Pär Lagerkvist - Suecia
El señor Smith, un próspero hombre de negocios, abrió el elegante ascensor del hotel y, amorosamente, tomó del brazo a una grácil criatura que olía a pieles y a poder. Se acurrucaron juntos en el blando asiento, y el ascensor empezó a bajar. La mujercita le ofreció su boca entreabierta, húmeda de vino, y se besaron. Habían cenado en la terraza, bajo las estrellas. Ahora salían a divertirse.
—Cariño, qué divinamente lo pasamos arriba —susurró ella—. Qué poético fue estar allí contigo, sentados bajo las estrellas. Así tiene que ser el verdadero amor. Porque tú me quieres, ¿no es cierto?
El señor Smith le respondió con un beso aún más largo. El ascensor seguía bajando.
—Me alegro de que hayas venido, cariño —dijo el hombre—. De lo contrario, me hubiera sentido muy decepcionado.
—Pues no puedes imaginar lo insoportable que estaba él. Cuando iba a vestirme, me preguntó que adonde iba. Voy adonde me place, contesté, no estoy prisionera. Entonces, deliberadamente, se sentó y estuvo contemplándome mientras me cambiaba y me ponía mi nuevo vestido color crema. ¿Crees que me sienta bien? Por cierto, ¿te gusta este o prefieres el rosa?
—Todo te sienta bien, querida —aseguró el hombre—. Pero jamás te había visto tan encantadora como esta noche.
Ella entreabrió el abrigo, sonriendo agradecida, y se besaron largamente. El ascensor seguía bajando.
—Entonces, cuando estaba a punto de marcharme me cogió la mano y la apretó de tal forma que todavía me duele, y no pronunció ni una sola palabra. ¡Es un bruto, no tienes ni idea! Bien, adiós, dije yo. Pero él no contestó. Es un exaltado, me asusta; no puedo remediarlo.
—Pobrecilla —se compadeció el señor Smith.
—Como si no pudiera salir un rato y divertirme. Es tan terriblemente serio, no tienes idea… No puede tomarse las cosas con sencillez y naturalidad. Es como si se tratara siempre de un asunto de vida o muerte.
—Pobre pequeña, cuánto habrás tenido que sufrir.
—Oh, he sufrido de verdad. Terriblemente. Nadie ha sufrido tanto como yo. Hasta que te conocí no supe lo que era el amor.
—Querida —murmuró Smith, acariciándola.
El ascensor seguía bajando.
—Cariño —correspondió la mujer, al recobrar el aliento después del largo beso—. Nunca olvidaré ese rato que estuvimos sentados allá arriba, contemplando las estrellas y soñando. Sabes, el caso es que Arvid es inaguantable, se pone siempre tan solemne, no tiene ni una pizca de poesía.
—Querida, tu situación es intolerable.
—Sí, así es: intolerable. Pero —prosiguió ella, tomándole la mano con una sonrisa—, no pensemos más en ello. Vamos a divertirnos. ¿Me quieres de verdad?
—¡Claro! —afirmó el hombre, inclinándose sobre ella mientras suspiraba.
El ascensor seguía bajando. Acurrucado sobre ella, la acarició. La mujer se ruborizó.
—Esta noche haremos el amor… como nunca, ¿eh? —susurró Smith.
Ella se apretó contra él y cerró los ojos. El ascensor seguía bajando.
Al fin, el señor Smith se puso en pie, con el rostro enrojecido.
—Pero, ¿qué le sucede a este ascensor? —exclamó—. ¿Por qué no se para? Hace una eternidad que estamos aquí charlando, ¿no es cierto?
—Sí, cariño, supongo que sí. El tiempo pasa tan de prisa…
—¡Dios del cielo! ¡Hace siglos que estamos sentados aquí! ¿Qué es lo que pasa?
Miró a través de la reja. No se veía otra cosa que una profunda oscuridad. Y el ascensor seguía bajando y bajando cada vez más profundamente.
—¡No lo comprendo! Es como si cayéramos en un profundo pozo. ¡Y Dios sabe cuánto tiempo llevamos así!
Intentaron asomarse al abismo. Estaba en tinieblas. Y ellos iban hundiéndose cada vez más.
—Vamos directo al infierno —musitó Smith.
—Oh, querido —gimió la mujer, cogiéndole del brazo—. Estoy muy nerviosa. Tendrías que apretar el botón de alarma o el del freno de emergencia.
Smith tiró con todas sus fuerzas, sin resultado alguno. El ascensor seguía hundiéndose en la interminable oscuridad.
—¡Es espantoso! —chilló ella—. ¿Qué haremos?
—Sí, ¿qué pensará hacer el diablo? —contestó Smith—. Todo esto es absurdo.
La mujer estaba desesperada y estalló en sollozos.
—Vamos, vamos, amor mío, no llores; debemos ser razonables. No podemos hacer nada. Siéntate. Será lo mejor. Vamos a quedarnos sentados, muy juntos, y ya veremos lo que sucede. Tendrá que pararse en algún momento…
Entonces se sentaron y esperaron.
—Mira lo que nos está pasando —se quejó la mujer—. Y pensar que salíamos a divertirnos…
—Sí, parece obra del mismo diablo —admitió Smith.
—Pero tú me quieres, ¿no es cierto?
—Querida —murmuró Smith, rodeándole los hombros con el brazo.
El ascensor seguía bajando.
Por fin se detuvo en seco. Algo parecido a una luz brillantísima los rodeaba, dañándoles los ojos. Estaban en el infierno. El diablo abrió la portezuela cortésmente.
—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación.
Iba vestido con los rabos que le colgaban de la vértebra cervical, como de un clavo.
Smith y la mujer salieron del ascensor, deslumbrados.
—¿Dónde estamos, en nombre de Dios? —exclamaron aterrados por la sorprendente aparición.
El diablo, un poco confuso, les explicó:
—No está tan mal como parece —se apresuró a añadir—. Espero que se hallarán complacidos. ¿Pasarán únicamente la noche, no es así?
—¡Sí, sí! —asintió Smith al punto—. Únicamente la noche. No tenemos intención de quedarnos, por supuesto que no.
La mujercita temblaba, agarrándose a su brazo. La luz era tan corrosiva, y verde amarillenta, que apenas podían ver. Además, olía a quemado. Cuando lograron habituarse un poco, descubrieron que se hallaban en una especie de plazuela rodeada de casas, cuyas puertas resplandecían en la oscuridad. Las cortinas estaban corridas, pero a través de las rendijas podían ver su interior, donde ardía algo.
—¿Son ustedes los enamorados? —inquirió el diablo.
—Sí, locamente —repuso la mujer, mirando al diablo con ojos maravillados.
—Entonces, por aquí —dijo, rogando a la pareja que le siguieran.
Se internaron por una lóbrega callejuela que desembocaba en la plazuela. Un viejo y sucio farol colgaba junto a una puerta desvencijada.
—Aquí es —abrió la puerta y se retiró discretamente.
Entraron. Un nuevo diablo, gordo, servil, de ancho pecho, con un bigote teñido de color púrpura alrededor de la boca, los recibió. Sonrió en un jadeo, con una expresión sabia en sus ojos saltones. Alrededor de los cuernos, en la frente, llevaba sujetos unos mechones de pelo por medio de pequeños lazos de seda azul.
—¡Oh, el señor Smith y la joven dama! —observó—. El número ocho, entonces.
Y les entregó una enorme llave.
Subieron por las oscuras y grasientas escaleras. Los peldaños eran resbaladizos. Llegaron hasta el segundo piso. Smith buscó el número ocho y entró. Era una habitación bastante amplia y mohosa. En el centro había una mesa con un mantel puesto, y junto a la pared, una cama con suaves sábanas. Les pareció todo encantador. Se quitaron los abrigos y se besaron largamente.
Un hombre entró inopinadamente desde otra habitación. Iba vestido como un camarero, pero la chaqueta era de buen corte, y su camisa tan limpia que brillaba con un resplandor fosforescente en la semioscuridad. Andaba silenciosamente, sus pisadas no producían ruido alguno, y sus movimientos eran mecánicos, casi inconscientes. Sus facciones se mostraban severas, y sus ojos tenían una expresión fija. Estaba mortalmente pálido, y en la sien tenía un agujero de bala. Arregló la habitación, limpió el tocador, dejó un orinal y una brocha.
La pareja no le prestó demasiada atención, pero cuando iba a marcharse, Smith pidió:
—Desearíamos tomar un poco de vino. Tráiganos media botella de Madeira.
El hombre asintió y desapareció.
Smith empezó a desnudarse. La mujer vacilaba aún.
—Va a volver —dijo.
—En un lugar como este, no hay que prestar atención. Quítate la ropa.
Ella se quitó el vestido con coquetería, luego la ropa interior y se sentó, por fin, en las rodillas del hombre. Era encantador.
—Fíjate —susurró la mujer—, estamos aquí juntos, en un lugar tan romántico y singular. Qué poético… Jamás podré olvidarlo.
—Querida —suspiró Smith.
Se besaron largamente.
El hombre volvió a entrar, sin hacer ruido alguno. Suave, mecánicamente, puso los vasos encima de la mesa, y sirvió el vino. La luz de la lamparilla de cabecera le iluminó la cara. No había nada especial en su rostro, excepto la mortal palidez y el agujero de bala de su sien.
La mujer se incorporó, dando un grito.
—¡Oh, Dios mío! ¡Arvid! ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¡Oh, Dios del Cielo, está muerto! ¡Se ha suicidado!
El hombre seguía en pie, quieto, con la mirada fija. Su rostro no aparentaba señales de sufrimiento; se mostraba solamente grave y estático.
—¡Pero, Arvid, qué has hecho, qué has hecho!… ¡Cómo has podido! Amor mío, si llego a sospecharlo me hubiera quedado en casa contigo. Pero nunca me dices nada. ¡Nunca dices nada de nada, ni una sola palabra! ¡Cómo iba a saberlo, si nunca me dices una palabra! Oh, Dios mío…
Su cuerpo entero se estremecía. El hombre la miró como si fuera una extraña, su expresión era helada y gris. Su mirada parecía atravesarlo todo. El pálido rostro centelleó. No salía sangre de la herida; era solo un agujero.
—¡Oh, es un fantasma, un fantasma! —chilló—. ¡No quiero quedarme aquí! Vámonos… No puedo resistirlo.
Se puso la ropa, el sombrero y el abrigo y salió apresuradamente, seguida de Smith. Resbalaron al bajar por las escaleras. Cayó sentada y se manchó el abrigo de saliva y de ceniza de cigarrillo. Abajo, el diablo de los bigotes estaba de pie, sonriendo con toda naturalidad y agitando los cuernos.
Ya en la calle se tranquilizaron un poco. La mujer se arregló las ropas y se empolvó la nariz. Smith la rodeó protectoramente con los brazos y besó sus ojos, impidiendo que cayeran las lágrimas; era tan bueno… Se encaminaron hacia la plazuela.
El jefe de los diablos se paseaba por allí cerca, y se dirigieron hacia él rápidamente.
—Han ido muy de prisa —observó—. Espero que habrán gozado de comodidad.
—Oh, ha sido terrible —gimió la mujer.
—No, no diga esto, no puede pensar así. Si hubiera visto en otros tiempos, todo era distinto. El infierno de ahora no es para quejarse. Hacemos todo lo que podemos para que no sea desagradable, al contrario, para que resulte divertido.
—Sí —asintió el señor Smith—, debo confesar que resulta un poco más humano, es cierto.
—Oh —exclamó el diablo—, lo hemos modernizado, lo hemos reformado todo.
—Sí, por supuesto, hay que estar a tono con los tiempos.
—Exacto, ahora únicamente es el alma la que sufre.
—Demos gracias a Dios por ello —dijo la mujer.
El diablo les acompañó cortésmente hasta el ascensor.
—Buenas noches —saludó con una profunda inclinación—, vuelvan cuando gusten.
Cerró la puerta del ascensor tras ellos. El ascensor empezó a subir.
—Gracias a Dios, ya ha pasado todo —suspiraron ambos, ya tranquilizados, y se sentaron muy juntos en el banquillo.
—No lo hubiera resistido de no estar tú —susurró la mujer.
Él la atrajo hacia sí y se besaron largamente.
—Cariño —prosiguió la mujer al recobrar el aliento tras el largo beso—, ¡qué cosa se le ha ocurrido hacer! Siempre ha tenido ideas raras. Nunca ha sido capaz de tomarse las cosas con sencillez y naturalidad, tal como son. Es como si siempre se tratara de un asunto de vida o muerte.
—Es absurdo —admitió Smith.
—¡Debía habérmelo dicho! Entonces me hubiera quedado con él. Habríamos salido cualquier otra noche.
—Sí, claro —continuó admitiendo Smith—, naturalmente que hubiéramos salido.
—Pero no pensemos más en ello, cariño —terminó, rodeándole el cuello con los brazos—. Ya pasó todo.
—Sí, querida, ya pasó todo.
Tomó a la mujer en sus brazos. El ascensor seguía subiendo.
FIN
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