arañas». La única araña que yo había visto apareció un día en el
cuarto trastero, junto a la cocina. Fue una verdadera conmoción en el mundo en
que yo me movía (la cocina, el cuarto de plancha, la despensa). Apareció
provocando gritos histéricos. Ante mi asombro, Tata María, siempre tan seria y
mesurada, se subió a una silla, sofocando gritos con la mano sobre la boca,
hasta que Isabel mató a la araña de un palmetazo. Era un animal pequeño, negro
y peludo, que me despertó más curiosidad que asco y, finalmente, una
cierta compasión. Isabel recogió en un papel lo que quedaba de ella y lo tiró a
la basura. Así que poca cosa tenía que ver con las dos lámparas que tanta
admiración, y hasta veneración, despertaban en las dos mujeres. Cosas como
éstas contribuían a aumentar día a día la distancia que me separaba del mundo
de las personas mayores: Gigantes lejanos, impredecibles y un poco ridículos.
No sé si los cristales-hojas de aquellas
lámparas-arañas tenían vida propia, pero lo cierto es que yo creía oír un
tintineo lejano y misterioso entre sus ramas, y que los fulgores que de unas a
otras iban comunicándose formaban parte de alguna conversación, en un idioma
que aún yo no conocía, pero estaba a punto de aprender. Había también un reloj,
dorado, con la esfera de porcelana blanca y dibujos azules rodeada de
brillantes falsos, que me atraía especialmente, por asociarlo a uno de los
inapreciables tesoros que mencionaban los cuentos, aún leídos por la Tata o
contados por Isabel, con que se nutría mi imaginación. A través de los
cristales, visillos y cortinas que impedían la visión de la calle, la calle
estaba ahí abajo, muy próxima, porque vivíamos en un entresuelo, que entonces
se llamaba principal, y quizá ahora también. Cuando me deslizaba suavemente
sobre la alfombra y llegaba a uno de aquellos dos balcones que se abrían
al mundo exterior, descorría los visillos y me asomaba al de los faroles y el
farolero. Enfrente, al otro lado de la calle, veía la pared de ladrillos rojos
que bordeaba los jardines de la iglesia-convento de la Milagrosa, adonde me
llevaba la Tata los domingos. Por encima de la tapia, sobresalían las copas de
los árboles y, cuando hacía viento, veía y oía su balanceo nocturno, como una
voz que quisiera comunicar algo a alguien en alguna parte, en algún tiempo.
Sentía entonces un leve escalofrío, no sé aún si de temor o de placer, sobre
todo en las noches de luna, como aquella en que vi echar a correr al Unicornio.
En los cuentos de Andersen, el gran cómplice de mis primeros años, había
aprendido que las flores tenían su lenguaje, sus bailes nocturnos, donde
reinaban, y poco después languidecían hasta acabar en la basura. Pero sobre
todo, aprendí que existía un lenguaje secreto, un lenguaje al que yo tenía
acceso. Un día en que nos visitó la tía Eduarda, oí decir a mamá, preocupada:
«Esta niña no habla… es un tormento conseguir que diga una sola palabra», y Eduarda
—no le gustaba que la llamáramos tía, sólo Eduarda— le contestó: «Mejor para
ella». Me miró por primera vez, con sus grandes ojos azules, parecidos o quizá
iguales a los del Unicornio, y añadió: «Tendrá otro lenguaje». Con otro
lenguaje, y sabiendo que las flores marchitas pueden resucitar en la noche, y
también cuentan sus historias las tazas, los tenedores, las agujas de zurcir y
las sartenes, recalaba yo, en mi barquito de papel de periódico, hasta la gruta
bajo el alto e incómodo sofá, donde me permitían ver, oír y oler todas aquellas
criaturas que fingían no verme, pero me querían. O así me gustaba creerlo. Ya,
tiempo atrás, un par de estatuillas, una blanca, la otra negra, me habían hecho
señas. A veces levantaban la mano y la agitaban como un saludo, otras sonreían.
Y, cosa rara, sonreía más la oscura, aquella a la que apenas podía ver la cara.
Pero sobre todas estas cosas, había como un viento bajo, secreto, que avanzaba
conmigo a ras de suelo, rozando la alfombra, hacia los balcones: como cuando en
otoño oí crepitar las hojas caídas, bajo las pezuñas del Unicornio. Todavía no
había estado nunca en un bosque y, sin embargo, lo presentí, tal como fue años
después: cuando ya leía, y no sólo escuchaba historias de labios de María o
Isabel, sino que podía levantarlas yo misma de entre las páginas de aquellos
libros que tanta importancia tuvieron para mí.
Allí, bajo el sofá, o bajo cualquier otro mueble donde
pudiera ovillarme, asistía a ecos, susurros y chispazos de luz que iban
comunicándose, unos a otros. Una conversación entre destellos que yo, poco a
poco, iba entendiendo. Sí, existía otro lenguaje, y era el mío. Eduarda tenía
razón.
Aunque también, en ocasiones, hacía, precipitadamente,
la travesía a la inversa: cuando oía conversaciones de Gigantes en el salón,
con las arañas encendidas, las cortinas cerradas, ruido de copas y extrañas y
casi sofocadas risas que para mí, entonces, eran únicamente sonidos guturales,
ligeramente punzantes. Recuerdo ahora algo que entonces no sabía: yo, en mi primera
infancia, además de no hablar no me reí nunca. Ignoraba lo que era la risa, y
la verdad es que también a mis hermanos Jerónimo y Fabián tardé mucho en oírles
reír. Ni siquiera cuando llegaban del colegio, entraban en el cuarto de estudio
y vaciaban las carteras encima de la mesa. Ceñudos, incómodos consigo mismos,
ya no demasiado niños ni todavía hombres, en esa tierra de nadie que se llama
adolescencia. Se enfrascaban en sus libros, rodaban lápices, se abrían y
cerraban cuadernos, intercambiaban frases, preguntas, y a veces, se levantaban
y se enzarzaban en un simulacro de pelea —que acababa siempre sin vencido ni
vencedor— y retornaban a sus estudios. O así lo parecía, de nuevo rodeados de
lápices, cuadernos, gomas de borrar y algún que otro sacapuntas de hoja
demasiado gastada. Pero nunca, entonces, les oí reírse. Cristina, por supuesto,
quedaba muy lejos de estas cosas, encastillada en su habitación. Y sonreía.
Pues bien, cuando había risas en el salón, y las luces
amarillas en las arañas ya no eran chispazos de luz comunicándose mensajes
entre sí, sombras y reflejos reproducidos misteriosamente en el techo o en la
pared, palabra silenciosa, lenguaje secreto, entonces, como dije, hacía la
travesía al revés, daba la vuelta a mi barco de papel, con sus noticias de
jarabe para la tos, aceite de hígado de bacalao, píldoras para aumentar los
senos y Cerebrino Mandri, y me dirigía a la cocina, porque sus habitantes de
carne y hueso, ya ni siquiera se reían, dormían profundamente, e incluso podía
oírse el zumbido de algún que otro ronquido a través de la puerta del llamado
cuarto de las Tatas. Y en la cocina, también existía otro retazo del mundo en
que yo habitaba. Andersen me había dicho que las tazas, las teteras, los
tenedores y hasta las sartenes tienen también su vida nocturna. Me asomaba a la
alacena, y creía escuchar la afónica voz, lastimera y resentida de la vieja
tetera cruzada por una grieta apenas visible, pero que anunciaba su rotura
inminente. Y oía las quejas de las cucharillas y tenedores mezclados al tuntún
en el cajón más variopinto de la cocina: allí donde iban a parar todos los
desparejados, derrotados soldados de alguna perdida batalla contra el tiempo,
retirados ya para siempre del comedor de los Gigantes. Lloraban, por sentirse
separados de algún compañero o amigo que habían creído inseparable, y yo oía su
llanto. Y recuerdo muy bien una cucharilla puesta a secar en una taza, por la
que se deslizaba una lágrima como una diminuta estrella, tan despacio que
parecía que no acababa de caer. También el grillo despertaba, las noches de
verano, en su diminuta jaula, junto a los restos de una hoja de lechuga
amorosamente colocada por Isabel. Y el vaso de cristal, al borde de la ventana,
con su verde y exultante ramo de perejil. A veces, desde el patio de la cocina
—no era como el de mi novio Paco—, me llegaba algún ruido. Por la abierta
ventana, otra ventana de luz amarilla, se encendía en la pared de enfrente.
Algún grifo goteaba. Luego, otra vez el silencio de la noche, con todo su
esplendor, aquel que ponía al descubierto —por lo menos entonces y para mí— los
mil mundos ocultos de la casa y quizá de todas las casas.
Y así fue como una noche vi echar a correr al
Unicornio. Fue una carrera fugaz, como los destellos de cristal, hasta
desaparecer en un ángulo del cuadro, seguido de un leve rumor de follaje
pisoteado, y olor a hojas caídas. Al poco, regresó. Volvió a colocarse
mansamente, bajo las manos de una mujercita rubia, que, según me parecía, lo
contemplaba entre amorosa, divertida o estupefacta.
Tengo muy presente aquella noche, porque precisamente
a la mañana siguiente me vi cara a cara, por vez primera, en el mundo de los
Gigantes. Quiero decir, que me llevaron al colegio del paseo del Cisne: Saint
Maur.
El colegio del paseo del Cisne había sido antes el
colegio de Cristina. Fue esto lo primero que oí apenas crucé aquel umbral y
subí sus escaleras. Tata María secó con la punta del delantal una lágrima de mi
mejilla, me recomendó que fuera buena, que obedeciera siempre, y que cuando me
pasara algo malo dijera el Jesusito de mi vida, pero que no haría falta, porque
aquellas señoras eran muy buenas y muy santas y ya vería yo qué bien. Pero
cuando nos separaron, de la mano de sor Monique, volví la cara y la vi que
también se llevaba la punta del delantal a los ojos, y tenía la boca
fruncidita, como aquellos calcetines que llevaba en una bolsa y zurcía junto a
la merienda, cuando íbamos al parque, que entonces se llamaba Los Jardines del
Museo. Porque había un museo, con un enorme esqueleto dentro, que se llamaba
Mamut, y yo lo relacionaba, sin motivo ni sentido alguno, con la palabra mamá.
En cuanto estuve sentada en la clase de párvulos,
Madame Saint Genis —nada de sor, eso era para las tatas del colegio— se inclinó
afectuosamente hacia mí, que estaba sentada en primera fila, en un pupitre
doble —quiero decir que era para dos pero yo aún no tenía compañera— y, en
tanto me invadía una vaharada indefinible, mezcla de incienso, velas y aliento
a café con leche (seguramente acababa de desayunar), me comunicó que Cristina,
la gran Cristina que me había arrojado de su dormitorio y me hacía sentir
culpable de haber nacido, o por lo menos de haber nacido a destiempo, había
sido una alumna ejemplar, intachable, piadosa, aplicada y dulce. Que esperaban
de mí un comportamiento que no desentonara del de ella y que mi familia era muy
querida por ellas. Yo tenía entonces cinco años.
Lo que saqué en limpio de aquella conversación —mejor
dicho, monólogo— fue una serie de preguntas. ¿Aplicada?, y me dije: ¿aplicada a
qué? Hasta entonces esta palabra era muy concreta y específica. Por ejemplo, a
una cataplasma que me habían puesto el año anterior, una vez que tosía mucho.
Jerónimo y Fabián tenían pocas y brevísimas
conversaciones conmigo pero mostraban hacia mí una cierta simpatía, o quizá
ternura, que entonces yo no lograba apreciar. Una vez, viéndoles vaciar sus
carteras sobre la mesa, les pregunté: «¿Cómo es el colegio?». Ellos se miraron,
y Jerónimo me dijo: «¡Es el ejército!». Fabián añadió: «Es el ejército: tú
formas parte de un batallón, y tienes capitanes, tenientes, generales…».
Jerónimo se inclinó hacia mí, y por primera vez me acarició la cabeza.
Pero yo no lo había olvidado, y poco después me
encontré con mi teniente, o capitán, o general… Todas aquellas señoras que Tata
María había calificado como buenas y santas. Y que todo iría bien.
FIN
Ana María Matute Ausejo (Barcelona, España, 26
de julio de 1925 - 25 de junio de 2014,
Barcelona). Novelista y académica de la lengua, ocupó un lugar preferente en la
literatura infantil y juvenil española. Desde 2014 miembro de la Real Academia. Escribió en una manera muy sencilla y clara,
con muchos detalles y un ritmo casi poético. Considerada como una de las más
grandes figuras de la literatura española de postguerra, su estilo narrativo es
delicado, poderoso, y muy franco. Fue dotada
de un gran poder de fabulación.
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