I
Nü-wa1 se ha despertado sobresaltada. Acaba
de tener un sueño espantoso, que no recuerda con mayor exactitud; llena de pena,
tiene el sentimiento de algo que falta, pero también de algo que sobra. La
excitante brisa lleva indolentemente la energía de Nü-wa para repartirla en el
universo.
Se frota los ojos.
En el cielo rosa flotan banderolas de nubes verde roca;
más allá parpadean las estrellas. En el horizonte, entre las nubes sangrientas,
resplandece el sol, semejante a un globo de oro que gira en un flujo de lava; al
frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. Pero Nü-wa no mira cuál
de los astros sube ni cuál desciende.
La tierra está vestida de verde tierno; hasta los pinos y
los abetos de hojas perennes tienen un atavío fresco. Enormes flores rosa pálido
o blanco azulado se funden en la lejanía en una bruma coloreada.
-¡Caramba! ¡Nunca he estado tan ociosa!
En medio de sus reflexiones, se levanta bruscamente:
estira los redondos brazos, desbordantes de fuerza, y bosteza hacia el cielo,
que de inmediato cambia de tono, coloreándose de un misterioso tinte rosa carne;
ya no se distingue dónde se encuentra Nü-wa.
Entre el cielo y la tierra, igualmente rosa carne, ella
avanza hacia el mar. Las curvas del cuerpo se pierden en el océano luminoso
teñido de rosa; sólo en el medio de su vientre se matiza un reguero de blancura
inmaculada. Las olas asombradas suben y bajan a un ritmo regular, mientras la
espuma la salpica. El reflejo brillante que se mueve en el agua parece
dispersarse en todas partes sin que ella note nada. Maquinalmente dobla una
rodilla, extiende el brazo, coge un puñado de barro y lo modela: un pequeño ser
que se le parece adquiere forma entre su dedos.
-¡Ah! ¡Ah!
Es ella quien acaba de formarlo. Sin embargo, se pregunta
si esa figurita no estaba enterrada en el suelo, como las batatas, y no puede
retener un grito de asombro.
Por lo demás, es un asombro gozoso. Con ardor y alegría
como no ha sentido jamás, prosigue su obra de modelado, mezclando a ella su
sudor...
-¡Nga! ¡Nga!
Los pequeños seres se ponen a gritar.
-¡Oh!
Asustada, tiene la impresión de que por todos sus poros
se escapa no sabe qué. La tierra se cubre de un vapor blanco como la leche.
Nü-wa se ha recobrado; los pequeños seres se callan también.
Algunos comienzan a parlotear:
-¡Akon! ¡Agon!
-¡Ah, tesoros míos!
Sin quitarles los ojos de encima, golpea dulcemente con
sus dedos untados de barro los rostros blancos y gordos.
-¡Uva! ¡Ahahá!
Ríen.
Es la primera vez que oye reír en el universo. Por
primera vez también ella ríe hasta no poder cerrar los labios.
Mientras los acaricia, continúa modelando otros. Las
pequeñas criaturas dan vueltas a su alrededor alejándose y hablando
volublemente. Ella deja de comprenderlos. A sus oídos no llegan sino gritos
confusos que la ensordecen.
Su prolongada alegría se transforma en lasitud; ha
agotado casi por completo su aliento y su transpiración. La cabeza le da
vueltas, sus ojos se oscurecen, sus mejillas arden; el juego ya no la divierte y
se impacienta. Sin embargo, sigue modelando maquinalmente.
Por fin, con las piernas y los riñones doloridos, se pone
de pie. Apoyada contra una montaña bastante lisa, con el rostro levantado, mira.
En el cielo flotan nubes blancas, parecidas a escamas de peces. Abajo, el verde
tierno se ha convertido en negro. Sin razón, la alegría se ha marchado. Presa de
angustia, tiende la mano y de la cima de la montaña arranca al azar una planta
de glicina, cargada de enormes racimos morados y que sube hasta el cielo. La
deposita en el suelo, donde hay esparcidos pétalos medio blancos, medio
violetas.
Con un ademán, agita la glicina dentro del agua barrosa y
deja caer trozos de lodo desmigajado, que se transforman en otros tantos seres
pequeñitos parecidos a los que ya ha modelado. Pero la mayor parte de ellos
tienen una fisonomía estúpida, el aspecto aburrido, rostro de gamo, ojos de
rata; ella no tiene tiempo de ocuparse de semejantes detalles y, con deleite e
impaciencia, como en un juego, agita más y más rápido el tallo de glicina que se
retuerce en el suelo dejando un reguero de barro, como una serpiente coral
alcanzada por un chorro de agua hirviente. Los trozos de tierra caen de las
hojas como chaparrón, y ya en el aire toman la forma de pequeños seres
plañideros que se dispersan arrastrándose hacia todos lados.
Casi sin conocimiento, retuerce la glicina más y más
fuerte. Desde las piernas y la espalda, el dolor sube hacia sus brazos. Se pone
en cuclillas y apoya la cabeza contra la montaña. Sus cabellos negros como laca
se esparcen sobre la cima, recupera el aliento, deja escapar un suspiro y cierra
los ojos. La glicina cae de su mano y, agotada, se tiende desmayadamente en
tierra.
II
Un ruido terrible, producido por el derrumbamiento del
cielo y la tierra, despierta sobresaltada a Nü-wa. Se desliza en línea recta
hacia el sureste.2
Estira un pie para sujetarse, sin lograrlo. De inmediato
extiende un brazo y se coge de la cima de la montaña, lo que detiene su caída.
Agua, arena y piedras ruedan por encima de la cabeza y
por detrás de la espalda. Se vuelve ligeramente. El agua le penetra por la boca
y las orejas. Inclina la cabeza y ve que la superficie del suelo está agitada
por una especie de temblor. El temblor parece apaciguarse. Después de
retroceder, se instala en un lugar seguro y puede soltar presa, para limpiarse
el agua que ha llenado sus sienes y sus ojos, a fin de examinar lo que ocurre.
La situación es confusa. Toda la tierra está llena de
corrientes de agua que parecen cascadas. Gigantescas olas agudas surgen de
algunos sitios, probablemente del mar. Alelada, espera.
Al fin la gran calma se restablece. Las olas más elevadas
ahora no sobrepasan la altura de los viejos picachos; allá donde se halla tal
vez el continente, surgen osamentas rocosas. Mientras contempla el mar, ve
varias montañas que, llevadas por el océano, avanzan hacia ella girando en
inmensos remolinos. Temerosa de que choquen contra sus pies, Nü-wa tiende la
mano para detenerlas y distingue, agazapados en cavernas, a una cantidad de
seres cuya existencia no sospechaba.
Atrae hacia sí las montañas para observar a gusto. Junto
a esos pequeños seres, la tierra está manchada de vómitos semejantes a polvo de
oro y jade, mezclados con agujas de abetos y pinos y con carne de pescado, todo
masticado junto. Lentamente levantan la cabeza, uno tras otro. Los ojos de Nü-wa
se dilatan; le cuesta comprender que son los que ella modeló antes; de manera
cómica, se han envuelto los cuerpos y algunos tienen la parte inferior del
rostro disimulada por una barba blanca como la nieve, pegada por el agua del mar
en forma semejante a las hojas puntiagudas del álamo.
-¡Oh! -exclama asombrada y asustada, como al contacto de
una oruga.
-¡Diosa Suprema, sálvanos!...-dice con la voz
entrecortada uno de los seres con la parte inferior del rostro cubierta de barba
blanca con la cabeza en alto, mientras vomita-: ¡Sálvanos!... Tus humildes
súbditos... buscan la inmortalidad. Nadie podía prever el derrumbe del cielo y
la tierra... ¡Felizmente... te hemos encontrado, Diosa Soberana!... Te rogamos
que nos salves de la muerte... y nos des el remedio que... que procura la
inmortalidad...
Baja y sube la cabeza curiosamente, en un movimiento
perpetuo.
-¿Cómo? -pregunta ella sin comprender.
Otros abren la boca y del mismo modo vomitan al mismo
tiempo que exclaman: "¡Diosa Soberana! ¡Diosa Soberana!"; luego se entregan a
extrañas contorsiones hasta el punto de que ella, irritada, lamenta el gesto que
le provoca molestias incomprensibles. Recorre los alrededores con la mirada: ve
un grupo de tortugas gigantes que se divierten en el mar. Exultante de alegría,
deposita las montañas sobre sus caparazones y ordena:
-Llévenme esto a un sitio más tranquilo.
Las tortugas gigantes parecen asentir con un movimiento
de cabeza y se alejan; pero Nü-wa ha hecho un ademán demasiado brusco: de una
montaña cae un pequeño ser con la cara adornada de barba blanca. ¡Helo ahí,
separado de los otros! Y como no sabe nadar, se prosterna a la orilla del agua,
golpeándose el rostro. Un impulso de piedad cruza el corazón de la diosa, pero
no se retrasa: no tiene tiempo que dedicar a semejantes bagatelas.
Suspira; el corazón se le aligera. A su alrededor, el
nivel del agua ha bajado notablemente. Por todas partes surgen vastos terrenos
cubiertos de limo o de piedras en cuyas hendiduras se hacina una multitud de
pequeños seres, unos inmóviles, otros moviéndose todavía. Se fija en uno de
ellos que la mira estúpidamente con ojos blancos. El cuerpo entero está cubierto
de placas de hierro; en su rostro se pintan la desesperación y el miedo.
-¿Qué te ha ocurrido? -le pregunta en tono indiferente.
-¡Caramba! La desgracia nos ha caído del Cielo -responde
con voz triste y lamentable-. Violando el derecho, Chuan Sü se ha rebelado
contra nuestro rey; nuestro rey ha querido combatirlo de acuerdo con las leyes
del Cielo. La batalla tuvo lugar en el campo; y como el Cielo no nos otorgó su
protección, nuestro ejército tuvo que retirarse...
-¿Cómo?
Nü-wa no ha oído jamás nada de tal cosa y su sorpresa se
deja ver.
-Nuestro ejército ha tenido que retirarse; nuestro rey ha
estrellado la cabeza contra el Monte Hendido, ha quebrado la columna de la
bóveda celeste y roto los cables de la tierra. ¡Ha muerto! ¡Caramba! ¡Esta es la
verdad que...!
-¡Basta! ¡Basta! ¡No comprendo lo que me cuentas!
Al volverse, ve a otro pequeño ser, cubierto también de
placas de hierro, pero con rostro orgulloso y alegre.
-¿Qué ha pasado?
Ella sabe ahora que esas minúsculas criaturas pueden
mostrar cien rostros diferentes, por eso quisiera conseguir una respuesta
comprensible.
-El espíritu humano rompe con la antigüedad. En realidad,
Kang Jui tiene un corazón de cerdo; ha tratado de usurpar el trono celestial;
nuestro rey mandó una expedición contra él, conforme con los deseos del Cielo.
La batalla tuvo lugar en el campo. Como el Cielo nos diera su protección,
nuestras tropas se han mostrado invencibles y han desterrado a Kang Jui al Monte
Hendido.
-¿Cómo?
Probablemente Nü-wa no ha comprendido una palabra.
-El espíritu humano rompe con la antigüedad...
-¡Basta! ¡Basta! ¡Siempre la misma historia!
Está furiosa. Sus mejillas enrojecen hasta las orejas. Se
vuelve a otro lado y descubre con dificultad a un tercer ser, que no lleva
placas de hierro. Su cuerpo desnudo está cubierto de heridas que todavía
sangran. Se cubre con rapidez los riñones con un paño desgarrado que acaba de
sacar a un compañero ahora inerte. Sus rasgos muestran calma.
Ella se imagina que éste no pertenece a la misma raza que
los otros y que acaso él podrá informarla.
-¿Qué ha pasado? -pregunta.
-¿Qué ha pasado? -repite él levantando ligeramente la
cabeza.
-¿Qué es este accidente que acaba de producirse?...
-¿El accidente que acaba de producirse?
Ella arriesga una suposición:
-¿Es la guerra?
-¿La guerra?
A su vez, él va repitiendo las preguntas.
Nü-wa aspira una bocanada de aire frío. Con la frente en
alto, contempla el cielo que presenta una fisura larga, muy profunda y ancha.
Ella se levanta y lo golpea con las uñas: la resonancia no es pura; es más o
menos como la de un tazón resquebrajado. Con las cejas fruncidas, escruta hacia
las cuatro direcciones. Después de reflexionar, se estruja los cabellos para
dejar escurrir el agua, los divide en dos mechones que se echa sobre los hombros
y llena de energía se dedica a arrancar cañas: ha decidido "reparar antes que
nada la bóveda celeste".
Desde entonces, de día y de noche, amontona las cañas; a
medida que el hacinamiento aumenta, ella se debilita, porque las condiciones no
son las mismas que otras veces. Arriba está el cielo oblicuo y hendido; abajo,
la tierra llena de lodo y grietas. Ya no hay nada que le regocije los ojos y el
corazón.
Cuando el montón de cañas llega a la hendidura, va en
busca de piedras azules. 'Quiere emplear únicamente piedras azul cielo del mismo
tono que el firmamento, pero no hay bastantes en la tierra. Como no quiere usar
las grandes montañas, a veces va a las regiones pobladas en busca de los
fragmentos que le convienen. Es objeto de burlas y maldiciones. Algunos pequeños
seres le quitan lo que ha recogido; otros llegan al extremo de morderle las
manos. Tiene que recoger algunas piedras blancas: tampoco ésas son suficientes.
Agrega piedras rojas, amarillas, hasta grisáceas. Al fin consigue tapar la
hendidura. No le queda sino encender fuego y hacer que los materiales se fundan:
su tarea va a terminar. Pero está de tal modo agotada que sus ojos lanzan
centellas y los oídos le zumban. Está a punto de que la abandonen las fuerzas.
-¡Caramba! ¡Nunca he sentido tal cansancio! -dice,
perdiendo el aliento.
Se sienta en la cima de una montaña y apoya la cabeza en
las manos.
En ese instante aún no se extingue el inmenso incendio de
los viejos bosques sobre el monte Kunlún. Al oeste, el horizonte está rojo. Echa
una mirada hacia allí y decide coger un gran árbol ardiendo para encender la
masa de cañas. Cuando va a tender la mano, siente una picadura en el dedo gordo
del pie.
Mira hacia abajo: es uno de esos pequeños seres que ella
modeló antes, pero éste ha tomado un aspecto aun más curioso que los otros.
Pedazos de tela, complicados y molestos, le cuelgan del cuerpo; una docena de
cintas flota alrededor de su cintura; la cabeza está velada con quién sabe qué;
en la parte más alta del cráneo lleva sujeta una plancha negra rectangular; en
la mano tiene una tablilla con la que pica el pie de la diosa.
El ser tocado con la plancha rectangular, de pie junto a
Nü-wa, mira hacia lo alto. Al encontrar los ojos de la diosa, se apresura a
presentar la tablilla; ella la toma. Es una tablilla de bambú verde, muy pulida,
en la cual hay dos columnas de minúsculos puntos negros mucho más pequeños que
los que se ven en las hojas de encima. Nü-wa admira la delicadeza del trabajo.
-¿Qué es eso? -pregunta con curiosidad.
El pequeño ser tocado con la plancha rectangular recita
con el tono de una lección bien aprendida:
-Al ir completamente desnuda, te entregas al libertinaje,
ofendes la virtud, desprecias los ritos y quebrantas las conveniencias; tal
conducta es la de un animal. La ley del Estado está firmemente establecida: eso
está prohibido.
Nü-wa mira la tablilla y ríe secretamente, pensando que
ha sido una tontería formular esa pregunta. Sabe que la conversación con
semejantes seres es imposible, de modo que se atrinchera en el silencio. Coloca
la tablilla de bambú sobre la plancha que cubre el cráneo del pequeño ser y
luego, extendiendo el brazo, arranca del bosque en llamas un gran árbol ardiendo
y se prepara para encender el montón de cañas.
De pronto oye sollozos, un ruido nuevo para ella. Al
bajar la vista descubre que bajo la plancha, los pequeños ojos retienen dos
lágrimas más pequeñas que granos de mostaza. ¡Qué diferencia con los lamentos
"nga, nga" que está habituada a escuchar! No entiende lo que sucede.
Enciende el fuego en varios puntos.
Al comienzo éste no es muy vivo, porque las cañas no
están completamente secas; crepita, sin embargo. Al cabo de un momento,
innumerables llamas se propagan, avanzan, retroceden, se alzan lamiendo las
ramas por todos lados y se juntan para formar una flor de corola doble y luego
una columna luminosa, cuyo resplandor sobrepasa en intensidad al del incendio
del monte Kunlún. Un viento salvaje se levanta. La columna de fuego ruge
mientras gira, las piedras azules y de otros tonos toman un color rojo uniforme.
Como un torrente de caramelo, las rocas en fusión se deslizan en la brecha como
un relámpago inextinguible.
El viento y el soplido de la hoguera desbaratan en
cascadas. El resplandor del fuego le ilumina el cuerpo. En el universo aparece
por última vez el tono rosa carne.
La columna de fuego continúa subiendo, hasta que no queda
de ella más que un montón de cenizas. Cuando el cielo se ha vuelto otra vez
enteramente azul, Nü-wa estira la mano para palpar la bóveda, en la cual sus
dedos descubren muchas asperezas.
"Ya veré, cuando haya descansado...", piensa.
Se inclina para recoger la ceniza de las cañas, llena con
ella el hueco de sus manos juntas y la deja caer sobre el diluvio que cubre la
tierra. La ceniza aún caliente provoca la ebullición de las aguas; la ola
mezclada de ceniza baña el cuerpo entero de la diosa; el viento que sopla
tempestuosamente arroja sobre ella las cenizas.
-¡Oh!...
Exhala un último suspiro.
En el horizonte, entre las nubes sangrientas, el sol
resplandeciente, semejante a un globo de oro, gira en un flujo de vieja lava. Al
frente, la luna fría y blanca parece una masa de hierro. No se sabe cuál de los
astros sube, cuál desciende. Agotada, Nü-wa se tiende; su respiración se
detiene.
De arriba abajo reina en las cuatro direcciones un
silencio más fuerte que la muerte.
III
En un día frío resuenan los clamores. Las tropas reales
llegan al fin. Han esperado que cesaran el resplandor del fuego, el humo y el
polvo, por eso han tardado tanto. A la izquierda, un hacha amarilla. A la
derecha, un hacha negra. Detrás, un viejo y gigantesco estandarte.
Los hombres avanzan con precaución hasta donde yace el
cadáver de Nü-wa. Ningún movimiento. Levantan entonces su campamento en la piel
de su vientre, porque es el sitio más blando: son muy hábiles para escoger.
Alterando bruscamente el tono de sus fórmulas, se proclaman los únicos herederos
de la diosa y cambian la inscripción de los jeroglíficos en forma de renacuajo
de su gran estandarte en "Entrañas de Nü-wa".
El viejo taoísta que había caído a orillas del mar tuvo
generaciones y generaciones de discípulos. Sólo en el momento de morir reveló a
ellos la importancia histórica de las Montañas de los Inmortales, llevadas a
alta mar por las tortugas gigantes. Los discípulos transmitieron a los suyos
esta tradición. Para terminar, un mago a la caza de favores la comunicó al
primer emperador de la dinastía Chin, quien le ordenó partir en busca de ellas.
El mago no encontró nada.
El emperador murió.
Más tarde, el emperador Wu, de la dinastía Jan, hizo que
se emprendiera de nuevo la búsqueda, sin obtener resultado alguno.
Las tortugas gigantes probablemente no habían comprendido
bien las palabras de Nü-wa. Su aprobación con la cabeza no fue tal vez otra cosa
que una coincidencia. Nadaron por aquí y por allá durante cierto tiempo, luego
se fueron a dormir y las montañas se derrumbaron. Por eso es que hasta ahora
nadie ha podido ver jamás ni la sombra de una de las Montañas de los Inmortales.
Cuando mucho se descubre cierto número de islas salvajes.
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