Enorme desgracia. Estábase en
el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos,
absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los
que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos
temían, más o menos, a los tres vivos.
Demonios, los Dagobés, gente
que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más
pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el peor
de los peores, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la
mala fama a los jóvenes -los nenes, según su rudo
decir.
Ahora, sin embargo, mientras
que el muerto, fuera de semejantes condiciones, dejaba de ofrecer peligro,
conservando -bajo la luz de las velas, entre aquellas flores- sólo aquella mueca
involuntaria, el mentón de piraña, la nariz toda torcida y su inventario de
maldades. Bajo la mirada de los tres de luto, se le debía todavía, a pesar de
todo, mostrar respeto; convenía.
Servíase, de vez en cuando,
café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, al uso. Sonaba un vocear sencillo,
bajo, de los grupos de personas, en la oscuridad o en el foco de las lamparitas
y faroles. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno
hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, recordando su descuido.
En fin, lo mismo de lo mismo, una ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía
un aire espantoso.
He aquí que un mequetrefe
pacífico y honesto, llamado Liojorge, apreciado por todos, fue quien había
enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin motivo
aparente, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio,
avanzó hacía él, mostrando el puñal; pero el tranquilo del muchacho, que
manejaba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del
corazón. Hasta entonces vivió Téllez.
Después de tamaño suceso, sin
embargo, se espantaban de que los hermanos no se hubiesen cobrado venganza. En
su lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y resultaba bien
extraño.
Tanto más que aquel pobre
Liojorge permanecía aún en la aldea, solo en casa, resignado ya a lo peor, sin
ánimo de ningún movimiento.
¿Podía entenderse aquello?
Ellos, los Dagobés que aún vivían, hacían los debidos honores, serenos y hasta
sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se
movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: Perdone las
molestias... Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de
Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo mentón avanzado y
los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura,
pronunciaba: ¡Dios lo tenga en su gloria! Y el del medio, Dismundo,
hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en
la mesa: Mi buen hermano...
En efecto, el finado, tan
sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado
buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.
Sea así, como si nada: a
nadie engañaban. Sabían bien hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban
haciendo. Aquello sería cosa de fieras. Pero después. Sólo querían ir por
partes, nada de apresurarse, a su propio ritmo. Sangre por sangre; pero por una
noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas,
en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él
terminaban.
Siendo lo que se comentaba,
en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un murmullo, entre tantas
perturbaciones. Por lo que aquellos Dagobés, brutos sólo de arrebatos, pero
matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y jefes de todo,
no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Era así
por lo que no conseguían disimular cierto contento canalla, casi riéndose.
Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada momento posible, sutilmente tornaban a
juntarse, en un vano de ventana, en frecuente parloteo. Bebían. Nunca uno de los
tres se distanciaba de los otros; ¿por qué se mostraban así de cautos? Y a ellos
llegaba, de vez en cuando, algún compareciente, además de compadre, de confianza
-traía noticias, cuchicheaban.
¡Asombroso! Íbanse y
veníanse, en lo abierto de la noche, y lo que trataban de proponer, era sólo por
el rapaz Liojorge, criminal en legítima defensa, por mano de quien el Dagobé
Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya que, entre los veladores, siempre
alguien, poco a poco, filtraba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin
compañeros, ¿enloquecía? Lo cierto, no tenía la maña como para aprovecharse y
escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los
tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía humillarse, acobardado:
por allá, meándose de miedo, sin medios, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para
sufragios! Y, no es que, sin embar...
Sólo una primera idea. Con
que alguien que de allá viniera y volviese, a los dueños del muerto, y
transmitiera un mensaje, el resumen de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado
labrador, afirmaba que no había querido matar al hermano de ningún ciudadano
cristiano, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, para tratar de
librarse, por fatalidad, del desastre. Que había matado con respeto. Y que, con
ánimo de probarlo, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí mismo, dando
fe de ir, personalmente, para declarar su manifiesta falta de culpa, en caso de
que mostrasen lealtad.
Un pálido estupor. ¿Sabía en
qué asunto se metía? De miedo, aquel Liojorge había enloquecido, ya estaba
sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y
hasta daba escalofríos -respecto a lo que se sabía- que, presente el matador,
torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en aquel lugar, no
había autoridad.
La gente espiaba a los
Dagobés, aquellos tres vivaces. ¡Güeno’stá!, decía tan sólo el Dismundo.
El Derval: ¡Haiga paz!, hospitalario, la casa honraba. Serio, en sí,
enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió la seriedad. Recelosos, los
presentes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de
un velatorio, a veces, se demora mucho.
Mal acabaran el oír. Se
suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces,
o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el
Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco -y
las tres fieras locas, las que ya había, ¿no bastaban?
Lo que nadie creía: tomó el
orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente,
se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese -dijo- después de
cerrado el ataúd. La urdida situación. Uno ve lo inesperado.
¿Y si fuese? La gente iba a
ver, a la espera. Con el taciturno peso en los corazones; un cierto susto
propagado, por lo menos. Eran horas peligrosas. Y despuntó despacio el día. Ya
mañana. El difunto hedía un poco. Arre.
Sin cena, se cerró el ataúd,
sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés -sería
odio al Liojorge-. Supuesto esto, se cuchicheaba. Rumor general, el
"lugubarullo Ya que ya, viene él... y otras concisas
palabras.
En efecto, llegaba. Había que
abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar.
No se presentaba animosamente, ni para afrentar. Sería así el alma entregada,
con humildad mortal. Se dirigió a los tres: -¡Con Jesús! -él, con
firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón -el cual, el demonio de modo
humano- poco menos que habló: -¡Hum... Ah! Vaya cosa.
Hubo que escoger para
acarrear: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el
lado izquierdo -le indicaron-. Y lo rodeaban los Dagobés, el odio en torno suyo.
Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Sorteado así,
ramillete de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los
entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se buscaba el suelo
con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vaivenes naturales. Y los
perversos Dagobés. Y el Liojorge, al lado. El importante entierro. Se
caminaba.
Bajo el retintín, muy de
paso. En aquel entremedio, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con
hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su
parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El
ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier
sorpresa, ya estaban con la mirada enfilada. Sin verse, se adivinaba. Y, en
aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge -¡tan
aterrorizado!- su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No se
sentía parte de sí, sólo una presencia fatal.
Y, ahora, ya se sabía: bajado
el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La
lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar
no había cura.
Se
proseguía.
Y entraban en el cementerio.
Aquí, todos vienen a dormir -rezaba el letrero del portón-. Hízose el
constipado airado compaña, en el barro, al lado del hoyo; muchos, sin embargo,
más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte "circunspectancia". Ninguna
despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de
tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y
ahora?
El rapaz Liojorge esperaba,
escurriéndose dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra para él, delante
de su nariz? Tuvo un mirar penoso. Se retorcía el silencio. Los dos, Dismundo y
Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo
ahora veía al otro, en medio de aquello?
Le miró brevemente. ¿Se llevó
la mano al cinturón? No. La gente era lo que así preveía, la falsa percepción
del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyose:
-Mozo, váyase usted,
recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado
diablo...
Dijo aquello, bajo y casi
inaudible. Entonces se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos,
también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de
los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya
fugaz, dijo, completó: ...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo
grande... El entierro había terminado... Y otra lluvia
empezaba.
João Guimarães Rosa, Cordisburgo, 1908 - Río de Janeiro, 1968) Cuentista, novelista y diplomático brasileño, que destaca como una de las figuras más importantes de la literatura de su país.
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